Amnesia

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Tim Gustafsson y Richard Sullivan se hicieron amigos. Gustafsson no era amante de la pesca pero accedía a acompañar a Richard en el bote. Durante una de esas plácidas conversaciones en el medio del lago Tim le confesó lo que Richard ya sospechaba: que el tiempo no estaba sanando las heridas, que cada día que pasaba pensaba en Naomi, perdida en el bosque hasta caer extenuada, y que si bien sabía que no hubiese podido hacer nada para impedirlo, aun así se culpaba por ello.

Había pensado en quitarse la vida desde el primer día. Se obligó a no ser impulsivo, a darse tiempo, lo intentó en Canadá hasta que no lo soportó más y llegó a Carnival Falls, y volvió a intentarlo. Ya no podía más.

Gustafsson era un hombre de fe y le inquietaba tirar su vida a la basura. ¿Así que qué mejor que ayudar a alguien?

Por ese entonces, Richard, Harrison, Bill y Bob estaban al tanto de que mi padre iba a incriminarse en la muerte de mi madre para cubrir a Mark. Los cuatro habían prometido que no dirían ni harían nada al respecto, y los pactos en el club B jamás se quebraban. Para Harrison significó un punto de inflexión, porque ese secreto y los que vendrían después interfirieron seriamente con su función como comisario de Carnival Falls. No en vano al poco tiempo cedió su cargo a Timbert.

El club B se reunió en la cabaña y hablaron con Gustafsson. Su decisión no había cambiado: quería hacerlo. Al principio el plan parecía descabellado, pero en cuanto empezaron a darle forma comprendieron que era factible. Cada uno de ellos constituiría un eslabón fundamental en el encubrimiento. Richard certificaría la muerte. Harrison se ocuparía de la burocracia policial. Carla Burke, la única fuera del círculo de amigos que supo la verdad desde el principio, utilizaría la funeraria familiar para ocuparse de la disposición del cuerpo.

El club Bilderberg en su máxima expresión.

El principal detractor fue mi padre, que no estaba dispuesto a poner en jaque las carreras profesionales de sus amigos. Harrison en particular había sido un comisario de conducta intachable, incorruptible, un emblema para la ciudad y querido por todos.

Los cinco se reunieron para discutir el tema, o más justo sería decir que se reunieron para convencer a mi padre. Él los escuchó con atención y les pidió unas horas para pensarlo. A esas alturas la autopsia de mi madre había revelado la muerte por asfixia, por lo que era cuestión de días, quizás horas, hasta que los detectives empezaran a hacernos preguntas. Y quizás entonces sería demasiado tarde.

Mi padre aceptó, con la condición de que nadie supiera que seguía vivo. Era la única forma de garantizar que lo que habían hecho jamás saliera a la luz. No quería ampliar el círculo de conocimiento más allá de lo estrictamente necesario, y decididamente no era su intención llevar una vida normal después de todo lo sucedido. No iba a exponerse a ser reconocido, bajo ningún concepto. A medida que me lo explicaba sentí la necesidad imperiosa de cuestionarlo, de culparlo por dejarnos —por dejarme— sin la posibilidad de mantener un contacto, aunque fuera esporádico, con él. ¿Qué daño podía hacernos a Mark y a mí saber la verdad? Poder verlo de vez en cuando. En prisión por lo menos podríamos haberlo visitado.

Me di cuenta durante su relato de que faltaban piezas cruciales. Incluso con Mark muerto, mi padre no quería hablar de lo que había sucedido la noche del 31 de marzo de 2001, el día del asesinato de mi madre.

La segunda condición que le impuso a sus amigos aquel día fue que Mark debía formar parte del círculo de los que sabían la verdad. Del mismo modo, yo nunca tenía que saberlo.

Cuando lo escuché de su boca estuve a punto de gritar de la impotencia.

¡¿Mark siempre supo que mi padre estuvo recluido en esa cabaña?!

Un fuego que me quemaba por dentro. ¿Cómo era posible?

Pero lo que a priori parecía una exigencia arbitraria y descabellada, empezó a tener perfecto sentido a medida que mi padre nos contó el resto.

No era justo que Mark cargara con el suicidio de mi padre; tarde o temprano el peso de la culpa podría con él. De manera que mi padre se vio en la obligación de decirle la verdad.

En cuanto a mí, mi padre quería preservar la relación entre Mark y yo por encima de cualquier cosa. No importaba lo que yo creyera de mi padre, le importaba que no viera a Mark como el responsable de nuestras miserias. Quería mantener intacta la relación entre hermanos.

Algo que sin duda consiguió.

Me estremeció escucharlo. Porque si de algo me sentía orgulloso era de la relación que había forjado con mi hermano a lo largo de los años.

Harrison se encargó de que no hubiera ningún policía cerca de las celdas cuando Gustafsson entró por la puerta de atrás, acompañado por Bob. Mi padre intercambió la ropa con Gustafsson y mantuvieron una conversación, breve y emotiva, que mi padre no me reveló. Gustafsson ya tenía la escopeta en su poder, una Mossberg.

Un joven policía de apellido Willis tuvo la desagradable tarea de encontrar el cadáver. Era vital para el plan que el arma utilizada produjera la mayor cantidad de daño posible, y en ese sentido el trabajo que hizo Gustafsson fue superlativo. Willis fue corriendo a las celdas cuando escuchó el disparo y vio las salpicaduras de sangre incluso en el pasillo.

Richard fraguó la identificación del cadáver por medio de las huellas dactilares.

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