Amnesia

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Era una cabaña pequeña de dos habitaciones. En la parte de atrás había una ventana con las cortinas corridas que supusimos sería del dormitorio. En el lado oeste, a través de las dos ventanas con vista al lago, pudimos ver un salón con una cocina adosada. Todo parecía ordenado y bien mantenido.

—Mira.

Maggie señaló en dirección al bosque. Dos huellas de neumáticos se perdían en un sendero estrecho.

En el frente había un pequeño porche con un columpio similar al mío. Golpeé un par de veces la puerta, sin obtener respuesta. Probé el picaporte y la puerta cedió.

Como habíamos supuesto, la cabaña estaba habitada: había platos y utensilios en el fregadero, flores frescas en el centro de mesa, un abrigo de hombre colgado en el perchero. Nos miramos. En el salón había una mesa redonda con varias sillas junto a la chimenea, un televisor antiguo, un sofá y un mueble con puertas y estantes. La decoración era acogedora: un par de cuadros y unas máscaras talladas en madera, obras inequívocas de Harrison. En el sofá encontré una revista: Sudokus de máxima dificultad.

Maggie abrió la puerta de la nevera, oculta tras un muro divisorio, y me reveló su contenido.

—Provisiones suficientes para varios días.

A continuación la escuché abrir y cerrar las alacenas pero para ese entonces mi atención estaba puesta en el mueble de la habitación principal. Maggie se acercó.

—¿Qué…? —empezó a decir.

En uno de los estantes había una fotografía de un hombre de unos treinta años; parecía alemán. Llevaba una chaqueta de cuero y unos pantalones anchos que se ceñían en los tobillos. En la cabeza tenía una gorra con orejas, de esas que usan los aviadores. Alzaba la mano en señal de saludo y exhibía una amplia sonrisa.

—¿Gustafsson? —preguntó Maggie.

—No tengo la menor idea.

Abrí uno de los cajones del mueble y vi más revistas de sudokus. Sudokus imposibles. Sudokus extremos. En el siguiente cajón encontré una caja profesional de fichas para póker.

—Quizás el club se reúne aquí de vez en cuando —dije.

—En la cocina hay un arsenal de bebida, así que es bastante probable.

En la mesa redonda había cinco sillas.

Terminamos de explorar el salón con relativa rapidez. En el resto de los cajones y estantes no había nada relevante: utensilios de cocina, frascos con especias y comida enlatada. El alemán parecía ser feliz alimentándose y resolviendo sudokus.

La cabaña contaba con un pequeño baño que nos terminó de confirmar que Gustafsson vivía allí de forma más o menos permanente. Había una cuchilla de afeitar, crema y varias lociones. Detrás de la puerta había un revistero y no necesité echar un vistazo al interior para saber qué tipo de revistas contenía.

—La puerta está cerrada —dijo Maggie.

Salí del baño y entendí que Maggie se refería a la puerta que debía de conducir a un sótano. Era estrecha y estaba situada junto a la cocina.

—Es extraño. Déjame ver.

Apoyé el hombro contra la puerta y empujé. Justo en ese instante se oyó el ruido de un motor. Maggie se lanzó a mis brazos en un acto reflejo. Tardamos unos segundos en reconocer el funcionamiento continuo de un generador, y sólo entonces recuperamos la calma. Habíamos encendido la luz del baño y eso debía de haber consumido la poca energía de las baterías.

—Si el tipo está cerca va a escuchar el motor —dije.

—¿Quién crees que sea ese tipo? ¿Alguna vez Richard o Harrison te hablaron de él?

Negué con la cabeza.

—Vamos a la habitación —urgí a Maggie—. Allí tiene que haber algo que nos diga quién es este hombre.

La habitación era casi tan grande como el salón. Había una cama de una plaza y un escritorio con más revistas y algunos libros. En los estantes sobre el escritorio había otras dos fotografías del alemán, una pequeña de su rostro y otra en la que estaba acompañado por una muchacha. En esta última los dos bailaban, sonrientes, estirando la pierna derecha hacia un lado, los codos flexionados y mirándose de soslayo. No había ninguna posibilidad de que aquellos dos no estuvieran perdidamente enamorados; esa fotografía era prueba suficiente de ello.

Me acerqué y observé aquellos rostros desconocidos en busca de algún tipo de reconocimiento, pero no lo encontré.

Probé los tres cajones; dos de ellos estaban abiertos y revisé el contenido con desinterés. Había artículos de librería, baterías usadas, dos o tres mazos de baraja gastada, guías de viaje, folletos antiguos, una brújula… El tercer cajón, el que estaba cerrado, era el que me interesaba, por supuesto. No habíamos visto nada que estuviera remotamente relacionado conmigo o con los incidentes en mi casa.

—En la mesilla de noche no hay nada —dijo Maggie—. Estoy un poco nerviosa, Johnny. Si regresa…

—Le decimos que somos amigos de Harrison. Le explicamos que pasábamos por aquí y entramos a echar un vistazo.

—Sí, puede ser.

—Maggie, si este tipo es amigo de Harrison y de tu padre, es obvio que sabe que existimos. Lo raro es que nosotros no sepamos quién es él.

—¿Crees que llegamos tarde? ¿Que mi padre y los demás se llevaron esa prueba esta mañana?

—Es posible. No vamos a tener más remedio que ir y preguntarles directamente.

Allí no había mucho más para ver. Si no se la habían llevado por la mañana, entonces esa prueba estaba en el cajón que no habíamos podido abrir…, o en el sótano.

—Podemos forzar la cerradura —pensé en voz alta—, o esperar un rato afuera a que vuelva el alemán.

—¿Quién?

—Gustafsson…, parece alemán.

Maggie dudó.

—Forzar la cerradura me parece excesivo. Esperemos un rato y pensemos bien qué le vamos a decir.

Maggie se sentó en el columpio y yo en la barandilla.

Guardamos silencio. La vista era de postal. En poco tiempo el sol se ocultaría, pero en ese momento era un círculo naranja que empezaba a derretirse en el lago.

Unos diez minutos después el generador dejó de funcionar.

Entonces varias cosas sucedieron al mismo tiempo. Maggie se mecía en el columpio y por alguna razón me concentré en el movimiento basculante: adelante, atrás; adelante, atrás. Como si fuese preso de un trance hipnótico, una imagen nítida se formó en mi cabeza: la revista de sudokus que había visto en el sofá, Sudokus de máxima dificultad, abierta en una página con un sudoku a medio resolver. Unos pocos números habían sido descubiertos. El cuatro era uno de ellos, y estaba escrito de una forma particular, de un solo trazo, como una flecha inconclusa. Adelante, atrás. Mucha gente hacía el número cuatro de esa forma, pero casi nadie rellenaba el pequeño triángulo circunscrito entre las líneas. Me recorrió un escalofrío. Adelante, atrás. La madera de la cabaña crujía. El columpio no chirriaba lo más mínimo. Adelante, atrás. Sabía quién hacía el número cuatro de esa forma. La misma persona que nunca olvidaba ponerle grasa al columpio.

El hombre que surgió por la puerta de entrada llevaba barba y una gorra, pero aun así reconocí a mi padre.

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