Ama

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III

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III

Los cuidados paliativos serán en casa. De momento, mi madre ha decidido que no ingresará en esa unidad del hospital. Yo voy y vengo. Barcelona-Bilbao-Barcelona. En el aeropuerto compro unos Toblerones para los niños de la familia. Esas tabletas enormes que solo venden en el duty-free. Creo que solo se venden allí, pero no estoy seguro. Quizá ahora hasta en el barrio se puedan comprar Toblerones gigantes. Antes, sin embargo, existían muchas cosas exóticas que solo tenían los pijos; aquellos que cogían el avión en vacaciones e iban a Londres o a París, y traían extrañas chocolatinas y revistas de fútbol con Roberto Baggio o Bergkamp en la portada. No ha pasado mucho tiempo desde entonces, sin embargo, todo ha cambiado mucho.

Pago la compra, y me siento a tomar un café. Bilbao: «Gate info in 25 minutes». He llegado con demasiada antelación. No me suele pasar. Sé perfectamente el tiempo que se tarda en pasar el control de seguridad y en encontrar la puerta de embarque. Lo hago mecánicamente. Ya ni siquiera me pone nervioso la gente no acostumbrada a volar, que no se ha quitado el cinturón, y la hacen pasar una y otra vez por el arco de seguridad. Saco mi ordenador, lo coloco en la bandeja, y en otra distinta voy depositando las llaves, el móvil y el reloj. No tardo más de un minuto. Adelanto a los más lentos y cruzo el control. Lo hago con naturalidad: como se coge el metro, o se arranca el coche para ir a trabajar. Lo hago con la misma naturalidad con la que mi madre cogía la barquilla que cruza la Ría para ir a trabajar. La Ría, siempre la Ría. Las muchachas cruzaban la Ría para limpiar las casas de los señoritos. Ahora las limpian las latinoamericanas. Las latinoamericanas, sin embargo, suben la cuesta que va de la Ría al barrio en unas escaleras mecánicas. Mi madre las llama «Las escaleras mecánicas que ha puesto el PSOE». También hay ascensores en otras zonas del pueblo. Para llegar a mi casa hay que subir una enorme pendiente que se parece a las rampas del Hautacam. Cuando la ascendía, de vuelta del colegio, cerraba los ojos y pensaba en Induráin. Veintiocho pulsaciones en reposo, decía el Marca. Un extraterrestre. Por eso, no nos queríamos creer lo que pasó en el Tour del 96. El cabrón del danés le reventó en las rampas de Hautacam. Nadie es invencible. No, nadie lo es. Ni tan siquiera mi madre, que siempre lo fue.

Induráin subía el Hautacam una vez al año, pero las chicas de la limpieza lo subían todos días. Hacían trampa. Cada poco se paraban a charlar entre ellas. Algunas se conocían por el nombre, pero otras no. De tanto verse, se saludaban, y se contaban su vida en la barquilla que cruza la Ría, o en los descansillos de la cuesta de San Roque. Se contaban la vida es una forma de decir que se contaban las desgracias. Se conocían de ir a trabajar. De eso se conocían. Y quizá por eso, por esa lealtad del sudor, por esa amistad de piernas cansadas y de rodillas doloridas, se hacían regalos entre ellas. Es decir, que hacían regalos a los hijos de las demás, porque toda su inversión eran sus hijos. Ellas, al fin y al cabo, no valían nada. Piernas cansadas, rodillas que duelen, animales de carga. Soy feminista y no lo sabía. Tendrían que tener una estatua, o algo así. Hay estatuas de soldados, y hasta de obreros, pero no de chicas de la limpieza. Hay también una estatua de Víctor Chávarri junto a la Ría. La Wikipedia dice que Víctor Chávarri fue el primer capitalista vizcaíno. Fundó empresas mineras, siderúrgicas, y también ferrocarriles. Víctor Chávarri tiene un monumento, ya algo agrietado, en el que su busto de bronce se yergue sobre dos obreros, un barrenero y un ferrón, que le custodian. Habría que levantar junto a él una estatua de una chica de la limpieza. Una chica de esas que subían la cuesta de San Roque cada día. Una estatua grande que le mire a la cara sin bajar la mirada.

He leído que el autor del monumento a Víctor Chávarri es Miquel Blay i Fàbregas, un escultor del modernismo catalán, que a su vez esculpió la fuente de la Plaza de España, y la fachada principal del Palau. Se lo cuento a Laia, pero parece no darle importancia. Seguro que también esculpió a algún antepasado suyo, pero no me importa, porque las esculturas no se mueven. Tampoco el paisaje. El paisaje que veo desde la ventanilla del avión tiene todavía un color marrón y amarillo, muy distinto del verde de Euskadi. Lo veo con claridad durante todo el trayecto, porque el día es nítido, sin una sola nube entre Barcelona y Bilbao. Las nubes cubren el paisaje, pero también cubren mis pensamientos. Por eso, mirando los campos sobre los que se dispersan algunos diminutos pueblos, soy ahora capaz de concentrarme más en el pasado. No ha transcurrido tanto tiempo y, no obstante, ya es pasado. Pienso en todos los yonquis, que ya están muertos, aunque, según me he enterado, todavía queda uno por ahí. Pero ese no es «drogadito», dice mi madre, solo es tonto. Pienso en el colegio, en esos profesores ya maduros, nada modernos, que todavía se permitían dar a los alumnos un cachete de vez en cuando; esos profesores que olían a alcohol y a tabaco. Todo olía a alcohol y a tabaco entonces. Ahora olemos a ambientador de Zara. Pienso en ellos. En Sinfo, que era del Barça, como Laia, y al que un final de curso le regalamos una camiseta con el 4 de Guardiola. Un cerebro, decía en 1996, y nosotros le hacíamos caso. Después, cuando Guardiola entrenó al primer equipo, e hizo lo que hizo, yo siempre me acordaba de Sinfo, y de la camiseta que le regalamos. Mientras el avión desciende pienso en ellos. En Javier, que nos daba inglés, ¿dónde lo habría aprendido?, y que en una clase hizo a Ander meterse debajo de la mesa para que así nos acordásemos de que under significa «debajo». Cuando hablo en inglés me acuerdo de Ander, que era un máquina regateando, y al que le he perdido totalmente la pista. Seguro que ya no regatea a nadie. No recuerdo su apellido, pero sí su cara. Ander-under, repito. Hablo un inglés de academia de barrio, y Laia habla un inglés de club londinense. Como Marta, la novia de Patxi, una pija de Neguri, que durante la carrera nos invitó a tomar unas copas en su casa, y cuando apareció la sirvienta le habló en inglés. La sirvienta era filipina, y cuando la vi recogiendo los vasos y hablando como Oscar Wilde, me pareció estar en otro planeta. En realidad, lo estaba. Me da vergüenza hablar en inglés y también en catalán. Eres imbécil, me dice Laia, lo haces genial, pero yo no le creo. Lo dice para animarme. Hablas con acento vasco, me dice, pero lo hablas bien. Al parecer, hablo con un acento diferente según donde esté: en Barcelona soy vasco; en Bilbao catalán; en Madrid hay días que soy una cosa y hay días que soy otra. Me mezclo con el paisaje; Laia es el paisaje.

La azafata me ha visto cara de guiri y me dice en inglés si quiero algo para comer, pero yo sigo pensando en Javier y en Ander. ¿Murió Javier? Tenía Alzheimer. Eso es lo último que sé de él. Pienso ahora en Iñaki, gran barriga, papada amplia, mofletes colorados, al que le apasionaba la Segunda Guerra Mundial, y que, todavía no sé por qué, nos hacía eliminar las palabras complejas cuando subrayábamos el libro de historia. «A pesar de los denodados esfuerzos de Hilter por…». E Iñaki corregía: «A pesar de los esfuerzos de Hitler por…». A mí eso me jodía. No me importaban los Sudetes, ni la Línea Maginot. Me importaban las palabras. Un ejército de palabras perdidas que nunca regresaban. Debería haberlas coleccionado: «denodado», «impenitente», «sempiterno». Las palabras perdidas de Iñaki. Pienso en ellas, y en él. Pienso en la enfermedad. En el cáncer de pulmón que acabó por consumir a muchos de aquellos profesores. No fuméis, decían. Pienso en ellos, y en sus excedencias forzadas para aprender euskera. Desaparecían del colegio y nadie preguntaba por ellos. Se los tragaba la tierra. Más tarde se jubilaron, pero cuando salíamos del colegio les seguíamos viendo jugar la partida de mus en el mismo bar de siempre. Llegaron entonces otros profesores jóvenes, como Jon, que nos contaba historias de balleneros vascos que habían llegado a América antes que Colón. Como aquellos otros profesores, estos también eran buenos chicos. Cultos e inocentes como concursantes de Saber y Ganar.

Ya desde el avión puedo contemplar los verdes valles, colinas rojas. Veo los bares en los que se celebraban los conciertos. Recuerdo al público recomponiéndose al finalizar las canciones, y entonces veo surgir cabezas de entre los cuerpos sudados, y pies descalzos, y manos que sujetan zapatillas. La música era agresiva, como un cuchillo que te atraviesa la garganta y te deja suspendido en un grito. Olía a porro. Un costo de mala calidad que corría entre el público. Placas ligeras y secas, o bolsas de marihuana con cogollos pequeños y sin brillo, y restos de hojas y tallos que evidenciaban la nefasta calidad del producto. Esta droga barata, que no mataba como la heroína, sin embargo destruía neuronas y nos provocaba un dolor de cabeza que solo lo atenuaban el volumen de la música y el alcohol. Mucho alcohol. Muchísimo alcohol. Litronas de cerveza que se colaban entre los abrigos, y katxis de kalimotxo que se consumían en la barra, o que la gente se pasaba elevando los brazos. Entonces comenzaba otra canción, y una oleada de gente empujaba hacia delante, y luego hacia atrás, y después otra vez hacia delante, y el kalimotxo se derramaba y nos manchaba las camisetas. Pero algo quedaba siempre en el vaso de plástico. Cuatro dedos de bebida que se engullían de un solo trago y que hacían olvidar el sabor del porro. El katxi vacío se tiraba al suelo, y allí, pisoteado por cientos de zapatos junto a los cristales de las botellas de cerveza y los restos del tabaco y del líquido derramado, se iba formando una fina lámina de porquería. Un humus, materia orgánica en descomposición sobre la que se elevaba nuestra juventud.

Veo también el muelle desde el avión. En el subterráneo del muelle bebíamos vodka con los pies fríos. Siempre teníamos los pies fríos. Nos juntábamos con conocidos del instituto público, nosotros, que éramos de un colegio concertado, pero de una zona obrera, es decir, que éramos una especie de aristocracia de barrio. Pijos, decían algunos, pero después comprobé que hasta en eso hay escalas, pues fui a una universidad privada, muy privada, en la que los pijos eran otros y yo era un quinqui de barrio. Más tarde, en mi trabajo, conocí a otros más pijos todavía. Así, en esos ambientes más selectos, yo me sentía, me siento aún, igual de barrio que aquellos otros del instituto público que nos llamaban pijos. Como la riqueza, el pijoterismo se multiplica a medida que se asciende en la pirámide social, pero yo entonces no sabía nada de eso. En aquel entonces, no hace demasiado tiempo, pensaba que el pijo era yo y que ganar dos mil quinientos euros al mes era un dineral. Yo no soy pijo, pero tampoco soy el Pijoaparte. Ya no hay pijoapartes. Ya nadie tiene mirada de depredador. Aunque en el fondo todo siga como antes, las fronteras se han desdibujado. Excepto la Ría, que sigue en el mismo lugar de siempre. A diferencia del Pijoaparte, podemos follarnos a las criadas, o a las señoritas. Y ellas pueden follarse a un obrero, o a un rentista. Da lo mismo: todos vestimos de Zara.

Nuestros padres nos mandaban a un colegio concertado y después a una universidad privada sin saber muy bien por qué. Nos ponían en manos de brujos que conocían los secretos del éxito. Un máster: la palabra mágica de los chamanes. De esta forma, confiando en una alquimia que no conocían, ahorraban durante sus vidas, desgastaban sus rodillas, sus nudillos, sus zapatos, y nos martilleaban siempre con la misma frase: que no íbamos a heredar nada salvo los estudios que nos pagaban. Nosotros nos lo tomábamos a broma, y bebíamos en el subterráneo y escuchábamos a Extremoduro. Sin un duro en el bolsillo, envidiábamos los cochazos que se compraban aquellos que dejaban el instituto y se empleaban en la construcción. Coches ahora viejos, Audis, BMW, Mercedes, que hoy, casi destartalados, se oxidan en los aparcamientos del barrio. Chupan una gasolina que apenas pueden pagar, y nosotros, los pijos de entonces, nos pasamos la vida en aeropuertos, en oficinas solitarias, en aburridos congresos, en habitaciones de hotel en las que nos conectamos al Tinder mientras observamos la ciudad moverse a través de los cristales. Ellos detenidos, y nosotros moviéndonos en una rueda de hámster. Ya ni siquiera nos gustan sus chicas. También se han desgastado como sus coches.

El avión aterriza. La chica que está junto a mí se ha quedado dormida y no la despierta ni el ruido del tren de aterrizaje. No encuentra su bolso. No recuerda dónde lo ha dejado.

—«Ander» your seat —le digo, y ella me da las gracias.

Desconoce el significado oculto de la frase. Ignora en qué pienso mientras el avión aterriza. Pienso en los Toblerones, en Hautacam, en Víctor Chávarri, en Sinfo, en Javier, en Laia, en Iñaki, en los balleneros vascos y en todas esas palabras perdidas que, sin saberlo, he venido a buscar al lugar del que hace años me fui.

Al cabo de unos pocos días de estar en Bilbao, mi madre ha empeorado. Las chicas de la unidad de cuidados paliativos que la visitan nos han dejado un teléfono al que podemos llamar. También nos han pedido el número de teléfono de un familiar al que avisar en caso de urgencia, pero ese familiar no soy yo. Como vivo en Barcelona, no han anotado mi número en la agenda de contactos. Yo, que soy su hijo, no soy esa persona a quien avisar. Ella me ha cuidado, y yo no voy a cuidarla a ella. En lugar de mi teléfono, han anotado el número de mi tío. Las responsables de la unidad de cuidados paliativos nos explican que es mejor que no vayamos a urgencias. Los médicos que en adelante tratarán a mi madre ya no pretenden curarla. Le posan la mano con cariño y le hablan despacio. La escuchan y calman su dolor. Le dan piruletas para que no se le seque la boca. También le ponen el termómetro y la acarician. En eso consiste su trabajo. A veces las contemplo y me siento inútil. A veces, siento envidia. Yo, que soy su hijo, y apenas soy capaz de hacer nada por ella.

Ha sido mi madre la que ha llamado a ese número de teléfono. Hasta ahora, cuando se encontraba mal, la habían ingresado en el hospital. Es el hospital al que va toda la gente de la zona. Puedes ir a él por una gripe, a que te operen de apendicitis, o a dar a luz. Por eso, no es del todo traumático ingresar en ese hospital. Nos engañábamos en sus pasillos viendo a los vecinos del barrio que están allí por cosas menos graves. Nos engañamos haciéndonos pasar por ellos, teniendo conversaciones rutinarias acerca de la enfermedad, pensando que saldremos del hospital con una venda, una radiografía y un susto. Sin embargo, sabemos que una vez que pisemos la unidad de cuidados paliativos, no podemos seguir jugando a ese juego.

Por esa razón, porque ya no es un juego, es mi madre la que llama al teléfono que nos dejaron. No quiere que mi padre y yo carguemos con la responsabilidad de hacerlo. Ha sido ella la que ha cogido el teléfono y ha marcado el número desde la cama. Yo me he quedado dormido en la sala viendo una película, pero me despierta un ruido en la habitación de mi madre. Voy hacia allí. Mi madre ha colocado una silla frente al armario, porque apenas se puede sostener, abre los cajones y saca su ropa interior. Organiza la ropa que quiere llevar al hospital. Y me cuenta que ha llamado al número que nos dieron. Yo le pido que se acueste mientras llega la ambulancia. Trato de organizar su maleta, pero desisto porque me doy cuenta de que ya lo tiene todo listo. Ha elegido la ropa interior, ha preparado el neceser y ha cargado el móvil. Vuelvo a pedirle que se acueste. Apenas puede dar tres pasos seguidos sin ahogarse. Se desploma en la cama y cierra los ojos. No se despierta hasta pasadas unas horas. Ya está en el hospital cuando se desvela. Me mira a los ojos y me pregunta si ha hecho todo bien. Me lo dice sin fuerzas, pero me doy cuenta de que para ella es muy importante saberlo. Quiere saber si ha organizado todo correctamente. Quiere saber si finalmente ha metido en la maleta la cartilla de la Seguridad Social, el camisón y el volante de ingreso. Quiere saber si en esta última hora ha hecho las cosas bien, como las ha hecho siempre, o si ha sido justo ahora, que todo el mundo está pendiente de ella, cuando ha tenido que meter la pata. Quiere saber si se le ha olvidado alguna cosa; si ha causado alguna molestia. Eso quiere saber. También quiere que hable con el psicólogo. Y con el cura. Y con el de los seguros. Y que le lleve el regalo de bodas al hijo de la peluquera.

Voy al hospital en metro. No sé qué bono comprar: el anual, el mensual, o un bono de diez viajes. Comprar uno u otro ticket comporta una decisión que no me corresponde tomar a mí. No me corresponde decidir cuánto tiempo le queda a mi madre. Por eso, he decidido comprar un billete sencillo cada vez que coja el metro. En proporción es mucho más caro que los demás, pero creo que es mejor no hacer planes. Al menos esta vez voy a hacerlo bien. Aunque nos empeñemos en comprar bonos, la vida es tan solo un billete sencillo. La vida ni tan siquiera admite billetes de ida y vuelta. Yo compro un billete de ida y después otro de vuelta. Llego a casa, y entonces mi padre se va al hospital. Me quedo solo. La casa está en silencio y no sé qué hacer. Me aburre la televisión. Como algo y leo la prensa. Después, paseo por la casa, me asomo a la ventana, pero siempre acabo poniendo música y abriendo la caja donde mi madre guardó todas esas cosas inútiles que a mí, sin embargo, me parecen provechosas. Es como si mi madre me hubiese dejado una herencia de recuerdos desordenados. Como si mi madre me dijese: a ver si eres capaz de hacer algo con todo esto.

En la caja de mi madre hay una postal de Santiago de Compostela. «Santiago de Compostela. Ciudad maravillosa. Todo bien. Saludos». Hay un menú de una boda. 3 de febrero de 1968. Enlace Rodríguez Rodríguez y Dapena Tato. Bar Victoria, teléfono 12, Forcarey. Entremeses variados, paella, merluza a la romana, ternera al horno, pollo asado, tarta nupcial «Gran Duque», brazo de gitano, café y licores. Hay un calendario de festividades religiosas de la parroquia de Santa María de Portugalete. «Están a su disposición en la casa de sacerdotes: Pablo Bengoechea, Angel Garamendi, Anastasio Munarriz, y José Goñi». Hay también en la caja de mi madre un comunicado del Gobierno vasco de 14 de febrero de 2002, informando de que el brote de meningitis de mi colegio está controlado. Recuerdo que nos dieron unas pastillas que nos hacían mear azul. Hay en la caja de mi madre un dibujo mío de lo que parece ser una paloma de la paz. Un dibujo de cuando lo de Miguel Ángel Blanco. De aquella época en la que se invocaba a la paz en cada colegio del País Vasco, como si fuera algo imposible de alcanzar. Algo que, sin embargo, se alcanzó. Eso también está en la caja de mi madre, porque ha guardado la portada de El País en la que se anuncia el fin de ETA.

También encuentro en la caja de mi madre, el recordatorio de la primera comunión de una prima mía, «Iglesia Mayor de Santa Coloma de Gramanet, 21 de junio de 1987», y una nota de mi pediatra: «Vida normal (con los cuidados que sabe)». Eso me hace recordar que cuando le dijeron que se iba a morir mi madre llamó al que fue mi pediatra. Está jubilado y vive en Salamanca. Dice mi madre que juega al golf. No sé cómo localizó su número y le llamó. J. J. Ramos Sánchez. Medicina Infantil ASMA. Col. 2689. Carlos VII, 13, 2.º izquierda, Portugalete. Eso pone en la nota que mi madre guarda en su caja. En otra nota, ese pediatra indica: «diferencia testicular, excelente desarrollo». Tengo un testículo más grande que el otro. Recuerdo al pediatra palpándome las pelotas y comparándolas con una escala de madera con diferentes tamaños de testículos. Recuerdo también que me hicieron una ecografía. Todo eso consta en el historial médico que mi madre conservaba «por si acaso». Por si acaso lo guardaba, porque ella no solo me quería, sino que me cuidaba. Ahora ya nadie me cuida. Ahora ya nadie guarda mi historial médico. Aquel historial en el que se puede ver la visita que hice el 27 de febrero de 1997 al doctor Víctor Gaubeca Azpiri. Recuerdo que aquel doctor tenía la consulta en el centro de Bilbao y que ir allí era para mí como viajar a París. Mi madre se perfumaba, me ponía mi mejor ropa, y me pedía que me portase bien. Visitar a un médico, o a un abogado, era un acontecimiento para mi madre, pues no estaba acostumbrada a tratar con gente con carrera, o a pisar el suelo de madera de un piso noble del centro de Bilbao, si no era para limpiarlo. Mi madre trataba de estar a la altura, y me exigía a mí que también lo estuviese. El doctor Gaubeca me exploraba los pies planos y después me regalaba unos Sugus, pero esto último no consta en el informe médico. Consta, sin embargo, una fístula anal que me exploraron el 18 de enero de 2003, aunque yo hubiese jurado que sucedió en verano. Aquel verano del primero beso. Aquel verano en el que Pantani corrió la Vuelta a Burgos. De aquel verano, justamente, conserva mi madre la invitación de boda de la hija de una prima suya. La invitación está escrita a mano, y en ella le informan a mi madre de cómo les va la vida: «Todo sigue igual que siempre, en casa estamos bien, luchando día a día, cada uno con sus cosas».

En la caja de mi madre, junto a la invitación de boda está la esquela de mi abuelo, y también su DNI. En el lugar reservado para su firma, un funcionario ha escrito: «No sabe». Mi abuelo no sabía escribir. Pienso en ello. Pienso en que cada vez que mostraba su carnet de identidad, quien lo veía sabía de inmediato que era analfabeto, y pienso entonces en la vergüenza que sentiría. Por eso, porque no sabía leer ni escribir, sé que alguien le habrá tenido que leer la carta que sus familiares de Argentina le enviaron, y que mi madre también conserva. «Con un sincero deseo de muchos años de felicidades. Es el deseo de María y Enrique. Buenos Aires, abril de 1972». En la foto se puede ver a una pareja posando bajo el monumento de un militar a caballo. Navego por internet y descubro que es la estatua de un gobernador de la provincia de Salta. He oído hablar a mi madre del tío Enrique. He oído llamarle tío, para que así no quedara duda de que existió ese tío; para así dejar rastro de una existencia que definitivamente se ha esfumado del todo. Lo único que sé de ese tío de mi madre es que se fue a Argentina, que durante un tiempo se escribieron, y que, inexplicablemente, en algún momento dejaron de hacerlo. Debió de ser porque, como decía la invitación de bodas, nos pasamos el tiempo «luchando día a día, cada uno con sus cosas», y eso hace que la memoria lo diluya todo.

Al menos queda esa foto. Se le ve feliz al tío Enrique junto a ese monumento de piedra. Lo busco en Google Maps y el obelisco del militar me parece menos imponente. Veo un parking y autobuses turísticos. El tío Enrique es un completo desconocido y, sin embargo, me cae bien. Se le ve gordo y bonachón. Ya debe de estar muerto, pero yo quiero pensar que ha tenido una vida plena. Quiero pensar eso, aunque solo sea por el afecto con el que mi madre pronunciaba su nombre. No hay más fotos del tío Enrique. Hay una foto de su mujer. Una foto de la tía María con una pamela que tiene escrito en el reverso: «En prueba del mucho cariño que te tengo». Guardaré la foto. La guardaré por respeto a un afecto del que ya ni tan siquiera queda su ceniza. La guardaré porque alguien, quizá mi madre, se la leyó a mi abuelo durante alguna cena en el piso de Portugalete. Se la leyeron como también le leyeron aquella otra carta que le envió a su hermano Manuel, y de la que más tarde hablaré. Por eso, guardaré esa carta. La guardaré junto a otra fechada en 1969, y que comienza diciendo: «Querido hermano, salud te desea quien de ella disfruta». Es una carta escrita de la misma forma que se habla. Dice: «Eso de ir allá mejor seria que tu bengas a qui por que todos quieren berte y cuando sean los días mas grandes y el tiempo sea mejor que aquí esta el tiempo muy malo que no parece el mes de abril llubiendo siempre. Alla mas arriba nos escribes unos dias antes para benir aunque sea ida por buelta por los menos nos bemos. También le dije a Pepiño que te escriba y me dijo que le escribieses tu primero que el no sabia ni que ponerte le da apuro escribirte».

Guardaré también una absurda foto desenfocada de un pastor alemán en una finca, y otra de mi madre abrazando un árbol y sonriendo. Es raro ver a mi madre sonreír en las fotos. Ella y yo siempre salimos muy serios. Sale seria en la foto que empuja un carrito de bebé, y en la que se le ha cruzado un niño espontáneo que le estropea el retrato. Sale seria también en otra en la que aparece junto a mi padre en una barbacoa en el campo. Y en otra en la que da una patada a un balón. No hay muchas más fotos de ella en la caja. Como me sucede a mí, a mi madre no le gusta posar para las fotos. Se ponía nerviosa y apretaba los dientes. Se le arrugaban los labios y el entrecejo. Mi padre, por el contrario, sale siempre sonriente en las fotos. Mi padre tiene el don de ser feliz. En una foto sale bebiendo vino de un porrón. En otra viste de militar. Debe de ser en la mili. En el reverso se lee: «Aqui estamos los tres peludos.

Ya somos veteranos». Son fotos en blanco y negro. En la parte de atrás de alguna de ellas se indica la fecha y el lugar en el que se hizo la fotografía. «Castilla La Nueva, 17, 2.º izquierda, Baracaldo». Ese piso fue el primero en el que mis padres vivieron una vez casados. Lo compartían con un matrimonio de gallegos de su misma edad y otro matrimonio extremeño más mayor. Los hijos de estos últimos habían emigrado al País Vasco y se trajeron a sus padres, pero como los pisos de entonces eran muy pequeños y las familias muy grandes, tuvieron que alquilarse una habitación. Por lo que mi madre cuenta, se comportaban como una familia: comían juntos, jugaban a las cartas juntos y los hombres veían el fútbol juntos. Él se llamaba Gerardo y ella no me acuerdo. Mis abuelos todavía vivían en Galicia, así que Gerardo y su esposa debían de ejercer el rol de padres. El matrimonio de gallegos lo formaban Alfredo y Luisa. A estos sí les conocí. Eran muy generosos. Siempre me daban un billete de dos mil pesetas. Tuvieron solo un hijo y acabó en la droga. Fue de los últimos yonquis en morir. Recuerdo el miedo que sentía cuando les visitábamos. Recuerdo que me parecía un monstruo; que apenas salía de su habitación; que, cuando lo hacía, el salón donde tomábamos café se quedaba en silencio. Recuerdo sus dientes amarillos y su tez blanca. Recuerdo una conversación de mi madre con la tía del chico, en la que esta le pedía a mi madre que no le diese dinero, y recuerdo que mi madre le hizo caso, pero siempre se sintió mal por ello. Luisa era generosa. Me hacía buenos regalos por mi cumpleaños y, sin embargo, mi madre no podía soltarle un duro a su hijo. Este se murió días después de que le tocase la lotería. Me contaron que le vieron en un supermercado con el carro de la compra lleno de botellas de whisky. Compró bebida y caballo, y se encerró en su cuarto. Murió, y poco después murieron sus padres. Como en la canción de Eskorbuto, solo fue una historia triste más.

Mi madre tenía pánico a que yo acabara igual que el hijo de Alfredo y Luisa. Tenía pánico a que mis primos acabaran así. En una redacción del colegio de uno de mis primos, que mi madre guarda en su caja, se habla de la droga como si fuese un ataque alienígena: «Es dura y cruel y aunque no lo quieras se va metiendo dentro de ti como si quisiera invadirte y es que al final te invade, lo consigue, y luego no se puede hacer nada». Mi madre había visto a los hijos de muchas amigas morir por la heroína. Eran chicos estupendos y, sin embargo, en apenas unos meses pasaban a ser unos desconocidos que daban miedo. Eran zombis que caminaban por las calles con la cabeza agachada y que amenazaban con robarte la cartera, aunque nunca lo hacían. Los yonquis vaciaban los cajones de las casas de sus padres, revolvían los armarios y salían a la calle con un radiocasete para venderlo a cambio de un chute. Así sucedía en aquella época. Así les pasó a Alfredo y a Luisa con su hijo. Aun así, yo les recuerdo con afecto. Recuerdo que Alfredo disimulaba el acento gallego y pronunciaba muy bien las palabras. Recuerdo que tenía unas coletillas que siempre repetía, y que nunca dejaba pagar el menú a los demás. Recuerdo que era muy de derechas. Era un fascista pero me quería, y yo a él, aunque nunca se lo dije. Alfredo y Luisa no están entre las fotos de esta caja. Están en el álbum familiar, porque eran como de la familia. Como de mi familia son ahora Guti, Cabe, Yon, Adrián, Alain, Edu, Óscar, Alvi, Aritz, Ibon y Marta. Ellos tampoco estarían en mi caja si la tuviera. Estarán en esa novela, que es mi álbum familiar.

En la caja de mi madre encuentro también la carta del menú de la primera comunión del hijo de Luisa y Alfredo, y el recordatorio de la primera comunión de otra niña que no logro saber quién es: «31 de mayo de 1984 en la capilla del colegio de San Cayetano-Santiago de Compostela». Hay otro recordatorio, que debe de ser de alguna niña que mi madre cuidó, porque se celebró en una iglesia a la que van los pijos de la Margen Derecha. Contemplo también fotos de mi padre y mis tíos construyendo la casa del pueblo. Hay poleas, y ladrillos, y cubos de cemento, y botas de vino, y picos, y palas sobre las que los hombres se apoyan cansados. Unos ayudaron a los otros, y así levantaron las casas en las que después pasábamos los veranos. Recuerdo llegar de vacaciones, ver nuestra casa desde la carretera y temblar de emoción. La foto de boda de mi tía Maricruz está también en esa caja. Muchos hombres llevan bigote. Parecen sacados de Narcos, o de una película de Eloy de la Iglesia. Llevan también corbatas finas y un pañuelo en la solapa. Tienen mirada de gente dura; gente que solo he visto desde un taxi en algún país de Sudamérica; gente que lleva navaja y que sabe cómo asestar un puñetazo. Yo no sabría cómo hacerlo; seguro que me haría daño en los nudillos. Yo, como mucho, discuto por Whatsapp. No soy como aquel amigo de mi padre que emigró a Brasil y volvió cuarenta años después a Galicia. Un hombre duro acostumbrado a pelearse. Un hombre fiel a unos valores en desuso. Si observaba una injusticia, sacaba la navaja. Hoy somos más cobardes, aunque más civilizados. En algo hemos mejorado. No somos como el brasileño, que se lio a navajazos porque vio a un vecino del pueblo haciendo trampas en una partida de cartas, y vacilar a unos chicos más jóvenes y apocados. Se lio a navajazos, pero él también se llevó alguno. Por eso amenazó de muerte a aquel vecino tramposo, y en apenas una semana y media este se marchó a Cuba. Problema solucionado. Veo en una foto al brasileño. Es rubio e imberbe. Está junto a mi padre en la puerta de un bar. Llevan un cigarro en la boca y una cerveza en la mano. Parecen inofensivos. Parecen Marlon Brando y James Dean. El otro chico que sale en la foto murió hace ya muchos años en un accidente de trabajo en una fábrica de Avilés. Eso me cuenta mi padre. Me cuenta también que el brasileño sigue vivo, pero que tiene Alzheimer. Ya no recuerda lo duro, y, según mi padre, lo buen tipo que era. Contemplo de nuevo la foto, observo a mi padre, y de súbito me alegra saber que en el pasado tuvo una vida en la que yo no estaba.

Ese amigo de mi padre volvió del Brasil, pero la mayor parte de los que fueron a Sudamérica nunca volvieron. Me he encontrado con hijos de gallegos en La Habana y México. Hombres y mujeres que pronuncian pausadamente los nombres de las aldeas donde nacieron sus padres. Parecen evocar esa tierra que nunca conocieron, pero de la que tanto han oído hablar. Siempre respeté esa nostalgia, y creo que mis padres y el resto de los gallegos que emigraron también. Por eso, nunca hablaban mal de Fidel Castro, ni de Fraga. Preferían criticar a otros. En el fondo, creían que la condición de emigrante les unía. Los que se fueron más cerca, sin embargo, sí volvieron. Desde París, una prima le escribe a mi madre y le adjunta una postal con la Torre Eiffel iluminada. A mi madre, que nunca vio la Torre Eiffel excepto en esa postal. Mi madre tampoco vio el Coliseo de Roma, ni el Big Ben. No vio el Empire State, ni el Malecón. Tampoco vio el Machu Picchu, ni el tráfico de Bangkok. No vio todo eso que yo ya he visto. Vio la Sagrada Familia una tarde de junio en la que me vino a visitar a Barcelona. Fue a la Sagrada Familia y quiso saber dónde había nacido el Pescaílla. Siempre le había gustado la rumba, y Lola Flores. «Si me queréis, irse». Eso dijo Lola Flores en la boda de su hija, y eso repetía mi madre cuando la agobiábamos mientras cocinaba.

A mi madre le gustaba Barcelona porque era «toda llana», y se podía pasear bien. Eso decía. Comparaba Barcelona con las empinadas cuestas de Portugalete, que tantas veces subió, y le parecía plana. La mayor pendiente de Portugalete es la que sube a nuestro barrio. Cuando mi madre, siendo una adolescente, llegó a Vizcaya, desde allí se podían ver las chimeneas de los Altos Hornos. Eso cuenta mi madre en las cartas que conserva de aquella época. Mi madre escribe cartas a sus familiares de Galicia. En una carta les dice que en Bilbao las chimeneas llenan el cielo de humo. Dice cosas así. Y yo imagino que escribe que el resplandor del hierro fundido ilumina el cielo; que los destellos rojos se pueden ver a kilómetros; que son llamaradas de azafrán; que, a menudo, esa es la única luz que brilla en semanas; que los remolcadores arrastran los barcos que parecen encallados en el fondo de la Ría; que la Ría está sucia: una herida abierta de sangre contaminada; que las fábricas vomitan los desechos del hierro mientras las sirenas indican el cambio de turno de los obreros; que las fábricas respiran como los humanos; que su respiración, sin embargo, es de hollín, un hollín que se posa en la ropa que cuelga en los balcones; que es el aliento tiznado de los hornos el que ensucia las camisas; que hay humo sobre las nubes, o nubes sobre el humo, nadie lo sabe; humo que les cubre y les protege como el vientre de una madre. En otra carta mi madre escribe que «cuando uno está solo en un sitio sin conocer, siempre se preocupa, pero yo es como si conociera todo». Yo es como si conociera todo, repito en voz alta, y sus palabras me reconfortan. Cuando uno lee de alguien que sale del frío de la aldea y llega a un país lejano, que es «como si conociera todo», de pronto se ubica en el planeta; de pronto comprende eso que los cursis llaman ser ciudadano del mundo. En la caja de mi madre hay también postales de Barcelona. Postales en las que salen las calles que ahora recorro y que se han convertido en mi casa. En una postal de julio de 1967 mi tía Maricruz le dice a mi madre: «Pronto reciviras nuevas mías, pero a de ser con la condición de recibir antes las tuyas, porque si no nada». Maricruz tenía fama de austera y brusca. Maricruz murió en la misma planta de cuidados paliativos en la que han ingresado a mi madre. Recuerdo que el verano en que murió, mi madre lo pasó en el hospital, y mi padre y yo estuvimos un par de semanas solos en el pueblo. Recuerdo que mi padre únicamente sabía cocinar puré de calabacín y lomo con patatas fritas. Desde aquel verano no he vuelto a probar el puré de calabacín.

Mi madre conserva una foto con su hermana en la playa, y otra en la plaza del Obradoiro. Estaban obsesionados con Santiago de Compostela. Debía de ser el centro de su universo. También conserva una cartulina con la foto de un cantante, «Enrique Rivas - Discos Philips», que está dedicada a ella. Hay muchas fotos dedicadas. Fotos de amigos de la mili de mi padre, y otras en las que mi padre escribe y envía desde el cuartel: «Recuerdo de la vida militar a mi inolvidable amigo Pepe»; «Con todo el cariño a mi querida novia»; «Cariñosamente se lo dedico a mi madre»; «A mi mamá, con todo el cariño de su hijo», etcétera. En muchas de ellas se acaba diciendo: «Contesta». Era lo que se decía antes de que se inventase el tic azul de Whatsapp. Eso le dice el primo Ramón a mi padre al enviarle una foto segando el trigo. Y eso mismo también le dice mi madre a mi padre en una carta remilgada y cursi hasta el sonrojo: «En un cestito de flores metí la mano y saque el corazón de mi novio que jamas olvidare». Es de cuando mi madre aún estaba interna en una de esas casas de la Margen Derecha. Lo sé porque está fechada en Las Arenas, en marzo de 1965. Desde Bilbao, en 1960, cuando mi padre aún no había salido del pueblo, le escribe un amigo suyo. Este amigo después hizo fortuna con la promoción inmobiliaria y llegó a ser un alto cargo del PP. De gallegos como él está lleno el mundo. Tipos que trabajan sin descanso y guardan los billetes debajo del colchón. Franco, Fidel Castro y Amancio Ortega son gallegos. Y Rajoy también, pero a su forma. Rajoy es un vago. Todos los gallegos de la fábrica de mi padre salen en una de las últimas fotos que contemplo esta tarde. El mono de trabajo les queda grande. Lo llevan lleno de grasa, pero eso parece importarles poco. La imagen les ha captado en medio de una carcajada. Por eso, mi madre no la incluyó en el álbum de las fotos escogidas. Sin embargo, la foto capta la vida, y es más real que todas las demás. En ella veo la vida que pasa como un plano secuencia. Una película que ya se acaba. Apenas una escena más en la que la cámara se eleva y se aleja al mismo tiempo. Ya no se distinguen los actores. Ya no tienen más frases escritas en su guion. Ya se oye la música tenue que precede a los títulos de crédito. Ya se acaba esta película que nunca quise dejar de rodar.

He llegado al hospital con el pelo mojado por la lluvia. Veo a mi madre caminar hacia el servicio. No quiere que nadie le ayude. Aunque camina encorvada, se endereza cuando me ve. Sale del baño y le ayudo a sentarse en el sillón. A través de su camisón observo las cicatrices de sus operaciones. Se sienta y se pone a leer la Pronto. Yo leo a Pavese. De pronto, mi madre levanta los ojos de la revista, me mira por encima de las gafas, y me pregunta qué opino de lo de la Campos y Bigote Arrocet. Pues no sé, le digo, y pongo cara de no tener ni idea. ¿Es necesario formarse una opinión sobre eso? Me pregunto a mí mismo quién coño es ese Bigote Arrocet, y cuando, un par de horas después, mi madre vuelve al servicio antes de irse a dormir, cojo la Pronto y me documento. Oigo que ha terminado, y me acerco a ayudarla a limpiarse. Hay mucha sangre en el papel higiénico. Hay también mucha sangre en el inodoro. Guardo la orina en el bote que nos dejaron las enfermeras, tiro de la cadena y caminamos hacia la cama.

—Pero él es mucho más joven que ella, ¿no? —le pregunto.

—Pues como diez años, pero es que la Campos está mucho más estropeada que yo —me responde mi madre.

He metido en la mochila algunas cosas que había en la caja de mi madre. Las he cogido al azar, sin mirar, para así contemplarlas esta noche mientras ella duerme. Hay un folleto del Ferry que hacía el trayecto de Santurce a Portsmouth. Un folleto de un viaje que nunca hizo. Hay una carta astral. Mi madre creía en esas cosas. La carta astral dice «existencia feliz y no accidentada», como si con tener una vida no accidentada fuese suficiente para ser feliz. Quizá fuese así en aquel tiempo en el que el mundo era sólido y la vida era más sencilla; aquel tiempo en el que la vida consistía en tener hijos y pagar el piso; aquel tiempo en el que el éxito consistía en tener un apartamento en Torrevieja. Por eso, lo mejor que le podía pasar a uno entonces era tener una vida no accidentada. Para mí, sin embargo, decir eso de una vida es sinónimo de aburrimiento. Nuestros padres vinieron a este mundo a trabajar; nosotros a divertirnos. Es lo mejor que podemos hacer, pues ellos eran pobres, pero al menos tenían la certeza de que el futuro iba a ser mejor. Nosotros, en cambio, tenemos de todo, pero vemos el futuro negro y por eso quemamos cada noche como si fuera la última. Queremos una vida accidentada. Queremos adrenalina. Queremos no parecernos a nuestros padres, aunque en el fondo seamos idénticos a ellos. Lo puedo comprobar en las fotos que guarda mi madre. Las guarda junto con los dibujos que yo hacía en el colegio para el día de la madre. Junto con algunas de mis notas. «Lengua castellana: progresa adecuadamente; debe mejorar su escritura; necesita leer mucho». De ahí imagino que viene la obsesión de mi madre por comprarme libros. Quería que leyese como en las casas de los señores, es decir, en silencio, pero se olvidó de ponerme una luz junto a la cama.

En las casas de las familias que leen siempre hay una luz junto a la cama. Lo he comprobado en las casas de mis amigos de la universidad. En casa de mis padres, sin embargo, si estás leyendo en la cama, cuando te entra el sueño tienes que destaparte y levantarte a apagar la luz. Eso da tanta pereza que prefieres irte a la cama sin un libro. No sé por qué nunca se lo dije a mi madre, pero si se lo hubiera dicho, se las hubiese arreglado para instalarme una luz junto a la cama. Mi madre me obligaba a leer, ella que jamás ha leído un libro, y entonces yo, cuando me entraba el sueño, le gritaba desde la cama para que me apagase la luz. ¡Amaaaaaaaaaaaaaaaaaaa! Junto a mi cama no había luz, y quizá por eso leí menos de lo que habría debido, pero a cambio cada noche mi madre venía a cogerme el libro, a darme un beso y a apagarme la luz. A veces, incluso se arrodillaba junto a la cama y hablábamos un poco. Hace pocos meses, ya enferma, lo volvió a hacer. Se arrodilló junto a mi cama, me dio un beso, me miró a los ojos, y me dijo: «Se me están empezando a acabar».

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