Amira

Amira


CUARTA PARTE » Philippe

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París

Arrebujándose en su abrigo primaveral de mohair, Amira salió del hotel George V. Meneó la cabeza en dirección al chófer que se irguió al verla aparecer, giró a la izquierda y caminó en dirección a los Campos Elíseos.

Era la tercera vez que Amira visitaba la ciudad y había acabado por gustarle más que cualquiera de los otros lugares a donde les habían llevado los deberes de Alí. Le encantaba pasear por sus amplios bulevares y sus calles pintorescas. Adoraba los placeres típicos para turistas, las tiendas relucientes de la avenida Montaigne, el mítico restaurante en la cúspide de la torre Eiffel, el báteaumouche por el Sena. Pero, por encima de todo, era la sensación de libertad, el puro placer de vivir, lo que la embargaba.

Los estilos que vestían las mujeres y el estilo con que vestían; el olor y el sabor de la comida; los juegos de luces a lo largo del río; y sobre todo, el despliegue pirotécnico de ideas del que podía ser testigo en cualquiera del centenar de cafés y bares de la orilla izquierda en torno a la Sorbona.

Allí, jóvenes de ambos sexos, apenas mayores que ella reían a carcajadas, gritaban, susurraban con tono conspiratorio, discutían y se explayaban sobre todos los temas posibles, desde el comunismo al Kama Sutra, desde el ateísmo a las herejías albigenses, desde los agujeros negros en el espacio a los Panteras Negras de California.

«Esto es el paraíso —pensaba Amira en ocasiones—. Me quedaría aquí para siempre.» Tenía que recordarse a sí misma que no era posible.

Desde que llegaran la mañana del día anterior, las horas habían pasado volando. Un nuevo corte de pelo en Alexandre's. Un viaje relámpago a Dior. Comer en el Tour d'Argent. Una fiesta en la embajada remalí en honor de Alí.

Visitar París significaba también visitar a Malik, que había establecido allí una base de operaciones además de las que tenía en Marsella, El Pireo, Rotterdam… No tenía más que nombrar una ciudad y su hermano mencionaba un «negocio» en el que estaba trabajando allí mismo. También tendría la oportunidad de ver a Laila, que casi había alcanzado la edad escolar. Sería fácil, puesto que Alí se había excusado diciendo que tenía una importante entrevista con alguien a quien conocía de la embajada, aunque en realidad Amira sabía que su marido no tenía el menor interés en ver a Malik.

El apartamento de quince habitaciones de la avenida Foch, que olía aún a pintura fresca, era suntuoso. De techos altos y con complejos dibujos de yeso, chimeneas del más fino mármol, extraordinarios suelos de parquet con una pátina dorada de barniz; éstas no eran más que algunas de las características que habían atraído a Malik cuando iniciara su búsqueda de un nuevo hogar. El resto —las impecables antigüedades francesas, la plata inglesa, los tapices de Aubusson, el lujoso mobiliario— lo había puesto Malik.

—¿Quién ha decorado la casa? —quiso saber Amira cuando su hermano le mostró el apartamento, intentando contener sin éxito su orgullo de propietario—. Sé que aquí hay una mujer. Veo toques… Esas fotografías enmarcadas sobre el piano, el encaje antiguo en las habitaciones de invitados. No creo que tú hicieras todo eso.

—La mujer en cuestión es una decoradora —replicó Malik—. Y le pagué muy bien por esos «toques».

—¿Eso es todo, entonces? —bromeó ella—. ¿Tu vida privada se reduce a citarte con decoradoras?

Antes de que Alí pudiera responder, una niña irrumpió en la habitación gritando «¡Papá! ¡Papá!». Su niñera iba detrás.

Malik aupó a su hija y la abrazó contra sí. Su cariñosa expresión delataba la intensidad de su amor. Con sus ojos oscuros y su cara de duende, Laila parecía una golfilla de las calles de París a la que hubieran recogido y vestido con las más elegantes ropas.

Amira se recostó en su asiento y los contempló. Su sobrina hablaba un francés perfecto con acento parisino y alguna que otra obscenidad marsellesa, que Malik celebraba estertóreamente. Al contar a su padre todo lo que habían hecho ella y su niñera, quedó claro que su árabe, o las pocas palabras que conocía, era atroz.

—¿Me has traído algún regalo hoy? —preguntó a Amira cuando finalmente volvió su atención hacia ella—. Aún tengo el vestido tan bonito que me trajiste la otra vez. ¿Tienes niñas con las que pueda jugar? ¿Vendrás otra vez a ver a papá?

Amira eligió su respuesta cuidadosamente para no traicionar su relación con Malik. Aunque Laila sabía que Malik era su padre, pues éste no podía soportar que no lo supiera, vivía con su niñera en una confortable vivienda muy cercana. La situación no era satisfactoria, pero Malik había insinuado que pronto podría llegar a una solución.

Al poco rato la niña se separó de los adultos para hacer botar su pelota. La niñera hizo ademán de detenerla, pero Malik meneó la cabeza y la contempló con indulgencia mientras jugaba entre valiosas obras de arte y antigüedades, sin importarle las cosas materiales, viendo tan sólo la felicidad de su hija.

Ha estado muy solo, se dijo Amira. Tiene tanto amor para dar. No debería estar solo.

—¿Cuándo vas a sentar la cabeza, Malik? —preguntó con la brusquedad de una hermana—. Laila necesita una madre, y si encuentras esposa, podríais vivir todos abiertamente como una familia.

Malik tardó en contestar, como si reflexionara sobre la conveniencia de hablar con sinceridad, hasta que finalmente esbozó una tímida sonrisa que conmovió a su hermana.

—No quería decir nada todavía… es demasiado pronto, pero he conocido a una mujer. Ha sufrido mucho en la vida, Amira… y me recuerda a Laila. Si todo sale bien, tendré una noticia que darte.

—Soy tan feliz, Malik —exclamó Amira, echándole los brazos al cuello—. Y pensaré positivamente. Mis libros de psicología dicen que pensando positivamente se logran muchas cosas.

—Pronto habré de tener cuidado con lo que diga en tu presencia. —Malik reía—. Me analizarás mis más secretos pensamientos. —Su expresión se volvió de nuevo pensativa—. ¿Y tú? ¿Te trata bien el matrimonio? ¿Es buen marido Alí?

—Él… yo… sí. Todo va bien.

—¿Te maltrata? —quiso saber Alí. Súbitamente su mirada se había endurecido—. Dime la verdad, Amira. Si es así, yo le pondré fin, te lo juro.

—¿De qué estás hablando? Todo va bien. Alí me trata muy bien. Todo el mundo lo dice. Y adora a nuestro hijo.

—Bueno, entonces, bien.

El momento pasó. Por mucho que Amira deseara que su marido y su hermano se llevaran bien, sencillamente no se gustaban. En parte, pensó Amira, se debía al sentimiento de protección natural en un hermano mayor. Pero también debía admitir que Alí sentía cierta envidia hacia Malik que, siendo más joven, estaba logrando hacerse con una reputación y una fortuna propias, mientras que Alí, aun siendo mucho más rico, había traficado descaradamente con sus influencias, con informaciones confidenciales y capital prestado de los inagotables recursos de su padre.

Sin embargo, aunque la falta de armonía entre Alí y Malik causaba cierta congoja a Amira, también le proporcionaba una gran libertad. Todo lo que tenía que hacer era decir que pasaría el día con Malik para ser libre de obrar como más le agradase.

Unas horas más tarde, Amira se hallaba sentada en la terraza de un café. El cielo era azul, el sol cálido, y el día parecía mágico.

—Me pregunto cómo seríamos todos nosotros —dijo—, si no tuviéramos tanto dinero.

—Seríamos pobres, por supuesto —replicó Philippe con una sonrisa, posando una mano sobre la de ella—. Pero habla por ti misma. Yo sólo soy un médico rural que realiza visitas a domicilio y tiene que pagar impuestos franceses.

Amira le devolvió la sonrisa. Sabía muy bien que esas «visitas a domicilio» empezaban a menudo con un vuelo en reactor hasta Riad, Muscat o Ammán.

Ella estaba pensando en lo que supondría estar lejos de Alí y de todo lo que él representaba, como si fuera sólo una mujer de vacaciones en París que se había citado con el hombre al que adoraba en la terraza de un café de la orilla izquierda.

En los meses siguientes desde que se conocieron, Amira había visto a Philippe media docena de veces; unas pocas horas aquí y allí en Al-Reinal y una vez en una fiesta de la embajada en París. Sin embargo, había permanecido con ella en sus sueños y fantasías. Cuando se sentía sola y fría en su cama, lo imaginaba tal como lo veía ahora, con sus ojos azules parpadeando a la luz del sol y los cabellos grises revueltos por la brisa parisina.

¿Es esto lo que se siente al amar a un hombre? ¿Fue esto lo que llevó a Laila a arriesgar su vida y a perderla?

—¿Qué se siente al ir cubierta con el velo? —preguntó Philippe, poniéndose serio de repente.

—Lo detesto. Siempre lo he detestado. Antes me había acostumbrado a él, supongo, pero ahora me parece peor que nunca.

—Sé que no tienes más remedio, ¿pero cuál es la justificación para el velo? Me refiero a los motivos religiosos.

—Bueno, los mullahs dicen que lo ordena el Corán, pero mi cuñada me comentó que el Corán sólo advierte a hombres y mujeres por igual que deben ser modestos, nada más. Al parecer el velo comenzó como una práctica voluntaria entre las mujeres de clase alta, para distinguirse de las clases bajas. Muñirá dice, que las sociedades patriarcales lo utilizaban para mantener a las mujeres aparte y privarles de todo poder.

Amira sonrió con expresión vacilante, porque no estaba segura de creer todo lo que decía Muñirá.

Philippe escuchaba con atención, como si ella fuera un colega describiendo algún importante avance de la ciencia médica. Era típico en él; Amira recordaba el modo en que la había escuchado la noche en que se conocieron. No por ello rechazaba asumir el papel de mentor cuando las circunstancias lo justificaban, como, por ejemplo, para avisarle sobre qué libros de biología y psicología se habían quedado caducos o eran superficiales, y enviarle otros mejores. En una ocasión, al quejarse ella de que la química era muy aburrida, Philippe le recordó la predicción de Freud: «El futuro está en los productos químicos.» Sin embargo, en las materias en las que los conocimientos de Amira o su percepción de las mismas era mayor que la suya, la escuchaba como si ella fuera la profesora.

A la luz dorada del atardecer, acercándose las preciosas horas de libertad de Amira a su fin, alternaban la conversación con murmullos y silencios, tratando de posponer la despedida. Philippe disipó aquel estado de ánimo.

—El otro día estaba en una tienda —dijo sonriente—, y vi un pañuelo de seda negra, muy transparente. Lo cogí, me tapé la cara y di unos pasos. Se veía bastante bien. Le di un buen susto a la dependienta. Sin duda creyó que estaba loco. De no ser porque lo compré, estoy seguro de que hubiera llamado a urgencias. —Meneó la cabeza y miró hacia el bulevar; la luz oblicua del ocaso acentuaba las arrugas que se le formaban alrededor de los ojos al sonreír—. Quería ver cómo era… el velo.

Amira se inclinó hacia él y de repente se besaron; fue un beso largo e intenso que ella hubiera deseado que no terminara jamás.

Cuando Philippe se retiró, la expresión de sus ojos era apenas soportable.

—Mi apartamento no está lejos —dijo en voz baja—. ¿Vendrás conmigo?

Todo su cuerpo gritaba que sí, pero Amira bajó la vista y meneó la cabeza con un leve gesto que podía querer decir cualquier cosa. Con los ojos cerrados recordó el cuerpo de Laila retorciéndose bajo los golpes de incontables piedras.

—Está bien —dijo Philippe, tocando su mano al ver que no hablaba—. Lo comprendo.

Se habían aproximado a un umbral para retirarse luego como si hubieran abierto una puerta y, tras ver un bello pero peligroso jardín, la hubieran vuelto a cerrar.

—Seguimos siendo amigos —dijo Philippe.

—Siempre.

Más que amigos. Amira imaginó que eran almas gemelas separadas largo tiempo atrás por un accidente cósmico, tal vez por uno de esos agujeros negros en el espacio de los que los alumnos de astronomía de la Sorbona hablaban con la fría pasión de su ciencia.

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