Alex

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Primera parte » Capítulo 24

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La breve siesta en la habitación de Nathalie ha sido curiosa. ¿Qué lo ha llevado a hacerlo? No lo sabe. Una escalera de madera que cruje, un descansillo de moqueta raída, un pomo de porcelana, el calor de la casa que parece condensarse en las alturas. Una atmósfera de casa de campo, de caserón familiar, con habitaciones que solo se abren para los invitados, cuando el clima acompaña. Cerradas el resto del tiempo.

La habitación sirve ahora de trastero. No parece haber tenido nunca mucha personalidad, como una habitación de hotel, la habitación de una pensión. Algunos cuadros torcidos en las paredes, una cómoda a la que le falta una pata con un libro en su lugar para calzarla. La cama se hunde profundamente, como las nubes de azúcar. Camille se incorpora, recoloca las almohadas, se apoya en el cabezal y busca su cuaderno y un bolígrafo. Mientras en el jardín los técnicos limpian el terreno alrededor del recuperador de aguas pluviales, esboza un rostro. El suyo. Cuando era joven, cuando preparaba su ingreso en la facultad de Bellas Artes, dibujó cientos de autorretratos. Su madre, que había pintado decenas de ellos, insistía en que eran el único ejercicio que permite hallar «la distancia correcta». Solo queda uno, un óleo magnífico, pero no le gusta pensar en eso. Y Maud tenía razón, Camille no logra dar con la distancia correcta, está siempre demasiado cerca o demasiado lejos. O bien se sumerge, se debate hasta estar casi a punto de ahogarse y no logra ver nada, o bien se mantiene lejos, en actitud prudente, y se condena a no entender nada. «Lo que falta en ese caso es la semilla de las cosas», dice Camille. El rostro que aparece en su cuaderno está demacrado y tiene la mirada perdida, es el de un hombre consumido por lo que ha vivido.

Observa el techo inclinado y piensa que vivir allí debe de suponer caminar encorvado la mayor parte del tiempo. Excepto para alguien como él. Camille garabatea sin convicción, siente náuseas. Un peso en el corazón. Recuerda la conversación con Sandrine Bontemps, su nerviosismo, su impaciencia por momentos irrefrenable. Quisiera acabar con ese caso, darlo por cerrado de una vez por todas.

No está bien y sabe por qué. Tiene que dar con la buena semilla.

Ha sido el retrato de Nathalie Granger lo que le ha causado ese efecto. Hasta entonces, las fotos del teléfono de Trarieux solo mostraban a una víctima. O lo que es lo mismo, un caso. A eso había relegado a esa chica, a un caso de secuestro. En el retrato robot de identificación, sin embargo, se ha convertido en una persona. Una fotografía es algo real. Un dibujo es la realidad vestida por el imaginario propio, los propios fantasmas, la propia cultura, la propia vida. Cuando se la ha tendido a Sandrine Bontemps ha visto ese rostro invertido, se le ha aparecido bajo un nuevo ángulo. ¿Mató al cretino de Pascal Trarieux? Es más que probable, pero eso no importa. La imagen invertida de ese dibujo lo ha emocionado, le ha recordado que está prisionera y que el hecho de que siga con vida solo depende de él. El terror al fracaso le oprime el esternón. A Irène no supo salvarla. ¿Qué hará con Nathalie? ¿También va a dejarla morir?

Desde el primer paso, desde el primer segundo de ese caso, trata de bloquear los afectos que se acumulan tras el muro, pero ahora el muro ha comenzado a resquebrajarse y se abren, una a una, incontables brechas. Todo se derrumbará de golpe, lo derribará, lo hundirá, regresará al letargo, será una marca en la casilla «clínica psiquiátrica». Eso es lo que ha esbozado en su cuaderno: una piedra enorme, una roca. El retrato de Camille como Sísifo.

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