Ama

Ama


V

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V

Este libro será tu voz cuando la tuya se apague. Ese cuadro será tu rostro cuando desaparezcas.

Pero antes prefiero la vida, ese pequeño trozo de vida, que entre nosotros está. La vida que, por acabarse, no deja de ser vida. La vida escasa que ocupa esta habitación de hospital.

Contemplo, ama, tu cuerpo lleno de cicatrices, hinchado, pálido y débil. Tus labios agrietados, las raíces canosas de tu pelo, tu lengua seca y cuarteada. Contemplo tu mirada, que se posa en la ventana, tus manos deformadas, tu respiración lenta y asfixiada. Oigo el silbido de tus pulmones, el ruido del colchón cuando te mueves, tu voz frágil y menuda. Tu voz se ha hecho pequeña, ama. Tu voz, que tan rotunda sonaba en la cocina. Tú también te has hecho pequeña, y yo me he hecho grande. Te has vaciado. Ya no queda nada dentro de ti. Como un depósito que se vacía de afecto, y del que yo quiero exprimir las últimas gotas. Así de egoísta soy. Tú pequeña, y yo grande, henchido de un amor que nunca doy. El amor no se acumula. Si se acumula no es amor. Es tan solo aire. Tengo el cuerpo saturado de viento, de brisa, de nada. Estoy vacío. Soy un avaro. Acumulo afecto, no lo dejo fluir, y por eso desaparece. El amor caduca, y después se convierte en aire. Ya lo decías, ama, que quererse es lo más importante y, sin embargo, yo no sé querer. El amor viene desde fuera, pero solo entra si, al mismo tiempo, está saliendo. Es una paradoja cómo surge: nace cuando muere, y emerge cuando nos despojamos de él. Solo existe en movimiento, y yo, sin embargo, creía que se almacenaba. Creía que lo llevaba dentro de mí, pero me he dado cuenta de que es mentira. El amor solo nace al abrirse la puerta que lo deja salir. Como una corriente eléctrica en un circuito cerrado. Como los juegos de agua en una fuente. Como el calor que nace de una hoguera. Era mentira. El amor no se acumula. Es una de esas cosas que solo existen cuando se mueven. Y aquí, ama, en esta noche de otoño, estamos demasiado quietos. Creo que sabes lo que estoy pensando, y por eso coges mi mano y mueves tus dedos. Ya no puedes hacer nada más que coger mi mano y mover los dedos. Tú en tu cama y yo en el sillón contemplándote. Esperando que todo caduque, muriendo los dos, olvidando las palabras y el lenguaje. Tú tan vacía y yo tan lleno de nada.

Cuando todo se queda a oscuras, te vienen a ver las fruteras, las charcuteras, las mujeres que vendían productos de limpieza por las casas. Primero abren la puerta lentamente, y después asoman la cabeza para comprobar que no se equivocan de habitación. Y me miran, ama, como a un desconocido. Me conocían de niño, pero ahora ya no saben quién soy. ¿Lo sabes tú? Tú sí lo sabes, pero ellas no. Llevo demasiados años fuera del barrio, y se han olvidado de mí. Hacen el amago de irse, pero vuelven a mirar el número de habitación, confirman que no se han equivocado y entonces se deciden a entrar. Tú las harías pasar, ama, y después les dirías que no he cambiado tanto, que apenas fue ayer cuando corría con un balón por el parque. Pero sería mentira, ama. Aunque han pasado los años demasiado deprisa, no es necesario que me defiendas. Asumo mi condición de extraño, agradezco la visita, y os dejo un momento a solas mientras voy por un café.

Así es cómo van desfilando todas ellas, despidiéndose una por una, tocándote las manos por última vez. Yo a veces las miro, y después me quedo unos minutos hablando con esas mujeres en el pasillo, o acompañándolas hasta la boca del metro. Ojalá nos vieses, ama, recorrer este pequeño trayecto juntos. Ojalá nos escuchases hablar de ti, tú que tanto has hablado de mí, que tan orgullosa estabas de tu hijo, el extraño, el forastero, el que nunca está en casa. Pero no puedes oírnos desde tu habitación. Ni tan siquiera puedes vernos desde la ventana. Solo ves el jardín, ama, que ahora desprende ese olor a tierra mojada que emanaba del suelo cuando en el pueblo caía una tormenta. ¿Lo recuerdas? Claro que lo recuerdas. Y, así, ama, evocando ese olor, camino hacia la salida del hospital con ellas, y allí, antes de despedirse, me recuerdan sus números de teléfono, y me dicen que las avise cuando llegue el momento. Porque verás, ama, ellas, como tú, saben cómo se muere. Habéis acompañado a otros en la muerte, y sabéis lo que hay que hacer. Estas mujeres traen consigo una sabiduría antigua que yo desconozco. No vienen a consolarme, ni a darme consejos, sino que vienen a hacer un trabajo. Ellas son así. Vienen a quitarme un peso de encima, a cumplir con una misión que alguien dejó escrito en algún lugar. Claro que sé lo que me están diciendo al darme su teléfono, o al recordarme su dirección. Me están diciendo que ellas acabarán con todo; que ellas se ocuparán de guiarme por la secreta tradición de la muerte. Al conocer la agonía, se han puesto en funcionamiento. Me instruyen, me hablan de sus experiencias personales, me relatan la muerte de sus familiares más directos. Me dice una de ellas que su marido, aunque llevaba meses sin hablar, ni comunicarse por ningún medio, estando postrado en la cama, lloró en ese último momento. Pero yo sé que tú no lo harás, ama. No se lo digo a esa amiga tuya, pero yo sé que no lo harás. Ya lloraste hace meses, cuando un día entré en tu habitación sin avisar. Imagino que el médico te habría anunciado algo, y entonces lloraste, aunque no me dijiste el motivo para no preocuparme. Yo lo supuse después. Ya lloraste, y no volverás a hacerlo. Ya te despediste entonces de ti misma, ama, ya dijiste adiós a la vida en aquel momento, tú que siempre te pones en el peor de los escenarios. Ya te viste muerta aquel día, y el resto del tiempo ha sido solo una prórroga; una historia que dabas por descontada. No me dijiste nada entonces, ama, pero sabía que algo grave estaba pasando. Como yo, lloras a solas, pero lloras. Nadie lo sabe, pero lloras. Quise saber qué te pasaba, pero no me dijiste nada. Lloraste entonces todas las lágrimas que tenías que llorar, y después te dejaste llevar. No querías molestar. Querías irte de la vida sin hacer ruido. Querías huir del mundo de puntillas. Querías marcharte por una puerta secreta que nadie conociese. Y creo que te quisiste ir, ama, porque creíste que ya no tenías nada que hacer; porque creías que nadie te necesitaba. Toda tu vida has sido útil, y creíste que ya no lo eras. Ya somos todos mayores. Ya nadie te pide favores a ti, ama, que cargabas a tu espalda todo el peso del mundo. Nadie necesita ya tus consejos, o tus recetas. Nadie necesita que te quedes con los niños, o que le acompañes al hospital. Ya no sabes cómo ser útil. Te has salido de este mundo. Recoges tu maleta, y te bajas en la estación. Pero es falso, ama, no es cierto que nadie te necesite. Yo te necesito. Y te necesita toda la gente que vendrá detrás. No tengo hijos, es cierto, pero quiero que sepas que te hubieran adorado. No les conocerás, ama. No lo harás, porque te estás yendo. ¿Para quién tejías esa ropa de punto? ¿Qué haremos con esas prendas de bebé que dejaste en casa? ¿Para quién son? Dímelo, ama, dímelo aunque ya apenas puedas hablar. No, no lo harás. Les preguntaré entonces a las mujeres que vienen a verte. Les pediré que me ayuden como seguro que tú lo hiciste con otros antes.

Pero cuando todo sucede no hay nadie, ama. Ni tan siquiera estás tú. Quisiera llamarte, pero ya no estás. Quisiera gritar, pero no puedo. Tú que siempre has acudido cuando te he llamado, esta vez no me haces caso. No sé dónde estás, ama. En algún lugar dentro de tu cuerpo. Un lugar del que no puedes salir y del que yo no te puedo sacar. Ojalá pudiese forzar los barrotes de hierro que te aprisionan. Ojalá pudiese, porque sé que tú no quieres estar ahí dentro. Lo sé porque cuando me acerco a hablarte al oído, a decirte que te quiero, mueves una ceja, o el labio, como deseando decirme algo que no consigues pronunciar. Habladle, habladle, repiten los médicos, aún puede oíros. Lo dicen como si te estuvieses alejando, y así, poco a poco, fueses dejando de oír nuestras voces. Como si hubieras zarpado en un barco. Como si yo te despidiese desde la ventana como tú hacías conmigo. Pero ¿adónde vas, ama? ¿Adónde vas? Respóndeme. Habladle, habladle, dicen los médicos, como si nos quedaran cosas por decir.

Cuando esta mañana he regresado después de darme una ducha en casa, ya estabas en ese lugar del que no se puede salir, ama. Ayer hablamos tanto, te encontrabas tan bien, te habías caído de una nube, ¿recuerdas? Y hoy, sin embargo, estabas irreconocible. Nadie lograba calmarte. Gritabas de dolor, y de desesperación. Querías que nos fuésemos de la habitación, que te dejásemos sola, y después pedías que volviésemos. Querías ir al baño, beber, acostarte, pasear, salir del hospital, que te cerrasen las persianas, que las abrieran, que te quitasen la almohada, que te pusiesen una más grande, comer, no comer, un calmante, que te cortasen las piernas. No sabías lo que querías, ama, tú que siempre has tenido las ideas tan claras. Y yo no sabía cómo tratarte. ¿Hacerte caso? Intentaba hacerte caso, pero las enfermeras me decían que te dejase tranquila. La doctora: que todo era normal; que era la fase final de la enfermedad para algunas personas; el momento en el que se extiende a la cabeza y comienzan los delirios. No sabías quién eras, ama, no sabías qué hacías aquí, quiénes éramos los que te rodeábamos, qué te estaban haciendo todos esos médicos a tu alrededor. Creías que te estábamos engañando. Yo no te haría eso, ¿cómo lo iba a hacer? Pero tú no me creías. No voy a escribir aquí lo que me decías. No lo haré, porque sé que no eras tú quien me lo decía. No te mereces eso, tú que siempre has tenido tanto cuidado con las palabras. Las palabras están para decir la verdad, y aquello no era verdad. Las palabras, una junto a otra, me calman, ama, y no quiero que deje de ser así. Entraron las enfermeras y te pusieron un calmante, pero nada te hizo efecto. Y después otro. Y otro. Y otro más. Pero no te hacía nada. Seguías gritando. Pedías socorro. ¿Era el dolor? Ojalá fuese el dolor físico, y no el dolor de sentir que te vas. Ojalá fuese solo tu cuerpo. Ojalá no hayas pensado en lo que te estaba sucediendo. Quizá el dios en el que crees te haya enviado estos delirios para protegerte de todo lo demás. Puede que haya sido así, ama, puede que por fin haya aparecido tu dios para protegerte.

Los sedantes no te hacían nada, y las enfermeras trajeron una medicación más fuerte. La trajeron envuelta en una bolsa de plástico. Era una dosis enorme. Lograron convencerte para que permitieras que te la inyectaran en la vía, y después dejaron la bolsa junto a la cama. Si la hubiesen dejado junto con el resto de medicamentos, te la hubieses arrancado, ama, tienes que entenderlo; lo hacían por tu bien. Dejaron la medicación sobre la cama, entre las sábanas, y me pidieron que me sentara junto a ti y procurara que no la arrojases al suelo. La escondieron de esa manera, y yo puse la mano encima para que tú no la tocases. Mi sillón estaba al otro lado de la cama, pero no me di cuenta a tiempo. No quise molestarte más, ni llamar a las enfermeras, así que me quedé de pie ocupándome de que no advirtieses el bulto que había entre las sábanas, y en el que se ocultaba el sedante. Me mirabas a los ojos y no decías nada. No eran tus ojos, ama. Te los habían cambiado. Por eso dejé de mirarte. Tengo que confesarte que dejé de mirarte. Tus ojos marrones me miraban fijamente, pero yo preferí mirar hacia a la ventana. Te pido perdón. No lloré, ama. ¿Qué habría sucedido si hubiese llorado? ¿Habrías salido del lugar en el que te encontrabas? No lo creo. Era demasiado tarde. Ya te habías ido para siempre. No podías salir. Estabas demasiado lejos para que yo pudiera ir a buscarte. Y yo no podía sacarte, ama, te juro que no podía. Tú me hubieses sacado a mí, pero yo no podía hacerlo contigo. Siempre fui débil. Solo fui capaz de poner la mano encima de la bolsa que contenía el sedante. Me quedé de pie durante un tiempo, pero después las piernas se me cansaron, y como tú te habías tranquilizado, yo me senté en el suelo. Y te dormiste, ama, tardaste mucho en dormirte, pero finalmente lo hiciste. Tus párpados se fueron cayendo. Los abrías de vez en cuando, y me mirabas como a un desconocido. ¿Eso es lo que soy también para ti? No, ama, no me digas eso. Para los demás, sí, pero no para ti. Abrías los ojos de vez en cuando, pero poco después dejaste de hacerlo. Te dormiste por fin, ama. Fuiste respirando cada vez más lentamente, y yo fui relajándome también. Dormí apoyado al armario, sentado sobre las baldosas de la habitación. Con la mano aún encima de la bolsa me fui quedando dormido hasta que alguna enfermera me dijo que ya podía acostarme en el sillón. Y así lo hice, ama. Así fue exactamente como sucedió. Todo salió bien. Las cosas fueron tal y como tenían que ser. No tuviste miedo, y yo tampoco. Te quedaste dormida, y entonces apagué la última luz que quedaba encendida.

También ocurrió algo más, ama. Duró muy poco tiempo, pero sucedió. Yo todavía estaba sentado sobre las baldosas, y tú no te habías quedado del todo dormida. Era medianoche, y te despertaste muy relajada. Estabas tranquila; nada que ver con el estado que tenías apenas una hora antes. Abriste los ojos, y sonreíste. Estabas contenta. Se te había ido ese velo negro de la mirada. No me mirabas a mí. Para ti yo no estaba en aquella habitación. Permanecías totalmente ajena a mi presencia. Entonces comenzaste a balbucear nombres. Nombres de personas que habían fallecido, y otras todavía vivas. Personas que habías conocido a lo largo de los años. Y les saludaste, ama, les saludaste a todos mientras te los imaginabas pasando por tu habitación. Pasaron los muertos y los vivos aquella medianoche en que te estabas muriendo. O quizá pasaron en realidad; no lo sé. Vinieron todos a verte. Te hacían reír, o rabiar. Algunos te daban pellizcos bajo las sábanas, y tú te revolvías; otros te hacían cosquillas en los pies, y tú los movías mientras te reías. Y fueron pasando, ama, Marisa, Carlos, Juani, Lola, y tus hermanos, todos tus hermanos, y el tío de Carballude, y Maragote, Tere, el médico del pueblo, Faustina, Ramona, Amparo, Marga, Angelita, Manolo de Francia, y Pacita, y los que cogieron la carnicería de Frías, los de los de las mudanzas, Benito, y su mujer, que no me acuerdo cómo se llamaba, y los que os compraron la primera casa del pueblo, el vecino de Miguel, los padres de Vicente, Luis, Hortensia, el tío Enrique, Óscar, el panadero, la de la tienda de muebles, esa jefa que tuviste en Las Arenas, Amador, Jesusa, Mila, y todas las peluqueras del barrio, y la de la tienda de dulces, Alfredo y Luisa, Maricarmen, y las de la peña, la de las hierbas, los de la asociación, el teacher, Paco, el del yoga, mis amigos, ama, pasaron mis amigos a despedirse también, tus amigas del pueblo, los del fútbol, Maruja, Juan, Cristina, y aita. También pasó aita, pero no sé lo que le dijiste. Y pasaron a la habitación también los abuelos, y tú dijiste «mamá-mamá», y casi te pones a llorar, pero no lo hiciste, porque la abuela dijo alguna tontería, y tú te echaste a reír. Y después te quedaste dormida, ama, y ya no quise despertarte. Te hablé al oído, pero ya no quisiste despertar. Ni tan siquiera moviste la ceja, ni los labios, pero tenías el rostro relajado. Y supe, ama, que allá donde estuvieses estabas bien. Tenía esa certeza. Y, por eso, les pedí a todos, a los vivos y a los muertos, que salieran de la habitación y te dejasen descansar. Se lo pedí educadamente, en voz baja, y juntos salimos del hospital. Fue en el jardín donde les despedí uno por uno, porque ya habíamos hecho demasiado ruido todo el día y los enfermos tienen que descansar. Pero me despedí de ellos, de los vivos y de los muertos, me tomé mi tiempo, y les di las gracias a todos, ama. Juro que lo hice antes de volver contigo a la habitación.

Cuando amaneció, llegaron los demás, y también el sacerdote, pero todo eso no creo que te importe, ama. No merece la pena que me extienda en esas banalidades. Rellené impresos, elegí ataúd, redondo o egipcio eran las opciones que me dieron, encargué las flores, y me fui a casa con aita. Me metí en la cama. No podía dormir. Fui a la cocina a beber agua, y allí estaba el iPod que te regalé. No sé porque te lo regalé si, como a mí, la música te pone triste. Me acosté de nuevo, me puse los auriculares, y seguí escuchando una canción allí dónde tú la habías dejado. Tengo que decirte, ama, que nunca tuviste buen gusto para la música.

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