Amira

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QUINTA PARTE » Enemigos

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Apenas a un kilómetro de distancia, en el reconvertido hotel de ville de estilo Antiguo Régimen que era su despacho de París, Malik miraba fijamente el artículo de Le Monde. Se lo sabía ya de memoria, pero seguía sin encontrarle ni pies ni cabeza. Antes, al menos, podía hacer suposiciones sobre la desaparición de su hermana, seguir una posible trama, ahora se sentía como un hombre dando tumbos en la oscuridad que de repente echa el pie y halla el vacío.

Lo leyó de principio a fin por décima vez. Sus espías en el entorno de Alí le habían informado de la huida de Amira casi en el momento mismo en que se producía. Probablemente se había enterado antes que el propio Alí, se dijo con cierta satisfacción. También sabía cómo se desarrollaba la investigación y el punto muerto a que había llegado en Teherán. Después, la tarde del día anterior, le había llegado la noticia de que Philippe estaba implicado y de que su pista conducía a Turquía. Pero entonces esperaba algo diferente, una carrera hacia Ankara o Estambul, un avión privado hacia… ¿dónde? ¿Río?

Absurdo. Tal vez Philippe fuera un romántico, pero no era idiota. Llevaría a Amira a Francia, lucharía, si era necesario, en su propio terreno, donde tenía amigos e influencias, recursos. Además, no se trataba tan sólo de una aventura amorosa, de eso Malik estaba seguro. Amira no huía con alguien, sino de alguien. Hacía tiempo que sospechaba algo por los informes de sus espías sobre las peculiaridades de Alí. Lo que había ocurrido no había hecho más que confirmar lo que imaginaba y había avivado su ira.

Él había supuesto que Amira y Philippe llegarían a Francia en cualquier momento, y que tarde o temprano ella se pondría en contacto con él. Era su hermana; y él era poderoso, podía protegerla.

Ahora, esto. La muerte en la garganta de una montaña perdida en Turquía. No tenía el menor sentido.

—Amira —dijo en voz alta—, hermanita. —Y en ese momento volvió a sentir la extraña certeza que había experimentado al serle llevado el artículo una hora antes. No podía explicarlo; era algo místico, religioso quizá, o tal vez genético, porque la sangre era más espesa que el agua. Era la seguridad de que Amira estaba viva. Lo sabía. Si estuviera muerta, lo sabría también.

Llamó a un ayudante y le transmitió órdenes.

Doce horas más tarde se hallaba en una ladera pelada de Anatolia. Le acompañaban dos guardaespaldas, un intérprete, un coronel del ejército turco y el jefe local de la remota zona donde habían sido hallados el coche y Philippe, doscientos metros más abajo, junto a las rápidas aguas de un angosto río. Un par de soldados montaban guardia con desgana junto a los restos destrozados del Land Rover. El jefe, un hombre de piel curtida que podía tener cualquier edad entre cuarenta y setenta años, parecía un cruce entre cabrero y bandido. Seguramente, pensó Malik, eso era exactamente. El consejo del hombre era muy simple: La petición de Malik era una pérdida de tiempo. Si Amira y su hijo iban en el coche, podían haber muerto y haber sido arrastrados por la corriente. Nadie sobreviviría a semejante accidente. Pero aunque milagrosamente hubieran sobrevivido, no podrían haber ido muy lejos en aquellas montañas. Sus hombres o el ejército los hubieran encontrado ya, a ellos o a sus restos, a menos, claro está, que hubieran llegado primero los lobos o algún oso. En cualquier caso, Malik buscaba algo que no estaba allí.

—¿Dónde, entonces, debo buscar?

El hombre miró diplomáticamente a lo lejos.

—No hablo de su mujer, por supuesto, pero cuando las nuestras se desvían del camino recto, es en las ciudades donde las encontramos.

Malik tenía ya agentes en Van, donde el señor y la señora Rochon se habían alojado en un hotel por breve tiempo, pero las palabras de aquel hombre confirmaban el miedo que albergaba desde un principio: Alí también buscaba a Amira, y sus hombres la describían como una esposa fugada. Aunque Malik pudiera igualar los millones de la familia real soborno a soborno, ningún buen musulmán le ayudaría ante las justas exigencias de un marido, y si Alí la encontraba primero…

No obstante, nadie la encontró. Los hombres de Malik y de Alí recorrieron Anatolia oriental de punta a punta (Kars, Van, Agri, cualquier población de cierta importancia) sobornando, engatusando e intimidando a personal de los aeropuertos, conductores de autobús, taxistas, civiles que tuvieran automóvil y, en general, a cualquiera que hubiera podido ayudar a una mujer con un niño a abandonar la zona. Se siguieron innumerables pistas falsas, pero ni siquiera con la plena colaboración de la policía y del ejército, generosamente pagados por ambas partes, se consiguió algo concreto aparte del hotel de Van o del Land Rover accidentado.

Finalmente, Malik tuvo que abandonar. En el avión de vuelta a París, recordó el frío del río crecido por el deshielo. ¿Era allí donde descansaban Amira y Karim? De no ser por la inexplicable seguridad de que su hermana vivía, hubiera desesperado. Pero sin duda aquella sensación era auténtica, se dijo. Sin duda volvería a verla.

Alí no tenía intuiciones parapsicológicas con respecto a su esposa. Sus sentimientos eran sencillos: ira y miedo. Ira por la traición de Amira; si aparecía viva, ciertamente la mataría. Miedo de que, si estaba muerta, también lo estaría su hijo.

El día siguiente a la huida de Amira, se despertó casi a mediodía como drogado. Su primer impulso al enterarse había sido el mismo de Malik: el aeropuerto de Tabriz. Se perdió mucho tiempo en intentar encontrar a una mujer de ascendencia árabe con un niño que hubiera abandonado Tabriz en un vuelo temprano a Teherán. No se obtuvo ningún resultado, y cuando se halló un asistente de ese vuelo en Basra juró, al ser interrogado, que la mujer no llevaba ningún niño. Después se investigó a un hombre de aspecto europeo y a su esposa árabe, que habían viajado de Teherán a Estambul con su hijo y que resultaron ser un hombre de negocios belga y su familia de vacaciones.

Hacia el final del segundo día, se halló el cadáver de un agente de la Savak que vigilaba a Amira en un montículo de estiércol al sur de la ciudad. La búsqueda adquirió un tinte más grave. A la mañana siguiente alguien descubrió que unos señores Rochon habían cruzado la frontera turca por Bazargan. ¡Philippe Rochon! Alí reflexionó amargamente que la trampa que había intentado tender en Al-Remal le había estallado en las manos del modo más perverso.

La implicación del doctor hizo de París el destino más probable de la pareja. La Savak se mostró de acuerdo, pero la muerte de uno de los suyos había enfriado decididamente su actitud hacia Alí, quien prefirió enviar a sus propios hombres a París. El servicio de inteligencia remalí era en la práctica un brazo de la familia real (su director era uno de los tíos de Alí) y a toda prisa se envió a la capital francesa a los mejores agentes en Europa con órdenes de aguardar y vigilar. Alí no podía saber que los dos agentes asignados a Orly llegaron justo cuando Paul y Amira se alejaban en coche.

Cuanto más pensaba en ello, más se convencía Alí de que su cuñado estaba detrás de todo. Malik no le gustaba. Al fin y al cabo, era un plebeyo, igual que la zorra de su hermana, por muy rico que se hubiera hecho, y al parecer se consideraba europeo, culto, superior, es decir, el mismo engaño que padecía Amira. Sin duda, el médico gigoló (que estaba acabado, Alí se aseguraría de ello) no era más que un primo, un peón, una excusa.

Entonces llegó la noticia de las tierras agrestes de la Anatolia oriental. Al principio, Alí creyó que Amira y Karim habían muerto con Rochon en el accidente, y el odio hacia la mujer se alternó con el dolor por su hijo. Sin embargo, en el fondo no confiaba en nadie y veía muchas lagunas en los informes procedentes de Turquía. Envió hombres a investigar y pronto éstos le comunicaron que Malik estaba allí.

Alí sólo veía dos posibilidades. La primera era que el plan de Malik hubiera salido mal y que se hallara en Turquía para averiguar lo ocurrido. La segunda era que el plan hubiera tenido éxito, incluyendo una posible traición que hubiese dejado tras de sí el cadáver del médico francés como cortina de humo, y que la presencia de Malik en el lugar de los hechos no fuera más que una nueva tapadera.

En el primer caso, seguramente Amira y Karim habían muerto. En el segundo, sin duda estaban vivos. En ambos casos, Malik era el culpable de todo, y por ello Alí se vengaría, a su manera y cuando le conviniese.

Se lo juró a Dios y a sí mismo.

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