Alex

Alex


Primera parte » Capítulo 7

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Alex se ha metido en la caja, ha encorvado la espalda y se ha acurrucado.

El hombre ha colocado la tapa, la ha atornillado y luego se ha distanciado para contemplar su obra.

Alex está contusionada de pies a cabeza y le tiembla todo el cuerpo. Aunque le parezca aberrante, no puede negar la evidencia: dentro de esa caja se siente, en cierta medida, segura. Resguardada. En el transcurso de las últimas horas no ha dejado de imaginar qué iba a hacer con ella, qué iba a hacerle, pero aparte de la brutalidad con la que la ha raptado, aparte de las bofetadas y los golpes que le ha propinado… Bien, eso no es poco, a Alex aún le duele la cabeza a causa de los violentos bofetones, pero ahora está allí, en esa caja, de una pieza. No la ha violado. No la ha torturado. No la ha matado. «Todavía no», se dice. Alex no quiere oírlo, considera que cada segundo ganado ya está ganado, que cada segundo por llegar aún no ha llegado. Trata de respirar lo más profundamente posible. El hombre permanece inmóvil, ve sus grandes zapatos de obrero, los bajos de sus pantalones, la mira. «Es a ti a quien quiero ver reventar…». Eso ha dicho, es casi lo único que ha dicho. ¿Eso es? ¿Quiere dejarla morir? ¿Quiere verla morir? ¿Cómo la va a matar? Alex ya no se pregunta por qué, se pregunta cómo y cuándo.

¿Por qué odia tanto a las mujeres? ¿Qué historia oculta ese hombre para actuar con tanta crueldad? ¿Por qué se ensaña con ella? No hace demasiado frío, pero debido a la fatiga, los golpes, el miedo y la noche, Alex está helada y trata de cambiar de posición.

No es fácil. Está sentada con la espalda encorvada y la cabeza apoyada sobre los brazos, que rodean las rodillas. Al incorporarse un poco para tratar de darse la vuelta, profiere un grito. Se ha clavado una astilla larga en un brazo, cerca del hombro, y se ve obligada a arrancársela con los dientes. No tiene espacio. La madera de la caja es basta, áspera. ¿Cómo va a volverse, cómo va a apoyarse en las manos? ¿Rotando la pelvis? Primero trata de mover los pies. Siente que el pánico se apodera de ella. Empieza a gritar y se agita en todos los sentidos, aunque teme hacerse daño con esa madera mal desbastada, pero tiene que moverse, como una posesa, gesticula y lo único que consigue es ganar unos centímetros y enloquecer.

El cabezón del hombre aparece entonces en su campo de visión de una manera tan repentina que ella retrocede y se golpea la cabeza. Se ha inclinado para observarla y sonríe ampliamente con sus labios ausentes. Una sonrisa grave, sin alegría, ridícula si no fuera tan amenazadora. Su garganta emite una especie de balido. Sin decir palabra, menea la cabeza como si dijera: «¿Por fin lo has entendido?».

—Usted… —empieza Alex, pero aún no sabe qué quiere decirle, preguntarle.

Él menea de nuevo la cabeza, simplemente, con esa sonrisa de cretino. «Está loco», se dice Alex.

—Usted… está lo… loco…

Sin embargo, no tiene tiempo de decirle nada más. El hombre retrocede, se aleja, y cuando ya no alcanza a verlo, sus temblores se acentúan. En cuanto desaparece, Alex se alarma. ¿Qué hace? Alarga el cuello y solo oye ruidos lejanos, todo resuena en esa inmensa sala vacía. Salvo que ahora se está moviendo. La oscilación de la caja es apenas perceptible. Se oye ruido de madera al quebrarse. Con el rabillo del ojo, retorciéndose y al borde de dislocarse la cadera, descubre una cuerda sobre su cabeza. No la había visto. Está atada a la tapa de la caja. Alex se contorsiona para pasar la mano por encima de su cabeza, entre las tablas: una anilla de acero. Palpa el nudo de la cuerda, un nudo enorme, muy apretado.

La cuerda vibra y se tensa, la caja parece soltar un grito y se eleva, se alza del suelo y empieza a bascular, a girar lentamente sobre sí misma. El hombre aparece de nuevo en su campo de visión, está a siete u ocho metros de ella, cerca de la pared, y tira con gestos amplios de la cuerda, que pasa por dos poleas. La caja asciende lentamente y Alex tiene la sensación de que va a volcar. No se mueve, el hombre la mira. Cuando se halla a aproximadamente metro y medio del suelo, se detiene, sujeta la cuerda, se aleja para rebuscar algo entre un montón de cosas apiladas cerca de la abertura opuesta y luego regresa.

Están cara a cara, a la misma altura, y pueden mirarse a los ojos. El hombre saca su teléfono móvil para fotografiarla. Busca el ángulo, se desplaza, retrocede, hace una foto, dos, tres…, y luego las revisa y borra aquellas de las que no está satisfecho. Tras ello vuelve junto a la pared y la caja sube aún más arriba, hasta dejarla a unos dos metros del suelo.

El hombre ata la cuerda, está visiblemente orgulloso de sí mismo.

Se pone la chaqueta y se palmea los bolsillos para comprobar que no olvida nada, como si saliera de su apartamento para ir al trabajo. Parece que Alex no exista, se limita a echar un vistazo a la caja cuando se marcha. Está satisfecho de su obra.

Se ha ido.

Silencio.

La caja se balancea pesadamente en un extremo de la cuerda. Una corriente de aire frío se arremolina y barre en olas el cuerpo helado de Alex.

Está sola. Desnuda, encerrada.

De repente, lo comprende.

No es una caja.

Es una jaula.

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