Ama

Ama


XI

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XI

Mi madre me nombró heredero universal. Hizo testamento en 1992: el año en el que la operaron de aquel tumor. Heredé la mitad de todo lo que compartía con mi padre: la casa de Portugalete, la de Burgos, los garajes, las fincas de Galicia, y una importante suma de dinero que había en la cuenta corriente.

He de explicar una cosa. Me consta que el saldo de la cuenta corriente se vio notablemente incrementado el último año de la vida de mi madre, ya que expropiaron una de las fincas de Galicia para construir una autopista y, en compensación, le pagaron un dinero importante. Era un pedazo de monte, grande, pero sin valor alguno; un trozo de tierra seca, estéril, llena de rocas y matojos, que había permanecido décadas abandonada, olvidada por todos, en medio de la nada hasta que decidieron construir aquella autopista. Fue un dinero caído del cielo: una lotería que apenas celebramos. Durante años, en parte a causa de la universidad privada a la que fui, en mi familia habíamos estado apurados económicamente, y de pronto a mis padres les cayó un dineral. Durante años mis padres anduvieron apurados, y aún así yo, que era un estúpido más en aquella estúpida España de la burbuja, les reproché no haberme mandado a California, o comprado un coche. Ahora podría comprarme diez coches, pero todo me da igual. Debería hacerlo como castigo por imbécil. Yo gestioné el cobro de esa cantidad, y cuando supe el importe, recuerdo que me senté en la silla de mi despacho, me recosté, reí y lloré. Era una burla que ese Dios de mi madre nos hacía. Ese Dios del Antiguo Testamento que creíamos que nos iba a arrebatar el paraíso en cualquier momento, ahora nos lo otorgaba, así, sin pedirlo, a destiempo, como queriendo darnos una macabra lección de vida. Mis padres, que no habían viajado, que no habían cenado en buenos restaurantes, que se privaban de cualquier capricho para tener un colchón «por si acaso», ahora, en el ocaso de su vida, cuando la enfermedad derrotaba a mi madre, veían que todo su esfuerzo era en vano, que el dinero era eso: tierra de nadie. Me pareció un dinero sucio. Como el que gana la mafia, o un loco que apuesta su vida a la ruleta rusa. A mis padres, que toda la vida habían ahorrado, les cayó el dinero como el estiércol cae en un terreno baldío.

Heredé ese dinero, aunque no lo necesitaba. Gano un buen sueldo, no tengo responsabilidades familiares, y me puedo permitir prácticamente todos los caprichos que quiera. Me gasto el dinero en viajar y en libros. Muchos días, apático y triste, cuando vuelvo del trabajo entro en La Central y compro libros que no leo. Me parezco a esas celebridades que se compran ropa que nunca se ponen. Apenas gasto dinero en ropa. Entre semana llevo traje, y los fines de semana vaqueros, camisetas lisas del H&M, sudaderas grises y unas New Balance. Mi madre nunca me negó dinero para libros, así que yo sigo el mismo criterio para no tener remordimientos. Mi casa está llena de libros que no leo, porque no tengo tiempo, ya que trabajo mucho para así tener más dinero para comprarme más libros que luego nunca leo. Es absurdo. También podría parecer absurdo que escriba, pero eso para mí sí tiene sentido: solo sé vivir así, es decir, sintiendo el impulso de escribir esto, y no todo lo demás. A veces confundo la vida que sucede y la vida escrita. Sigo siendo un niño que inventa sus propios recuerdos para que no sean tan dolorosos. Podría hacer otra cosa con mi vida, pero de momento no sé hacerlo de otra manera.

Se me olvidó decir que en la herencia de mi madre también está una duodécima parte de la casa de Maragote en San Sebastián. Ahora soy yo el propietario de esa ínfima fracción de propiedad. El resto de los herederos no se ponen de acuerdo en qué hacer con ella, pero mi tío me ha dicho que es posible que la expropien; sin embargo, yo no me lo termino de creer. Otro golpe de suerte sería demasiado. El Dios de mi madre no lo consentiría. Debe de estar, en cambio, preparando algún tipo de golpe económico o de cualquier otro tipo. O quizá no. Quizá la muerte de mi madre nos haya dado un bonus en el casino de la felicidad. Jugaré a la lotería, conoceré a más chicas por Tinder, presentaré esta novela a algún editor elegante de Barcelona. Algo tengo que hacer para no acabar como el pobre Maragote, solo, triste y con un perro enterrado en el jardín.

No sé cómo hacerlo. Antes de que mi madre enfermase estaba aprendiendo, aunque muy poco a poco, a que no me diese miedo la felicidad. No soy como Laia. A ella no le daba miedo la felicidad. Esa clase de personas la tocan, la manipulan, la miran a los ojos. Los hijos de familias humildes la miramos de reojo, la esquivamos, no nos fiamos de ella. Es un animal salvaje que creemos que nos va a atacar de un momento a otro. Los ricos, en cambio, están tan seguros de su fortuna que no necesitan resguardarse en la magia. Las familias acomodadas no tienen temor al futuro. Sin embargo, no todo son ventajas. Ellos, los pudientes de la parte alta de Barcelona, o los alemanes, no son tan cariñosos como los pobres. Ambos, poderosos y humildes, tenemos una familia, pero la función de la misma es diferente. Para los ricos, la familia es un privilegio; para los pobres, un refugio. Por eso, los pobres somos más cariñosos que los ricos: porque el lazo familiar es la última garantía de nuestro bienestar. También se trata de sobrevivir, sí. También es darwinismo, sí. Si fuésemos escandinavos, por ejemplo, el aval lo encontraríamos en el Estado. Ese Estado protector que despliega subvenciones y todo tipo de ayudas en favor de sus ciudadanos tanto cuando son jóvenes como cuando se convierten en ancianos indefensos. No obstante, como vivimos en el desdichado sur de Europa, es todavía la familia la que cumple esa función de defensa de los hijos. Imagino que más al sur, en África, aún se hará más patente esta forma de vida: la de la tribu. El atraso secular conlleva que el papel de protección del individuo ante la sociedad lo ejerza la familia. De ahí que tengamos madres y padres protectores que se desviven por sus hijos, y les colman de caricias, besos, y, a menudo, de irracionales comportamientos de auxilio desmedido. Eso suele sucederle a los pobres. En el caso de los ricos, sin embargo, es el patrimonio el que cumple la función de socorro de la prole. Por eso, no necesitan ser besucones. El dinero se tiene, está ahí aunque no se hable de él, y a los jóvenes, como esa chica de Pedralbes a la que conocí, se les educa en el dogma de su existencia y perdurabilidad. Luchan por conservarlo o, los más osados, por hacerlo crecer, porque el capital es la garantía de las generaciones venideras. A veces, el dinero se enfanga y no crece, y entonces ha de venir sangre nueva a la familia para multiplicarlo. Alguien venido de abajo, ajeno a la comodidad de la clase alta, que obre de nuevo el milagro de los panes y los peces. Así, con dinero, se afronta el futuro con seguridad. Así se mira a la felicidad de frente, cara a cara. Nosotros, en cambio, tenemos a nuestras madres. No tenemos al Estado, ni el dinero, pero tenemos a nuestras madres. Madres españolas, portuguesas, griegas, o italianas, que sostienen en sus espaldas el peso del país. Madres, como la mía, vestidas con delantal, removiendo una humeante cazuela, que evitan que caigamos en las profundas grietas del sistema.

No es que esté de acuerdo con que las cosas tengan que ser así; es injusto para ellas y para nosotros. Solo me limito a describir la realidad tal y como la veo. Ojalá cambie. Ojalá seamos escandinavos en poco tiempo, aunque por el camino nos dejemos parte de la capacidad de sentir; aunque nos dejemos el corazón en ese trayecto. Sí, en unos años estoy convencido de que las cosas cambiarán. No sé quién sujetará el peso de nuestro universo, pero sé que las madres ya no estarán. Las jóvenes han emprendido otro camino, y eso me hace feliz. Y las mayores se están convirtiendo en ancianas. ¿No lo veis? Esas mujeres, afortunadamente, y aunque las amemos, son una especie en peligro de extinción, y del Estado no se puede esperar mucho. Creo que somos los hombres los que tenemos que dar un paso hacia delante. Son muchos siglos esquivando una responsabilidad histórica. O lo hacemos, o todo se irá a la mierda, porque finlandeses no somos. Tenemos que amar más, besar más, ser más como ellas. Tenemos que empezar a cargar sobre nuestros hombros el peso que nuestras madres llevan soportando desde siempre.

Ama soportaba todo el peso, y ahora, sin embargo, soy yo quien noto sobre mis hombros la gravedad; la carga de todo cuanto antes era leve.

He vuelto a mi casa y todo está tal y como lo dejé. Nadie toca nada, porque no tengo hijos, ni pareja. Tengo unos pocos amigos, y un padre a seiscientos y pico kilómetros, pero eso no cuenta. Quiero decir, que no he construido una familia propia, algo que hubiera hecho feliz a mi madre. Ella sacrificó gran parte de su felicidad por mí, pero esperaba algo a cambio que no le di. No le di una vida de repuesto, es decir, aquella que los hijos otorgan a sus padres cuando la de estos se avería. Cuando la de mi madre se averió, yo no le ofrecí nada. No fui tampoco capaz de comprender qué pasaba por su cabeza. Yo, que tan parecido soy a ella, no fui capaz de comprenderla. Cuando recuerdo esos días de oscuridad se proyectan sobre mí como una maldición. Su tristeza heredada que viene a mí en forma de soledad no querida, y que seguramente con el paso de los años se propagará dentro de mí como una enfermedad que reconoceré. Mi madre tuvo al menos a mi padre, que resistió como una roca, pero no me tuvo a mí de la forma que hubiese querido. Desde luego, no le ofrecí una felicidad familiar que quizá la hubiese sacado de ese lugar en el que se encontraba. Una vida parecida a la suya, con nietos, una nuera cariñosa, paellas los domingos, y veraneos en la playa. A cambio, a mi madre le di soledad. Orgullo, quizá, porque ella estaba orgullosa de tener un hijo abogado, y toda esa historia, pero eso es poca cosa. El orgullo, al fin y al cabo, no es suficiente, es endeble, mezquino, tóxico, y se pudre fácilmente. Apenas le di nada, pues ser su hijo ya me venía otorgado, y no puedo atribuirme mérito en tal hecho biológico. La realidad es que cultivé mi vida y no la suya. Me amé, amé mi vida, y, como es sabido, el amor ni es infinito, ni se divide fácilmente. Por eso, ella se quedó con un trozo muy pequeño. Se quedó, en sus solitarias tardes frente al televisor, únicamente con la certeza, con el dogma, de que era amada por su hijo. Pocas cosas confirmaban su fe en mí. La veía, si acaso, un fin de semana cada uno o dos meses, aunque la llamaba por teléfono varias veces al día. Pero fue poca cosa lo que le di. Le faltó amor. Siendo honestos, puede que de algún modo imperceptible elegí que sucediese así. Tenemos que ser responsables y soportar las consecuencias de nuestros actos. Somos buenos chicos, pero adultos ya. Nos hemos hecho demasiado mayores como para echar las culpas a los demás. Quise irme de casa, del barrio, de la ciudad, y empequeñecer así esa relación íntima que tenía con mi madre. Quise fundirme con otra ciudad más grande, deseé el anonimato, perderme en sus noches, sus bares, sus cines. Quise ser otro. Me prometí que sería temporal, que en algún momento volvería a tener a mis padres cerca, pero nunca cumplí mi promesa. Consciente o inconscientemente demoré la decisión e incumplí lo que creo que, en el caso de un hijo único, era un deber. Elegí el amor propio, y no el amor a mi madre. Y es ahí, en ese comportamiento tan aparentemente ruin, donde, al mismo tiempo, está encerrada la esencia misma del amor. Me costó entenderlo, pero es así. Porque el amor sin libertad está contaminado. No es amor, es posesión, es el abrazo de una serpiente que te ahoga. Mi madre lo sabía. Mi madre había perseguido durante décadas de matrimonio el objetivo de tener un hijo. Tuvo varios abortos, puso en peligro su vida, pero finalmente tuvo ese hijo. Un único hijo muy esperado. Es difícil encontrar una madre que lo hubiera deseado tanto. Así, se daban los ingredientes clásicos que definen a una madre posesiva y ultraprotectora. Y mi madre lo era o, más bien, quería serlo, porque durante años luchó contra esa naturaleza, ya que algo le decía que eso no estaba bien. Ponía a raya a su instinto muy a menudo. Se domesticó. Domó su temperamento. Guardó silencio cuando lo única respuesta que encontraba era el instinto protector mismo. Fue generosa. Lo fue incluso llegado aquel momento en el que la enfermedad empezó a consumirla. Se moría pero no quiso necesitarme. Me insistía en que me fuese a mi casa. Lo hacía aún a sabiendas de que eso conllevaba más dolor. Llevó hasta las últimas consecuencias una doctrina que ella misma se dio. Creo que esa es la forma auténtica y salvaje del amor: no solo dar sin esperar nada a cambio, sino dar sabiendo que la consecuencia es el dolor. Ella supo que me necesitaba y, aun así, no me necesitó. Me quiso, me amó, me dio libertad. Jamás contradijo esa regla. No fue como esas madres aparentemente excepcionales que crían a sus hijos entre algodones, pero que lo hacen, aun en el fondo de su subconsciente, con la secreta y egoísta intención de tenerlos, del modo que sea, para ellas. Ama, aunque hubiese deseado ser así, aunque toda su educación y su historia personal la hacían ser así, renunció a todo eso a cambio de nada. A cambio, si acaso, de algo tan etéreo y ajeno a los principios morales en los que fue educada como son mi libertad e independencia. Renunció a todo ello de forma consciente, lo sabía, conocía que tras esa decisión le esperaba la soledad, la depresión y el dolor. Permaneció imperturbable mientras su mundo se derrumbaba. Fue una lucha en la que finalmente venció. Fue la obra de arte de su vida. Algo que nunca nadie podrá arrebatarle.

Mi madre era inteligente. Solo los inteligentes pueden amar de verdad. Solo los inteligentes pueden ser buenas personas de verdad. A menudo se confunde a los tontos con buenas personas. Como están ahí, sin hacer nada malo, se cree que son buena gente. Pero no pueden serlo. Si el estúpido tiene restringida la capacidad de decidir, si tiene mermada la toma de conciencia, no puede, en consecuencia, concluirse que el presunto acto «bueno» que lleve a cabo venga dado por una reflexión cabal, pues es incapaz de desarrollarla. Y, del mismo modo, al idiota ha de perdonársele el acto malo, pues tampoco ha desarrollado un razonamiento que concluya en tal vileza. Para lo bueno, y para lo malo, los actos del tonto han de ser rebajados y valorados en su justa medida, al igual, sirva la comparación, que ha de hacerse con los actos de un chimpancé o de una paloma. Con el inteligente, por el contrario, hay que ser severo en el juicio que sobre él recaiga.

Y así, el juicio que yo hago sobre mi madre es netamente positivo, porque ella conocía las consecuencias de sus actos. Era inteligente, ama. En el tanatorio una prima se me acercó y me explicó que antes de morir su madre le dijo que si tenía dudas, o necesitaba un consejo en su vida, hablase con mi madre. Todo el mundo la tenía por una persona inteligente. Pudo haberme tenido junto a ella y no quiso. Alguna vez se lo comentó en tono de reproche alguna vecina, ella guardó silencio, y después me lo contó por teléfono. Mi madre no se escondía, era directa e hiriente en determinados momentos. Creo recordar que usó la palabra mequetrefe para referirse al hijo de aquella vecina y para decirme que no quería que yo fuese como él. Siguió desahogándose, porque tomó aquellas palabras como un ataque personal a ella, y después me dijo que aquel chico tenía pinta de drogadicto, y que, viendo cómo la madre pensaba, seguro que era de las que le compraba la droga cuando tenía el mono. Era 2012, o algo así, pero mi madre creía que estábamos en 1985. Siempre aludía a pincharse, porque para ella cualquier droga significa pincharse. Mi madre decía que no me drogase, porque ella no era de las que después me irían a comprar la droga, y yo, fascinando con el argumento, la miraba, y me reía. En mi pueblo pegó muy fuerte la heroína, y eso obsesionó a mi madre durante muchos años. Un día que la acompañé al hospital, un hombre de aspecto descuidado nos preguntó dónde estaba el MacDonals, y mi madre, que ya había perdido algo de oído, agarró fuerte el bolso porque entendió que preguntaba por el sitio donde se inyectaban la metadona. Nos pasaron pocas cosas divertidas esos últimos años y, por eso, aunque no venga a cuento, quería dejarlo aquí escrito. Recuerdo que aquella mañana nos reímos mucho de vuelta a casa.

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