Alma

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Segunda parte. Ferrol » Capítulo 16

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Capítulo 16

 

 

Alma salió de casa para acudir, como cada mañana, al hospital. Había vuelto a sus visitas. Su colaboración se había convertido en una ayuda muy bienvenida. Entre los enfermos se había hecho muy famosa la excéntrica enfermera francesa. Ella acudía encantada, se sentía útil y, a pesar de la oposición de su tía y de las críticas de sus amistades, continuaba con esa actividad. Esa escapada también le servía para disfrutar de algo de independencia. Armand se había convertido en un habitual. Cuando salía un poco antes, bien la recogía bien le mandaba un coche a recogerla y llevarla a una pequeña casa que tenía alquilada en el barrio de Esteiro. Esos encuentros se habían convertido en el eje de sus días. Unas veces hacían el amor, otras hablaban. Lo cierto era que él hablaba de sus viajes, pero no de su familia. En un momento de debilidad le había confesado que su madre había muerto cuando era un niño, que había discutido con su padre y hacía años que no sabía de él. Ocultaba algo que tenía que ver con su odio al matrimonio y que no quería confesarle. Se le terminaba el tiempo. Dos días más tarde sería Nochebuena y las navidades pasarían. Esa mañana la temperatura había bajado bastante. Por lo menos, no llovía. Miró hacia el cielo nublado y aceleró el paso. Al llegar a la esquina, le pareció ver que alguien se escondía. Se detuvo y miró con atención. Nada. No había nadie. Sacudió la cabeza y se dijo que tenía que volver a decírselo a Armand. Empezaba a estar segura de que la seguían, que no era ninguna loca. Lo había sentido tanto cuando iba sola como cuando salía de paseo con Guy. ¿Y si lo habían encontrado? No iba a permitir que le ocurriera nada al pequeño. Si era necesario, lo defendería con su vida; al fin y al cabo era su deber para con su rey y su pueblo.

Armad esperaba con impaciencia la llegada de Alma. Se había acostumbrado a su presencia y se sentía solo cuando no estaba. Menos mal que aquella monotonía tocaba a su fin. Pronto se haría a la mar, que le llevaría a un nuevo mundo. Un lugar en el que podría hacerse rico. Depender de las visitas de Alma lo ponía tan nervioso que sus ganas de huir aumentaban al mismo ritmo que las de quedarse y pedirle que se quedara con él. En ocasiones le gustaría vivir como la mayoría de los hombres.

La puerta se abrió y una voz suave e impaciente pronunció su nombre.

—¿Armand? Armand, ¿estás en casa? ¡Ah! Estás aquí.

Allí estaba, con el rostro enrojecido por el frío, el abrigo abrochado hasta la barbilla, cubriéndola por entero y, sin embargo, marcando su silueta. Era la mujer más bella y fascinante que se había cruzado en su miserable existencia. Una urgente necesidad de besarla se abrió paso hasta su consciencia. Abrió los brazos y Alma se refugió en ellos con abandonada confianza. Cada vez que la abrazaba se sentía un canalla traidor. Tal vez porque sabía que la estaba utilizando. Ella estaba de acuerdo, sí, pero eso no justificaba su comportamiento. Al fin y al cabo, no era mucho mejor que su padre. Aunque él jamás golpearía a una mujer como había hecho su progenitor con su madre.

—¿Ocurre algo? —preguntó ella, que presintió su inquietud.

—No. Todo está bien.

Alma frunció el ceño con desconfianza.

—Pues no lo parece.

Él le rodeó la cintura con los brazos y se retiró un poco para observarla mejor.

—Tú estás aquí, así que todo va bien.

El dedo de Alma dio unos golpecitos sobre la cabeza masculina.

—Algún día, sabré qué ocurre aquí dentro.

—Vamos a ocuparnos de algo más importante que mi persona.

Sin darle tregua cubrió su boca en un beso hambriento que le hizo olvidar todas sus preocupaciones. Cuando la besaba, todo lo que no fuera ella desaparecía.

Los brazos femeninos enroscados en su cuello lo enardecían. Profundizó el beso hasta que el frío que traía de la calle lo traspasó.

—Espera. Esto sobra. —Desabrochó los botones de la gruesa prenda y la ayudó a quitársela—. Vamos cerca del fuego

Poco a poco fue entrando en calor. Las caricias y los besos de Armand contribuyeron a lograrlo. No importaba la temperatura. Su tacto, el roce de su legua, la presión de sus labios, consiguieron calentarla por dentro y por fuera.

Cuando los besos se hicieron más urgentes y ya no fueron suficientes, él la tomó en brazos y se dirigió al dormitorio. Una acción parecida a la primera noche que estuvieron juntos, pero ahora ella sentía mayor confianza ya que sabía lo que se experimentaba; es más, lo esperaba. Había nacido en ella una necesidad que no había tenido hasta que lo conociera.

Perdidos en los besos, abandonados a sus sensaciones, olvidaron todo lo que no fueran ellos y sus cuerpos. Apuraron cada gota de deseo y de esa felicidad que les era tan esquiva, disfrutaron del momento de estar juntos y de no tener que dar explicaciones a nadie. Solo ellos y ese amor que no se confesaban y que tanto daño parecía hacerles a ambos.

 

 

—¿Sabes que el día de Nochebuena cenas en casa de mis tíos? —preguntó ella mientras la ayudaba a vestirse.

—Sí. Me llegó una nota de tu tía.

—Francisco también irá —comentó ella—. Va a ser divertido. Los seis chicos, Guy, nosotros… Nunca había celebrado la Navidad con tanta gente.

—Yo tampoco —sonó más seco de lo que quería.

—¿Celebrabas la Navidad? —Sentía curiosidad por conocer detalles de su juventud y niñez.

Él sonrió con nostalgia.

—Ya está —dijo al abrochar el último botón. Cuando ella pensaba que no iba a responder, empezó a hablar—. Hubo un tiempo en que lo hacíamos —confesó—. A mi padre no le gustaban mucho las fiestas. Siempre encontraba un motivo para fastidiarlas y cuando mi madre murió, se terminaron. Él se volvió más huraño y violento. Vivir en casa se volvió una tortura.

—Y por eso te fuiste —concluyó.

—Más o menos.

Ya había hablado demasiado. No quería que Alma conociera sus antecedentes; pensaría que no estaba a salvo a su lado.

Ella se colocó delante y le preguntó.

—¿Cómo era tu madre?

Él cerró los ojos e intentó recordarla. No pudo. Una profunda tristeza lo invadió.

—Eh —dijo ella—. No quería ponerte triste.

Armand movió su mano y le acarició la mejilla, pensativo.

—No recuerdo su rostro. Era alta, muy delgada. Tal vez debido a su enfermedad. Recuerdo que sus vestidos eran muy elegantes y le gustaba jugar con nosotros. Mi padre decía que nos hacía unos blandos.

—¿Y vosotros? ¿Qué hacíais?

—Mantenernos tan alejados como podíamos de su presencia.

Apretó los dientes ante el recuerdo.

—Bueno, ya está bien de hablar de mí.

—No hablas de ti en absoluto —se quejó Alma—. De todas formas, puedes respirar tranquilo. Tengo que irme. No tengo tiempo para un interrogatorio —añadió en tono que quiso parecer de broma.

—Nunca estoy tranquilo cuando no estás cerca —fue la sorprendente respuesta que él le dio.

Volvió a besarla otra vez, antes de que abandonara la casa y lo devolviera a las sombras de sus recuerdos.

 

 

Estaban todos alrededor de la mesa. Era lo más parecido a una de las cenas a las que Alma asistía en París. Un comedor lleno de gente en un ambiente festivo. Cuando volviera a Francia echaría de menos aquella algarabía. El jolgorio de los chicos alegraba su mustio estado de ánimo. Francisco y Armand estaban invitados. Ninguno de los dos tenía familia y esa noche nadie debía estar solo. Como consecuencia de esa filosofía de María, allí estaban los dos, vestidos con sus mejores galas, cenando en compañía del jefe y su familia. Elisa estaba encantada y no dejaba de cruzar miradas con su flamante marido. Alma permanecía silenciosa.

—¿Estás bien querida? —preguntó María, que se dio cuenta de que algo no andaba bien.

—¿Eh? Sí, estoy bien. Es que me acordaba de mis padres. Los echo de menos.

Estaba tan sensible que podría echarse a llorar en cualquier momento.

—El año que viene pasarás la Navidad con tu padre —dijo su tío—. Si tú no vas a París, lo traeremos a él.

—Estaría bien —dijo Elisa que no podía estar triste—. ¡Todos juntos!

—Y a lo mejor, hasta con vuestros maridos —apuntó María, que volvía una y otra vez a su tema favorito—. O vuestros prometidos —rectificó al ver sus miradas—. Ya sois demasiado mayores para estar solteras.

—Mamá… —empezó a decir Elisa.

—María, yo no … —habló Alma a la vez.

Armand se removió inquieto en su asiento. Las navidades siguientes, no estaría allí. Ella seguiría adelante sin él. Debería estar contento y, sin embargo, no le agradó nada esa perspectiva. Odiaba imaginarla con una familia propia en la que él estaría excluido.

Aclárate, Bandon, se dijo, el tiempo se agota y la paciencia de Alma también.

—Hijas, en un año… alguien os querrá. Vamos, digo yo.

—María, no vuelvas con eso —intervino Jean, que veía cómo aumentaba la tensión en el ambiente.

—¡Claro! Tú piensas que una mujer sola puede seguir adelante. ¡Pues no es cierto! Si no se casan, y hacen una buena boda ¿qué va a ser de ellas?

Francisco y Armand se miraron incómodos.

—No seas antigua. —Jean no solía contradecir María, pero defendía que su hija se casara con quien quisiera tanto como si no quería hacerlo. Tenía dinero suficiente para vivir y la inteligencia para gestionar su herencia. En cuanto a Alma, estaba seguro de que podía defenderse sola. Su hermano se había encargado de educarla para hacerlo.

—¿Antigua? —gritó—. ¡Antigua! Jean, despierta. Estás en España.

—Mamá …

—Elisa, no quiero discutir. Es Navidad.

—Mamá, escúchame. —Se puso de pie—. Hay algo que tengo que deciros.

Se hizo un silencio que vaticinaba una gran explosión.

Francisco se levantó también y pasó un brazo por los hombros de Elisa ante la mirada pasmada de María.

—Señora Ledoux —dijo con voz tensa—, su hija no necesita un hombre que le solucione los problemas, necesita un hombre que la quiera y ese soy yo.

—No diga tonterías, joven.

—No son tonterías mamá. Me quiere y le quiero.

—¿Y en qué lugar te deja eso?

Ella se irguió

—Me deja en el lugar de su esposa.

—No te vas a casar con él —sentenció María.

—Tienes razón. —Ante la mirada de desconcierto de su madre, Elisa añadió—. Ya me he casado.

—¿Qué? —en esa ocasión el grito de María fue de alarma.

—¿Cómo? ¿Es eso cierto? —Ledoux habló en tono serio.

—Sí, papá. Queríamos estar casados antes de que Francisco saliera para Cuba.

—Deberíais haber hablado conmigo —le reprochó.

Elisa se echó a llorar. Estaba acostumbrada a discutir con su madre, pero le disgustaba defraudar a su padre.

—No quería causaros problemas. Solo quería terminar con todo de una vez.

—Señor, asumo toda la responsabilidad —dijo Francisco.

—¡Y tanto que la asumes! A partir de ahora vas a cuidar a mi hija como si fuera una reina, te ocuparás de ella y harás todo lo impensable para que sea feliz; si no, responderás ante mí.

María permanecía inmóvil. Parecía que algo la había golpeado. Los chicos estaban silenciosos, sin atreverse a decir nada.

De pronto, María se dirigió a Alma.

—Has sido tú —la acusó—. Le has llenado la cabeza con esas ideas liberales. Te he acogido en mi casa y has envenenado a mi hija contra mí.

—No. Yo no… —negó con la cabeza, incapaz de hablar.

—Tú, sí. Ella no se habría casado sin mi permiso.

—Deja de hablar de mí como si no pudiera pensar. Lo he decidido yo sola. Ella no tiene la culpa —la defendió Elisa

—No puedo aguantar esto. —María se levantó y arrojó la servilleta sobre la mesa—. Me voy a la Misa del Gallo. Allí me entienden.

Salió erguida, con dignidad y dejando un ambiente tan cargado que habría podido explotar.

Armand se situó junto a Alma, paralizada por la acusación, para consolarla.

Jean se ocupó de mandar a los chicos a la cama antes de salir en busca de su esposa.

—Ya hablaremos con tranquilidad. Lo hecho, hecho está y Francisco —extendió la mano, ofreciéndola para que se la estrechara—, bienvenido a la familia. Yo sí creo que puedes hacer feliz a Elisa.

—Gracias, señor.

—Vamos chicos, a la cama —dijo antes de salir.

—Lo siento, Alma. Lo siento tanto… —se disculpó Elisa que se había agachado junto a ella—. Nunca pensé que te culparía.

Alma seguía paralizada. Reaccionó al contacto de la mano de su prima.

—No te preocupes.

—Sí me preocupo. Tú no tienes la culpa de nada. Si de algo eres culpable es de que yo sea feliz.

—Está bien, Elisa —intervino Armad—. No te preocupes tú tampoco. Tus padres ya lo saben, así que a partir de ahora, estás oficialmente casada.

—Así es —dijo Francisco con orgullo—. Querida, mañana te vienes a vivir a mi casa. Empieza con el traslado.

—Yo te ayudaré —se ofreció Alma—. Aunque tu madre me acuse de meterte ideas raras en la cabeza, te ayudaré en todo lo que necesites.

Armand no podía evitar sufrir al ver lo que Alma sentía. Se veía desolada, desprotegida y valiente. Si fuera capaz de amar, diría que la amaba. No soportaba que alguien fuera cruel y, mucho menos, si la víctima era Alma, la persona más desprendida y generosa que había conocido.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó con un extraño presentimiento. No quería ni pensar en que ella dijera que se iba a marchar.

—Nada. No voy a hacer nada de momento. Guy necesita un sitio seguro y mi padre me mandó aquí. Así que aquí seguiré.

—Si quieres venir a mi casa… —No podía creer lo que le estaba proponiendo. ¿Se había vuelto loco?

—No —respondió ella con demasiada rapidez para su orgullo—. Me quedaré aquí.

No tenía la más mínima intención de depender de él. A María sabía manejarla y podía soportar que se metiera con ella. En cambio, no podría aguantar que Armand jugara con ella. Mientras pudiera, mantendría el control.

—Ya sabíamos que María no lo iba a llevar muy bien. —Los miró a todos—. Puedo aguantarlo. Venga, vamos a la Misa del Gallo con los demás. Mañana empezaremos con tu traslado.

Una vez más se había hecho cargo de la situación. Armand pensó que era una gran mujer. Aunque no quisiera vivir con él. Eso le había dolido.

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