Amelia

Amelia


Capítulo 15

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Amena empezaba a cansarse de permanecer en la cama! Le hastiaba estar encerrada entre cuatro paredes pero todavía se sentía débil y, aunque el dolor de cabeza había desaparecido casi por completo, la medicación la había dejado algo aturdida. Sin embargo, el alivio experimentado tras la muerte de su padre la empujaba a seguir adelante! La vida, incluso con las incertidumbres que presentaba, le parecía maravillosa. No sabía dónde iba a vivir ni de qué, pero se sentía capaz de enfrentarse a cualquier adversidad. Podía buscar trabajo como niñera o gobernanta, aunque eso significara alejarse de Látigo para siempre.

King la evitaba constantemente. Amelia le había visto un momento el día anterior, cuando todos se dirigían al funeral de su padre! Rosa se quedó con ella y Amelia lloró por el hombre que durante tantos años había sido un modelo de padre y esposo. Rezó para que Dios le perdonara y le acogiera en su reino! El hombre que la había maltratado no era su padre sino una persona que sufría a causa de un tumor cerebral. El corazón de Amelia era incapaz de albergar odio contra un hombre enfermo.

-¿Puedo cenar con ustedes esta noche? -preguntó a Enid.

-Es una buena idea. Inténtalo si te encuentras bien.

-Creo que su hijo mayor no quiere verme. ¿Acaso me teme?

-Conociendo a King, no creo -contestó Enid-. La verdad es que está de un humor extraño. Últimamente hasta habla solo.

-Siempre he creído que eso es un signo de locura-dijo Amelia mientras se apoyaba en la cabecera de la cama para ponerse en pie-. Dígale que no se preocupe. No voy a quedarme aquí durante mucho tiempo.

-Alan quiere casarse contigo -replicó Enid.

-Aprecio mucho a Alan pero no voy a casarme con él -dijo Amelia mientras se anudaba la bata-. Quiero mandar un telegrama a mi prima de Jacksonville y tras-ladarme a su casa cuanto antes.

No deseaba abandonar el rancho y a los Culhane pero empezaba a recobrar la memoria y le había dolido recordar que sus sentimientos por King no eran correspondidos.

-¡Pero Amelia, Florida está muy lejos! -protestó Enid-. ¡Quinn se sentirá desolado!

Amelia intentó ordenar sus pensamientos.

-Ya lo sé, pero no tengo alternativa -replicó.

En ese momento se escucharon unas fuertes pisadas. Era King, que se detuvo junto a la puerta de la habitación, extasiado ante la imagen de Amelia en camisón.

-¿Es que no tiene nada mejor que hacer, señor metomentodo? -preguntó Amelia con aspereza.

-¿Qué espera que haga, si se pasea medio desnuda por la habitación y ni siquiera se toma la molestia de cerrar la puerta? -exclamó King enarcando las cejas.

-Por lo menos podría mostrarse educado. Es una cualidad que todavía no he tenido la oportunidad de observar en usted.

-Si quiere que me comporte como un caballero le aconsejo que deje de arrojarme objetos a la cabeza -replicó King apoyándose en la puerta mientras hacía esfuerzos por contener una sonrisa.

-¿Cómo? ¿Y renunciar a mi único placer? ¡Eso nunca, señor mío!

-Venía a interesarme por su salud pero ya veo que se encuentra perfectamente

-dijo, encogiéndose de hombros y encaminándose al salón.

Amelia estaba ruborizada y confundida y sentía haber tratado así a King delante de su madre!

-Le ruego que me perdone -suplicó-, pero su hijo tiene la virtud de sacar a la luz mis peores defectos.

-No importa -contestó Enid, divertida- Cerraré la puerta y podrás vestirte tranquilamente.

La cena resultó muy animada. Amelia no había recuperado el apetito y su rostro reflejaba las huellas de su sufrimiento, pero los Culhane coincidieron en que nunca la habían visto tan alegre y parlanchina, sobre todo Alan.

-¿Estás segura de que te encuentras bien? -le preguntó una y otra vez-. No pareces la misma.

-Alan, desde que mis hermanos murieron y mi padre se convirtió en un hombre violento y peligroso no he podido ser yo misma -contestó Amelia-. Tuve que aprender a callarme, primero por el bien de mi madre y luego por mi propia seguridad.

-¿Y no tenías miedo?

-Naturalmente. Mi padre no era dueño de sus actos pero seguía siendo mi padre y yo le quería. Uno no abandona a sus seres queridos en los momentos difíciles.

¿Qué hubiera dicho Quinn si hubiera abandonado a nuestro padre para salvarme?

King escuchaba atentamente la conversación pero sin tomar parte en ella.

-Todavía no hemos localizado a Quinn pero estoy seguro de que se encuentra perfectamente -se apresuró a añadir Brant ante la preocupada expresión de Amelia

-Lo que ocurre es que seguramente se encuentra en una parte de México donde no llega el telégrafo. Me temo que será un golpe duro para él. No conocía la enfermedad de tu padre, ¿no es así?

-No me atreví a decírselo -contestó Amelia-. Quinn tiene sus propios problemas y yo esperaba poder hacer frente a todas las dificultades sin ayuda.

-¡Descúbranse, señores, estamos ante el cúmulo de todas las virtudes! -exclamó King burlonamente-. Dígame, señorita Howard, ¿sabe lo que es el instinto de con-servación?

-¿Qué habría hecho usted, señor Culhane, de haber estado en mi lugar? -replicó Amelia.

-Supongo que lo mismo que usted -contestó él encogiéndose de hombros-. Sin embargo, pienso que podría haber confiado en nosotros. Fue una imprudencia por su parte ocultarnos la enfermedad de su padre.

-Lo que King quiere decir... -empezó Alan.

-Lo que King quiere decir-le interrumpió Amelia es que me he comportado como una estúpida y, por una vez, estoy de acuerdo con él. No me gusta que me doren la píldora, Alan. ¡No les temo ni al señor King Culhane ni a su lengua afilada!

Alan bajó los ojos y no se atrevió a volver a mirarla o a dirigirle la palabra durante el resto de la comida. Amelia se dio cuenta de que se sentía intimidado.

-¿Quieres más patatas, querida? -preguntó Enid en un intento por calmar los ánimos.

Tanto ella como su marido creían entender la situación perfectamente. King contemplaba a Amelia arrobado y parecía más animado y relajado que en días anteriores. Era evidente que la nueva Amelia le agradaba, una opinión que seguramente no era compartida por su hijo menor. Enid se alegró de que Alan hubiera descubierto a tiempo que su dulce gorrión era en realidad un bullicioso reyezuelo.

Amelia y King hablaron durante toda la cena de temas tan dispares como política y la guerra de los Bóers. Amelia siempre había considerado las discusiones inteligentes como algo estimulante y, para su sorpresa, pasó un rato muy agradable.

Algunos de los argumentos esgrimidos por King eran excelentes y otros no tan buenos, pero Amelia estaba sorprendida de verlo tan afable. Sintió tener que retirarse a su habitación después de la cena pero se sentía muy fatigada.

-He de reconocer que sabe argumentar muy bien -dijo King admirativamente cuando ambos se cruzaron en el vestíbulo-. ¿Dónde ha aprendido a hablar así?

-Quinn me enseñó -contestó Amelia-. Es un gran aficionado a las discusiones políticas y le gusta estar bien informado sobre lo que ocurre en el mundo. Y a mí también -añadió con una sonrisa.

-Ya me he dado cuenta. Parece cansada, señorita Howard -dijo él con dulzura-.

Váyase a dormir.

-¿Cree que Alan se avendrá a llevarme mañana a visitar la tumba de mi padre?

-preguntó Amelia-. Todavía no sé dónde está enterrado.

-Yo te llevaré -se ofreció él! -Pero...

-Tenemos que hablar, señorita Howard.

-He de decirle algo que nadie más debe saber.

-¿Acaso sabe por qué me golpeó mi padre? -preguntó ella, intuyendo que su memoria le ocultaba algún hecho desagradable.

-Sí -masculló King-. Sí, por desgracia lo sé. Amelia deseó que se lo dijera allí mismo pero temía que alguien los oyera.

-¿Me lo dirá mañana?

King asintió. Hundió las manos en los bolsillos de sus vaqueros y la miró fijamente por unos segundos.

-¿Es verdad que solía jugar a indios y vaqueros con sus hermanos? -preguntó.

-Sí, es cierto -contestó Amelia-. Y también trepaba a los árboles como un muchacho y cazaba lagartijas. Aquellos sí eran tiempos felices. Echo mucho de menos a mis hermanos.

-Nuestros seres queridos nunca nos abandonan del todo porque permanecen en nuestro recuerdo -murmuró King acariciándole la mejilla dulcemente-. Que duermas bien, Amelia.

-Igualmente -susurró ella

Con paso vacilante, se encaminó a su habitación sin atreverse a volver la cabeza.

King la siguió con la mirada hasta que desapareció en el oscuro pasillo! Frunció el entrecejo al pensar que con su confesión se iba a granjear el odio de Amelia para siempre. Sin embargo, no tenía elección. La vida era demasiado dura a veces.

Quinn buscaba una salida a su comprometida situación! Juliano, el hermano de María, se había convertido en su sombra y la gente del pueblo le trataba como a un miembro más de la familia.

Le desagradaba haber mentido a aquella buena gente pero no se atrevía a descubrir su verdadera identidad. Los mejicanos temían a los oficiales americanos debido a los crueles enfrentamientos que habían mantenido en el pasado. También debía tener en cuenta a María y, en cuanto a su propia seguridad, ¿quién le aseguraba que iba a conseguir huir antes de que los hombres de Rodríguez le rebanaran el cuello?

Rodríguez le golpeó la espalda afectuosamente y rió.

-No te preocupes,

compadre -exclamó-. Sólo estaba bromeando. No juzgo a los hombres que se instalan en mi poblado por su profesión o sus habilidades. Lo que ocurre es que nuestro pequeño pueblo necesita de todo nuestro esfuerzo para salir adelante. Si no traigo personas competentes, ¿cómo vamos a convertirnos en una próspera ciudad?

-Desde luego, aquí queda mucho por hacer -admitió Quinn.

-Sí, tienes razón -respondió Rodríguez mirando orgullosamente alrededor, como si cada choza, cada piedra y cada brizna de hierba fueran parte de él- Somos pobres pero muy afortunados. Cada uno comparte lo que tiene con los demás.

-Así pues, usted roba para que a ellos no les falte de nada, ¿me equivoco?

-Un hombre hambriento puede hacer dos cosas: robar o pedir -contestó Rodríguez-. Prefiero la muerte a mendigar un pedazo de pan.

Quinn comprendió los motivos de Rodríguez

-A veces resulta difícil para un hombre abandonar su orgullo -comentó.

-Ya veo que piensas que hago mal -replicó Rodríguez-. Estamos sufriendo una grave sequía y nuestros cultivos no crecen. Ya hemos agotado las reservas del oto-

ño pasado. Haga lo que haga, los más débiles no sobrevivirán pero,

madre de Dios,los niños no -gimió-. Te aseguro que me rompe el corazón ver a un niño llorar de hambre y no poder ofrecerle más que promesas de futuros tiempos mejores. Juro por la Virgen que no permitiré que estos niños vuelvan a pasar hambre y si hago mal, que vengan los oficiales y me cuelguen de un árbol. ¡No me importa!

Quinn dio un respingo. ¿Quién era él para discutir de moral con un hombre que hablaba de darlo todo para que su pueblo no pasara necesidad?

-Sin embargo -replicó-, debe haber otra manera de salir adelante.

-Oh, sí, la hay -contestó Rodríguez-. Siempre nos queda mendigar en las calles de Juárez o Del Paso.

-Comprendo. Yo tampoco podría soportar semejante humillación-admitió Quinn.

-El orgullo es el arma más poderosa del diablo -dijo Rodríguez con una amplia sonrisa-. Nosotros tenemos lo suficiente para sobrevivir, pero los ricos poseen más de lo que necesitan y no quieren compartir sus riquezas con los más necesitados.

-No siempre es así.

-Entonces, dime por qué muere de hambre tanta gente.

-No lo sé, señor! El mundo está loco.

-Pero en los bancos hay dinero de sobra para alimentar a mis

niños y comprar algo de ganado para criar cuando termine la sequía! Confío en que la Virgen interceda por nosotros. Ella oye el llanto de los niños y contesta a las plegarias de los más necesitados! Nunca nos ha abandonado y no lo va a hacer ahora.

A Quinn le resultaba difícil entender aquella fe ciega pero se abstuvo de discutir.

Él mismo había sido testigo de más de un milagro.

Se había propuesto abandonar el poblado enseguida pero cada vez que insinuaba su partida los hermosos ojos azules de María se clavaban suplicantes en los suyos y le hacían desistir! Al final acabó quedándose una semana! Durante ese tiempo conoció a todos los habitantes del pueblo y todos lo aceptaron como uno de ellos.

Pero Quinn tenía remordimientos de conciencia! Sabía que estaba traicionado a aquella pobre gente y, aunque había jurado llevar a Rodríguez ante la justicia, le resultaba imposible. Rodríguez no era una mala persona sino un hombre con un gran corazón que velaba por el bienestar de su gente. Para acabar de complicar la situación, era el padrastro de la mujer de su vida.

María se había convertido en su razón de vivir y no se separaban el uno del otro durante todo el día. Quinn la deseaba tan ardientemente como un sediento desea el agua fresca, pero no se atrevía a acostarse con ella, especialmente ahora que sabía cuánto había sufrido a manos de otros hombres. Procuraba tratarla con cariño y ternura pero finalmente llegó el día en que tuvo que decirle adiós. Le resultó más duro de lo que había imaginado porque, por primera vez, estaba enamorado de verdad.

-¿Seguro que no deseas quedarte con nosotros? -preguntó Rodríguez, entristecido cuando Quinn le comunicó su intención de abandonar el poblado.

-Ojalá pudiera -contestó Quinn-. Daría todo lo que tengo por quedarme, pero he de atender algunos... negocios en Texas. Volveré tan pronto como me sea posible.

-Aquí siempre serás bienvenido -replicó Rodríguez-. Y, una vez más, gracias por salvar a mi pequeña.

-Ha valido la pena -dijo Quinn.

María se adelantó unos pasos y tomó una mano de Quinn entre las suyas.

-Te esperaré-prometió con los ojos llenos de lágrimas-. ¡No importa cuánto tardes!

-¡Volveré por ti, te lo juro! -dijo Quinn con voz emocionada.

Impulsivamente, María le abrazó con fuerza. Sin dar tiempo a Quinn a decir nada, se apartó rápidamente y echó a correr hacia su casa.

-Las mujeres son muy sentimentales -suspiró Rodríguez-. Vaya

con Dios

-añadió estrechándole la mano.

-Y usted también, señor.

Quinn montó en su caballo y emprendió la marcha. Debía encontrar la manera de conducir a aquel amable mejicano ante las autoridades americanas. Mientras se alejaba, no se atrevió a volver la cabeza. Su vida había perdido sentido.

Llegó a El Paso extenuado pero aún reunió fuerzas para enviar un telegrama a su base en Alpine.

Sin embargo, en la oficina de telégrafos le esperaba un mensaje que le hizo olvidar su cansancio: su padre había muerto hacía unos días y su hermana estaba en Látigo. Destrozado y confundido, Quinn se dirigió a la pensión donde su padre y Amelia se habían hospedado.

-Hacía algún tiempo que su padre no vivía ya aquí - le informó la propietaria-.

Hace poco compró esa casa que se ve al final de la calle y se trasladé allí con la señorita A mella. Le enterraron ayer por la tarde. No fue mucha gente porque no tenía demasiadas amistades aquí. Su hermana no pudo asistir. Dicen que estaba con él cuando ocurrió. Pobre muchacha, tan buena y siempre esforzándose por contentarle -añadió meneando la cabeza-. Su padre la trataba peor que a un perro.

Siento que haya muerto pero era muy triste ver sufrir a esa pobre criatura. Toda la ciudad sabe lo de ella con King Culhane, el ranchero de Látigo. Dicen que el señor Howard se puso como una fiera cuando se enteró! ¡Qué pena! ¿Quién hubiera dicho que una muchacha tan educada fuera una perdida?

Quinn sintió deseos de sacudir a aquella mujer hasta que pidiera perdón por calumniar así a su familia, pero se contuvo. Prefería averiguar primero qué había ocurrido.

Se encaminó a la casa que su padre había comprado semanas antes. Estaba cerrada a cal y canto. Amelia debía tener las llaves. Decidió alquilar un caballo y dirigirse directamente a Látigo. El dolor por haber perdido a su padre se mezclaba con su inquietud por la salud y la reputación de Amelia. Su hermana era delicada como una flor. ¿Cómo habría hecho frente a la situación ella sola? ¿Y qué demonios había ocurrido entre ella y King para convertirse en la comidilla de El Paso? ¡Por el amor de Dios, King detestaba a Amelia!

King acompañó a Amelia al pequeño cementerio situado a las afueras de la ciudad. La tumba de Hartwell Howard se reducía a un montículo de tierra y una lápida en la que se leía su nombre, edad, lugar de nacimiento y fecha de su muerte.

Durante los últimos días Amelia se había resistido a creer cierta la muerte de su padre pero ahora, frente a su tumba, todo parecía demasiado real. Sin poder evitarlo, se echó a llorar.

Se refugió en los brazos de King y él la abrazó cariñosamente mientras el viento silbaba y su caballo pastaba en un prado cercano. King se sorprendió a sí mismo pensando que no le hubiera importado pasar el resto de la eternidad en ese lugar con Amelia entre sus brazos. Cuando finalmente dejó de llorar, Amelia se pasó el pañuelo de encaje por los ojos.

-¿King? -murmuró con la frente apoyada en su pecho.

-¿Sí, Amelia?

-Dime por qué me pegó mi padre.

King buscó desesperadamente las palabras apropiadas pero no lo consiguió.

-Es algo terrible, ¿no es así? -insistió Amelia-. Di lo que tengas que decirme.

Soy fuerte. Debo saberlo, ahora estoy sola. Sea lo que sea, lo soportaré.

-Ven, vamos a sentarnos en el coche.

La ayudó a acomodarse en su interior y se sentó junto a ella. El caballo seguía paciendo en el prado, indiferente a la conversación de su amo y su acompañante.

-Alan y tú os veíais demasiado últimamente y eso no me gustaba nada -empezó él mientras jugueteaba con las riendas nerviosamente-. Yo creía que Alan necesitaba una mujer más fuerte e inteligente que tú.

-Creías que yo...

-Que tú eras una pusilánime sin una pizca de educación, justo lo que aparentabas en presencia de tu padre. Has dicho que ibas a ser fuerte... -añadió.

-Sí. Eso no es todo, ¿verdad?

-No; hay... algo más -contestó King bajando los ojos-. Mira, Amelia, yo... te seduje.

-¿Qué... qué dices? -balbuceó Amelia.

-Lo hice a propósito y a sangre fría -replicó King-. Te amenacé con contárselo a Alan si seguíais viéndoos pero, no contento con eso, fui en busca de tu padre y le dije que te me habías insinuado y que no permitiría que una perdida como tú se casara con mi hermano. Amelia le miró estupefacta y palideció.

-Por esa razón tu padre te pegó cuando llegó a casa -siguió King, apesadumbrado-. Probablemente el disgusto le causó la muerte... Cometí un error, Amelia, y tú pagaste por mí.

Amelia intentó pensar con lógica pero la cabeza le daba vueltas y no conseguía ordenar sus pensamientos.

-¿Tanto me odiabas? -preguntó.

-No te odiaba, Amelia, te deseaba -corrigió King-. Quise matar dos pájaros de un tiro: librar a Alan de!.. No, eso no es cierto -rectificó-. Te quería sólo para mí y para conseguirlo pasé por encima de mis ideales más nobles y de tu inocencia. Esto es exactamente lo que ocurrió y, por mucho que intente justificarme, seguirá siendo un acto despreciable. Todo lo que ha ocurrido, incluida la muerte de tu padre, ha sido por mi culpa.

-¡Oh, Dios mío! -exclamó Amelia retorciéndose las manos con desesperación.

Su reputación había sido destruida. Seguro que en el banco donde trabajaba su padre todo el mundo había escuchado el relato de King. Cerró los ojos y en su mente aparecieron escenas vergonzosas protagonizadas por King y ella... ¡en su cama! Se cubrió la cara con las manos y se echó a llorar de nuevo.

-No llores, por favor. Nadie más sabe lo que ha ocurrido -intentó consolarla King-. No les dije la verdad. Dije que sólo te me habías insinuado, no que..! que nosotros... -masculló-. Amelia... debemos casarnos.

Amelia se estremeció. Aquello era mucho peor de lo que había imaginado.

Había sido deshonrada y posiblemente estaba embarazada. Sintió deseos de huir muy lejos y ocultarse de todo el mundo. ¿Y King se había atrevido a hablarle de matrimonio? Amelia le miró como a un loco.

-¿Qué has dicho?

-He dicho que debemos casarnos -repitió-. A menos, claro, que se te ocurra algo mejor! ¿O es que no has pensado que podrías estar embarazada?

Amelia se llevó las manos al vientre y le miró a los ojos mientras la invadía una intensa emoción. Un niño. Un ser humano que se parecería a uno de ellos dos.

La continuación de sus familias durante otra generación. Apartó los ojos. No; King no deseaba un hijo! Sería un estorbo que le impediría casarse con Darcy Valverde!

Nunca le querría. Ni a ella tampoco. Pero si realmente estaba embarazada, ¿qué otra alternativa le quedaba? Su hijo debía ser reconocido. La desgracia no sólo caería sobre ella sino también sobre el resto de ambas familias.

-¿Y bien? ¿No piensas decir nada? -murmuró King.

-No es seguro que... -contestó tras una pausa.

-Dentro de pocas semanas saldremos de dudas. Amelia se ruborizó. No estaba acostumbrada a hablar sobre esos temas en presencia de hombres.

-Te recuerdo que me dedico a la cría de ganado -dijo King, adivinándole el pensamiento-. Tengo más que una ligera idea sobre cómo vienen al mundo los niños.

-No sé qué decir.. -balbuceó Amelia-. Parece que no tengo otra salida que casarme contigo... pero estás prometido a la señorita Valverde.

-No, Darcy y yo nunca hemos estado prometidos -replicó King-. Nuestro compromiso nunca se formalizó. Simplemente consideré la idea un par de veces, eso es todo.

-Pero nosotros nunca seremos felices juntos. El pasado se interpondrá –

reflexionó Amelia en voz alta, aún estupefacta.

-Lo único que me importa es salvar tu honor y que nuestro hijo sea legítimo

-dijo King posando su mirada en el vientre de ella-. Puede que después de todo no sea tan terrible.

-¡No hables así!-exclamó Amelia, indignada.

-Cuanto más pienso en ello más me agrada la idea de tener un hijo. Eres una mujer joven y fuerte y, en contra de lo que creía, no eres una cobarde. De hecho, he observado en ti algunas de las cualidades que más admiro en una mujer.

-Me honras -replicó Amelia con burlona cortesía-. pero tus palabras amables no me impresionan y, aunque hayas decidido que soy digna de convertirme en tu esposa, yo no te considero lo suficientemente bueno para ser el esposo de nadie, y mucho menos de mí.

-Soy un hombre rico-dijo King enarcando las cejas y sorprendido.

-¿Se supone que debo sentirme atraída por ti sólo porque posees más bienes materiales que otros hombres ¿Y qué hay de tu inteligencia, tu valentía o tu generosidad? Cualquiera diría que me haces un favor casándote conmigo.

-No he querido decir eso -respondió King-, pero conozco a muchas mujeres que darían cualquier cosa por casarse conmigo.

-Gracias a Dios no soy una de ellas -dijo Amelia con aspereza-. Y ahora llévame a casa, por favor.

-Se casará conmigo tanto si quiere como si no, señorita Howard -repuso King.

-Usted no volverá a obligarme a hacer nada que yo no desee. ¡Y entérese, señor Culhane: no me casaría con usted aunque fuera el único hombre sobre la tierra!

King intentó sujetarla por el brazo pero en ese momento un rumor de cascos de caballos rompió el silencio del_ pequeño cementerio.

Amelia se hizo visera con la mano libre para protegerse del sol e inmediatamente reconoció la figura y la forma de montar del jinete que se aproximaba a galope tendido.

-¡Quinn! -exclamó con los ojos llenos de lágrimas.

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