Ama

Ama


IV

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IV

Trato de contener el dolor en este libro, pero no lo consigo. A menudo sale de él, me muerde, y eso me gusta. El dolor es tóxico, pero, al mismo tiempo, más adictivo que las drogas.

Yo ordeno el dolor en esta novela. Quiero ajustar la realidad a la medida de mis palabras, porque solo así podré descansar. ¿Cómo lo hará mi madre? ¿Cómo lo hará ahora que duerme junto a mí? Ella descansa, y yo escribo. Siento que estoy arando una finca, cultivando un huerto, regando unas plantas. Me ocupo así de evitar que desaparezca. Soy yo quien la sostiene en cada párrafo. Los músculos se me cansan, pero logro mantener el equilibrio. Ella no lo sabe, pero es así. El pintor dibuja su foto, y yo escribo este libro. Presentaré a mi madre a gente desconocida. A los que entren en mi casa y vean el cuadro en el salón, y a los que lean esta novela. Solo puedo hacerlo así. Se ha hecho demasiado tarde para intentarlo de otra manera.

Escribo mientras ella duerme. Recorro el pasado sin molestar a los fantasmas. Hago un travelling con mi memoria, y después vuelvo a la habitación. Desmonto acontecimientos, trato de verlos a través de un microscopio, y entonces los transformo en palabras. Hasta ahora la vida me venía manufacturada; ahora, sin embargo, solo adquiere sentido y llego a la verdad mediante el lenguaje; solo así la vida es tal y como debiera ser, y no de otra forma distinta.

Puedo escribir, por ejemplo, de mi primer piso en Madrid. Lo compartía con Gabi y con Ariel. Gabi era un profesor de gimnasia madrileño que se follaba a las mujeres que quería, y Ariel un comercial uruguayo que se follaba a las mujeres que podía. Yo no hacía ni una cosa ni la otra. Antes de llegar a Madrid apenas follaba. En Madrid todo el mundo folla mucho. Media ciudad se acuesta con la otra media. En las silenciosas noches de verano, cuando los vecinos abren sus ventanas para que corra el aire, por las estrechas calles de Lavapiés, o de Malasaña, se oyen los gemidos. Yo oía a mis compañeros de piso empotrando en medio de la noche, y me ponía a escuchar música por los auriculares. A Ariel le llamaban Ariel Danger, porque por las noches era un peligro. Ariel entraba en las discotecas sin respetar la cola, y saludaba a los porteros, aunque no los conociera de nada. Lo hacía con tanta naturalidad y simpatía que nadie le paraba los pies. Yo le seguía, y después, cuando la noche comenzaba su cuesta abajo, me iba a dormir. Ariel dormía en un colchón en el suelo, y encendía incienso y velas cuando traía una chica a casa. En más de una ocasión pensé en copiar su estilo, pero nunca lo hice. Gabi era más tradicional. Tenía una voz grave y el pelo rubio. Bebía mucho y bien. Era el mejor conversador de fútbol que he conocido. Hablaba de Michel y de Romario como quien habla de Homero y Platón. Gabi era un Valdano castizo. Gabi ligaba menos que Ariel, pero mejor. Sus chicas me gustaban más. Se parecían más a las de las películas, aunque en una ocasión a una de ellas le entraron ganas de mear en mitad de un polvo, y se orinó en la alfombra de su habitación. Ariel siempre lo contaba; de ese modo compensaba las risas que nos echábamos recordando lo feas que eran las chicas que él traía a casa.

Mientras viví en Madrid, trabajaba demasiado. Quizá doce horas al día. Salía del metro, me metía en el despacho, y cuando terminaba de trabajar ya era noche cerrada. Muchas noches me acerqué a Sol. Me emocionó el 15M. Por fin teníamos nuestra propia revolución. Durante unas semanas, Madrid fue la capital del mundo, y yo estaba allí. Pero no pude participar. Trabajaba demasiado. Trabajaba asesorando o defendiendo a esas multinacionales que eran objeto de crítica por parte de la gente de Sol. Vivía una existencia bipolar. A pesar de eso, me sentía privilegiado. Ganaba un salario digno, y tenía reconocimiento. Todo el mundo pensaba que las cosas me iban muy bien, y era tal su insistencia que, por momentos, me lo llegué a creer. Intervenía como abogado en pleitos importantes, viajaba en AVE y me invitaban a buenos restaurantes. Siempre le pedía a la misma secretaria del despacho que me reservara el hotel, porque sabía que me mandaría a uno de los buenos. Descubrí el placer de la soledad de los hoteles, yo que nunca me había hospedado en uno. Recuerdo el hotel Las Casas de la Judería, en Sevilla, y su hermoso patio andaluz. Me recuerdo leyendo de madrugada en aquel hotel. Me satisfacía aquella vida. Había cumplido con las expectativas, pero pronto me cansé de esa placidez. Sin embargo, no me atrevía a contradecir la opinión de los demás. Mi familia estaba feliz de que hubiese alcanzado el lugar que ellos habían soñado para mí, y yo, a pesar de ser el protagonista de esa historia del sueño americano, no era nadie para advertirles de su error. La equivocación consistía, en esencia, en creer que todo ese aparataje social era equiparable al éxito. No era el obrero de una fábrica de la Margen Izquierda, es cierto, pero la diferencia tampoco era tan abismal como parecía. También tenía un jefe, un horario, y hasta un uniforme, es decir, el traje y la corbata, sustitutos en la sociedad de servicios del mono azul de la era industrial. No tenía silicosis, pero tenía estrés. Tenía unas exiguas vacaciones, que esperaba tachando los días del calendario, y que se esfumaban en un abrir y cerrar de ojos. Trabajaba de sol a sol. Llegaba rendido a casa, me tiraba en el sofá, y de súbito me quedaba dormido. Los días, las semanas, los meses, se esfumaban con rapidez. Después la crisis económica se agravó y tuve que sentirme todavía más privilegiado. Los salarios se reducían, y el mío crecía. Los despidos aumentaban, pero yo cada vez me sentía más seguro en mi trabajo. Lo hacía bien. Mis compañeros lo reconocían. Hasta yo mismo me sentía satisfecho de vez en cuando. Siempre salía del despacho cuando ya había anochecido, en ocasiones de madrugada, y era entonces cuando llamaba a casa de mis padres. Caminaba por el paseo del Prado, ya vacío, y en ese trayecto hablaba con mi madre. Ella le restaba importancia a todo. Me protegía. No me juzgaba. Si le hubiese dicho que era infeliz, no me habría reprochado nada. Me habría escuchado, habría tratado de comprender los motivos y, finalmente, habría respaldado la decisión que tomase. Pero nunca le dije nada. Creía que las cosas estaban bien así: yo cumplía con lo que tenía que hacer, y ella se sentía orgullosa. Ahora, sin embargo, he entendido que el orgullo no es suficiente. No es que sea un valor absolutamente inútil, pero es poca cosa. A cambio de ese orgullo, entregué demasiado tiempo. A veces, por unos instantes, envidio a algunos hijos, quizá no muy espabilados y tal vez sobreprotegidos, que, sin embargo, están cerca de sus padres. Yo soy inteligente, libre e independiente, pero no estoy seguro de haber cumplido con mis obligaciones como hijo. Que mi madre esté orgullosa, en cierto modo, me hiere. Quizá no conozca el coste de su orgullo. Quizá no sepa que lo hemos pagado con nuestro tiempo. Ese tiempo que ahora desaparece y transforma esos ocho años en un relato breve y fragmentario. Conversaciones telefónicas de vuelta del trabajo. Idas y venidas. Apenas unos días en Semana Santa y Navidad. Un fin de semana al mes, a veces menos, en el que nos sentábamos en la mesa de la cocina y nos poníamos al día de todo. Días en los que iba a la mercería del barrio a comprarme calcetines. Calcetines negros cuyas gomas dejan esas marcas en la pierna que antes de llevar traje no tenía.

Recuerdo cómo ella se esmeraba en cocinar para mí cuando estaba de visita. Siempre adoró cocinar. Decía que su sueño era tener un restaurante. En aquella época, si hacías algo de dinero, montabas un restaurante y te iba bien. Hoy no hay esas certezas. La ciudad es un lugar hostil en el que se hace difícil sobrevivir. Antes era suficiente con tener un restaurante con manteles de papel y vasos de Duralex. Una casa de comidas. Qué felices hubiéramos sido todos en aquel restaurante. Recibiendo a los amigos, eligiendo los menús, o negociando con los proveedores. Yo no habría sido abogado de un buen bufete de Madrid, pero habría sido un buen hijo. Ahora, cuando sueño con mi madre, lo hago así. La veo con su delantal recorriendo las mesas del restaurante que nunca tuvo, preguntando a los clientes si la comida estaba buena y sonriendo ante los halagos de los comensales. Sueño con la vida que no tuvo, pero también, en ocasiones, la veo preparando la comida en casa. Inclinada sobre el fogón, probando el guiso con la cuchara de madera, removiendo la cazuela, tapándola, poniéndose las gafas para leer la receta, concentrada, sobresaltándose cuando le doy un susto por la espalda, y después sonriendo. La veo así. La veo pelando patatas, cortando pimientos, batiendo huevos. La veo fregando los utensilios de cocina, ella que siempre decía que a un buen cocinero se le distingue de uno malo por el orden y la limpieza de su lugar de trabajo. La oigo diciendo eso: que hay que tener todo limpio. Oigo el ruido de los armarios, de los platos, vasos, tenedores y cuchillos. Huelo su comida. Caldo gallego, bacalao al pil pil, marmitako, patatas a la riojana. Todo eso es posible en los sueños. Espero que al menos esté siempre en ellos. Espero no olvidar sus gestos, su forma de hablar, los rasgos de su cara. Sin embargo, sé que sucederá. Los muertos solo están vivos, bellos y vitales, tal y como los conocimos, durante un tiempo. Pronto se esfuman. ¿Cuándo será? ¿Quizá dentro de cinco años? Puede que menos. Después desaparecen. Los muertos tienen una belleza efímera. Desaparecen como esas momias a las que un golpe de viento las convierte en polvo.

Mi madre había ganado muchos kilos. Ya enferma, nadie le decía nada cuando comía demasiado. Todos le concedían ese último placer. Sin embargo, ya no era ella. Ya oronda, y aunque disfrutaba de la comida, apenas comía en los restaurantes. Era una extraña coquetería. Pretendía que su gordura pareciese algo hormonal. Tenía mucha vergüenza y dignidad. Al verse en los espejos decía que aquella no podía ser ella. Había engordado en los últimos tiempos, caminaba torpemente, pero en la cocina se movía como una bailarina. La veo organizar todo, quitarnos del medio a los que la molestábamos, y servir la comida con unos movimientos que parecían ensayados. Le pedíamos que se sentase, tratábamos de ayudarla, pero ella seguía a lo suyo. Exhausta, cuando casi habíamos terminado, entonces se sentaba a la mesa, y antes de probar un bocado permanecía unos segundos en silencio esperando los elogios. Está buenísimo, decía alguien, y el resto, con la boca llena, asentía. Entonces ella sonreía, se llevaba el tenedor a la boca, saboreaba la comida, ponía mala cara, decía con falsa modestia que le faltaba sal, o algo así, y concluía: «Ya decía Lola que a los hombres se les gana por el estómago».

Lola vendía productos de Avon. Mi madre nunca se ponía esas cremas, pero era su amiga y se las compraba por compromiso. Las dos se sentaban en el sofá del salón y se pasaban la tarde charlando. Lola visitaba casi todas las casas de mi calle, conocía todos los entresijos familiares de cada una de ellas y, sin embargo, nunca revelaba ninguna intimidad. A lo sumo, cuando una vecina decía algo acertado o, quién sabe, desacertado, ella esbozaba una medida sonrisa. Era su forma de mostrar que los secretos de su confidente podían estar a salvo.

Las visitas de Lola debieron de tener lugar durante los años ochenta, es decir, en pleno proceso de secularización de la sociedad española. Mis padres no se mantuvieron al margen de ese proceso. Aun así, me bautizaron y después hice la primera comunión. Mi madre quería que me apuntase al coro de la iglesia, y yo le dije que sí, que lo haría, si me compraba una guitarra que había visto en una tienda de instrumentos. La engañé porque no tenía ninguna intención de juntarme con todos esos meapilas, y todavía hoy me siento vil por semejante estafa. Apenas volvimos a la iglesia. Tan solo a los actos sociales: bodas, bautizos y funerales. No sabría precisar cuándo, pero en un momento indeterminado mis padres dejaron de ir a la iglesia, y mi madre sustituyó al sacerdote por Lola. Ya no se confesó más en la parroquia. Lo hacía en salón de nuestra casa mientras hojeaba los catálogos de Avon.

Hacía años que no veía a Lola, pero hoy ha venido al hospital. A mi madre le ha costado levantarse de la cama. Se ha sentado en el sillón y le ha enseñado a su amiga cómo se reclina con solo pulsar un botón. Desde el pasillo las he visto a ambas jugar con el mando a distancia de la butaca, elevando el reposapiés y el cabecero de la silla. Después, como cuando era niño, he puesto la oreja para escuchar su conversación. Hablan de una vecina a la que ETA le mató al marido, un guardia civil; de que el hijo de otra vecina que se pasaba el día en el bar les chivó a los terroristas datos acerca de las costumbres de su objetivo; de que después de aquello, esa mujer se marchó a vivir a Madrid y no se ha vuelto a saber de ella; de que mi madre salió antes del trabajo para ver a Felipe González en el funeral, pero finalmente este no vino, y solo pudo dar la mano al ministro Barrionuevo. De todo eso hablan mientras cae la tarde en el hospital.

Lola ya no vende cremas de Avon, pero sigue guardando los secretos del vecindario. Su deber de confidencialidad nunca prescribe. Ya no va por las casas vendiendo cremas, pintalabios y rímel. Enviudó y se casó un hombre rico de la Margen Derecha. Volvió a enviudar, y ahora vive en una casa junto a la playa. Bronceada, perfumada, maquillada con productos que no creo que sean de Avon, se pasea de cuando en cuando por el barrio. Se detiene en cada esquina a charlar. Visita a sus antiguas clientas, ahora ancianas y enfermas, ella que es inmortal. La veo conducir un Mercedes enorme que heredó de su marido. Diminuta tras el volante, circula por la calle saludando a los vecinos con el claxon como una Grace Kelly de barrio. Ay, Lola, cuánto te vamos a echar de menos. Si todavía vendieses algo, lo que fuera, te lo compraría solo para que vinieses a mi casa a escucharme mientras te cuento esta historia que tú conoces mejor que nadie.

Dejo a Lola con mi madre y aprovecho para hacer unas compras. La noto muy cansada. Apenas habla. A su amiga le ha dado por hablar de Kim Jong Un, «ese chino está loco», pero mi madre cierra los ojos y no responde. Está empeorando. Los médicos me lo dicen, y yo lo veo. La enfermedad se toma su tiempo, pero va ganando terreno. En contra de lo que creía, salvo en alguna excepción, se muere lentamente, de forma a veces imperceptible, como si un demiurgo nos concediese tiempo para despedirnos. A mi madre se lo concede, pero también le avisa de que esto se acaba. Le envía señales de dolor y debilidad. Solo son señales. No hace falta ser médico para verlas; para apreciar cómo se apaga. Estos médicos, en realidad, son más chamanes que doctores. Posan sus manos en el rostro de mi madre y así calman su dolor. Siglos de avances científicos, pero, en lo que se refiere al enfrentamiento con la muerte, seguimos en las cavernas. Quizá deba ser así. Quizá ese desconocimiento nos hace humanos.

Como hasta ahora he estado a caballo entre Barcelona y Bilbao, apenas tengo ropa en casa de mis padres. Vete tranquilo, nene, me dice Lola, que habla así, con acento vasco, y coletillas siempre cariñosas. Me acerco al centro comercial en coche, y compro camisas, pantalones y una americana. No es ropa cómoda. No la compraría si no supiese que mi madre se va a morir. Sé que va a suceder, y por eso quiero que me vea bien vestido. Ella siempre sufría cuando me veía desaliñado. «Como te vean, así te tratarán». Compro la ropa, descanso un rato en casa, y después vuelvo al hospital a pasar la noche con ella. Cuando llego, mi madre sigue dormida. Oigo el borboteo del oxígeno y el viento moviendo los árboles. Nada más. Cuando vivía en casa de mis padres, ellos, a pesar de haber estado todo el día juntos, seguían hablando en la cama. Yo quería dormir, o concentrarme en un libro que estaba leyendo, y les decía que se callasen, que ya habían tenido todo el día para hablar, pero nunca me hacían caso. Ahora, en el silencio de la noche, daría lo que fuera por poder oírlos como entonces. Sin embargo, en este hospital todo es silencio.

De madrugada, veo a un anciano que llega apresurado al hospital del brazo de su hijo. Imagino que le habrán avisado de que su mujer está peor y quiere despedirse. Le oigo llorar en el pasillo, pero no salgo. Quizá sea el sollozo del hombre lo que despierta a mi madre. Abre los ojos de súbito. Parece desorientada, pero pronto se ubica. Advierto que está más viva que nunca. Está lúcida y llena de energía. Me mira, sonríe muchísimo, y me dice: «Parece que nos hayamos caído de una nube». Y yo le contesto que sí, que es exactamente eso lo que ha sucedido, y después me río con ella. Me pide que la acompañe al servicio. Le digo que no está en condiciones de ir, pero insiste, y obedezco. No se le puede llevar la contraria. Tiene razón: con mi ayuda llega perfectamente al servicio. Hace pis, se acuesta, y me dice que se encuentra estupendamente. No quiere dormir y se pone a hablar. Habla de Galicia. Nunca habla de Galicia. Es demasiado fuerte para sentir nostalgia, pero yo sé que la siente. Encubre la nostalgia con una especie de falso desdén. Yo, sin embargo, sé que siente nostalgia porque ve a escondidas la Televisión Gallega, o, en los últimos tiempos, porque busca en el iPad vídeos, datos y fotos de su pueblo. Sé que siente nostalgia también porque cuando lee una palabra en gallego, ella que no sabe leer ni escribir en gallego, solo hablar, la repite varias veces hasta que la entiende, y después sonríe, y dice «La madre que los parió», o algo así, refiriéndose a los jóvenes gallegos de ahora, que manejan una gramática y una ortografía que ella desconoce. A mi madre le admira ese conocimiento. También sé que siente nostalgia porque me pide que le guíe por Google Maps, y me dice párate ahí, sigue, o retrocede, y yo, con el ratón en la mano, la conduzco por todas esas modernas carreteras que ella nunca pisó porque hace años que no vuelve a su pueblo. Es así como en los últimos tiempos viajamos desde el salón, o desde el hospital, hasta que se le cansa la vista, y dice: «Ya está, es suficiente». Abrimos el mapa, lo cerramos, y ella se da cuenta así de que esos pueblos que antes estaban tan lejos, en realidad eran vecinos.

Nunca conduje para ella por esas carreteras. Lo hicimos desde el salón de casa con el Google Maps, pero, en cualquier caso, lo hicimos. Lo hicimos y ella al fin lo supo. Al fin supo que el mundo era muy pequeño. Es como caerse de una nube.

Nos dan las tres de la madrugada hablando. Parece no estar cansada. Estoy sentado a apenas unos palmos de su cama y charlamos durante horas. No nos queda futuro, y por eso hablamos del pasado. Hablamos de aquella vez que me compré unos vaqueros rotos y descosidos, y al volver de fiesta mi padre pensó que me habían dado una paliza; de aquella ocasión en la que un profesor de literatura me acusó de copiar un relato injustamente, pues lo había escrito yo; de un examen de religión en el que saqué un diez, pero en el que el profesor escribió: «Pero te pasas de ateo».

Hablamos también de cuando metí la cabeza en el cubo de una fregona del súper, y los empleados y mi madre tuvieron que acabar rompiéndolo, porque mi cabeza no salía, y yo lloraba mucho. Hablamos de aquella otra vez que la acompañé a comprar a la tienda de congelados, ella me dio una bolsa de guisantes, y yo, despistado, cantando y haciendo el tonto por el pasillo, acabé por romper la bolsa, y los guisantes se esparcieron por toda la tienda. Hablamos también de la ocasión en que le pregunté a la farmacéutica qué era un preservativo, y ella me dijo que un plástico para ponerse en el pito y así no tener hijos, y yo le respondí que menudo coñazo llevar eso puesto allí durante todo el día. Hablamos del disfraz de Rambo, del de Batman y de aquel otro de Benji. Hablamos de cuando mi padre trajo la bici azul al pueblo, y yo me eché a llorar de la alegría. Hablamos de que ya han dejado de hacer el PC Fútbol; de la vez que un compañero del colegio contrajo meningitis, y nos dieron unas pastillas que nos hacían mear azul; del olor de las revistas de fútbol en los quioscos; de cuando mataron a Miguel Ángel Blanco; de cuando íbamos a Lezama a ver los entrenamientos del Athletic; de Julen Guerrero, Etxeberria y Alkiza; de que se me arrugaban los dedos de tanto estar en la bañera; de que una vez vi la polla de mis primos, que eran mayores, y yo me estiraba la mía para tenerla igual de grande; de cuando nos pasábamos la tarde jugando al Monopoly; de los amigos del pueblo: Alain, Alex, Asier, Iago, Javi, Daniel, Alba, Vanessa, Diana, David, Erik, Óscar, Janire; de que ahora tenemos un grupo de Whatsapp; de las carreras de bicis hasta el canal; de cuando nos tirábamos a la piscina en el pasacalles; de las historias de fantasmas que nos contaban los mayores; de las partidas de chapas; de cuando recogíamos botellines de la Vuelta; de que los coches se paraban junto a la huerta que entonces tenían mis padres y mis abuelos; de que algunos guiris se detenían junto a ella, preguntaban en inglés por el camping, y entonces me mandaban a mí a indicarles el camino; de que los abuelos se quedaban en el pueblo en verano, pero después no querían irse; de que mis padres volvían a trabajar a Bilbao, y cuando los fines de semana regresaban, ellos siempre contestaban: «Nos quedamos una semana más»; de que esas semanas eran meses; de que estaban allí hasta que llegaba el frío de invierno.

Hablamos de lo bien que cocinaba mi madre cuando llegaban las fiestas del pueblo y cada vecino ponía una mesa para invitar al resto de vecinos y a los visitantes; de que cocinaba para que la quisieran más, igual que yo escribo también para que me quieran más; de que el abuelo siempre ponía los codos sobre sus rodillas, y yo, a veces, me descubro haciendo lo mismo; de cuando, en verano, en la terraza de la casa del pueblo, mi madre me bañaba tirándome baldes de agua encima, y yo gritaba, pero en el fondo me gustaba. Hablamos de cuando ella trabajaba en las casas de los señores de la Margen Derecha; de que también limpiaba por horas una academia de mecanografía, pero que el jefe no le pagaba lo que tenía que pagarle, y entonces fue a ver a un abogado, y este le dijo que le demandara, pero cuando iba a llegar el juicio, el abogado le dijo que a lo mejor no podía ir, pero que ella era muy lista y se defendería sola perfectamente, y mi madre le respondió que sí; entonces el abogado le explicó que lo único que tenía que hacer era pedir unas cifras que le escribió en un papel, y asegurarse de que al firmar el acuerdo en este figurasen los importes anotados, y que no hubiera debajo del papel de calco otro diferente para engañarla. Hablamos de que así lo hizo, y no hubo ningún problema. Hablamos de que después de trabajar en aquella academia, la contrataron de cocinera unos señores ricos de la Margen Derecha. Estos señores apenas trabajaban, porque casi todas las noches salían de fiesta, y desde el centro de Bilbao, a las dos o a las tres de la madrugada, llamaban por teléfono a las chicas del servicio para que tuviesen preparado el whisky y el hielo, pero cuando los señores llegaban, y se encontraban con las chicas, que les esperaban vestidas con delantal y cofia, les hacían volverse a la cama. Intrigada, una noche mi madre hizo como que se acostaba, pero se escondió entre los setos que rodeaban la casa. Allí pudo ver, a través de la enorme cristalera, a los señores y a otras parejas desnudos. Según me cuenta mi madre, tenían sexo de todo tipo y entre todos. Mi madre, que entonces aún era virgen, se quedó petrificada, y volvió a su habitación como si hubiera visto al diablo. De eso hablamos, y mi madre pronuncia la palabra «orgía»: «Porque eso es una orgía, ¿no?». Hablamos de las entradas que nos daba un vecino para ir al cine; de que el cine ya no existe; de que tampoco existen el local de recreativos, ni la librería, ni el horno más alto de los Altos Hornos. Hablamos de que el horno lo desmontaron y se lo llevaron a no sé qué ciudad de la India. Hablamos de que aquel horno se llamaba María Ángeles; de que lo apagaron el mismo año que el Sestao bajó a Segunda B; de que los obreros, antes de que el horno se apagara, cocieron en él distintos objetos de metal como recuerdo. Me cuenta eso, y yo le contesto que precisamente en el libro de Kirmen Uribe que estoy leyendo hay un poema que habla de algo parecido, y entonces cojo el libro y se lo leo:

TE QUIERO, NO

Aunque trabajó durante cuarenta años

en los Altos Hornos,

en su interior había todavía un labrador.

En octubre, asaba pimientos rojos

con su soldador

en el balcón de su casa de barrio.

Su voz era capaz de hacer callar

a cualquiera.

Solo su hija se atrevía con él.

Él nunca decía te quiero.

El tabaco y el polvo de acero quemaron

sus cuerdas vocales.

Dos amapolas a punto de caer.

Cuando se jubiló, su hija se casó a otra ciudad.

Él le hizo un regalo.

No era rubíes, ni siquiera seda roja.

Había ido sacando piezas de la fábrica.

Poco a poco, sus manos

soldaron una cama de acero.

Él nunca decía te quiero.

Termino el poema, pero mi madre no dice nada. Entonces le hablo de un documental que vi acerca del cierre de los Altos Hornos. El reportero le preguntaba a un hombre qué recuerdos tenía de la fábrica, y este contestaba: «¿Recuerdos? Pues venir a trabajar, y ganar un sueldo».

—Eso sí que está bien dicho —contesta mi madre, y después se queda dormida.

Trabajaban, ganaban un sueldo, pagaban el piso, los gastos de la casa, y el resto lo ahorraban. A veces, sin embargo, iban al mercadillo que lo gitanos montaban en el barrio para darse un capricho. Ellas no iban al Zara, o al Primark, porque entonces no existían. Iban al mercadillo, porque era el único lugar donde podían gastar sin cargo de conciencia. Los gitanos llenaban los armarios de nuestras casas. Volvían de allí con las bolsas cargadas de calcetines, blusas, perchas, pinzas, o cintas para el casete del coche. Cintas de la Pantoja, de Julio Iglesias o de Juan Pardo. Iban los sábados por la mañana, y siempre traían algún regalo para nosotros. Traían, por ejemplo, camisetas de imitación; esas camisetas que tenían los logos de las marcas mal pegados en su tejido. Ellas, que no sabían de marcas, no se fijaban en que, en ocasiones, el nombre de la marca era erróneo: Adihas, Naik, Billabom. Nosotros nos negábamos a vestir esas prendas, y eran nuestros padres los que acababan poniéndoselas para andar por casa, o trabajar en la huerta. Otras veces, la imitación era razonablemente buena, y aceptábamos llevarlas al colegio. Aunque el logo estaba mal cosido, daba el pego, y así los más pudientes de la clase rara vez se daban cuenta de que nuestra ropa no era original como la suya.

Una vez convencí a mi madre para ir a una tienda de ropa de surf que estaba en el centro de la ciudad. Salimos ambos tan asombrados del precio que tenían las cosas que aquella ropa me duró años. Todavía hoy, unos quince años después, conservo como un tesoro aquellas playeras de Quicksilver que compramos. Unas playeras marrones, de ante, con la suela blanca y los cordones negros. Mi madre no me dejaba ponerlas excepto en ocasiones especiales. Así era ella. Guardaba las cosas buenas esperando momentos que nunca llegaban. Lo hacía también con su ropa. Tenía bolsos, sombreros y blusas que nunca estrenaba, esperando no sé qué oportunidad. A mí me parecía mal, pero ahora pienso que en el fondo esa actitud era optimista, ya que mi madre estaba convencida de que le sucedería algo bueno. Algo digno de llevar ropa de estreno. No estrenaba las blusas de marca porque pensaba que algo extraordinario nos iba a suceder, y cuando llegase ese momento, debería tener algo que ponerse a la altura del acontecimiento. Las cosas buenas, imagino que pensaba mi madre, suceden así, de repente, como a quien le toca el gordo de Navidad, o le cae una herencia de un tío desconocido, y entonces hay que tener un plan por si acaso. Las cosas verdaderamente buenas debían de suceder de esa forma, porque lo otro, lo que se gana con el esfuerzo diario, es otra cosa. Eso nunca te pilla desprevenido. Al contrario, lo que te pilla desprevenido es la enfermedad o la muerte mientras llega el fruto del esfuerzo.

Sin embargo, nada de eso sucedió. Mi madre siguió yendo a los gitanos, y olvidó toda esa ropa en su armario. Dejó las blusas sin estrenar en su cómoda el día que ingresó en la unidad de cuidados paliativos. Dejó sin estrenar el bolso de Loewe que le regalé. Lo dejó guardado en la misma bolsa de gamuza que me entregaron cuando se lo compré. Dejó también sin estrenar los sombreros que le fui comprando a lo largo de los años en una sombrerería cercana a la plaza Urquinaona. Dejó sin estrenar las gafas de sol que se compró en la última visita que me hizo. Todo eso quedó en su armario el día que la ingresamos en la unidad de cuidados paliativos.

Pediré a alguna amiga de mi madre que, cuando llegue el momento, recoja todas esas cosas que ella no estrenó y después las reparta. Le pediré que lo haga, y pensaré que, en realidad, mi madre no guardó toda esa ropa para usarla en algún momento, sino que en el fondo, quería regalársela a alguien. Pensaré que mi madre no se atrevía a hacerlo, y que decidió actuar así, a su manera, con discreción, es decir, dejando todas esas cosas en el armario para que los demás las recojan. Lo sé: no ha sido así, y me duele pensar en todas las cosas que mi madre no ha hecho, pero en esta novela las cosas serán tal y como tienen que ser, y no tal y como son. Será mejor así. No sé si encajará en el canon de la autoficción, pero al menos aquí haré lo que me dé la gana.

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