Amira

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QUINTA PARTE » El señor Cheverny

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La aduana de Orly fue un anticlímax tranquilizador; el agente apenas le echó una ojeada a sus documentos antes de sellarlos.

Amira había llegado a Francia.

El aeropuerto era un hervidero de pasajeros recién llegados. Amira llevaba a Karim de una mano y aferraba la bolsa que contenía todas sus pertenencias con la otra. Si la estaban persiguiendo, la esperarían allí. ¿Quién podía ser el perseguidor? Un turco escudriñaba la multitud; ¿había perdido a alguien o sólo fingía? Una pareja que podía ser iraní conversando cerca de un mostrador; ¿la miraba de reojo aquella mujer? Un joven con téjanos sentado en un banco y leyendo un libro de texto; ¿no era un poco mayor para ser estudiante?

Amira encontró un teléfono, cambió un billete de diez francos e intentó recordar qué moneda se usaba. De repente había alguien a su lado.

Era el hombre de los téjanos.

—¿Madame Sonnier?

¿Negarlo? ¿Correr? ¿Qué?

—Me llamo Paul —dijo el hombre, sonriente—. Trabajo para Maurice Cheverny. ¿Va a llamarle?

—Sí.

Gracias a Dios

—Hágalo — insertó la moneda por Amira.

—Bienvenida a París, madame Sonnier. —La voz de Cheverny era sonora y prudentemente cordial—. ¿Ha tenido buen viaje?

—Sí.

—Bien. Tenemos trabajo que hacer, pero no hay prisa ahora que ya ha llegado. ¿Le parece bien mañana? Supongo que necesita descansar. ¿Está ahí Paul?

—Sí.

—Pásemelo.

Amira entregó el auricular a Paul, que escuchó y luego dijo:

—Ca va… Non… Oui, m'sieur. —Y colgó.

Paul tenía coche. Cuando se pusieron en marcha, Amira miró por encima del hombro sin poderlo evitar.

—No nos sigue nadie —dijo Paul—. Tampoco había nadie vigilándola en el aeropuerto.

—¿Cómo lo sabe?

—Forma parte de mi trabajo —respondió él encogiéndose de hombros. Era alto y delgado, casi frágil, pero a Amira le recordó a Jabr.

—¿Qué sabe de mí?

—Sólo que alguien la está buscando, alguien con todos los recursos de un gobierno extranjero, y que el señor Cheverny no desea que la encuentren.

—¿Adonde vamos?

—A un hotel que utiliza el señor Cheverny a veces para clientes que necesitan… intimidad. Pequeño, muy discreto y agradable.

Era algo más que agradable, era una elegante joya a unas cuantas manzanas al norte del Sena.

—Es una pena perderse la primavera en París —dijo Paul, tras echar un vistazo a su suite—, pero no salga del hotel, por favor. Llame al conserje si necesita algo. A propósito, el servicio de habitaciones es el mejor de la ciudad.

Cuando Paul se fue, Amira se quitó los zapatos con los pies y disfrutó de la cama.

Sonó el teléfono. Era el conserje.

—Qué vergüenza, madame, que la compañía aérea perdiera todo su equipaje. ¿Toda su ropa? Si me da sus tallas y me indica lo que necesita, haré que le lleven algunas cosas para que elija.

—Es usted muy amable, pero sólo dispongo de unos miles de francos.

—No se preocupe por esos detalles, madame. Todo está arreglado.

Café. Deseaba tomar un café, y una comida de verdad. Luego necesitaba descansar un buen rato. Pero antes de nada se tomaría un largo baño caliente.

—Vamos, jovencito —dijo a Karim. Por una vez, el niño no protestó.

Un almuerzo de sibaritas. Ropa nueva para ella y para Karim. Una visita de Paul, que jugó con Karim y contó anécdotas divertidas sobre París. Una cena deliciosa. Televisión, pero en lugar de lecturas del Corán, como en Al-Remal, películas cortas, incluido un inescrutable sueño americano llamado Dallas.

¿Dónde estaría Philippe? ¿Se hallaba a salvo? ¿Había conseguido salir de las tierras agrestes que rodeaban el monte Ararat? Esa noche, Amira soñó que estaba con él bebiendo té en una cabaña de un campesino, rodeados de nieve. El campesino sonreía como J.R. en Dallas.

Maurice Cheverny la llamó a las nueve de la mañana. ¿Podía ir a verle a las once? Bien. Enviaría a Paul a buscarla.

Una camarera le llevó café, cruasanes y Le Monde.
Mientras servía mermelada a Karim un titular llamó su atención: «Médico y filántropo francés muere en Turquía oriental.»

Amira dejó caer la cuchara sin hacer caso de las protestas de su hijo.

«El doctor Philippe Rochon murió el martes en lo que parece fue un accidente al sur de Kars, Turquía. El cadáver fue hallado en un río de montaña, llevado por la corriente desde el lugar donde se estrelló su coche. Se rastrea la zona en busca de una mujer y su hijo que según se cree viajaban con él. Además de ser uno de los miembros más estimados de su profesión, el doctor Rochon financiaba más de cien becas para universidades de Francia y otros países.»

No podía ser. Tenía que ser un error. ¿Qué había ocurrido? ¿Qué había salido mal?

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