Alex

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Segunda parte » Capítulo 26

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Alex está aturdida por el cansancio. Ni siquiera ha tenido tiempo de darse realmente cuenta de lo sucedido.

Haciendo acopio de las últimas fuerzas que le quedaban, ha provocado tal oscilación de la jaula, de tal amplitud, que las ratas, asustadas, petrificadas, se aferraban a las tablas con sus garras. Alex no dejaba de gritar. Suspendida de la cuerda, la caja iba de un lado a otro entre las corrientes de aire helado que se arremolinaban en la sala, como la cesta de una atracción de feria en los instantes previos a sufrir un trágico accidente.

La suerte de Alex, lo que le salvará la vida, es que la cuerda cede en un momento en el que una esquina de la jaula apunta hacia abajo. Con la vista fija en la cuerda que se deshilacha, Alex contempla cómo los últimos hilos se rompen uno a uno, el cáñamo parece retorcerse de dolor, y de repente, la caja se suelta y planea hasta el suelo. Con el peso, la trayectoria es fulgurante, una fracción de segundo, apenas el tiempo suficiente que permite a Alex tensar sus músculos para resistir el impacto del aterrizaje. El choque es violento, el ángulo reforzado parece querer clavarse en el suelo de hormigón y la caja se tambalea unos instantes antes de caer pesadamente, con un ensordecedor suspiro de alivio. Alex se ha golpeado contra la tapa, y en el primer segundo, las ratas ya se habían dispersado. Dos tablas se han roto, pero ninguna ha cedido por completo.

Noqueada por el impacto, Alex trata de recobrar el sentido; poco a poco, la información primordial se abre paso hasta su cerebro: ha funcionado. La caja se ha desprendido de la cuerda y se ha roto. Una tabla, en uno de los lados, se ha partido en dos. Tal vez pueda salir por ahí. Alex sufre hipotermia, y tendrá que hallar la energía suficiente para intentar romper del todo la tabla. A fuerza de empujar con las piernas y de tirar con los brazos, gritando, por fin la caja se rinde. Por encima de su cabeza, la tabla cede. Es como si el cielo se abriera, como las aguas del mar Rojo en la Biblia.

Esa victoria la hace enloquecer. Está tan desbordada por la emoción, el alivio, el éxito de esa estrategia que, en lugar de ponerse en pie y marcharse, permanece en la jaula, hundida, sollozando. Es incapaz de evitarlo.

El cerebro le envía entonces una nueva señal: «Márchate. Deprisa». Las ratas no van a reaparecer de inmediato, pero ¿y Trarieux? Hace tiempo que no la visita, ¿y si apareciera justo ahora?

Salir, vestirse, marcharse de allí, huir, huir.

Comienza a estirar las extremidades. Esperaba que fuera una liberación y resulta un suplicio. Su cuerpo entero está rígido, le es imposible levantarse, extender una pierna, apoyarse con los brazos o recuperar una posición normal. Una bola rígida de músculos petrificados. No tiene fuerzas.

Arrodillarse le lleva uno, dos minutos. Tan irreprimible es el dolor que llora de impotencia, fuerza su cuerpo gritando, golpea la caja enfurecida. El agotamiento la abate, cae de nuevo y rueda como una bola, helada, extenuada. Paralizada.

Necesita todo su coraje y voluntad pura para retomar el esfuerzo, ese esfuerzo descomunal para extender sus miembros jurando y perjurando, para mover la pelvis, girar el cuello… Un combate entre la Alex condenada y la Alex que ha sobrevivido. Poco a poco, el cuerpo despierta. Dolorosamente, pero despierta. Alex, postrada, logra finalmente agacharse y pasar, centímetro a centímetro, una pierna por encima de la caja y luego la otra, y caer pesadamente al otro lado. El impacto es duro, pero apoya con deleite su mejilla contra el hormigón frío y húmedo y vuelve a sollozar.

Pasados unos minutos se arrastra a cuatro patas y coge un trapo, se cubre los hombros y avanza hacia las botellas de agua, coge una y se la bebe casi hasta apurarla. Recobra el aliento y se tumba boca arriba. Ha aguardado ese instante días y días (¿cuántos exactamente?), días en los que ha llegado a resignarse a no poder volver a hacerlo. Permanece así unos segundos interminables, sintiendo la sangre que vuelve a circular, ardiente, las articulaciones que se desentumecen, los músculos que despiertan dolorosamente. Eso deben de sentir los alpinistas perdidos cuando los localizan aún con vida.

El cerebro le repite la señal. «¿Y si Trarieux regresa ahora? Márchate. Deprisa».

Alex comprueba que toda su ropa sigue estando allí. Todas sus cosas, su bolso, su documentación, su dinero e incluso la peluca que llevaba aquella noche y que él ha apilado junto a sus otras pertenencias. No le ha robado nada. Solo quiere su vida; en fin, su muerte. Alex tantea los objetos, coge la ropa, sus débiles manos tiemblan. Mira a uno y otro lado, inquieta. Antes que nada, por si acaso Trarieux llegara, tiene que encontrar algo con lo que defenderse. Rebusca febril entre el material de bricolaje amontonado y encuentra una palanca. Sabe que esa herramienta sirve para abrir cajas. ¿Cuándo pensaba utilizarla? ¿Cuando estuviera muerta? ¿Para enterrarla? Alex la deja junto a ella, ajena a lo irrisorio de la situación. Está tan débil que, si Trarieux apareciera, sería incapaz de levantar la palanca.

Al vestirse toma repentinamente conciencia de su hediondo olor a orines, excrementos y vómitos, y de su aliento de chacal. Abre una botella y luego otra, se frota vigorosamente, pero sus gestos son lentos, se lava como puede, se seca, sus miembros recuperan lentamente su función, entra en calor restregándose con una manta abandonada y unos trapos sucios. Como era de esperar, no hay ningún espejo y le es imposible ver qué aspecto tiene. Debe de tener uno en el bolso, pero su cerebro le lanza de nuevo una señal de alarma. «Último aviso. Vete, joder, lárgate de aquí. Inmediatamente».

La ropa le procura enseguida sensación de calor, tiene los pies hinchados, los zapatos le duelen. Apenas se sostiene en pie y trata de mantener el equilibrio, recoge su bolso, renuncia a llevarse la palanca y se marcha tambaleándose, con la impresión de que ya nunca podrá volver a hacer algunos movimientos, como desplegar completamente las piernas, volver enteramente la cabeza o erguirse. Avanza encorvada como una anciana.

Puede seguir el rastro de los pasos de Trarieux de una habitación a otra. Busca con la mirada dónde debe de hallarse la salida que utiliza. El primer día, cuando trató de escapar y él la atrapó frente al muro de ladrillos no vio, allá abajo, en el suelo del ángulo del muro, una trampilla metálica. Un alambre trenzado sirve de agarradero. Alex trata de levantarla. Angustia. Tira con todas sus fuerzas, pero no logra moverla ni un solo milímetro. Le saltan las lágrimas y de su vientre brota un gemido sordo, inútil. Alex mira a su alrededor, busca. Sabe que no hay otra salida, por eso Trarieux no salió corriendo tras ella para atraparla. Sabía que, incluso si lograba llegar hasta la trampilla, sería incapaz de levantarla. En su interior crece entonces la cólera, una cólera violenta, asesina, una cólera negra. Alex grita y echa a correr torpemente hacia la caja, como una tullida. Desde lejos, las ratas que se han arriesgado a volver la ven lanzarse sobre ellas y se volatilizan. Alex recoge la palanca y tres tablas rotas, y las acarrea sin plantearse siquiera si tiene fuerzas para hacerlo, porque su mente está en otro sitio. Quiere salir de allí y nada, absolutamente nada conseguirá impedírselo. Aunque sea muerta, pero saldrá. Desliza el extremo de la palanca por el borde de la trampilla y descarga todo su peso. Cuando logra moverla unos pocos centímetros, empuja con el pie una tabla, hace de nuevo palanca y coloca otra, corre a buscar más trozos de madera, regresa y, de esfuerzo en esfuerzo, logra encajar verticalmente la palanca. Ha logrado levantar la trampilla unos cuarenta centímetros, un espacio apenas suficiente para pasar el cuerpo arriesgándose a que ese inestable equilibrio ceda de repente y la trampilla caiga sobre su cuerpo y la aplaste.

Alex se detiene, escucha inclinando la cabeza. Esta vez no le llega advertencia alguna, ningún consejo. Al menor roce, al menor temblor, si su cuerpo toca la palanca y la mueve, la trampilla caerá sobre su cuerpo y quedará atrapada. En una fracción de segundo arroja su bolso por la trampilla, que cae con un ruido acolchado. No parece muy profundo. Eso le basta para tenderse y, milímetro a milímetro, deslizarse bajo la trampilla. Hace frío, pero cuando la punta de su pie descubre un punto de apoyo, un peldaño, está empapada en sudor. Acaba de introducirse en el agujero y se sostiene del borde con los dedos cuando, al volver la cabeza, hace el movimiento en falso que temía, la palanca resbala con un chirrido estridente y la trampilla se cierra brutalmente con un ruido infernal. Tiene el tiempo justo para retirar los dedos, un reflejo que se mide en nanosegundos. Alex se queda paralizada. Está entera. Cuando sus ojos se acostumbran a la penumbra, recoge su bolso unos peldaños más abajo y ni siquiera respira. Está a punto de marcharse, va a lograrlo, no puede creerlo… Unos peldaños más y luego una puerta de hierro bloqueada con una piedra sillar que le lleva un tiempo infinito retirar porque apenas le quedan ya fuerzas. Luego un pasillo que huele a orines y una segunda escalera tan oscura que recorre sosteniéndose con ambas manos en la pared, como una ciega, guiada por el resplandor. Fue en esta escalera donde se golpeó la cabeza y se desvaneció. Al final, tres barrotes que Alex asciende uno tras otro, y a continuación un túnel, un conducto que lleva hasta una pequeña placa de plancha incrustada verticalmente en el muro. La poca luz del exterior apenas llega hasta allí, y Alex se ve obligada a recorrer el contorno con los dedos para averiguar cómo se abre. Simplemente está encajada. Alex trata de tirar hacia ella, no pesa demasiado. La suelta con precaución y la deja en el suelo, a su lado.

Está fuera.

El aire fresco de la noche llega hasta ella de inmediato, un olor suave, a la fresca humedad de la noche, el olor del canal. La vida que renace, la luz mortecina. La plancha está oculta en un hueco del muro, a ras de suelo. Alex sale y se vuelve inmediatamente para colocarla de nuevo; sin embargo, desiste. Ya no necesita ser precavida. Eso, si se marcha de inmediato. Tan deprisa como le permitan sus extremidades rígidas y doloridas.

A una treintena de metros hay un muelle desierto. A lo lejos, unas casitas residenciales con luz en casi todas las ventanas y el ruido en sordina de un bulevar que debe de discurrir al otro lado, no demasiado lejos.

Alex echa a andar.

Ha llegado al bulevar. Está tan cansada que sabe que no podrá caminar mucho más. Presa de un mareo, se ve obligada a apoyarse en una farola para no caerse.

Parece demasiado tarde para esperar que pase algún medio de transporte.

Sí. Más abajo hay una parada de taxis.

«Desierta y, de todas formas, demasiado arriesgado», le sugieren las pocas neuronas que siguen activas. Podrían descubrirla fácilmente.

Pero esas neuronas son incapaces de sugerirle una solución mejor.

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