Alex

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Primera parte » Capítulo 19

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Apenas duerme ya. El miedo se lo impide. Alex se retuerce en la jaula más que nunca, sufre más que nunca. Desde el inicio de su cautiverio no ha cambiado de postura, no ha comido ni dormido normalmente, no ha podido estirar las piernas ni los brazos ni descansar un minuto, y ahora, con esas ratas… Pierde cada vez más la cabeza y a veces, durante horas, todo cuanto ve está empañado, borroso, todos los sonidos le llegan con sordina, como el eco de ruidos lejanos, y se oye gemir, quejarse, proferir unos gritos graves que nacen de su vientre. Se debilita terriblemente deprisa.

Cabecea sin cesar. Poco antes se ha desvanecido de fatiga, ebria de sueño y de dolor, deliraba y veía ratas por todas partes.

Y súbitamente, sin saber por qué, tiene la certeza de que Trarieux no volverá, de que la ha abandonado. Si regresa se lo contará todo, y se lo repite como un conjuro: «Haz que vuelva y se lo contaré todo, todo lo que quiera, todo lo que quiera para acabar de una vez por todas». Que la mate deprisa, lo acepta, cualquier cosa antes que las ratas.

A primera hora de la mañana descienden por la cuerda en fila india, profiriendo pequeños gritos. Lo saben, Alex es suya.

No esperarán a que muera. Están demasiado excitadas. Nunca se han peleado entre ellas como desde esta mañana. Cada vez se le acercan más para olfatearla. Esperan a que esté exhausta, pero siguen agitadas, febriles. ¿Cuál será la señal? ¿Qué será lo que las decida?

Sale bruscamente de su estado de estupor y vive un instante de pura lucidez.

«Voy a mirar cómo revientas» en realidad significa «voy a verte muerta». No regresará, solo lo hará cuando esté muerta.

Encima de ella, la rata más grande de todas, la negra y rojiza, está erguida sobre sus patas traseras, muestra los dientes y lanza unos chillidos estridentes.

Solo le queda una cosa por hacer. Con mano temblorosa, con la punta de los dedos, busca el borde rugoso de la tabla de la base, la que evita desde hace tantísimas horas porque es puntiaguda y le rasguña la piel con solo rozarla. Desliza sus uñas por la irregularidad, milímetro a milímetro, la madera cruje levemente, gana un poco de terreno, se concentra y aplica toda la presión de la que es capaz; sin embargo, le lleva un buen rato y debe repetir la operación varias veces. Finalmente, de golpe, la madera cede. Alex sostiene entre los dedos una astilla larga y puntiaguda de casi quince centímetros. Mira hacia arriba, sobre su cabeza, entre las tablas de la tapa, cerca del anillo y de la cuerda que sostiene la jaula suspendida. Y de repente pasa la mano y empuja la rata al vacío con la astilla de madera. La rata trata de agarrarse, araña desesperadamente el borde de la caja, lanza un chillido salvaje y cae de una altura de dos metros. Sin esperar, Alex se clava la astilla en la mano profundamente, como si fuera un cuchillo, y hurga en su carne entre gritos de dolor.

La sangre comienza a manar de inmediato.

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