Alex

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Primera parte » Capítulo 20

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A Roseline Bruneau no le apetece que le hablen de su exmarido. Lo que quiere son noticias de su hijo, desaparecido desde hace más de un año.

—El 14 de julio —dice, estupefacta, como si una desaparición en esa fecha coincidiendo con la fiesta nacional cobrara un valor simbólico.

Camille ha abandonado su mesa y se ha sentado junto a ella.

Antes disponía de dos sillas, una con las patas alzadas y otra con las patas acortadas. Según las circunstancias escogía una u otra, pues el efecto psicológico era muy distinto. A Irène no le gustaban esos trucos, así que Camille renunció a ellos. Las sillas se guardaron un tiempo en la brigada y, en algunas ocasiones, se utilizaron para gastar bromas a los novatos. Sin embargo, el resultado no era tan divertido como pudiera esperarse, y un buen día las sillas desaparecieron. Camille está seguro de que Armand se las llevó. Se lo imagina con su mujer, sentado a la mesa, uno en la silla alzada y el otro en la de patas cortas.

Ahora, sentado junto a la señora Bruneau, se acuerda de aquellas sillas que le servían para fomentar la empatía, algo que hoy de veras necesita. Y lo antes posible, porque el tiempo apremia. Camille se concentra en la entrevista. Si piensa en la chica encerrada le vienen imágenes entremezcladas a la cabeza, imágenes que enturbian su razonamiento, que le despiertan demasiados recuerdos y lo desbordan.

Y, desgraciadamente, Roseline Bruneau no está en su misma longitud de onda. Es una mujer bajita y delgada que debe de ser muy activa en una situación normal, pero que, en ese instante, es toda reserva e inquietud. Está alerta y responde con sequedad, convencida de que van a comunicarle la muerte de su hijo. Ese presentimiento ronda su cabeza desde que los gendarmes han ido a buscarla a la autoescuela donde trabaja.

—Su exmarido se suicidó anoche, señora Bruneau.

A pesar de haberse divorciado hace ya veinte años, la noticia le causa una visible impresión. Mira fijamente a Camille a los ojos. Su mirada oscila entre el rencor (espero que haya sufrido) y el cinismo (no es una gran pérdida), pero sobre todo prima la aprensión. Primero, calla. A Camille le parece que tiene cabeza de pájaro. La nariz pequeña y puntiaguda, la mirada puntiaguda, los hombros puntiagudos, los senos puntiagudos. Ve claramente cómo la dibujaría.

—¿Cómo murió? —pregunta por fin.

Según se desprende del expediente de divorcio, no echará de menos a su exmarido. Lo normal sería, se dice Camille, que pidiera noticias del paradero de su hijo. Si no lo hace, es que hay una razón oculta.

—Un accidente —dice Camille—. La policía lo perseguía.

Aunque la señora Bruneau sepa cómo las gastaba su marido y recuerde su brutalidad, no se casó con un gánster. Por lo general, las palabras «la policía lo perseguía» deberían provocar sorpresa; sin embargo, se limita a asentir con la cabeza. Camille advierte que la mujer intenta ordenar sus ideas tan rápido como la situación le permite, pero no deja traslucir sus pensamientos.

—Señora Bruneau… —Camille se muestra paciente precisamente porque hay que ir deprisa—, creemos que la desaparición de Pascal está relacionada con la muerte de su padre. De hecho, estamos convencidos de ello. Cuanto antes responda a nuestras preguntas, más posibilidades tendremos de hallar por fin a su hijo.

«Deshonesta» es la palabra que mejor define la actitud de Camille. No le cabe la menor duda de que el chico está muerto. Chantajear a la madre utilizando al hijo sea tal vez una maniobra inmoral de la que no se avergüenza, pues tal vez le permita hallar a la chica con vida.

—Hace unos días, su exmarido raptó a una mujer, una chica. La secuestró y murió sin decirnos dónde la había encerrado. Esa mujer está hoy en algún lugar, pero no sabemos dónde. Y va a morir, señora Bruneau.

Camille deja reposar la información. Los ojos de Roseline Bruneau van de derecha a izquierda, como los de una paloma, la asaltan ideas contradictorias, la cuestión es saber por cuál se va a decidir. «¿Qué relación tiene esa historia de secuestro con la desaparición de mi hijo?». Eso es lo que debería preguntar. Si no lo hace, es que ya conoce la respuesta.

—Necesito que me cuente lo que sepa… ¡No, no, no, no, señora Bruneau, espere! Me va a decir que no sabe nada y esa actitud no es la correcta, se lo aseguro, es la peor de todas. La invito a que reflexione unos instantes. Su marido ha secuestrado a una mujer que está relacionada, aunque todavía no sé cómo, con la desaparición de su hijo. Y esa mujer va a morir.

Con la mirada fija, la señora Bruneau mueve la cabeza a derecha e izquierda. Camille debería mostrarle una foto de la chica encerrada para impresionarla, pero algo lo retiene.

—Jean-Pierre me llamó…

Camille respira, no es un gran logro pero ha abierto una posible vía.

—¿Cuándo la llamó?

—No lo sé, hará cosa de un mes.

—¿Y…?

Roseline Bruneau apunta al suelo con su nariz picuda. Empieza a contar, lentamente. Trarieux recibió el certificado de «búsqueda en vano», estaba furioso, significaba que la policía consideraba que la desaparición de su hijo era una simple fuga, que no iban a seguir investigando, que todo había terminado. Puesto que la policía había abandonado el caso, Trarieux le dijo que iba a ocuparse de encontrar a Pascal él mismo. Tenía un plan.

—Es esa zorra…

—Zorra…

—Así llamaba a la novia de Pascal.

—¿Qué razones tenía para despreciarla tanto?

Roseline Bruneau suspira. Para explicar lo que quiere decir tendrá que remontarse muy lejos.

—Entiéndalo, Pascal es un chico, cómo decirle, bastante simple, ¿comprende?

—Eso creo.

—Sin malicia, sencillo. Yo no quería que fuera a vivir con su padre. Jean-Pierre le hacía beber, sin contar las peleas, pero Pascal adoraba a su padre. Me pregunto qué veía en él. De todos modos, así era, solo tenía ojos para su padre. Y de repente, un día, aparece esa chica en su vida y lo embauca. Estaba loco por ella, claro. A él, las chicas… Hasta entonces no había habido muchas, y con las pocas que hubo siempre acabó mal. No sabía tratar con ellas. Así que llega esa, lo engatusa, y como era de esperar, él pierde la cabeza.

—¿Cómo se llama esa chica, la conoce?

—¿A Nathalie? No, no la he visto nunca. Solo sé su nombre. Cuando hablaba con Pascal por teléfono, siempre era que si Nathalie esto, que si Nathalie lo de más allá…

—¿No se la presentó? ¿Tampoco a su padre?

—No. Siempre me decía que vendría de visita con ella, que la adoraría, cosas por el estilo.

La historia fue fulgurante. Por lo que ella pudo entender, Pascal conoció a Nathalie en junio, no sabe ni dónde ni cómo, y un mes después desaparecieron juntos.

—Al principio —dice—, no me preocupé, me decía: en cuanto lo deje, pobre criatura, volverá a casa de su padre y asunto concluido. Su padre, en cambio, estaba furioso. Pensé que tenía un ataque de celos. Su hijo era la niña de sus ojos. Fue un mal marido pero un buen padre.

Alza la vista hacia Camille, sorprendida ante una conclusión que ni ella misma esperaba. Acaba de decir algo que pensaba sin saberlo. Vuelve a bajar la nariz.

—Cuando me enteré de que Pascal había robado el dinero de su padre y había desaparecido, yo también me dije que esa chica, en fin, usted ya me entiende… Pascal jamás le hubiera robado a su padre.

Menea la cabeza. De eso está segura.

De repente, Camille recuerda la fotografía de Pascal Trarieux hallada en casa de su padre y el corazón le da un vuelco. Ventajas de los dibujantes: tiene una excelente memoria visual. Ve al chico de pie, sonriendo ampliamente con una mano apoyada en un tractor, con aire torpe, mostrenco, el pantalón que le queda corto y le hace parecer un pobre diablo. ¿Qué se hace cuando se tiene un hijo así? ¿Cuándo se da cuenta uno de ello?

—Y, finalmente, ¿su marido dio con esa chica?

Reacción inmediata.

—¡Qué voy a saber! ¡Lo único que me dijo fue que iba a encontrarla! Y que acabaría por decirle dónde está Pascal… Qué ha hecho con él.

—¿Qué ha hecho con él?

Roseline Bruneau mira por la ventana en un intento por contener las lágrimas.

—Pascal no se fugaría jamás, él no es… Cómo decirlo… No es lo bastante listo como para desaparecer tanto tiempo.

Se vuelve hacia Camille y le escupe las palabras, como si lo abofeteara. Al instante lamenta haberlo hecho.

—Es un chico muy simple. Conoce a poca gente, está muy apegado a su padre, por voluntad propia no estaría semanas, meses, sin dar noticias; sería incapaz. Tiene que haberle pasado algo.

—¿Qué le dijo exactamente su marido? ¿Habló de lo que quería hacer? De…

—No, no hablamos mucho. Como de costumbre, había bebido, y en esos casos puede ser violento, parecía que estaba en contra del mundo. Quería encontrar a esa chica, que le dijera dónde estaba su hijo, y me llamó para decírmelo.

—¿Y cómo reaccionó usted?

En circunstancias ordinarias, para mentir convincentemente hace falta talento: exige energía, creatividad, sangre fría y memoria, y es mucho más difícil de lo que pueda parecer. Mentir a una autoridad es un ejercicio muy ambicioso que exige el dominio absoluto de todas esas cualidades, y Roseline Bruneau no lo tiene. Intenta mentirle con todas sus fuerzas, pero ahora que ha bajado la guardia, Camille puede leer en ella como en un libro abierto… Y eso le cansa. Se restriega los ojos.

—¿Qué insultos eligió ese día, señora Bruneau? Supongo que con él no se andaba usted con remilgos y debió de decirle exactamente lo que pensaba de él, ¿me equivoco?

Es una pregunta compleja. Responder «sí» o «no» conduce por caminos diferentes, pero ella no distingue la salida.

—No sé qué…

—Claro que sí, señora Bruneau, sabe perfectamente lo que quiero decirle. Esa noche usted le dijo lo que pensaba, que no sería él quien triunfara allí donde la policía había fracasado. Fue incluso más lejos. No sé qué palabras pronunció, pero estoy seguro de que se empleó a fondo. En mi opinión, usted le dijo: «Jean-Pierre, eres un gilipollas, un inútil, un imbécil y un impotente». O algo parecido.

Ella abre la boca, pero Camille no le da tiempo a responder. Ha saltado de su silla y sube el tono porque está harto de andarse con rodeos:

—¿Qué sucederá, señora Bruneau, si revisamos los mensajes de su teléfono móvil?

Ni un movimiento, ni un gesto, simplemente el pico se hunde, como si quisiera clavarlo en el suelo y dudara de dónde hacerlo.

—Voy a decírselo: encontraré las fotos que su exmarido le envió. No piense que hemos recibido un chivatazo, está en el historial de su teléfono. E incluso puedo decirle qué se ve en esas fotos: una chica encerrada en una caja de madera. Usted lo retó pensando que eso lo impulsaría a actuar. Y cuando recibió las fotos, tuvo miedo. Miedo de ser cómplice.

A Camille lo asalta una duda.

—A menos que…

Se detiene, se aproxima y se agacha para atrapar su mirada. Ella permanece inmóvil.

—¡Mierda! —dice Camille incorporándose.

Realmente, en ese oficio hay momentos duros.

—No es por eso por lo que no avisó a la policía, ¿verdad? No es por miedo a ser acusada de cómplice. Es porque usted también cree que esa chica es la responsable de la desaparición de su hijo. No lo denunció porque cree que por fin tiene lo que se merece, ¿no es cierto?

Camille respira profundamente, muy cansado.

—Espero que la encontremos viva, señora Bruneau. Primero por ella, pero también por usted, porque de lo contrario tendré que detenerla por ser cómplice de asesinato con actos de tortura o barbarie. Entre otras muchas acusaciones.

Cuando Camille abandona el despacho se siente bajo presión, y el tiempo discurre a una velocidad alucinante.

«¿Y qué tenemos?», se pregunta.

Nada. Y eso lo vuelve loco.

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