Amnesia

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—¿Papá?

Lo reconocí de inmediato. La barba tupida, una gorra de los Celtics, diez o doce kilos de más, la postura ligeramente encorvada, nada importó; hubiese reconocido aquellos ojos pequeños a un millón de kilómetros de distancia. Entre la barba canosa se dibujó su sonrisa tierna, la que tan bien recordaba.

Maggie tardó en volverse. Me miró, como si yo fuera presa de un desvarío, y cuando se convenció de que no había perdido el juicio miró hacia la puerta.

—Hola Johnny…, hola Maggie.

Contrariamente a lo que cabría suponer, el encuentro con mi padre, catorce años después de pegarse un tiro en la comisaría de Carnival Falls, no tuvo en ningún momento tintes sobrenaturales. Fue como un clic, una pieza que faltaba encajando perfectamente en su sitio.

Pasaron unos instantes en los que mi padre seguía inmóvil. Mis ojos se humedecieron y me acerqué hasta que nos fundimos en un abrazo.

—Ven aquí —le dijo a Maggie.

Maggie se acercó, con la misma expresión de perplejidad que yo, y también se abrazaron.

—Tenemos mucho de qué hablar —dijo mi padre con naturalidad. Dio media vuelta y entró en la cabaña.

Lo seguimos como dos autómatas y nos sentamos a la mesa, de frente a la ventana. Mi padre fue directo a la cocina y nos ofreció té helado. Cuando regresó con los dos vasos me descubrió mirando la fotografía del alemán.

—Ése es un buen comienzo.

Yo seguía sin poder articular palabra. Empezaba a comprender que mi padre estaba mucho más familiarizado conmigo que yo con él.

—Papá… —me quedé con la mente en blanco. No supe cómo seguir.

—Te lo explicaré todo, Johnny. —Miró a Maggie—. Os lo diré todo. Pero primero debo saber si alguien sabe que estáis aquí.

—Sólo Ross —dijo Maggie.

—¿Cómo…? —parecía contrariado.

—Escuché a mi padre y a los demás hablando de esta cabaña —explicó Maggie—. Los rastreé con un GPS.

—Los muchachos estuvieron hoy aquí —dijo mi padre, reflexivo.

Empezaba a hacerse de noche. Las luces de la cabaña estaban encendidas y, sin embargo, el generador había dejado de funcionar. Ahora entendía que mi padre lo había activado desde el sótano, posiblemente para que nos marchásemos. Empezaba a razonar, y eso era bueno, porque hasta ese momento me sentía inmerso en uno de esos sueños donde todo parece suceder a una velocidad lentísima.

—Richard compró esta tierra y construyó la cabaña a principios de 2000 —dijo mi padre—. Empezaba a hartarse de la medicina y quería dedicar más tiempo a su pasión por la pesca.

Mi padre siempre había sido un magnífico narrador. Su voz poseía una cualidad casi hipnótica y volver a escucharla era estremecedor e inmensamente gratificante a la vez.

—La idea de Richard era que con los muchachos viniésemos a menudo, algo que nunca llegó a suceder. Esto coincidió con la enfermedad de Silvia…

La sola mención de mi madre lo afectó. Abrí la boca para decirle que lo sabía todo, que ya no tenía que cubrir a Mark, que Mark…

¿Cuánto sabía mi padre de Mark? Era lógico suponer que Harrison y los demás lo habían mantenido más o menos al tanto de lo que sucedía en el mundo, pero aun así la incertidumbre era demasiado grande.

—Fueron tiempos difíciles para el grupo de amigos, al punto que cuando Richard terminó de construir la cabaña ni siquiera lo supimos. O por lo menos yo no lo recuerdo. También resultó que su sueño de dedicarle más tiempo a la pesca se materializó en visitas esporádicas, una al mes o incluso menos que eso. Para él, dejar la medicina siempre fue una utopía.

»Un día Richard estaba en el muelle y vio acercarse a un hombre. —Señaló la fotografía que teníamos a la vista, la del hombre con el gorro de aviador—. Su nombre era Tim Gustafsson. Surgió del bosque y Richard se dio un susto de muerte, pero el tipo era inofensivo; yo lo vi una vez y puedo dar fe de ello. Se pusieron a conversar y se quedaron pescando un rato largo. Allí le contó su historia. Os preguntaréis qué tiene que ver todo esto conmigo. —Me miró fijamente—. Y por qué he estado ausente todos estos años.

Asentí. Él apoyó su mano sobre la mía, con cierta duda, como si temiera que yo fuera a quitarla abruptamente. Cuando le permití que lo hiciera sonrió complacido, me dio unas palmaditas y prosiguió.

—Gustafsson era canadiense, hijo de un alemán de quien tenía el apellido y un puñado de datos y de una madre que lo crio como pudo entre empleos mal pagados y una serie de complicaciones de salud. Murió cuando Gustafsson tenía veintipocos años, y a partir de ese momento se quedó solo en el mundo. No tenía hermanos, no tenía primos, tíos, nada, y no le interesaba buscar a su padre, que hasta donde sabía vivía en Alemania. La suerte le puso en el camino a Nicole, una mujer de quien se enamoró perdidamente. En la habitación hay una fotografía de ella.

Me maravilló cómo mi padre conocía todos esos detalles. Empezaba a entender hacia dónde iría esa historia.

—Tuvieron una hija a la que llamaron Naomi. Vivían en una ciudad pequeña, Saint Liboire, cerca de Montreal. Un día Nicole y Naomi salieron a caminar juntas por el bosque, un bosque muy similar a éste. Hacía muchísimo frío. Gustafsson regresó del doble turno en la fábrica en la que trabajaba y no las encontró en casa. Empezaron a buscarlas de inmediato. Él conocía más o menos las rutas que a ellas les gustaba explorar, pero aun así no pudieron encontrarlas en toda la noche. Al día siguiente finalmente encontraron a la niña, muerta a causa del frío. Unas horas después encontraron a Nicole, bastante más lejos, también víctima del frío; pero en su caso había algo más: tenía la cadera rota. Fue sencillo componer el rompecabezas. La madre sufrió un accidente y al no poder moverse no le quedó más remedio que permitir que la pequeña Nicole, que en ese momento tenía cinco años, vagara por el bosque en busca de ayuda. Supongo que las posibilidades de que las encontraran eran más altas si estaban separadas. Pero tal cosa no sucedió y Gustafsson volvió a quedarse solo.

—Dios mío —dijo Maggie—, no quiero ni pensar lo que debió de sufrir esa madre. Permitir que tu hija tan pequeña ande sola por el bosque. Entiendo por qué lo hizo, pero se le debió partir el alma.

—Ya lo creo. La niña murió mientras dormía; era lo único que a Gustafsson le daba cierta paz. Se sentía culpable. Habían pasado dos meses de la tragedia y sintió la urgencia de salir de su casa con lo puesto y marcharse lejos, sin rumbo fijo. El día del encuentro, Richard comprendió que el hombre necesitaba hablar y que posiblemente no había compartido su pesar con nadie. Le ofreció quedarse en la cabaña como cuidador; no es que hiciera falta uno, menos en esa época, pero ya conocéis a Richard, no iba a quedarse de brazos cruzados.

»Durante esos días lo conocí. Un hombre retraído, no sé si siempre fue así. Los días pasaron y la pena lo iba consumiendo. Se ocupaba de cortar leña y el resto de las faenas; construyó el porche él solo. Necesitaba mantenerse ocupado.

No me pasaron desapercibidas las similitudes entre la historia de Gustafsson y la del viejo Matkin, que trabajaba en la gasolinera con Mark, ambos perdiendo a su esposa y a su única hija en trágicas circunstancias. Más tarde entendería que las similitudes entre ambas historias no eran casuales.

Podría haber escuchado a mi padre durante horas. Cada una de sus palabras era un grano de arena de un castillo fabuloso. Un castillo frágil que podría desintegrarse en un segundo, con cámaras y pasadizos que tardaría años en explorar, lleno de preguntas y de reproches.

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