Alma

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Segunda parte. Ferrol » Capítulo 17

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Capítulo 17

 

 

Elisa y Alma iban en un coche camino de la nueva casa de la primera. Tras el disgusto inicial, María se había hecho a la idea de que su hija estaba casada con un marino y pasó a la acción. Empezó a organizar el traslado, viajes a la modista y a prepararla para que se independizara. Con respecto a Alma, volvió a su trato habitual, siempre con esa actitud distante tan característica de su carácter.

—¿Estás segura de que no quieres quedarte aquí esta noche? —le preguntó Elisa, que le había ofrecido su casa un millar de veces.

—No. Voy a casa de Armand. Tengo que despedirme.

—¿Eres feliz?

Aquella pregunta era tan complicada de responder que no podía hacerlo con un sí o un no.

—Todo lo feliz que se puede ser.

—Tienes que luchar. No te queda tiempo.

—No le voy a obligar a nada. Él no me quiere.

—No digas eso. Tenías que ver cómo te miraba.

—Ya. Me desea. No tiene ningún problema en admitirlo con la misma sinceridad que me dice que no quiere comprometerse.

—¿Sabes cuál es la causa de su aversión al matrimonio?

—Tiene que ver con su familia. Jamás dice nada. Cuando creo que me va a contar algo, se repliega en sí mismo y volvemos al principio.

—Puede que Francisco lo sepa.

—Es posible, pero si no confía en mí lo suficiente para contármelo, no me sirve de nada conocer los motivos de su comportamiento. Es su falta de confianza lo que me mata.

—Es cuestión de tiempo que acepte que está enamorado de ti.

—Es tiempo lo que no tengo —dijo Alma con desesperanza.

Aquella sería la última vez que acudía a su casa. Al cabo de muy pocos días se iría, posiblemente para siempre, y debía empezar a desengancharse. Tenía que habituarse a vivir sin él.

 

 

Armand parecía un león enjaulado. Caminó por el vestíbulo de la pequeña casa de aquel barrio obrero, un lugar en el que lo habían acogido con cordialidad. Allí se sentía bien, incluso lo consideraba como lo más cercano a un hogar que había tenido en años.

Alma debía de estar a punto de llegar. De hecho, debería de estar allí ya. ¿Y si no iba? Sentía que la perdía cada día. Tenía su cuerpo, sí, sin embargo, su espíritu se alejaba a medida que se acercaba el día de su partida.

El ruido de la puerta al abrirse atrajo su atención.

—Hola —saludó a la recién llegada.

—Hola —devolvió el saludo extrañada de que estuviera en el vestíbulo—. ¿Te pasa algo?

—Pensé que no ibas a venir. —Se acercó a ella como un cazador a su presa.

—¿Y por qué no iba a venir?

Él la agarró por la nuca y la pegó a su cuerpo.

—Sabes perfectamente el porqué. —Ante su silencio añadió—: Estás pensando abandonarme.

—¿Qué? —preguntó indignada—. ¿Abandonarte? Te recuerdo que eres tú quien se va.

—Dime que no te vas a marchar —pidió muy cerca de su boca, sin escuchar lo que acababa de decidirle—. Dímelo —exigió.

—No voy a ir a ningún sitio —dijo al tiempo que cerraba el escaso espacio que les separaba. Si aquella iba a ser la última vez, le iba a demostrar a qué renunciaba, qué era lo que no tendría a partir de ese momento.

Lo pilló desprevenido. Él era el maestro, quien dictaba las normas y le enseñaba. Pues bien, la alumna había aprendido y podía utilizar sus nuevos conocimientos para llevarlo al límite de la cordura.

Ella se acercó tanto que notó su sorpresa, rozó el torso de Armand con el suyo, excitándolo. Los pequeños dientes se cerraron sobre su labio inferior con un pequeño arañazo que le arrancó un estremecimiento; después, deslizó la lengua sobre él para calmarlo. Le sujetó la cabeza cuando intentó retirarse, su boca lo devoró con la misma intensidad que ella sentía devorada su alma. Quería darle placer para quitárselo, jugar con él igual que, pensaba, hacía con ella. Lo besó con furia, con urgencia, con pasión.

Se oían sus respiraciones agitadas, las manos se movieron frenéticas. Maldita fuera la moda femenina que hacía casi imposible despojar a una mujer de su ropa con rapidez. De pronto, ella se detuvo, se giró y caminó con coquetería hasta el dormitorio. Él la siguió hipnotizado. Sabía qué hacer para excitarlo. Le ofreció la espalda y le pidió que le desabrochara aquellos diminutos y enloquecedores botones. Cada uno iba acompañado de un beso largo y seductor. Cuando consiguió bajarle la falda, estaba al borde de la locura. La enagua costó bastante menos. Vestida solo con la camisa, cuyo lazo delantero estaba deshecho, y el corpiño a medio abrochar, se mostraba seductora, y atractiva. El corpiño levantaba sus pechos, ofreciéndoselos. Dispuestos a ser acariciados y excitados. Aquella visión le hizo desear demasiadas cosas que no sabía si podría llevar a cabo, pues podría romperse con un simple roce de sus dedos en cualquier parte de su cuerpo.

—Deberías quitarte los pantalones. Creo que no los vas a necesitar —apuntó con picardía. Se dejó caer sobre el lecho y lo observó mientras se los quitaba. El cuerpo de Armand era puro pecado. Tan bien formado que podría haber sido modelo de una escultura griega y tan fuerte como una de ellas. Sus dedos hormigueaban por la necesitad de tocarlo, de absorberlo. Tendría que memorizar su forma, su tacto, su calidez porque ya no volvería a sentirlo. No quería pensar en eso. Aquella vez iba a ser tan memorable que ninguno de los dos la olvidaría.

La necesidad creció dentro de ellos, el hambre que sentían amenazaba con destruirlos. Mordían, besaban, probaban la piel, la boca, el cuerpo entero. Estaban envueltos en una vorágine de sentimientos y pasión que apenas les permitía respirar.

Alma se movió bajo su cuerpo, incitándolo a entrar en él. Armand obedeció a aquella muda petición en un arrebato delirante. No podía dejar de moverse, de arrancarle aquellos gemidos que le acompañarían a lo largo de su existencia. Entrar, salir, frotar, acelerar el corazón y la razón. Todo envuelto en la desesperación y el temor a no volver a experimentarlo jamás.

Cuando Alma gritó su nombre y la oyó murmurar en francés aquellas temidas y deseadas palabras, vació su cuerpo, su mente y su voluntad. Todo lo que era se fue con ella para siempre.

Alma no llegó a ser consciente de que había dicho que lo amaba. Solo recordaba el calor, la dicha, la explosión de los sentidos que no la dejaba pensar. Se recostó sobre su pecho y cerró los ojos con la respiración todavía acelerada.

—No vas a volver, ¿verdad? —pregunto él.

Ella se apoyó sobre el codo y lo miró a los ojos.

—No.

—Nos queda otro día, otra noche, si dices que te quedas en casa de Elisa.

—Es inútil alargar el sufrimiento.

—¿Es verdad que me amas?

—No tengo que negarlo. Eres tú quien no me ama.

—No digas eso. Te amo —reconoció al fin en voz alta. Acababa de poner nombre a todo lo que sentía y le descomponía.

Ella se sintió desfallecer.

—No me amas cuando te vas.

—Precisamente me voy por eso. No quiero destruirte.

El corazón de Alma se le iba a escapar por la boca. ¿Cómo podía decirle eso y marcharse?

—No vas a destruirme —protestó.

—Lo haría —lo dijo con tal frialdad que le creyó.

—Dime por qué.

—Porque soy hijo de mi padre. Un monstruo que golpeaba a mi madre, que la redujo a una sombra de lo que era. Que le quitó la dignidad y las ganas de vivir. —Hablaba con tal dolor, con tal amargura, que ella fue incapaz de decir nada—. Ella se dejó morir con tal de no soportarlo. Después, cuando ella murió, arremetió con fuerzas renovadas contra nosotros. Cuando tuve la edad suficiente para mantenerme solo, me marché. Me prometí que jamás, le haría eso a una mujer y que no tendría hijos.

—¡Tú no eres como él!

—Tal vez no… o quizá sí. No lo sé. Voy a asegurarme de que nunca golpearé a un hijo mío. Y la mejor manera de mantener esa promesa es no tenerlo.

Ella sintió que se evaporaba cualquier atisbo de esperanza. Le decía que no quería tener hijos, precisamente cuando cabía la probabilidad de que el suyo ya viviera en sus entrañas.

Apoyó la cabeza en la almohada y volvió a cerrar los ojos. Rendida. Derrotada.

Le tocó a él el turno de inclinarse sobre ella.

—Lo entiendes, ¿verdad? —le preguntó con desesperación— Soy el hijo de un monstruo. No quiero ser como él.

Ella asintió en silencio. No quería ver sus ojos cargados de angustia, ni su desesperación. Quería quedarse sola, desaparecer. Volver a casa, bajo la protección paterna. Quería no haberlo conocido.

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