Alex

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Primera parte » Capítulo 25

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25

La autopsia se practica el miércoles por la mañana, a primera hora, en presencia de Camille y Louis.

Le Guen llega con retraso, como siempre. Cuando aparece por el Instituto Forense, ya saben lo esencial. Todos los indicios apuntan a que se trata de Pascal Trarieux. Todo coincide. La edad, la estatura, el cabello, la fecha estimada de la muerte, sin contar con la declaración de la inquilina de la casa que jura por lo más sagrado haber reconocido sus zapatillas deportivas, aunque de ese modelo debe de haber medio millón. Se hará una prueba de ADN para verificar que se trata del chico desaparecido, pero ya se puede dar por supuesto que es él y que Nathalie Granger lo mató asestándole primero un golpe muy violento en la parte posterior del cráneo con un objeto puntiagudo, quizá un pico (los técnicos han recogido todas las herramientas de jardinería que han encontrado en la casa), y luego le aplastó la cabeza a palazos.

—Lo que demuestra que realmente le tenía ganas —dice Camille.

—Sí, una treintena de golpes, en una primera estimación —dice el forense—. Más tarde podré darle una cifra más exacta. Algunos golpes se asestaron con el filo de la pala, lo que causa unas heridas similares a las infligidas con un hacha roma.

Camille está satisfecho. Contento no, pero sí satisfecho. El conjunto se corresponde en gran medida a sus suposiciones. Al juez gilipollas le hará algún comentario, pero a su viejo amigo se contenta con guiñarle el ojo y susurrarle en voz queda:

—Ya te había dicho que esa chica no era trigo limpio…

—Completaremos los análisis, pero se trata de ácido —dice el forense.

El tipo recibió una treintena de palazos y luego su asesina, de nombre artístico Nathalie Granger, le vertió un litro de ácido en la garganta. Y a la vista de los resultados, el forense aventura una hipótesis: ácido sulfúrico concentrado.

—Muy concentrado.

Esos productos causan grandes estragos. La carne se funde en un hervor efervescente a una velocidad proporcional a la concentración.

Camille plantea la pregunta que inquieta a todo el mundo desde el día anterior, tras el descubrimiento del cuerpo:

—¿Trarieux estaba aún vivo o ya había muerto?

Conoce la respuesta sempiterna, habrá que esperar a los análisis. Pero esta vez el forense es indulgente.

—A juzgar por las marcas visibles en los restos, concretamente en los brazos, el tipo estaba atado.

Un breve momento de reflexión.

—¿Quieren mi opinión? —pregunta el forense.

Nadie quiere oírla, y eso lo anima.

—Creo que recibió varios palazos, lo ataron y luego lo despertaron con el ácido. Eso no excluye que después lo remataran a palazos. Cuando una técnica funciona… En resumen, y siempre en mi humilde opinión, el tipo estaba vivo cuando le hicieron tragar el ácido.

Aunque es algo difícil de imaginar, a ojos de los investigadores el método y la manera no cambian excesivamente las cosas. Por el contrario, si el forense está en lo cierto, para la víctima sí hubo una diferencia notable entre tragar el ácido vivo o muerto.

—También será un aspecto importante para el jurado —señala Camille.

El problema con Camille es que nunca se rinde. Jamás. Cuando tiene una idea en mente… Le Guen le dijo una vez: «¡Mira que eres gilipollas! ¡Hasta los fox terrier saben echar marcha atrás!».

«Muy elegante —le respondió Camille—. ¿Por qué no me comparas con un basset? O mejor aún, ¿por qué no con un caniche enano?».

Con cualquier otro, aquello hubiera acabado a golpes.

Camille vuelve a demostrarle que no se rinde. Desde ayer, Le Guen lo nota constantemente preocupado y, al contrario, por momentos, parece que se entusiasme. Se han cruzado en el pasillo y Camille apenas le ha dicho buenos días. Dos horas más tarde ha pasado un buen rato sentado en silencio en el despacho del comisario, incapaz de decidirse, como si tuviera algo que decir y no lo lograra. Después se ha marchado, a su pesar, mirando a Le Guen con rencor. Pero Le Guen sabe esperar. Al salir de los aseos, al mismo tiempo —cabe imaginar la curiosa imagen de uno al lado del otro en los urinarios—, Le Guen se ha limitado a decirle «cuando quieras», que se traduce como «ya he recuperado fuerzas, podré aguantarlo».

Y es ahora. En la terraza, justo antes de almorzar. Camille apaga su teléfono móvil para reclamar la atención de todo el mundo y lo deja sobre la mesa. Están los cuatro: Camille, Le Guen, Armand y Louis. Desde que la tormenta limpió el cielo, la temperatura vuelve a ser muy agradable. Armand apura su caña hasta terminarla y pide de inmediato una bolsa de patatas fritas y unas aceitunas a cargo de quien pague la cuenta.

—Esa chica es una asesina, Jean —dice Camille.

—Sí, tal vez sea una asesina —dice Le Guen—. Podremos confirmarlo tan pronto tengamos los resultados de la analítica. Por el momento no son más que presunciones, lo sabes tan bien como yo.

—Son presunciones de mucho peso.

—Tal vez lleves razón, pero ¿qué cambia eso?

Le Guen intenta que Louis medie en la conversación. Es una situación embarazosa, pero Louis es un chico de buena familia. Se ha educado en las mejores escuelas, tiene un tío arzobispo y otro que es diputado de extrema derecha, es decir, que desde muy joven ha aprendido a sopesar las cosas a la luz de lo moral y lo práctico. Y estudió con los jesuitas. En cuestiones de duplicidad, cuenta con un buen entrenamiento.

—La pregunta del comisario me parece pertinente —articula con serenidad—. ¿Qué cambia eso?

—Louis, te he visto más agudo en otras ocasiones —replica Camille—. Eso cambia… ¡el enfoque!

Los presentes se quedan mudos. Incluso Armand, ocupado pidiendo un cigarrillo a la mesa vecina, se vuelve, sorprendido.

—¿El enfoque? —pregunta Le Guen—. Joder, Camille, ¿qué es esa gilipollez?

—Creo que no lo entendéis —dice Camille.

Por lo general bromean y se incordian, pero esta vez hay una entonación distinta en la voz de Camille.

—No lo entendéis.

Saca su cuaderno, aquel en el que dibuja constantemente. Cuando necesita tomar notas (pocas, lo confía casi todo a su memoria), escribe al dorso de las páginas dibujadas. Un poco al estilo de Armand, aunque él aprovecharía incluso los márgenes. Louis atisba fugazmente unos esbozos de ratas, Camille dibuja muy bien.

—Esa chica me interesa de verdad —explica Camille con calma—. De verdad. Y también me interesa mucho esa historia del ácido sulfúrico. ¿A vosotros no?

Y dado que su pregunta no recibe una franca adhesión, continúa:

—Así que he hecho una investigación somera, apenas nada… Habrá que afinarla, pero creo que tengo lo esencial.

—Vamos, suéltalo —dice Le Guen, algo fastidiado.

Acto seguido, coge su caña de cerveza, la termina de un trago y levanta el brazo al camarero para pedirle otra. Armand se le suma.

—El 13 de marzo del año pasado —dice Camille— encontraron a un tal Bernard Gattegno, de cuarenta y nueve años, en la habitación de un hotel Formule 1 cerca de Étampes. Ingesta de ácido sulfúrico concentrado al ochenta por ciento.

—¡Oh, no…! —espeta Le Guen, anonadado.

—A la vista de su situación conyugal, se barajó la hipótesis del suicidio.

—Déjalo, Camille.

—No, no, espera, es muy divertido, ya verás. Ocho meses después asesinan a Stefan Maciak, propietario de un café en Reims. Hallaron su cuerpo por la mañana, en su establecimiento. Conclusión: lo habían golpeado y torturado con ácido sulfúrico, a la misma concentración. Por la garganta de nuevo. El botín del robo, algo más de dos mil euros.

—¿Y tú te imaginas a una chica haciendo eso? —pregunta Le Guen.

—¿Y tú te suicidarías tomando ácido sulfúrico?

—Pero ¿qué coño tiene eso que ver con nuestro caso? —exclama Le Guen dando un puñetazo sobre la mesa.

Camille levanta las manos en señal de rendición.

—Vale, Jean, vale.

En mitad de un silencio sepulcral, el camarero sirve las cañas de Le Guen y de Armand, y luego limpia la mesa apartando los otros vasos.

Louis sabe perfectamente qué va a ocurrir. Podría escribirlo, meterlo en un sobre y esconderlo en algún lugar del café, como en un espectáculo de magia. Camille volverá al ataque. Armand apura su cigarrillo con deleite, nunca ha comprado tabaco.

—Solo una cosa, Jean…

Le Guen cierra los ojos. Louis sonríe para sus adentros. En presencia del comisario, Louis solo sonríe para sus adentros, es una regla. Armand aguarda, siempre está dispuesto a apostar por Verhoeven treinta contra uno.

—Precísame una cosa —continúa Camille—. En tu opinión, no ha habido ni un solo caso de asesinato con ácido sulfúrico desde… ¿Desde?

En esos momentos, el comisario no está para adivinanzas.

—¡Desde hace once años, mi querido amigo! Te hablo de casos sin resolver. De vez en cuando sí que hay algún gracioso que recurre al ácido sulfúrico en algún momento, pero lo utiliza como complemento, como un añadido. A esos tipos se los localiza, se los detiene, se los hace confesar y se los juzga; en resumidas cuentas, la nación atenta y vengativa les corta el paso. En el terreno del ácido sulfúrico concentrado, nosotros, la policía democrática, somos infalibles e inflexibles desde hace once años.

—No me toques los cojones, Camille —suspira Le Guen.

—Te entiendo, comisario. Pero qué quieres, como decía Danton: «¡Los hechos son testarudos!». ¡Y ahí tienes los hechos!

—Lenin —apostilla Louis.

Camille se vuelve hacia él, con una mueca de fastidio.

—¿Qué pasa con Lenin?

Louis se aparta el flequillo con la mano derecha.

—«Los hechos son testarudos» —aventura Louis, azorado— lo dijo Lenin y no Danton.

—¿Y qué cambia eso?

Louis se sonroja. Decide arriesgarse, pero no le da tiempo. Le Guen se le adelanta.

—¡Exactamente, Camille! ¿Qué cambian tus casos de ácido de los últimos diez años? ¿Eh?

Está furioso, su voz resuena en la terraza, pero los accesos de ira shakesperiana de Le Guen solo impresionan a los otros clientes. Camille se limita a observar sobriamente el balanceo de sus pies a quince centímetros del suelo.

—Diez años no, mi comisario, once.

Entre otros, es un reproche que se le podría hacer a Camille: de vez en cuando hace gala de su vena teatral, a la manera de Racine.

—Y tenemos dos sobre la mesa en menos de ocho meses. Solo hombres. Observarás que con el caso Trarieux, ahora, ya son tres.

—Pero…

Louis diría que el comisario «apostrofa»; es verdaderamente un joven muy leído.

Salvo que, en ese instante, el comisario apostrofa brevemente. Porque no tiene mucho que decir.

—¿Qué relación tienen con esta chica, Camille?

Camille sonríe.

—Por fin una buena pregunta.

El comisario se contenta con añadir unas pocas sílabas.

—¡Manda huevos!

Para mostrar su agotamiento, se pone en pie («ya hablaremos de esto») con un gesto de cansancio («tal vez tengas razón, pero dejémoslo para luego»). Para quien no conozca a Le Guen, parecería un hombre absolutamente descorazonado. Lanza un puñado de monedas sobre la mesa y, al marcharse, alza la mano como si prestara juramento ante un tribunal («hasta luego a todos»), les da la espalda, ancha como un armario, y se aleja con paso pesado.

Camille suspira, tener razón demasiado pronto es lo mismo que equivocarse. «Pero no me equivoco». Al decirlo, se toca la nariz con el índice, como si ante Louis y Armand fuera necesario precisar que suele tener buen olfato. Simplemente va a destiempo. Por el momento, la chica es solo una víctima, nada más. No dar con ella, cuando a uno le pagan por eso, ya es más que una falta, así que sostener que se trata de una asesina reincidente no constituye una defensa muy operativa.

Se ponen de nuevo en camino. Armand ha gorroneado un purito, su vecino de mesa no tenía nada más. Los tres agentes abandonan la terraza y se dirigen al metro.

—He reorganizado los equipos —dice Louis—. El primero…

Camille lo detiene asiéndolo vigorosamente del antebrazo, como si acabara de descubrir una cobra a sus pies. Louis alza la vista, escucha. Armand también escucha, atento. Camille tiene razón, los tres hombres se miran como si estuvieran en plena selva, sienten cómo el asfalto vibra bajo sus pies al ritmo de unos golpes sordos y profundos. Se vuelven a la vez, dispuestos a enfrentarse a cualquier eventualidad. Frente a ellos, a una veintena de metros, una masa monumental se les aproxima a una velocidad increíble. El paquidérmico Le Guen corre a su encuentro, el vuelo de su americana aumenta más si cabe su enorme corpulencia, alza el brazo sosteniendo en la mano su teléfono móvil. Camille tiene el reflejo de buscar el suyo y recuerda que lo ha apagado. Sin tiempo de hacer ningún gesto ni de apartarse, Le Guen les da alcance. Necesita unas cuantas zancadas más para llegar, pero la trayectoria está bien calculada y se detiene exactamente delante de Camille. Curiosamente, no jadea. Señala su teléfono móvil.

—Han encontrado a la chica. Está en Pantin. ¡Date prisa!

El comisario ha regresado a la brigada, tiene mil cosas entre manos y es él quien se ocupa de llamar al juez.

Louis conduce con calma pero a toda velocidad. En unos minutos, ya han llegado.

El antiguo almacén parece varado en la orilla del canal como un gigantesco blocao industrial que recuerda a la vez un barco y una fábrica. Es un edificio ocre, cuadrado, con unos amplios corredores exteriores en su vertiente de barco, que en cada planta recorren las cuatro fachadas del edificio, y en su vertiente de fábrica, con unas grandes aberturas con cristales altos y estrechos, pegadas unas a otras. Una obra maestra de la arquitectura de hormigón de los años treinta. Un monumento imperial cuyo rótulo, hoy apenas legible, aún reza: FUNDICIONES GENERALES.

Solo queda ese inmueble, sin duda destinado a la rehabilitación. A su alrededor todo ha sido derruido. Cubierto por completo de grafitos con inmensas letras blancas, azules y naranjas, impasible a las tentativas de demolición, sigue reinando sobre el muelle, imperturbable, como esos elefantes que engalanan en Asia con ocasión de las fiestas y prosiguen, bajo las serpentinas y las banderolas, su marcha pesada y misteriosa. Empezaba a anochecer cuando unos jóvenes grafiteros escalaron hasta el corredor exterior de la primera planta, algo que parecía imposible desde que se tapiaron todos los accesos pero que para esos chavales no había sido obstáculo. Acababan su trabajo cuando uno de ellos echó un vistazo por una de las vidrieras rotas y creyó ver, balanceándose peligrosamente, una caja suspendida en el aire, y lo que era aún más sorprendente, conteniendo lo que parecía un cuerpo. Durante toda la mañana han estado sopesando los riesgos antes de decidirse a hacer una llamada anónima a la comisaría, y en menos de dos horas la policía ha dado con ellos y les ha pedido cuentas sobre sus actividades nocturnas.

Han avisado a la brigada criminal y a los bomberos. El edificio está clausurado desde hace años y la empresa que lo compró tapió todos los accesos. Mientras un equipo dirige la escalera de los bomberos hacia los corredores exteriores, otro ha comenzado a derribar a mazazos uno de los muros de ladrillo.

Además de los bomberos, en el exterior se mezclan agentes uniformados, de paisano, coches y faros. Los curiosos, llegados de no se sabe dónde, se agolpan tras las vallas y observan las maniobras.

Camille desciende tan precipitadamente de su coche que está a punto de resbalar sobre la gravilla y los trozos de ladrillo rotos. Tras recuperar el equilibrio, observa un instante a los bomberos y sin siquiera mostrarles su placa les grita:

—¡Esperen!

Se acerca. Un capitán de los bomberos avanza a su vez con la intención de bloquearle el paso. Camille no le da tiempo a hacerlo y se mete en el edificio por un agujero que permite el paso justo a un hombre de su estatura. Para que los demás puedan entrar, harán falta unos cuantos mazazos más.

El interior del edificio está completamente vacío. Las grandes salas están bañadas por una luz difusa y verdosa que desciende como una polvareda de las cristaleras y los ventanales reventados. Se oye el caer del agua, el sonido metálico de las chapas mal fijadas en alguna otra planta y el eco que resuena en los inmensos espacios vacíos. Arroyos de agua serpentean entre los pies del comandante. Es un lugar inquietante, impresionante, como una catedral abandonada, con una atmósfera triste de fin de reinado industrial. El ambiente y la luz encajan con lo que se intuía en las fotos de la chica. Tras Camille, las mazas siguen golpeando como un toque a rebato mientras derriban los muros.

Camille grita de inmediato, en voz muy alta:

—¿Hay alguien ahí?

Aguarda un segundo y echa a correr. La primera sala es muy grande, de unos quince o veinte metros de longitud, y de techo alto, sin duda cuatro o cinco metros. El agua se escurre por las paredes y encharca el suelo. Hay una humedad densa y glacial. Atraviesa corriendo salas destinadas al almacenamiento y, antes de llegar a la abertura que conduce a la siguiente, sabe que ha llegado.

—¿Hay alguien ahí?

Camille nota el cambio en su voz. Gajes del oficio: al llegar al escenario de un crimen se produce una tensión especial, se siente en las tripas y se oye en la voz. Y lo que ha provocado esa tensión, ese nuevo estado mental, es un hedor ahogado entre las corrientes de aire frío arremolinadas en la sala. Apesta a carne en descomposición, a orines y excrementos.

—¿Hay alguien ahí?

Corre. A sus espaldas, a lo lejos, se oyen pasos precipitados: los equipos acaban de acceder al edificio. Camille entra en la segunda sala y se queda inmóvil, con los brazos colgando, frente al cuadro que se muestra ante sus ojos.

Louis acaba de llegar junto a él. Lo primero que le oye a Camille es una exclamación:

—¡La madre que…!

La jaula de madera está en el suelo y hay dos tablas arrancadas. Quizá se hayan roto con la caída y la chica haya acabado de soltarlas. El olor de putrefacción proviene de tres ratas muertas, dos de las cuales han quedado aplastadas por la caja, cubiertas de moscas. A unos metros de la caja hay excrementos medio secos. Camille y Louis alzan la vista hacia la cuerda, cortada no se sabe con qué, uno de cuyos extremos ha quedado atrapado en la polea colgada del techo.

Y el suelo está cubierto de sangre.

Y no hay rastro de la chica.

Los agentes que acaban de llegar parten en su busca.

Camille menea la cabeza, escéptico, convencido de que es una búsqueda inútil.

Se ha volatilizado.

En el estado en que se hallaba…

¿Cómo ha logrado escapar? Los análisis revelarán la respuesta. ¿Por dónde y cómo se ha marchado? Los técnicos lo descubrirán. El resultado está ante sus ojos: la mujer a la que iban a rescatar se ha rescatado a sí misma.

Mientras en la gran sala resuenan órdenes e instrucciones de unos y otros y el eco de pasos apresurados, Camille y Louis permanecen en silencio y observan, inmóviles, ese extraño fin de acto.

La chica ha desaparecido y no ha acudido a la policía como habría hecho cualquier rehén súbitamente liberado.

Hace unos meses mató a un hombre a palazos y le fundió media cabeza con ácido sulfúrico antes de enterrarlo en un jardín de las afueras.

Solo un cúmulo de circunstancias ha permitido hallar ese cadáver, lo que les lleva a preguntarse si no habrá otros.

Y cuántos.

Ha habido dos asesinatos similares y Camille apostaría cualquier cosa a que están relacionados con el de Pascal Trarieux.

Por la manera en que ha conseguido escapar de una situación tan desesperada, es obvio que se trata de una mujer de inusitada resistencia.

Hay que dar con ella.

Y no saben quién es.

—Estoy seguro —comenta brevemente Camille— de que el comisario Le Guen comprenderá con mayor claridad ahora el alcance de nuestro problema.

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