Ama

Ama


XII

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XII

Por todas partes ladraban los perros, pero yo no los oía.

En el cuento de Rulfo, un padre, de noche y a la luz de la luna llena, lleva sobre sus hombros a su hijo, recientemente herido, en busca de un pueblo en el que sabe que hay un médico. Imposibilitado de ver u oír, porque le aprisionan las piernas y los brazos del hijo, el padre le pide señales que su hijo no le da. El narrador nos muestra, a través de los reproches del padre, que es un mal hijo; un joven despreocupado, egoísta, ingrato, con malos hábitos y malas compañías. Finalmente, el padre parece advertir que están llegando al pueblo, pero el hijo, probablemente muerto, ya no contesta. El padre, al confirmar que están entrando al pueblo que buscaban, y al oír a los perros ladrar, le dice a su hijo: «y tú no los oías, Ignacio, no me ayudaste ni siquiera con esta esperanza».

Juro que no los oía. A veces el ruido es tan insoportable que no te deja oír los perros. Mi madre cargó conmigo durante años, y siguió haciéndolo incluso cuando yo ya no necesitaba su ayuda. Cargaba con un fantasma. Yo rechazaba esa ayuda, pero eso, lejos de liberarla de una carga, la hacía sentir inútil. Es que no sé qué hacer, me decía, y yo le contestaba que nada, que disfrutar, que pensar en sí misma. Como si fuese tan fácil, pienso ahora, como si aquellas mujeres nacidas en la posguerra, en los más pobres rincones de este país, como si esas madres pisoteadas y utilizadas por todos pudiesen de súbito convertirse en alegres hedonistas. No lo entendí. No supe entenderlo. Y lo que es peor, no puse el empeño necesario para revertir la situación. Intuyo que incluso miré hacia otro lado. No basta con decir las cosas. No basta con escribirlas. Debí haber actuado de otra forma; haber salido con ella a la calle, de viaje, a un restaurante; haberle enseñado los clubes de fado de Lisboa, (¡cuánto le hubiesen gustado!), y Sevilla, y Granada, y la playa de Famara, y cómo amanece en el malecón de Cádiz, y atardece en el Cap de Creus. Todos esos sitios que estaban tan cerca y que ella no vio. La hubiese llevado. Juro que la habría llevado, aunque no quise salir con ella a la calle aquella tarde de julio del último verano antes de morir. Le dije que estaba cansado, pero lo cierto es que estaba ocupado en mis cosas. No habríamos ido a todos esos sitios, pero al menos hubiésemos saludado a los vecinos. Debí haber vencido esa vergüenza que me produce andar saludando a uno y a otro. Solo era eso, ama, te lo prometo, tú sabes que soy vergonzoso y tímido desde siempre. Pero, aun así, debí salir contigo aquella tarde de julio, y no fantasear tanto con visitar lugares lejanos. Siempre fantaseando. Es una forma de huir, de no enfrentarse a lo posible, de no encarar la realidad más inmediata. Es, en definitiva, una forma de cobardía, porque yo siempre he sido un cobarde. Siempre soñando cosas imposibles para huir del dolor, pero también de la felicidad. Sin embargo, eso sí estaba al alcance de mi mano, y no te lo di. Pero no oía ladrar los perros, ama. Juro que no los oía.

Yo no oía ladrar los perros porque había mucho ruido a mi alrededor. Luces, música, el tacto de una piel. Si los hubiese oído, te lo hubiese dicho, ama, porque en el cuento de Rulfo eras tú la que tenía que salvarse y no yo; porque era a ti a quien la vida iba a herir de muerte y no a mí. Si hubiera oído los perros, si hubiese sabido que todo se estaba empezando a acabar, que nada es infinito, que el tiempo se nos escapaba, te hubiera detenido. Te hubiera dicho que no era necesario, que no estaba herido, que no tenías que preocuparte más por mí, y que era yo el que, si acaso, tenía que preocuparse por ti. Te habría dicho, si hubiese oído ladrar los perros, ama, que teníamos que pasar más tiempo juntos, que no te preocupases tanto por el dinero, que teníamos suficiente, y si no daba igual, porque el mundo se iba a acabar con la crisis de las hipotecas subprime. No sé qué me hubiera inventado. Si los hubiese oído ladrar, ama, todo habría sido diferente.

Pero lo cierto es que nada oí, y solo me queda escribir. Ahora oigo ladrar los perros y decido ir terminando este libro. Podría haber descansado, cogido aliento, podría haber dejado en el suelo esta pesada carga por unos instantes, pero creo que no hubiese podido levantarla de nuevo. Podría incluso haberme puesto las grabaciones que te hice con el iPhone, y que así tu voz estuviera más presente, pero no he podido. He sido un cobarde de nuevo. Hubiese sido una novela mejor, pero nunca hubiera podido acabarla. Por eso, he decidido escribir sin oírte, solo recordándote; escribir sin que me importara el cansancio que siento a medianoche, o mientras espero en la puerta de embarque. Escribir casi de un tirón estas páginas, porque no lo podría hacer de otra forma. Como en el cuento de Rulfo, escribí con todo el peso de la carga, y sin querer oír ladrar los perros. Lo he hecho de nuevo, pero esta vez no me ha importado. Esta vez tenía que ser así. Esta vez, al menos, puedo ofrecerte algo. Que la vida, tan inútil e incomprensible, cobre el sentido que los párrafos le van dando. De nada más soy capaz. Solo de inventar, escapar, huir como los barcos desaparecen en el horizonte.

A veces, incluso, me comparo con ella. Aun no estando ya aquí, ejerce algún tipo de influencia en mí en cuanto a la necesidad de ser generoso y, digámoslo de la forma más sencilla, de ser buena persona. Y así, en ocasiones, logro sobreponerme a mis más mezquinas inclinaciones. Creo que es, en parte, acudiendo al recuerdo de mi madre la manera en la que consigo vencer esas bajezas que todos tenemos. Es así como logro a menudo dejar escondida una y otra vez mi maldad. Cada vez que se asoma mi vileza, siento que mi madre fuera a levantarse del lugar en el que esté y, sin decir ni una palabra, me mirase con ojos de reprobación. Porque era eso, precisamente, lo que mi madre hacía. No era exigente en los estudios, ni me pedía que lograra el éxito o el reconocimiento social, pero era rigurosa con los sentimientos. Repetía una y otra vez que yo era buena persona, como si de ese modo, a través de la repetición de un mantra, quisiera convencerme de que lo era, y de que, por esa razón, no podía traicionar mi buena naturaleza. Ahora sé que mentía; que tan solo era una estrategia. No soy buena persona. Soy tan buena persona, o tan mala, como podemos serlo todos. No creo que los seres humanos, en esencia, seamos tan diferentes unos de otros. Soy buena persona en la medida en la que soy capaz de reprimir mi mezquindad. Y era esto, precisamente, lo que mi madre sabía: que no hay buenos ni malos, sino personas entrenadas, o no, en la ética de domar sus abyectos instintos. Por eso usaba siempre la misma estrategia, tanto con los niños que hacían alguna travesura como conmigo. Lo hacía incluso cuando yo ya era adulto. Consistía en no decirte nunca que eras malo, porque, según ella, al final te lo acababas creyendo, y terminabas por acomodarte a ese rol. Al contrario, te decía que no podías hacer tal o cual cosa porque eras bueno. Ponía así la responsabilidad sobre ti. Te hacía deudor de la obligación de no defraudar esa bondad que ella te adjudicaba. Mi madre sabía que era mentira, pero le funcionaba. Todavía le funciona, porque aún hoy, cuando tengo algún conflicto moral, siento el miedo de defraudarla o, más bien, de defraudar a aquel yo que convivía con ella y que estaba entrenado en dejar de lado la ruindad de los pensamientos que nos acechan. Me cuesta mucho lograrlo. Cada vez me cuesta más. El mundo me ha contaminado tanto que esa fuerza que describo se hace cada día más débil. Ya he dicho que los caminos de mi madre y los míos se bifurcaron, y aunque ese hecho me hizo más independiente, libre, y hábil ante el mundo, no estoy seguro de que me hiciera mejor persona. Si nuestros instintos más bajos quedan enterrados por ese amor y esa influencia que alguien, normalmente nuestros padres, ejercen sobre nosotros, habrá que convenir que la pérdida de esa influencia, unida a la nula influencia de otras personas (ya he dicho que estoy solo: como mucho tengo unos cuantos matches de Tinder y un puñado de amigos) pueden acabar haciendo brotar la insensibilidad. Creo que es lo que me sucedió a mí. Me centré en mi vida, en mi carrera profesional, y me aislé de esa voz que me insistía en que era buena persona. A fuerza de no oírla, creo que acabé sintiendo que no lo era. Mi trabajo no ayudó. Me rodeaba de gente pragmática dispuesta a lo que fuera por salvar su empresa, su patrimonio, o su reputación. Me pisotearon y yo afilé las garras. Cuando era pasante, la dueña del despacho en el que hacía las prácticas me pidió que llevara a la oficina de su marido, en la que tenían nevera, un pulpo congelado que acababa de comprar. Me sentí tan mal en aquel despacho lujoso del centro de Bilbao, con mi camisa de Zara y mis pintas de chico de barrio, que a partir de aquel episodio me creí en la necesidad de sobrevivir. Después pasé a ganarme bien la vida, y consideré que ese mérito bastaba. Como en mi casa nunca sobró el dinero, ni nunca hubo reconocimiento social, o una carrera profesional exitosa, me centré en subsanar aquellas carencias, y todo el mundo lo vio como algo coherente. La contrapartida, sin embargo, fue la pérdida del amor. Me convertí en alguien diferente. Algo se averió dentro de mí. Toda la gente que me conoce dirá que me convertí en alguien mejor, pero se refieren únicamente a aquello que se puede apreciar con más facilidad. Yo sé que me convertí en una persona que había perdido, en gran medida, la capacidad de domar las malas inclinaciones humanas. Una persona más insensible, más pragmática, más realista, más hipócrita, más cínica. Y todo eso contribuyó a la muerte de mi madre. Lo digo desde el más absoluto desconocimiento médico, pero con una certeza subjetiva e íntima. Creo que mi madre conocía su enfermedad antes que nadie. De verdad lo creo. La encontré llorando en su cama una tarde en la que yo había vuelto a casa, y no me quiso decir nada. Absorto en mis quehaceres diarios, olvidé ese suceso, pero ahora, volviendo sobre él, caigo en la cuenta de que mi madre tardó mucho tiempo en ir al médico. Vivió esos días de angustia y duda en soledad. Si yo hubiese tenido la generosidad de preocuparme más por ella, de hacerle preguntas, de darle más amor, no digo que hubiese salido de ese laberinto oscuro en el que se encontraba, pero creo estar seguro de que habría vencido sus miedos y acudido antes al hospital. Esa falta de reacción me la insinuó un doctor cuando ambos nos quedamos a solas en una cita a la que acompañé a mi madre. No quise saber más. No volví a hacer preguntas. Cerré aquel capítulo de forma definitiva, y solo lo abro ahora, por un breve instante, en esta novela. El diagnóstico estaba claro, y eso era todo lo que necesitaba saber de aquel médico. El resto era un sufrimiento innecesario que evité. Sé que me estoy sumergiendo en hipótesis, en el pensamiento mágico, ante algo, la muerte, que no puedo explicar. Sé que es un razonamiento nada científico el que hago, yo que siempre trato de analizar objetivamente las cosas, pero no me perdono no haber sido capaz de quererla más en aquellos meses de tristeza y desesperación. Escribo esto mientras repaso fotos tomadas en la casa donde pasábamos los veranos. Veo el monte, la huerta que ella cultivaba, mi bicicleta apoyada en la pared, sus plantas y la ventana de la cocina desde la que mi madre saludaba. Si, cuando mi madre enfermó, yo hubiese sido el mismo que aquel que pasaba los veranos en esa casa, ella quizá no hubiese muerto.

Y es ahora, repasando esas fotos de madrugada, viendo la misma luna que veía el padre del cuento de Rulfo, cuando oigo a todos los perros de mi barrio ladrando. Ladran porque están asustados por los petardos de San Juan. ¿Ya estamos en San Juan? Ha pasado casi un año, y no me he enterado. Como a los perros, a mí no me gusta la noche de San Juan. Ya he dicho antes que no me gustan los días en que todo el mundo es feliz, porque me hacen recordar que yo no lo soy. Vivo en el número 266 de la calle Muntaner. Un piso burgués, con portero y ascensor: mi madre nunca llegó a tener ascensor en su casa. Está todo en su sitio. El cuadro de Robert Mitchum en La noche del cazador, el de Tintín, el de Corto Maltés, el de unos bandidos sardos que compré en un mercadillo de Cagliari, los posavasos que colecciono de mis bares preferidos, mis libros, las guitarras, el bajo, el ukelele, una vieja máquina de escribir, el busto de Fernando Pessoa, una figurita del capitán Haddock, otra de un toro de dos cabezas que compré junto al lago Titicaca, una tarjeta de una librería de Ciudad de México, unos cubiertos que nos hizo con bambú nuestro guía en la selva de Tailandia, una foto de mi padre. Todas esas cosas que de nada sirven si no se comparten. Estoy solo. He de confesar que lo estoy. Podría llamar a mis amigos pero la mayoría están muy lejos. Podría subir a ver al tigre, pero Laia no subirá conmigo. Podría llamar a mi madre, pero ya no está aquí. Estoy tan solo como aquella chica coreana que conocí en Nueva York y que hablaba con el robot que tenía en su apartamento de Central Park. Nunca he follado en un apartamento tan caro. Su robot, que se llamaba Tim, le hacía de todo: le apagaba o encendía las luces, le calentaba la comida o le ponía música. Tuve la ocurrencia de escuchar a Julio Iglesias y le pedí al robot una canción suya. El robot le hacía de todo menos follársela. O al menos yo no vi que lo hiciera. A mí poco me falta para acabar hablando con Siri. Una versión cutre de aquella película, Her, que protagonizaba Joaquim Phoenix. Así terminaré. Tal vez debiera buscar una mujer. Un compañero de equipo me dijo que con el paso del tiempo ya me acostumbraría a que me gustasen las feas, porque es imposible estar solo. Me parece una gilipollez, que evidencia además una visión lamentable de uno mismo que yo nunca he tenido. Quizá por eso esté solo. Me gustan las chicas guapas. Me gustaba aquella novia danesa que tuvo el entonces príncipe Felipe, la actriz protagonista de Los Serrano, Elsa Pataky y Úrsula Corberó. Soy un cutre de manual. Me gusta el dinero también, pero de la forma en la que les gusta a los pobres. Si fuese jugador de la NBA tendría un descapotable rojo. Me tragué la idea del éxito durante un tiempo. La idea del trabajo, del esfuerzo, todo eso. ¿Quién se la cree? Los que venden legumbres en los mercados de Arequipa trabajan quince horas al día y no tienen un descapotable. Todo es marketing. El dinero está en la marca. Me fue razonablemente bien en la vida, y yo mismo fui el ejemplo que usaban algunos amigos ricos cuando yo contradecía el sueño americano: pues mírate a ti mismo, decían, como si en esa frase se resumiese todo. Me miro a mí mismo y no veo nada. Si acaso la excepción que perpetúa la injusticia, a un egoísta, a un esnob que ha defraudado a todos, y está en su casa escuchando los sonidos de la madrugada. He abierto la ventana para oír mejor a los perros, pero ya no ladran. Todos duermen excepto yo. ¿He dicho que tengo insomnio? Ojalá tuviera una Play Station a mano. He pasado más horas jugando al Fifa que estudiando la carrera. Ojalá pudiera volver al local de ensayo para jugar al Fifa con mis colegas. Nos metíamos en el pogo de un concierto de punk, y otras veces nos emborrachábamos escuchando música electrónica en alguna discoteca. He estado en la selva amazónica, y creo que los chamanes no son tan distintos de los DJ, o de los guitarristas de rock. He estado en bastantes sitios desde que en segundo de bachillerato fui a Italia de viaje de fin de curso. Fuimos en autobús. El autobús olía fatal: a sudor de adolescentes. ¿Cuántas horas tardaríamos? En Google Maps dice que dieciséis horas y media. Pero eso es sin hacer paradas. Además, hace ya trece años de aquello, y alguna carretera habrá mejorado. Recuerdo que el autobús se averió nada más salir del colegio. Fue como si algún dios no quisiera que saliésemos de aquel pueblo de la Ría, y nos protegiese de lo desconocido. Por aquel entonces apenas había viajado a ningún lugar: solo a Burgos, a Santander, o a sitios así. Mi madre viajó a Lourdes y trajo agua bendita y estampitas de la Virgen. Ella siempre me metía en el equipaje rosarios, castañas y estampitas cuando me iba de viaje. Ahora, sin embargo, mis maletas están vacías de amuletos. Ya no encuentro nada dentro de ellas, aunque sigo buscando. Mi madre le llevaba también estampitas a mi abuela cuando la ingresaron en la residencia. Yo me aburría en aquel lugar rodeado de viejos. Muchos estaban locos. Olía a orín, a cerrado, a papilla y galletas. Mi madre, por suerte, nunca estará en un lugar así. Creo que es lo único bueno que tiene morirse antes de tiempo. Si hubiera muerto en una residencia como aquella, yo no escribiría este libro. Su recuerdo estaría difuminado por años de tedio, paciencia y quizá una demencia senil como la de mi abuela. El recuerdo de mi madre, sin embargo, permanece nítido, impoluto, como los fotogramas de una película que se estrena. Mi madre no murió mayor, pero tampoco murió joven. Es cierto, podría haber viajado muchos años con el Imserso, pero no lo hizo porque no quiso, y después porque no pudo. A mi madre, como a mí, no le gustaba demasiado la compañía. Los viejos bailando y las viejas en bañador le parecían ridículos. Quizá era su mecanismo de autodefensa. Yo le decía que estaba guapísima, porque así lo creía, y ella me decía que se miraba al espejo y se decía: esa no soy yo. Las mujeres tienen que hacer muchas cosas y además tienen que estar guapas. Es una crueldad. Es una esclavitud de la que mi madre nunca se liberó. Hacía un montón de dietas y ninguna le funcionaba, se desesperaba, dejaba de hacerlas y se ponía las botas en casa. Lo hacía a solas, o con mi padre y conmigo, porque cuando había alguien de fuera no comía nada. A ver si crees que vamos a pensar que estás gorda del aire, le decían, y ella contestaba que era la tiroides, que retenía líquidos, o cosas por el estilo. Por eso dejaron de interesarle la ropa y las tiendas. Se quedaba en casa, y ella decía que era feliz. Todo el mundo pensaba que era mentira, que no podía ser realmente feliz en casa, pero yo sé que sí lo era porque soy igual que ella: me gusta estar en casa. Me gusta leer, ver una película, escribir, ordenar recuerdos y pensamientos. Desde luego que se puede ser dichoso solo con eso. Yo la entendía y eso la hacía feliz. Ella además cocinaba. No he conocido cocinera mejor. Siempre decía que si le tocara la lotería se compraría un restaurante. Le gustaba la cocina vasca. Le gustaba el País Vasco en general. Cuando iba a Galicia, o a Burgos, lo defendía con todas sus fuerzas si alguien decía algo malo de los vascos. Se indignaba con ETA, pero tenía humanidad con los presos. Últimamente decía: «Bueno, ya está bien, podrían ir soltándoles, que ya no van a hacer nada». A un conocido siempre le preguntaba por su hijo, que llevaba como veinte años en la cárcel. Era humana con todos. No era vengativa. No tenía miedo de hablar del problema vasco en la calle. Era, como yo, del Athletic de Bilbao. Colgaba una bandera en la ventana cada vez que había un partido importante. Le gustaba Julen Guerrero, porque había estudiado en mi colegio. Recuerdo cuando subíamos a las clases de los de COU y saltábamos para intentar verle a través de los cristales. Conocí a Julen Guerrero, y me pareció un gran tipo. Echo de menos verle jugar: llegaba desde la segunda línea como nadie lo ha vuelto a hacer en San Mamés. Varias veces fuimos a ver al Athletic entrenar, y mi madre corría de un lado a otro del aparcamiento para conseguir autógrafos de todos los jugadores. Estaba entusiasmada, ella que no había tenido infancia, y así se sentía de nuevo una niña. En ocasiones, muy de vez en cuando, se entusiasmaba con algo y te miraba como queriendo decir: «Joder, qué feliz soy». Pero eso dejó de ocurrir. Como a mí, le costaba mucho romper ese muro de tristeza. Aunque, en ocasiones, lo conseguía. Le gustaba el ciclismo, y cuando iba a ver una carrera siempre llevaba una ikurriña, y una bandera de España. Hay una foto de ella sonriente, en la cima de algún puerto, esperando a los ciclistas y con una bandera en cada mano. Le gustaba España, se sentía española, pero no le gustaba el PP, ni Albert Rivera. Ese es un fresco, decía. Ella votaba al PSOE. ¿A quién vas a votar si no?, concluía siempre. Me contó que en las primeras elecciones le preguntó a la señora de la casa en la que trabajaba a quién había que votar, y esta, sospechando no sé qué de mi madre, le respondió: «No sé, usted sabrá, si quiere que acabemos como en Cuba…». Y me contó que por miedo dijo que había votado a Fraga, porque como era gallega seguro que se lo creería. Votaba a Felipe, pero no leía El País, porque tenía mucha letra. Leía El Correo, y la Pronto. Cuando trabajaba en aquellas casas de la Margen Derecha traía a la nuestra periódicos atrasados. Los sábados también traía todo tipo de cachivaches inútiles que la señora de la casa desechaba, y que mi madre, agradecida, se llevaba a casa antes de que acabaran en la basura. Mis tíos también aprovecharon todo aquello que los ricos desechaban. Yo todavía conservo muchos de esos trastos que mi madre traía los sábados. Cargaba con ellos por las cuestas del pueblo, y después los esparcía en la mesa de la cocina para que yo, que los esperaba ansioso, les echase un vistazo. Entonces me ponía a leer las páginas de deportes de esos periódicos, o algún cómic de Tintín, y le pedía a mi madre que me diese el cruasán de jamón y queso que sabía que había escondido. Y me lo daba porque siempre compraba dos. Yo me lo comía junto a ella, manoseando los chismes que había traído, mientras mi madre cocinaba, o limpiaba los cristales, o fregaba las cazuelas salpicadas del tomate y el aceite que echaba al marmitako que siempre hacía los sábados. Daba vueltas a la olla, me preguntaba por las cosas que yo iba leyendo, y de pronto se daba cuenta de que el ruido de la lavadora podría molestarme y rápidamente la apagaba. Y mientras la comida se hacía, se asomaba al patio de luces, recogía la ropa y hablaba con la vecina. Y dejaba la ropa en una silla, y la iba planchando con esmero mientras yo le preguntaba cosas. Y a veces silbaba, y otras veces cantaba, y de vez en cuando hablaba sola como queriendo recordar así las tareas que tenía que hacer. Y yo la quería, y ella me quería a mí, y eso era suficiente. No había entonces más sitios que aquella casa, y aquella calle, pero nada echaba de menos, porque, sencillamente, nada existía más allá de aquel lugar. Después todo se complicó demasiado. Pero de nada sirve pensar en ello. Nada de eso existe ya. Existe aquí, en este libro, y existe dentro de mí, y todo eso es suficiente como suficientes para nosotros eran aquella casa y aquella calle que, no sé en qué momento, dejaron de ser mías.

Al final no encontré aquel horno que iluminaba las noches con sus mil chimeneas. Leí que en Duisburgo, en Alemania, han convertido los antiguos altos hornos en un parque temático, y que por las noches un sistema eléctrico los alumbra simulando las luces que tenían entonces. No sé, quizá me haya quedado a medio camino y tenga que llegar más al norte para volver a ver esas luces de nuevo. Pero ahora estoy cansado. Me tumbo en la cama y cierro los ojos. Creo que al fin podré dormir.

Agradecemos a Kirmen Uribe su permiso para reproducir el poema «Te quiero, no» recogido en Mientras tanto cógeme la mano (Visor, 2007).

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