Alex

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Primera parte » Capítulo 8

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—¡Serás cabrón!

—Siempre con palabrotas… ¡No olvides que soy tu jefe! Dime, ¿qué harías tú en mi lugar?

—Cambia tu discurso, empiezas a hacerte pesado.

A lo largo de los años, el comisario Le Guen lo ha probado todo con Camille, o casi. En lugar de recurrir sin cesar a las mismas fórmulas, no le responde. Y, de repente, eso siega la hierba bajo los pies de Camille quien, por regla general, entra en el despacho de Le Guen sin llamar y se contenta con plantarse frente a él. En el mejor de los casos, el comisario se encoge de hombros con gesto fatalista; en el peor, baja la mirada, falsamente contrito. Sin mediar palabra, como una pareja de ancianos, un recordatorio de que, a sus cincuenta años, siguen solteros. Es decir, sin esposa. Camille es viudo y Le Guen liquidó su cuarto divorcio el año anterior. «Es curioso, siempre te casas con el mismo tipo de mujer», le dijo Camille la última vez. «¿Qué quieres que haga? Uno tiene sus costumbres —le respondió Le Guen—. Ya te habrás dado cuenta de que tampoco cambio nunca de testigo, ¡siempre eres tú! —Y añadió, refunfuñando—: Además, puestos a cambiar de mujer, más vale conocerla de antemano», demostrando así que, cuando se trata de resignarse, no tiene parangón.

El hecho de que ya no sea necesario decirse las cosas para entenderse es la primera razón por la cual Camille desiste de seguir discutiendo con Le Guen esa mañana. Deja de lado la pequeña manipulación del comisario quien, evidentemente, podría haber asignado el caso a cualquier otro y fingió no contar con nadie más. Lo que realmente sorprende a Camille es que debería haberse dado cuenta de inmediato y, sin embargo, se le escapó. Es curioso y, a la vez, sospechoso. La segunda razón es que no ha dormido, está agotado y no puede malgastar energías porque tiene por delante un día muy largo antes de que Morel lo releve.

Son las siete y media de la mañana. Agentes fatigados pasan de un despacho a otro hablando entre ellos, las puertas se abren, se oyen gritos, en los pasillos hay gente que espera, azorada, y la comisaría termina una nueva noche en blanco, como tantas otras.

Entonces llega Louis. Tampoco ha dormido. Camille lo observa. Traje Brook Brothers, corbata Louis Vuitton, zapatos Finsbury, siempre tan sobrio. Camille no puede pronunciarse aún acerca de los calcetines y, de todas formas, no entiende de eso. A pesar de la elegancia y de su afeitado apurado, Louis no tiene buen aspecto.

Se estrechan la mano como en una mañana cualquiera, como si nunca hubieran dejado de trabajar juntos. Desde su reencuentro la noche anterior no han hablado de verdad, no han mencionado los cuatro años transcurridos. No hay ningún secreto, se trata de aprensión, de sufrimiento y, además, ¿qué puede decirse ante semejante infortunio? Louis e Irène se querían mucho, y Camille piensa que Louis también se sintió responsable de su asesinato. Louis no pretendía comparar su sufrimiento con el de Camille, pero cargaba con su pena. Les había sucedido algo inconcebible. En el fondo, los hundió el mismo desastre y ambos se quedaron sin palabras. Todo el mundo se quedó consternado, pero ellos habrían tenido que hablar. No lo hicieron y siguieron pensando el uno en el otro, pero poco a poco dejaron de verse.

Las primeras conclusiones del equipo de identificación no son nada halagüeñas. Camille revisa rápidamente el informe y le tiende las hojas a Louis a medida que las va leyendo. Los neumáticos son de lo más corriente, debe de haber cinco millones de vehículos equipados con el mismo tipo. La furgoneta es un modelo común. Por lo que respecta a la última cena de la víctima: ensalada, carne, judías, vino blanco y café.

Se instalan en el despacho de Camille, frente al gran plano de la ciudad. Suena el teléfono.

—Ah, Jean, qué oportuno.

—Sí, buenos días para ti también —dice Le Guen.

—Necesito quince agentes.

—Absolutamente imposible.

—Mejor si son mujeres.

Camille se toma unos segundos antes de continuar.

—Voy a necesitarlos al menos un par de días. Tal vez tres, si de aquí a entonces no hemos encontrado a la chica. Y también otro coche. No, mejor dos.

—Escúchame…

—Y quiero a Armand.

—De acuerdo. Te lo envío enseguida.

—Gracias por todo, Jean —dice Camille al colgar.

Luego se vuelve hacia el plano.

—¿Con qué podremos contar?

—Con la mitad de lo que le he pedido. Y con Armand.

Camille mantiene la mirada fija en el plano. Como mucho, alzando los brazos, podría tocar el distrito VI. Para señalar el distrito XIX, necesitaría una silla. O un puntero. Pero el puntero le haría parecer un profesor. A lo largo de los años, ha considerado diversas soluciones para ese plano. Colgarlo a menos altura, dejarlo en el suelo, cortarlo por zonas y alinearlas… No se ha decidido por ninguna de ellas porque todas las que resolvían su problema de talla planteaban el problema inverso a los demás. Al igual que en su casa y en el Instituto Forense, Camille dispone de sus instrumentos. Es un experto en taburetes, escaleras, escabeles y banquetas. En su despacho ha optado por una escalerilla de aluminio, estrecha y de tamaño mediano, para alcanzar las carpetas, los archivadores, el material y la documentación técnica; para el plano de París, cuenta con un taburete de biblioteca, un modelo con ruedas que se bloquean cuando se sube en él. Camille se acerca y trepa al taburete. Observa los ejes que convergen en la escena del delito. Se van a organizar equipos que peinarán todo el sector, pero es necesario delimitar el perímetro de acción. Señala un barrio, mira de repente sus pies, medita, se vuelve hacia Louis y le pregunta:

—Parezco un general de pacotilla, ¿no crees?

—Supongo que, en tu mente, «general de pacotilla» es un pleonasmo.

Bromean pero, de hecho, no se escuchan. Cada uno sigue sumido en sus pensamientos.

—A pesar de todo… —dice Louis, pensativo—. Recientemente no se ha denunciado el robo de ninguna furgoneta de ese modelo. A menos que haya invertido meses en planear el golpe, el tipo se ha arriesgado mucho raptando a la chica con su propio vehículo.

Una voz a sus espaldas.

—Puede que no tenga nada en la mollera…

Camille y Louis se vuelven. Es Armand.

—Si no tiene nada en la mollera, es imprevisible —dice Camille con una sonrisa—. Eso complicará aún más las cosas.

Se estrechan la mano. Armand ha trabajado durante más de diez años con Camille, nueve y medio a sus órdenes. Es un hombre exageradamente delgado, de aspecto triste y aquejado de una avaricia patológica que le ha gangrenado la existencia. Cada segundo de la vida de Armand está encaminado a ahorrar. La teoría de Camille es que teme a la muerte. Louis, que ha cursado casi todos los estudios que se puedan cursar, confirmó que esa teoría era perfectamente defendible desde un punto de vista psicoanalítico. Camille se sintió orgulloso de ser un buen teórico en una materia que desconoce por completo. Como agente de policía, Armand es una hormiga infatigable. Si le dan el listín telefónico de cualquier ciudad, un año después habrá comprobado todos los números abonados.

Armand siempre ha sentido una inmensa adoración por Camille. Al principio de su carrera, cuando supo que la madre de Camille era una pintora famosa, su admiración se convirtió en fervor. Colecciona los artículos de prensa sobre ella y guarda en su ordenador una reproducción de todas las obras de Maud Verhoeven que ha podido hallar en internet. Cuando supo que la minusvalía de Camille se debía al tabaquismo pertinaz de su madre, Armand se quedó conmocionado. Trató de elaborar una síntesis que conciliara la admiración por una pintora cuya obra no comprende, pero cuya fama admira, y el rencor hacia una mujer tan egoísta. Esos sentimientos tan contradictorios, sin embargo, pudieron con su lógica y son algo que aún trata de resolver. Sin embargo, su entusiasmo puede más que él, no logra evitarlo, y en cuanto la actualidad hace que aflore de nuevo el nombre o una obra de Maud Verhoeven, Armand se emociona.

«Tendría que haber sido tu madre», le dijo Camille un día mirándolo desde abajo. «¡Qué bajeza!», refunfuñó Armand con su particular sentido del humor.

Cuando Camille tuvo que dejar el trabajo, Armand lo visitó con frecuencia en la clínica. Esperaba a que alguien pasara en coche por allí cerca para evitar pagarse el transporte, y llegaba siempre con las manos vacías y con un pretexto diferente, pero allí estaba. La situación de Camille le preocupaba. Su dolor era real. Uno puede trabajar años con otras personas para acabar dándose cuenta de que no las conoce. Al producirse un accidente, una tragedia, una enfermedad o una muerte, uno se percata de hasta qué punto lo que sabía de ellas se circunscribía a las informaciones que el azar suministra. Armand es generoso, aunque pueda parecer un disparate decirlo. Por supuesto, su generosidad no puede calcularse en dinero, pero tiene, a su manera, un alma generosa. Si en la brigada alguien dijera semejante cosa, nadie lo creería, y todos aquellos a los que ha sableado una docena de veces, es decir, todo el mundo, se partirían de la risa.

Cuando iba a verlo a la clínica, Camille le daba dinero para que fuera a buscarle el periódico, dos cafés a la máquina o una revista, y Armand se quedaba con el cambio. Y cuando acababa la visita se asomaba a la ventana y veía a Armand en el aparcamiento, preguntando a los visitantes que abandonaban la clínica hasta dar con alguno que pudiera acercarlo hasta una distancia de su casa desde donde pudiera acabar el trayecto a pie.

Sin embargo, es doloroso reunirse de nuevo cuatro años más tarde. Solo falta un integrante del equipo original, Maleval. Tras ser expulsado de la policía, pasó varios meses en prisión preventiva. Camille se pregunta qué habrá sido de él… Cree que Louis y Armand aún lo ven de vez en cuando. Él no puede.

Están los tres frente al gran plano de París, sin decir palabra. Y como esa situación acaba por parecerles una pérdida de tiempo, Camille pasa a la acción. Señala un punto en el plano.

—De acuerdo. Louis, procederemos como hemos dicho. Reúne a todos los agentes en el lugar. Vamos a rastrearlo de arriba abajo.

Se vuelve hacia Armand.

—Y tú, Armand, entre una furgoneta blanca vulgar, unos neumáticos universales, una cena corriente de la víctima o un billete de metro…, elige lo que quieras.

Armand asiente con la cabeza.

Camille coge sus llaves.

Falta solo un día para que Morel regrese.

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