Amira

Amira


CUARTA PARTE » Maternidad

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—¿Estás segura, Amira? ¿Absolutamente segura?

—El médico lo ha confirmado hoy.

Alí cayó de rodillas y cubrió su mano de besos.

—Éste es el mayor regalo de todos, Amira, no sólo para mí sino también para mi padre. Ahora eres en verdad mi reina.

—El placer del rey y el tuyo son el mío —dijo Amira con sinceridad. Ya no existía la presión de concebir; por fin su marido, su suegra y todos los demás sabían que ella no era deficiente en modo alguno.

Al ponerse la mano sobre el vientre buscando sentir la vida que creía en su interior, un súbito pesar se apoderó de Amira, tan vivido como el que había sentido años atrás. Laila. Pobre Laila. Qué desgraciada había sido. Rezaba para tener un hijo varón porque había aprendido demasiado bien que una mujer podía llevar una vida miserable. Amira también esperaba tener un varón, porque sabía que era lo que querían todos los maridos, pero en realidad todo lo que se esperaba de ella era que diera a luz una criatura sana, y hasta que llegara ese día, tenía que cuidarse mucho y pasar el tiempo como mejor le conviniese.

Eligió sumergirse en los estudios.

Inspirada por su conversación con Philippe Rochon, y la chispa de esperanza que le había dado sobre un futuro en el que podía ser algo más que una productora de hijos, Amira añadió un curso de psicología básica a los cursos que recibía de la universidad de El Cairo. Los libros de texto fueron como un «ábrete Sésamo» a un mundo que ni siquiera había imaginado, mostrándole los caminos hacia el cerebro humano, explicándole cómo respondían los humanos a los estímulos.

Cuando se dispuso a estudiar las teorías de Freud sobre los sueños, esperaba encontrar algo parecido a las complejas y barrocas interpretaciones que había oído desde niña, pero se sorprendió al descubrir que Freud parecía creer que cualquier imagen del sueño (y muchos pensamientos de los que se tenían despierto) estaba relacionada con el sexo. ¿Tenía razón?, se preguntó. Nunca había pensado que fuera una mujer excesivamente interesada en el sexo. Sin embargo, en los últimos tiempos, cada vez que abría el texto de psicología, pensaba en Philippe y recordaba el modo en que la había mirado y le había besado la mano.

Pero aun soñando de día con otro hombre, fue muy consciente de que las exigencias sexuales de Alí, esporádicas en sus mejores momentos, cesaban por completo. No quería dañar al bebé, afirmaba él, aunque el médico decía que no había peligro hasta el último mes. Amira no echó de menos el tipo de relación sexual que tenían ella y Alí, pero sí el calor de los abrazos y las caricias. Intentó contentarse con los masajes diarios de lanolina que Zeinab le recomendó para evitar las estrías.

No obstante, aunque Alí se distanció físicamente, mimó a Amira en todo lo demás. Para animarla en sus estudios, compró estantes para su dormitorio, además de un hermoso escritorio y una silla hecha a medida para su espalda. Instaló a una comadrona en palacio e hizo que un especialista de Londres volara hasta Al-Remal cada dos semanas para visitarla.

—Debes tener lo mejor de lo mejor —dijo—. Cualquier cosa que necesites, Amira, cualquier cosa, no tienes más que pedirla.

A veces Amira buscaba algo que pedir, sencillamente porque él esperaba que lo hiciera. Sólo tenía que mencionar que podría ser agradable tomar un vaso de zumo, una rodaja de melón o una galleta azucarada para que alguien corriera a buscarlo. Pese a la medicina moderna, aún se creía que si a una mujer se le antojaba algo y no lo conseguía de inmediato, su hijo nacería marcado.

Al notar el exceso de protección de Alí hacia su esposa, la reina comentó amargamente que se estaba convirtiendo en una mujer, pero a Alí no pareció importarle.

Sin embargo, a pesar de los excelentes cuidados que recibía, Amira no podía evitar temer el momento del parto. ¿Cómo podía ser de otro modo, cuando el recuerdo del parto de Laila aún estaba grabado en su memoria?

Amira sabía que había drogas para aliviar el dolor, pero comparando el lujo que la rodeaba con la suciedad y la miseria de la celda carcelaria de Laila, le dio vergüenza mencionarlas, y cuando el médico preguntó si prefería un «parto natural», se limitó a contestar:

—Lo que Dios quiera.

—Despierta, Alí, por favor, despierta —rogó Amira. Se había despertado instantes antes con una leve sensación de calambre y la pérdida de un cálido fluido que empapó su camisón y las sábanas. Había empezado.

Rápidamente se dirigió al lecho de Alí y lo sacudió por los hombros.

—¿Ha llegado el momento? —preguntó él, abriendo los ojos de golpe.

—Sí.

Moviéndose con una celeridad insospechada en él, Alí metió a Amira en una limusina de palacio y llamó a la comadrona. Pronto se alejaban a toda velocidad en dirección al nuevo hospital de Al-Remal, donde se habían reservado unas habitaciones privadas para Amira por orden de Alí. La atendería un tocólogo del hospital y el especialista de Londres, que llevaba unas semanas alojado en el hotel Intercontinental y se hallaba también de camino.

Sin embargo, al final resultó menos difícil de lo que Amira había imaginado. Unas cuantas horas de molestias y una hora más o menos de auténtico dolor. Un empujón final y oyó el llanto de su hijo.

El niño tenía la piel de un tono café con leche, una mata de pelo negro y enormes ojos brillantes del más oscuro color lapislázuli.

—Precioso —susurró Amira cuando la enfermera lo colocó en sus brazos—. Te quiero, hijo mío, más que a mi propia vida. —Y cuando el niño rompió a llorar de nuevo, Amira se convenció de que la había oído y comprendido.

¿Cómo he podido vivir sin él?, se preguntó Amira mientras amamantaba a su hijo. No se cansaría jamás de su Karim, de acariciar su piel sedosa e inhalar su suave fragancia a bebé. Deseaba tanto llevárselo a casa para acunarlo en sus brazos, cantarle nanas y despertarse con su hermoso rostro junto al suyo, pero Alí insistió en que ambos se quedaran en el hospital una semana.

—El médico me ha dicho que los primeros días de un bebé son los más frágiles —explicó—, y el período en que es más probable que aparezcan complicaciones. No podría soportarlo si le ocurriera algo. O a ti —se apresuró a añadir.

Para aliviar el tedio de su estancia en el hospital, Alí hizo instalar una gran televisión en su dormitorio y le llevó cintas de vídeo y todos sus libros de texto. A la mañana siguiente al nacimiento de Karim, además, llenó la habitación de flores, y al otro día entregó a Amira un pequeño estuche de terciopelo con el nombre de un conocido joyero londinense. Dentro, en su lecho de seda blanca, había un dije antiguo, un enorme rubí rojo sangre. Amira no había visto jamás una gema de semejante tamaño ni de tal intensidad cromática.

—Perteneció a María Antonieta —dijo Alí—, una reina de Francia.

Pero muy desgraciada, recordó Amira, y rápidamente desterró ese pensamiento. El dije era un regalo magnífico y se lo agradeció a su marido cariñosamente.

—Tú te mereces mucho más. Me has dado mi primer hijo. Nada ni nadie puede compararse con eso.

El rubí no fue más que el primero de una lluvia de regalos. Durante todo el día entraban y salían visitantes cargados con cajas de bonitos envoltorios, y Amira pronto agradeció la posibilidad de descansar. Muñirá le llevó una pesada copa grabada de plata inglesa y un puñado de cuentas de turquesa para colgar de la cuna y de las ropas del bebé con las que protegerlo del mal de ojo.

Malik llegó en avión desde París con un coche lleno de juguetes hechos a mano. Estaba más esbelto, más equilibrado, iba mejor vestido, y Amira no pudo resistir la tentación de burlarse de él.

—Pareces un hombre rico, hermano. ¿Te has convertido realmente en el brillante e industrioso hombre de negocios que padre imagina?

—Soy un hombre próspero, nusbkorallah, gracias a Dios y al trabajo duro. Pero en cuanto a lo de brillante, bueno, mi viejo amigo Onassis insiste en que no se precisa un talento especial para hacer dinero. Cuando le dije que iba a intentar establecerme por mi cuenta, me dijo: «Mi joven amigo, sólo tengo un consejo para ti. Para tener éxito, debes estar siempre bronceado y pagar siempre tus facturas de hotel.» He intentado seguir su consejo, aunque mi bronceado, claro, es permanente.

—Tonto —dijo Amira, dándole un leve empujón. Luego bajó la voz para añadir—: Dime… ¿cómo está Laila?

La sofisticación de Malik se desvaneció y volvió a ser un muchacho con la mirada brillante de amor y la voz cargada de ternura.

—Es maravillosa, Amira. Cada día aprende una palabra nueva. En cuanto la oye ya sabe lo que significa. Su francés es asombroso. Su institutriz dice que tiene gran facilidad para los idiomas.

Amira miró a su hijo, que yacía en una cuna de recargado diseño a unos cuantos pasos.

—Crecen más deprisa de lo que imaginas —dijo Malik en voz baja—. Y pronto descubres que no puedes vivir sin ellos.

La última visita para Amira llegó el día en que volvía a casa. Era el doctor Philippe Rochon.

—He estado atendiendo al rey durante esta semana —explicó—, así que he pensado en venir a verla a usted y al bebé.

¿Lo sabía Alí?, se preguntó Amira, pero no se atrevió a formular la pregunta. Estaba rodeada por personal del hospital y Philippe se sentó en una silla a un metro de la cama, pero su mera presencia sugería una intimidad que Amira no había experimentado hasta entonces.

—El bebé es sano —prosiguió él—, como ya debe saber. Y usted, Amira, usted…

—¿Sí? —preguntó ella, conteniendo la respiración.

—Está más encantadora que nunca. Si ello es posible.

Amira dejó escapar el aire lentamente. El médico había cruzado una línea con aquel cumplido personal, y en ausencia de su marido.

—Hábleme de sus estudios —pidió Philippe para aliviar la tensión—. Alí me ha contado que ha sido usted muy diligente durante su embarazo.

—No es diligencia, aunque a menudo me frustra no tener a nadie que responda a mis preguntas. Me encanta aprender cosas nuevas, o intentarlo.

—Ah, Amira —dijo él tristemente—, alguien como usted, una estudiante innata, debería…

—¿Si?

—Nada.

—Estoy estudiando psicología, como me sugirió. Es sólo un curso de iniciación, pero aun así…

—¿Y? —preguntó Philippe, y sus ojos azules se llenaron de arrugas de placer—. ¿Qué le parece?

—Es como aprender un nuevo idioma, una manera nueva de pensar y de ver. No pretendo comprenderlo todavía, pero lo haré, sé que lo haré.

—Ojalá pudiera verlo con usted, Amira, a través de sus ojos.

Amira guardó silencio. Demasiado se había dicho ya. Philippe se levantó para marcharse, y esperó quizá un momento para ver si ella lo detenía, pero no lo hizo. Sin embargo, cuando se marchó, la habitación se quedó muy vacía, y fría.

Durante largo tiempo después del nacimiento de Karim, Amira estuvo tan ocupada con él que apenas fue consciente de que Alí no había vuelto a su lecho conyugal. Primero circuncidaron a Karim. Se encargó de hacerlo el mutaharati, uno de los pocos ancianos expertos en aquel sencillo procedimiento. A la circuncisión siguió una semana de festejos casi tan ostentosos como la boda. Se distribuyó comida entre los pobres y se entregaron piezas de oro a todos cuantos acudieron a presentar sus respetos.

Los días de Amira estaban ahora llenos; alimentaba a Karim, lo bañaba y cambiaba. Disponía de todo un ejército de criadas y niñeras viviendo en palacio, pero quería hacer por sí misma cuanto fuera posible.

Alí estaba loco por su hijo, pero parecía tener poco tiempo para su mujer, a la que mascullaba excusas sobre negocios, asuntos de estado o reuniones con su padre.

Aunque era menos importante para ella que su hijo, la indiferencia de Alí era como un reproche. Sin duda había omitido alguno de sus deberes como esposa, pensó. Así pues, procuró mostrarse siempre atractiva y cuidó personalmente de que sus comidas en común estuvieran debidamente preparadas. Buscaba temas de conversación agradables para ofrecerle junto con el pescado a la parrilla o la codorniz asada, y recibía monosílabos y sonrisas corteses como respuesta.

Cuando pasó el período de cuarenta días de abstinencia, se sintió avergonzada por la falta de ardor de Alí, por su evidente desinterés. ¿Era culpa suya?, se preguntaba. Tal vez el motivo fuera que había estado gorda y fea durante demasiado tiempo. ¿Y cómo iba a concebir otro hijo, otro varón, si no volvía a tocarla? Tales preguntas la tenían conturbada, pero no podía consultar con nadie, no había nadie con quien hablar.

Desde luego no podía hablar con su suegra, que creía que su Alí no sólo era príncipe de Al-Remal sino del universo entero. Ni con la gorda Zeinab, que se regodeaba en contarle a cuantos quisieran escucharla que su marido no la dejaba nunca tranquila, que quería sexo a todas horas, de día o de noche, aunque estuviera dormida, que había llegado incluso a acariciarla durante los partos.

En cuanto a Muñirá, aunque era la más inteligente, ponía cara agria cuando se hablaba de hombres. Parecía considerarlos a todos como conspiradores de una conjura para hacerla desgraciada Y se las había apañado para convencer a su padre, a quien dominaba a su antojo, que ninguno de los candidatos que le presentaba era adecuado o digno de ella. No, ninguna de sus cuñadas podía ayudarla.

Cómo echaba de menos a su madre. Si bien no había olvidado el día en que viera a Ornar intentando forzarla, estaba convencida de que su matrimonio había sido feliz. Tal vez ella hubiera podido explicarle por qué el deseo pervivía tantos años en algunos matrimonios y vacilaba y se extinguía en otros.

Pero eso no era todo. Sus sentimientos hacia Philippe, la experiencia de la maternidad, la madurez de su cuerpo, todos estos cambios habían despertado su sensualidad. Deseaba ser acariciada. Quizá ahora incluso hallara placer en las cosas que antes le hacía Alí.

Desesperada por despejar sus miedos y dudas de algún modo, Amira se acicaló con tanto esmero como el día de su boda, depilándose el cuerpo completamente y perfumándose con L'Air du Temps. Se puso su ropa interior francesa más provocativa, y cuando oyó a Alí moverse por su despacho, se presentó ante él.

—Vaya, vaya, ¿qué tenemos aquí? —Alí sonrió, pero no dejó de servirse su whisky de malta favorito.

¿Se estaba burlando de ella?, se preguntó Amira. Pasó junto a él y rodeó su silla con movimientos provocativos.

Alí no le hizo caso. No tenía interés en lo que le ofrecía después de que se hubiera rebajado a sí misma como una vulgar cortesana. El orgullo de los Badir se encendió en Amira.

—Como siempre, tus palabras han sido muy instructivas para tu humilde sierva, marido —dijo con sarcástica formalidad—, pero he interrumpido tu descanso durante demasiado tiempo.

Cuando Amira se dio la vuelta para alejarse con paso majestuoso, Alí se lanzó sobre ella de repente como un poseso, la tiró al suelo, le arrancó las prendas de seda y la tomó; la violó en realidad, pues Amira ya no quería nada de él.

—¿Es esto? ¿Es esto lo que quieres, cerda? —exclamó Alí con la voz ronca por la ira, y cuando terminó, se cerró el batín y la dejó allí tirada como si fuera una puta.

De repente, Amira lo comprendió todo. Al igual que Ornar, su marido debía amar a otra más que a ella. Amaba a otra en lugar de ella.

Me odia, pensó. Tiene que odiarme. Por eso no quiere estar conmigo. Quiere estar con ella.

—¿Es esto lo que te ocurrió a ti, mamá? —dijo en voz alta—. ¿Es así como te sentías? — ¿Se volvería igual que Jihan? ¿Había ocurrido ya… tan pronto? Amira recogió los trozos de su pequeña fantasía de seda y se fue a acostar.

La luz de la mañana suavizó la brutalidad de la víspera, haciendo que pareciera un mal sueño. Como buena esposa musulmana, Amira halló el modo de culparse a sí misma; ofrecerse a Alí de aquella manera cuando era evidente que él no estaba de humor, ¿no justificaba que se sintiera repelido, furioso?

La idea de que podía tener a otra era tan sólo como una pequeña e irritante astilla bajo la piel, en lugar de la certeza como un cuchillo de la noche. Tal vez se había visto con alguien mientras ella estaba embarazada. Sabía que había hombres que lo hacían; los hombres tenían unas necesidades que satisfacer.

Pero Amira le había dado un hijo varón, su primogénito, y ninguna otra mujer podría hacer jamás algo tan importante por él. Tal vez no funcionaban sexualmente como pareja, pero sin duda las cosas se arreglarían con el tiempo. Y aunque no fuera así, no se acabaría el mundo. Su vida seguiría siendo mucho mejor que la de la mayoría de esposas, y desde luego mejor que la de Jihan (qué ridiculez haber pensado que se estaba convirtiendo en su madre, como en uno de esos trucos cinematográficos en los que una flor florece y se marchita en medio minuto).

Tenía que dejar el dormitorio fuera de su matrimonio y fijarse en el modo en que Alí la trataba en cualquier otro lugar. Jamás se quejaba cuando ella se sumergía en sus libros. No sólo toleraba su trabajo (era la primera vez que lo llamaba así), ¡sino que la animaba a hacer más!

De hecho, se complementaban el uno al otro. Como ministro de cultura, Alí tenía que conservar cierta imagen, sobre todo entre los extranjeros, por lo que tenía gran valor para él disponer de lo mejor de ambos mundos: una sumisa esposa árabe, pero con talento y educada, que pudiera conversar sobre asuntos de mayor trascendencia que las últimas tendencias de la moda o los problemas con el servicio doméstico.

Sin embargo, al tiempo que intentaba hacer el recuento de virtudes de Alí, recordó a Philippe Rochon y supo instintivamente que él no hubiera tratado jamás a una mujer del modo en que Alí la había tratado a ella, ni siquiera en una habitación a oscuras donde nadie pudiera verlo.

Amira oyó el llanto amado en el cuarto de su hijo y sus senos manaron leche como respuesta. Tomando en brazos a su bebé, se consoló con el pensamiento de que, aun no habiendo nada más, siempre tendría a Karim, y eso bastaría.

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