Amira

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CUARTA PARTE » Un hombre en la noche

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Cuando regresó a Al-Remal, Amira no dejó de pensar en París y en Philippe. Todo, excepto su hijo, le parecía sofocante, pero la vida teje fuertes redes, y al cabo de pocas semanas se había enredado en ellas. No pudo evitar que los momentos pasados junto a Philippe perdieran realidad, convirtiéndose en un recuerdo, en una fotografía que guardaba en su memoria y que sólo podía abrir a la vista de vez en cuando, con amor y en secreto.

Sin embargo, había cambiado; lo notaba. El goce fugaz del amor que había experimentado era como el olor de la comida para un hambriento. Quería más, mucho más.

Era un deseo que intentó reprimir. Una y otra vez se decía a sí misma que, aun cuando su marido fuera prácticamente un extraño para ella, su vida era envidiable. El ala de las mujeres del palacio real era tal vez una jaula, pero dorada.

De sus paredes colgaban cuadros que ella había admirado en los libros de la señorita Vanderbeek. Cierto que la mayoría eran abstractos, puesto que oficialmente la familia real se adhería a la creencia de que el Corán prohibía las representaciones artísticas del cuerpo humano u otras escenas naturalistas, pero eran hermosos, y Amira podía ensimismarse durante horas contemplándolos. Cuando su estado de ánimo era más caprichoso, expresaba su deseo de actualizar su guardarropa y al día siguiente Pierre Cardin, o Saint-Laurent o Givenchy llegaban a Al-Remal con un séquito de modelos para un desfile privado.

Pese a sus defectos, Amira tenía que admitir que Alí era un hombre generoso. El día de su primer aniversario, la llamó al salón del ala de los hombres. En presencia de varios parientes masculinos, Alí le presentó a dos hombres con trajes occidentales que eran representantes de Harry Winston. Los hombres abrieron una docena de estuches en los que relucían los diamantes sobre lechos de terciopelo negro.

—Elige lo que quieras —dijo Alí despreocupadamente.

Tras el embargo del petróleo, el dinero entraba en Al-Remal en cantidades increíbles, pero a Amira le disgustaban ciertos excesos. Señaló un modesto pero precioso brazalete que daría realce a sus manos. En un mundo en el que rostros, brazos y piernas permanecían ocultos, las manos eran un elemento muy importante de la belleza femenina, y Amira estaba muy orgullosa de las suyas.

—¿Eso es un conjunto? —preguntó Alí, que parecía haberse irritado, señalando un magnífico collar con brazalete y pendientes a juego.

—Sí, alteza —respondió uno de los hombres de Winston.

—Se lo queda… y el brazalete pequeño también, por supuesto.

Amira no necesitó fingirse impresionada. Como cualquier otra mujer remalí, que en el caso de un divorcio podía quedarse sin nada excepto las joyas, era una experta conocedora de su valor; el precio de los diamantes elegidos por su marido se acercaba al millón de dólares.

En el primer cumpleaños de Karim, el regalo de Alí para la madre de su hijo fue igualmente impresionante: una magnífica esmeralda de la que se decía que había pertenecido a un maharajá. Pero esta vez se la ofreció en privado. ¿Habría criticado alguno de sus hermanos mayores el llamativo alarde de los diamantes?

—¿Por qué me haces regalos tan espléndidos, marido? —se aventuró a preguntar—. No los merezco.

—Mi esposa ha de tener lo mejor —respondió él, como si fuera evidente.

—Pero… es demasiado. —Amira no insistió. No tenía derecho a esperar palabras de amor, se dijo. Alí no era de ese tipo de hombres. Aun así, le dolía que la tratara como si fuera tan sólo una criada valiosa a la que se recompensaba generosamente y con frecuencia, pero por la que no se sentía amor. Por un momento, Amira creyó ver los ojos sonrientes de Philippe.

A medida que pasaban los meses, la indiferencia de Alí le afectaba más. Tanto su educación en la familia como en la sociedad le decían que si un hombre no amaba a su mujer, era por culpa de ella. Tal vez estaba siendo castigada por sus sentimientos hacia otro hombre. Sin embargo, aun siendo pecado, todo el mundo conocía a mujeres que tenían tales sentimientos (y más que sentimientos) y cuyos maridos las adoraban igualmente. No, su fracaso debía de tener un motivo más hondo, una falta de atractivo en ella que era fundamental. «Los buenos matrimonios los hacen las buenas esposas»; ¿era tía Najla la que siempre estaba recitando ese viejo dicho?

Empezó a obsesionarse con quedar de nuevo encinta. Todo había ido mucho mejor mientras estaba embarazada de Karim y justo después de su nacimiento. Sin duda Alí quería más hijos, como todos los hombres. Pero ¿cómo iba a concebir? Alí acudía a su lecho en muy contadas ocasiones, y aun en ésas, solía terminar en fracaso, acompañado de recriminaciones contra ella. Sólo la crueldad parecía sustentar el deseo de su marido, pero cuando las pequeñas torturas a que la sometía le ayudaban a culminar el acto, era por lo general de modo tan antinatural y doloroso, que no podían dejarla en estado.

Pero ¿acaso no era culpa suya también que no la hallara lo bastante deseable como para satisfacerle de un modo normal?

¿Se veía con otras mujeres, agotando su pasión con ellas? Y, en ese caso, una vez más, ¿de quién era la culpa? Los hombres tenían sus necesidades. Si su esposa no le bastaba, la sabiduría popular dejaba bien claro a quién había que culpar.

La sabiduría popular también ofrecía remedios y una noche Amira acabó pensando en ellos. Sortilegios. Filtros. Los vendían mujeres, egipcias habitualmente. Pero eso estaba fuera de lugar.

Si se viera a la mujer de un príncipe llamar a la puerta de una de tales mujeres, la voz se correría hasta palacio en pocas horas.

Tampoco podía enviar a un sirviente, pues todos trabajaban para los Rashad y sólo incidentalmente para ella. Tal vez pudiera ir a casa de su padre una temporada y pedírselo a Bahia o a Um Salih.

Pero ¿era necesario? No todos los sortilegios de amor eran secretos. Jihan, que al fin y al cabo era egipcia, le había explicado docenas de ellos. Por ejemplo, el trigo verde con carne de paloma asada con nuez moscada garantizaba un miembro rígido como el hierro. Y todo el mundo sabía que unas cuantas gotas de la sangre menstrual de la mujer mezcladas en la comida del hombre lo ataban a ella para siempre. Tal vez si combinaba ambas cosas… Pero ¿cómo iba a convencer a Alí para que comiera trigo verde y paloma asada?

De repente, sola en su habitación, Amira estalló en carcajadas. ¿A eso había llegado? ¿Amira Rashad, con toda su educación y sus pretensiones de refinamiento parisién, la futura psicóloga, maquinaba encadenar a su marido como una beduina del desierto mediante supersticiones y brujería? Siguió riendo hasta que le brotaron las lágrimas. ¡Ojalá hubiera tenido a alguien con quien compartir el chiste!

No tenía a nadie, claro está, y mucho menos a sus cuñadas. Para la familia real, una esposa que sólo producía un hijo no era cosa de risa. Cuando Amira dio a luz a Karim, la madre y las hermanas de Alí, antes tan frías y distantes, la habían abrumado con sus atenciones. Los primeros meses de la vida de su hijo le proporcionaron lo más parecido a la felicidad que había conocido en palacio. Luego concluyó el respiro. Pronto fue raro el día en que no tenía que oír un comentario aparentemente casual sobre su siguiente hijo. Después llegaron las preguntas directas y las expresiones de preocupación por su salud. Finalmente, poco después del primer cumpleaños de Karim, Faiza anunció que había llamado al médico para que examinara a Amira.

Las protestas no sirvieron de nada; Um Ahmad se mostró inflexible. Pronto Amira se encontró llevando el velo y poco más para que la examinara e interrogara el mismo médico que no había sabido ayudar a Jihan en su crisis. Por una vez, Amira agradeció tener que llevar el velo.

—Tiene muy buena salud, princesa, a Dios gracias —le informó el médico cuando se hubo vestido—. No veo razón alguna para que no pueda tener muchos hijos, Dios mediante.

—Me da usted una gran noticia. Dios es en verdad misericordioso.

—Sin duda. —El médico jugueteó con su estetoscopio. Parecía violento.

—¿Hay algo más? ¿Algo malo?

—¿Malo? Nada en absoluto. —Se guardó el estetoscopio—. Perdóneme, alteza, pero para poder ayudarla en todo lo posible necesito formularle unas cuantas preguntas muy personales. En la más estricta confianza, por supuesto.

—Adelante.

—Sé que ha visitado Europa varias veces, con su marido, por supuesto, y debo preguntarle… por favor, no se ofenda, si está tomando alguno de los llamados anticonceptivos.

—No.

—Eso pensaba. Perdóneme por preguntarlo. Hubiera sido una negligencia no preguntarlo. No sería tan raro, ¿comprende? Se conocen casos, especialmente entre las mujeres que han viajado al extranjero. Dios sabrá por qué.

—Por supuesto.

El médico asintió.

—Sólo una pregunta más, alteza. De nuevo le pido perdón, compréndame. ¿Va todo… como debería ir entre usted y su marido?

El rostro de Amira ardía bajo el velo. Ansiaba contarle a alguien, a cualquiera, incluso a aquel hombrecillo servil, que nada iba como debía, pero era imposible. Su vergüenza era demasiado grande.

—Todo va bien —contestó.

—¿Sí?

—Sí.

—Bien. —El médico se animó y recogió su maletín—. En realidad no ha pasado tanto tiempo, alteza, aunque comprendo su ansiedad por tener más hijos. Como le decía, está sana. Sea paciente y, Dios mediante, tendrá su recompensa.

Tras la partida del médico, Amira sintió deseos de romper algo. El examen había sido humillante, pero su ira tenía otra causa. Estaba furiosa porque había mentido. No, porque se hallaba en una posición en la que tenía que mentir. ¿Pero quién tenía la culpa? Sólo ella. Nada cambiaría a menos que actuara.

Esa noche se le ocurrió una idea.

—Alí, cariño —dijo con su voz más melosa, aprendida de Jihan—, ¿sabes que dentro de poco hará dos años que nos casamos?

—Pues claro que lo sé. No creerás que iba a olvidarlo. —Alí se disponía a salir (¿adonde?) y estaba impaciente por marcharse.

—¿Sabes lo que me gustaría como regalo?

—Pídelo y es tuyo —replicó Alí, encogiéndose de hombros.

—Sólo tú, mi marido. Tu rostro se ha vuelto extraño para mí. Se que te he ofendido.

—Tonterías. —Miró hacia la puerta.

—Como regalo, me gustaría que nos fuéramos una semana o dos, amor mío. Solos tú y yo con Karim. A algún sitio donde no hayamos estado, donde no haya fiestas de embajada ni la inauguración de ninguna exposición por las que preocuparse. ¿Podemos hacerlo?

Por un momento, Alí la contempló con una indiferencia tal que Amira estaba segura de haberle enfurecido. Sin embargo, el atractivo y encantador Alí acabó sonriendo.

—Por supuesto que podemos —dijo—, y conozco el lugar perfecto.

Desde el avión, el delta del Nilo era una mancha de increíble verdor sobre la arena. La línea entre desierto y vegetación era tan nítida como cortada con un cuchillo. Más allá, en la distancia, Amira vio otro color, el azul intenso del Mediterráneo. Cuando el avión descendió, distinguió también unas figuras diminutas en una playa grisácea.

El aeropuerto era pequeño y decididamente tenía un aire desvencijado. Cuando Amira salió del avión a la brillante luz del sol estaba preparada para el calor abrasador que había dejado en Al-Remal, pero sólo notó una brisa fría. La temperatura debía de rondar los 25 grados.

Un Rolls Royce los aguardaba en la pista de aterrizaje. El inspector de aduanas que aguardaba junto a él se limitó a saludarles, les dio la bienvenida a Alejandría y abrió la puerta del coche. Media hora más tarde, Amira paseaba por los jardines de una villa junto al mar de una zona residencial que según Alí se llamaba Roushdy. La casa de mármoles blancos y tejas rojas era en realidad un pequeño palacio de gráciles líneas clásicas. Por su aspecto, podría haber sido la villa de veraneo de un patricio romano en Pompeya o Herculano en los días en que el Vesubio era sólo una bonita montaña. Abundaban las buganvillas y el exuberante césped se deslizaba en ligera cuesta hacia la playa. La larga y estrecha piscina se asimilaba perfectamente al paisaje. Desde cierto ángulo, y gracias a su diseño, el agua azul de la piscina se confundía con la del mar. A ambos lados de la extensión de césped se alzaban altos muros con sendas hileras de palmeras hasta el mar.

—Puedes llevar traje de baño en privado —comentó Alí—. Pero asegúrate de que primero se advierta a los criados varones para que se mantengan alejados.

—¡Oh, Alí, esto es maravilloso! Debe de ser el lugar más hermoso en la Tierra. Dios mío, el alquiler ha de costar una fortuna, aunque sean sólo dos semanas.

—En realidad lo he comprado —replicó Alí, enarcando una ceja—. Por un buen precio. Pertenecía a un amigo de mi padre de Abu Dhabi. —Consultó su reloj—. Eso me recuerda que tengo que visitar a unos cuantos conocidos en la ciudad. Será mejor hacerlo ahora. Seguramente volveré tarde, pero de todas formas te apetecerá descansar después del viaje. Mañana iremos a dar un paseo.

No era lo que Amira esperaba oír, pero que un marido le contara sus planes a la esposa era toda una muestra de consideración. Además, estaba demasiado enamorada de aquel lugar para sentirse decepcionada.

Tres días después, la decepción era mayúscula. No había abandonado la villa. Alí salía cada noche y volvía a las tantas, cansado y oliendo a alcohol, para darse un baño rápido en la piscina antes de caer en un profundo sueño del que no se despertaba hasta mediodía. Cualesquiera que fueran las expectativas de Amira durante aquellas vacaciones, no se estaban cumpliendo.

La belleza que la rodeaba era un consuelo. Amira se levantaba pronto y, tras dar de comer a Karim, desayunaba en su terraza frente al mar. Después, mientras su hijo dormía, leía junto a la piscina. En Al-Remal tomar el sol era algo insólito, y la compulsión con que americanos y europeos se cocían a pleno sol se consideraba una prueba evidente de locura. Pero allí, con nada más que un traje de baño entre su piel y el aire acariciador del mar, el agua fría y el beso cálido del sol, Amira descubrió un placer rayano en el erotismo.

Aun así, tres días eran más que suficientes para que la villa se convirtiera en una prisión. Ni siquiera había ido a la playa por temor a que una mujer sola se metiera en dificultades, por muy liberal que fuera Egipto.

Aquella tarde, Amira defendió su postura con firmeza.

—Alí, esta ciudad es famosa por su marisco, pero desde que hemos llegado no he comido más que cordero y pollo. Es como estar en casa. —Era cierto; habían llevado consigo a un ayudante del cocinero de palacio, pero el hombre se negaba a ejercitar sus habilidades con la desconocida pesca local.

—Tal vez mañana. Esta noche tengo una cita. —Alí tenía el rostro hinchado aún por la bebida de la noche anterior, los ojos inyectados en sangre y la expresión ceñuda.

—Podemos cenar pronto —insistió Amira—. Tendrás tiempo de ir a visitar a tus conocidos, si lo deseas.

Al final, quizá porque estaba demasiado dolorido para discutir, Alí cedió. El restaurante se hallaba en el Sharia Safia Zaglul. El trayecto en coche hasta la ciudad los llevó a lo largo de la amplia y sinuosa Corniche, con el puerto a un lado y las luces de la ciudad alzándose en el otro.

El conductor, un alejandrino, señaló orgullosamente una larga península en el otro lado.

—Allí se hallaba el faro de Alejandría, una de las siete maravillas del mundo. —En el lugar del maravilloso faro, había un edificio achaparrado que según el conductor era un viejo fuerte. El mismo destino parecía haber tenido la mayor parte de la ciudad, por lo que Amira pudo ver desde la ventanilla del Rolls.

Sabía que Alejandría había sido una de las capitales del mundo en otro tiempo, rivalizando con Roma y Constantinopla. En tiempos modernos, había seguido siendo un lugar exótico, cosmopolita, más europeo que egipcio, adornado con una reputación de decadencia y pecado. Ahora la ciudad parecía sencillamente hallarse en su momento más bajo.

El restaurante estaba de acuerdo con la impresión general. A Amira le recordó vagamente algunos de los bares más modestos que había visto en París, pero con menos gente. Tan sólo había unas cuantas mesas ocupadas. La bullabesa que pidió fue aceptable, nada más. Pero nada de todo eso importaba. Llevaba ropas elegantes, sentada sin velo junto a su marido en un lugar público y disfrutando de cada instante. Incluso se tomó una copa de vino.

Una pareja de mediana edad que por su aspecto era británica, ocupaba la mesa contigua. El hombre tenía un vago aire militar y la mujer era esbelta, elegante y atractiva. Mientras los contemplaba, Amira notó cierta reserva en el trato que les dispensaba el camarero y las frías miradas que les dirigían uno o dos clientes.

—Pobre gente —murmuró Amira—. No deben de sentirse muy cómodos.

—Ah, sí —dijo Alí—, son las secuelas del colonialismo británico. En Oriente Medio tenemos muy buena memoria. No olvidamos, y rara vez perdonamos. Pero dado que yo no tengo ninguna queja de los ingleses, no veo razón para no ser amables y hospitalarios. —Alí hizo una seña al camarero para que se acercara y ordenó que sirvieran una botella de vino tinto en la otra mesa.

Cuando llegó, el inglés se levantó de su silla.

—Gracias. Muchas gracias —dijo a Alí—. Es usted muy amable.

—No ha sido nada. Tal vez a usted y a su encantadora esposa les gustaría unirse a nosotros. Mi esposa y yo estaríamos encantados de poder practicar nuestro inglés.

—Será un placer —dijo él, extendiendo la mano—. Mi nombre es Charles Edwin y ésta es mi esposa, Margaret.

—Alí Rashad. Mi esposa, Amira. ¿Qué les ha traído a Alejandría?

—Oh, hemos venido unos cuantos días para conjurar los fantasmas de nuestra juventud —respondió Margaret y en sus fríos ojos grises brillaba una sincera cordialidad.

—¿Fantasmas? —preguntó Amira.

—Charles era agregado de la embajada británica en El Cairo —explicó Margaret—. Fue hace mucho tiempo.

Amira quería preguntar qué cargo tenía el inglés en la embajada británica, pero le pareció descortés. Tal vez fuera un espía, pensó, un James Bond más gordo y calvo y vestido de tweed.

—¿Y han encontrado algún fantasma? —preguntó Alí.

—Me temo que no —respondió sir Charles tras una carcajada—. La vieja ciudad no es lo que era. Aunque hoy he visto un griego o dos por la calle, e incluso un francés. Tal vez un día nos dejarán volver a todos.

—¿Y ustedes? —dijo Margaret—. Déjenme adivinarlo… Están de luna de miel.

—No —dijo Alí.

—Es nuestro segundo aniversario de boda —apuntó Amira.

—Ah.

—He comprado una casa en Roushdy —dijo Alí—. Me pareció un buen momento para utilizarla.

—Roushdy —dijo sir Charles—. ¿Puedo preguntarle cuál es su casa?

Alí se lo dijo. El otro se quedó impresionado. Pronto ambos se enzarzaron en una conversación sobre el mercado inmobiliario en diversos lugares de Oriente Medio. Margaret se volvió hacia Amira con el ademán inmemorial de las mujeres excusándose a sí mismas de las charlas de los hombres.

—¿Y se divierte en Alex, querida?

—¿Alex? Oh, Alejandría. Bueno, apenas he visto nada. He… hemos pasado la mayor parte del tiempo en la casa.

—Ah. Bueno, entonces, ¿por qué no me deja que les haga de guía turística? Charles tiene que hacer no sé qué en Alamein mañana, y yo me quedaré sola. Me encantaría enseñarles la ciudad vieja, si no les molesta un toque de nostalgia.

—Alí, ¿podemos…?

—¿Podemos qué?

Amira repitió la invitación de Margaret.

—Me temo que mañana tengo unos asuntos, pero ve tú.

—¿No te importa?

—Por supuesto que no.

Al final de la noche concertaron la cita. Los Edwin se hallaban alojados en el hotel Cecil.

—No es lo que era, desde luego —dijo sir Charles con tono de disculpa.

—¿Y qué queda que lo sea, querido? —dijo Margaret.

El Rolls aguardaba. Llevaron a los Edwin a su hotel y luego Alí dio instrucciones al chófer de que llevara a Amira a casa.

—Luego cogeré un taxi —dijo—. No me esperes levantada. Mañana tendrás que salir temprano.

Alí seguía durmiendo cuando Amira se fue a la mañana siguiente.

—Aún quedan algunas cosas dignas de verse en Alex —dijo Margaret Edwin—, pero no las veremos todas hoy. Hay un museo excelente, por ejemplo, con auténticos tesoros en él, pero se necesitan horas para visitarlo debidamente, horas y conocimientos básicos sobre la historia de Macedonia y de Roma, y de Egipto, claro está.

Amira reconoció que sus conocimientos sobre esos temas eran muy limitados.

—Ah. Le prestaré algunos libros. Tal vez visitemos el museo otro día. Creo que tampoco iremos a las catacumbas de Kom en Chogafa. Me temo que nunca he sentido demasiado entusiasmo por las catacumbas.

Rodaban en aquel momento por la Corniche en un coche del consulado británico con un chófer egipcio uniformado al volante.

—Y, claro está —continuó Margaret—, uno de los problemas de Alex es que hay muchas cosas fascinantes que no pueden verse, sencillamente porque han desaparecido.

—El famoso faro —señaló Amira para demostrar que no ignoraba por completo la tradición local.

—El faro, sí. Al parecer fue el símbolo de esta ciudad para todo el mundo antiguo, del mismo modo que la torre Eiffel simboliza a París o el Empire State Building a Nueva York. Charles podría explicarle los aspectos técnicos. La linterna, es decir, lo que hacía brillar la luz hacia el mar, era una especie de lente mágica o espejo. Se podía mirar en él y ver naves que estaban a cientos de millas. No sólo eso, también podía concentrar los rayos del sol sobre los navíos enemigos y hacer que ardieran. O al menos eso dice la leyenda.

—¿Qué le ocurrió?

—¿Al faro? Oh, lo de siempre: el tiempo. Los musulmanes que tomaron la ciudad no estaban interesados en la ciencia griega. Alguien le dijo al gobernante local que había un tesoro enterrado bajo el faro. Las excavaciones hicieron que la linterna se desplomara. Unos siglos más tarde, un terremoto derribó la torre.

Un gran edificio de aspecto desvencijado apareció a la izquierda dominando la Corniche y el puerto.

—Ése es nuestro hotel —dijo Margaret—. Lo normal sería que estuviéramos en el consulado, pero… bueno, en realidad Charles y yo pasamos la luna de miel en el Cecil hace veinticinco años.

—¡Qué romántico!

—Ah, bueno. Por supuesto, Charles tiene siempre algún negocio que atender, igual que su marido.

Los penetrantes ojos grises parecieron pedir una reacción por parte de Amira.

—Yo nunca pregunto nada a Alí sobre sus negocios —dijo Amira—. Casi nunca.

—Claro. —Esbozó una breve sonrisa—. En cualquier caso, iniciemos nuestra visita. Hamza, coge por Sharia Nebi Daniel.

El chófer salió de la Corniche para entrar en una calle más estrecha y pobre en la que abundaban los peatones.

—Daniel —informó Margaret a Amira—, como Abraham y Moisés, es un profeta en nuestras dos religiones. Un destino extraordinario para los judíos. Esa mezquita de ahí delante es la mezquita de Daniel. Se dice que los restos de Alejandro Magno descansan en algún lugar de sus sótanos. Naturalmente nadie lo sabe con certeza.

—Al-Iskandariya —dijo Amira. Era el nombre árabe de la ciudad. «Iskander» significaba Alejandro.

—También se supone que Cleopatra está enterrada cerca de aquí—prosiguió Margaret—. Una parte más de la historia invisible, como la gran biblioteca de Alejandría. Estaba aquí, donde nos hallamos ahora, rodeándonos, y en realidad era tanto universidad como biblioteca, el centro intelectual del mundo durante siglos.

—Se quemó. —Amira recordaba el hecho de sus clases con la señorita Vanderbeek—. Y todos aquellos conocimientos se perdieron.

—No se quemó por accidente —dijo Margaret—. La quemaron los Padres de la Iglesia cristiana que gobernaban en la ciudad en aquella época. Pensaban que los libros eran paganos. Fueron los mismos que mataron a Hipatia.

—¿Hipatia? —Amira no había oído jamás ese nombre.

—Una filósofa y profesora de matemáticas cuyas ideas desagradaban a los Padres de la Iglesia. En algún lugar de por aquí, en el año 415 después de Jesucristo, la turba la sorprendió cuando volvía caminando a casa de una de sus clases y la despedazaron con trozos de tejas.

—¿Era una mujer?

—Es extraño, ¿verdad?, pensar que las jóvenes de esta parte del mundo luchan ahora por que les permitan acceder a la universidad, y hace mil seiscientos años una mujer era profesora aquí. Al palacio de Ras el-Tin, por favor, Hamza.

Ras el Tin resultaba impresionante incluso para Amira, que, al fin y al cabo, vivía en un palacio. Construido en la época en que los turcos gobernaban Egipto, su último ocupante fue el rey Faruk, y se alzaba, entre jardines clásicos en la península del puerto, con el Mediterráneo a un lado y la ciudad al otro. Sus magníficas habitaciones deslumbraban los sentidos con su sala del trono que parecía tan grande como un campo de fútbol, cuyo suelo tenía incrustaciones de marfil y maderas raras dibujando colas de pavo real; el salón de baile lleno de espejos y ventanas de la altura de dos pisos con vistas al jardín y al brillante mar azul, y el techo de nueve metros de altura como un caleidoscopio con vidrios de colores sobre el sueño de mármol multicolor; la sala de la araña, una galaxia de cuatro toneladas de peso de cristal y oro resplandecientes.

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