Alex

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Segunda parte » Capítulo 27

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Cuando, como esa mañana, los asuntos candentes se acumulan y es difícil establecer las prioridades, Camille considera que «lo más urgente es no hacer nada». Es una variante de su método que consiste en abordar los casos con la mayor distancia posible. En la época en que daba cursos en la Escuela de Policía, aludía a ese método con el nombre de «técnica aérea». Viniendo de un hombre que mide un metro y cuarenta y cinco centímetros, esa denominación podría haber sido motivo de chanza; sin embargo, nadie se arriesgó nunca a bromear.

Son las seis de la mañana, Camille se ha levantado y duchado, ha desayunado, ha dejado su maletín junto a la puerta y está en pie, con Doudouche en un brazo. Con una mano le rasca el lomo y ambos miran por la ventana.

Su mirada se detiene en el sobre que finalmente se decidió a abrir la noche anterior, el sobre con membrete del tasador. Esa subasta representa el último acto de la herencia de su padre. Su muerte no le ha resultado verdaderamente dolorosa. Aunque Camille se sintiera conmocionado, afectado y después triste y apenado, no supuso un cataclismo. Solo un leve estremecimiento. Con su padre, todo era siempre terriblemente previsible, y su muerte no fue una excepción. Si Camille no había logrado hasta entonces abrir aquel sobre era porque su contenido representaba el último acto de un pedazo entero de su vida. Pronto cumplirá cincuenta años. Todos a su alrededor han muerto: su madre, luego su mujer y ahora su padre; no tendrá hijos. Nunca imaginó que sería el último superviviente de su propia vida. Le preocupa que la muerte de su padre ponga punto y final a una historia que, sin embargo, no ha terminado. Camille sigue allí, castigado pero en pie. Salvo que su vida ya solo le pertenece a él, es el único poseedor y beneficiario. En cuanto uno se convierte en el protagonista de su propia vida, pierde todo interés. Lo que más hace sufrir a Camille no es solo ese estúpido complejo de superviviente, sino el hecho de sentirse atado a semejante banalidad.

Ha vendido el apartamento de su padre. Solo quedan unos quince lienzos de Maud que el señor Verhoeven conservó.

Sin mencionar el taller. Camille es incapaz de pisarlo, es el epicentro de todas sus penas. Su madre, Irène… No, es incapaz. Ni siquiera podría subir los cuatro peldaños, empujar la puerta, entrar. No, jamás.

Ha tenido que hacer acopio de valor para decidirse a vender los lienzos. Se puso en contacto con un amigo de su madre. Habían estudiado Bellas Artes juntos, y aceptó ocuparse del inventario de las obras. La subasta se celebrará el 7 de octubre, ya ha cerrado el acuerdo. El sobre contenía la lista de lienzos, el lugar, la hora y el programa de la velada íntegramente consagrada a la obra de Maud, con testimonios y explicaciones de las circunstancias en que se compuso cada uno de ellos.

Al principio trató de convencerse de que lo mejor era no conservar ni una sola de las telas, e inventó un sinfín de teorías para justificarlo; entre ellas, que dispersar la obra de su madre sería como hacerle un homenaje. «Yo mismo tendré que ir a un museo para ver uno de sus cuadros», explicaba entonces con una satisfacción entremezclada de gravedad. Naturalmente, es una estupidez. La verdad es que siente una adoración desmedida por su madre y que, desde que está solo, la ambivalencia de ese amor mezcla de admiración y de rencor, de amargura y resentimiento, ha estallado en su interior. Ese amor teñido de hostilidad lo ha acompañado toda la vida, pero, para vivir en paz hoy, necesita desprenderse de todo eso. La pintura era la causa infranqueable de su madre, a ella sacrificó su vida y también la de Camille. Quizá no su vida entera, pero sí la parte que se convirtió en el destino de su hijo. Como si hubiera imaginado que podía dar a luz un niño sin prever que llegaría a convertirse en una persona adulta. Camille no se desprenderá de ninguna carga, simplemente quiere liberarse del peso que supone en su vida.

Se van a poner a la venta dieciocho telas que abarcan principalmente los diez últimos años de Maud Verhoeven, todas ellas muestras de la abstracción pura. Ante algunas, Camille siente la misma emoción que al contemplar las telas de Rothko, parece que el color vibre, que palpite, hay que haberlo sentido para saber que se trata de pintura viva. Dos de las telas han sido reservadas y están destinadas a exponerse en museos, dos telas que aúllan de dolor, pintadas en la fase terminal del cáncer de Maud y que representan la cima de su obra. Camille tal vez habría conservado un autorretrato que pintó cuando tenía unos treinta años. El lienzo muestra un rostro infantil y preocupado, casi grave, que mira más allá del espectador. La pose desprende un cierto aire de ausencia, una mezcla muy elaborada de femineidad adulta e inocencia infantil como la que se ve en el rostro de esas mujeres antaño juveniles y ávidas de ternura hoy consumidas por el alcohol. A Irène le gustaba mucho esa tela. La fotografió un día para Camille, y la copia, en formato 10 X 13, sigue ocupando un lugar sobre la mesa de su despacho, junto al bote de vidrio para los lápices que Irène, siempre ella, le había regalado, el único objeto personal que Camille ha conservado en su lugar de trabajo. Armand siempre ha contemplado esa fotografía extasiado, es la única tela de Maud Verhoeven que comprende porque es figurativa. Camille se había prometido regalarle esa reproducción algún día, pero no ha llegado a hacerlo. Y ha acabado por poner también ese cuadro a la venta. Cuando finalmente la obra de su madre se haya dispersado, quizá encuentre la paz, quizá pueda vender entonces el último eslabón de esa cadena que ya no le une a nada, el taller de Montfort.

La ensoñación se ha mezclado con otras imágenes mucho más urgentes y recientes, las de esa chica encerrada que ha logrado huir. Siguen siendo imágenes de muerte, pero de muerte por venir. Porque no sabría decir de dónde le viene, pero ante el espectáculo de esa jaula reventada, de esas ratas muertas, de los rastros de esa fuga, tiene la íntima certeza de que tras todo eso se oculta otra cosa, se oculta la muerte.

Abajo, ya hay actividad en la calle. A alguien que, como él, duerme poco, no le importa, pero Irène nunca podría haber vivido en ese apartamento. Por el contrario, resulta un gran espectáculo para Doudouche, que puede pasarse horas observando a través del cristal el movimiento de las barcazas que maniobran en la esclusa; cuando el tiempo lo permite, la gata se instala en el alféizar de la ventana.

Camille no saldrá hasta que aclare las ideas que rondan su cabeza. Y, por el momento, abundan las preguntas.

El almacén de Pantin. ¿Cómo lo encontró Trarieux? ¿Es ese un dato importante o no? Abandonada desde hace años, la gigantesca nave nunca había sido ocupada por los vagabundos. Sin duda, la insalubridad desalentó cualquier iniciativa a tal efecto, pero, sobre todo, la única entrada posible, a través de una estrecha plancha situada casi a ras de suelo, que obliga a recorrer un largo camino y que dificulta el transporte del material necesario para instalarse. Tal vez por esa razón Trarieux construyó una jaula tan pequeña, de la longitud de las tablas que podía hacer entrar. Puede imaginarse también lo que debió de ser llevar a la chica hasta allí. Trarieux mostró una tremenda resolución, estaba dispuesto a agotarla y a mantener la tortura el tiempo que fuera necesario hasta que confesara qué había hecho con su hijo.

Nathalie Granger. Ahora saben que no es su verdadero nombre, pero, a falta de otro, la siguen llamando así. Camille prefiere decir «la chica», pero no siempre lo consigue. Entre un nombre falso y ningún nombre, ¿cuál es la mejor elección?

El juez ha aceptado abrir el caso. Sin embargo, hasta que se demuestre lo contrario, a la que a buen seguro asesinó al hijo de Trarieux con un pico y una pala y le destrozó la cabeza con ácido sulfúrico solo se la busca como testigo. Su antigua compañera en Champigny la ha identificado formalmente a partir del retrato robot, pero la fiscalía necesita pruebas materiales.

En el almacén de Pantin se han recogido muestras de sangre, cabellos y todo tipo de materia orgánica que pronto confirmarán que pertenecen a la misma chica cuyos rastros hallaron en la furgoneta de Trarieux. Al menos, se habrá aclarado una parte del caso. Y no es poco, se dice Camille.

La única solución para conservar esa pista aún caliente es reabrir los dos últimos casos de asesinato con ácido sulfúrico concentrado hallados en los archivos y contemplar si es posible relacionarlos con el mismo culpable. A pesar del escepticismo del comisario, la convicción de Camille es absoluta: se trata del mismo asesino y es una mujer. Los archivos de esos dos casos le esperan sobre la mesa de su despacho.

Camille medita un instante sobre la pareja formada por Nathalie Granger y Pascal Trarieux. ¿Un drama pasional? Si ese fuera el caso, lo imaginaría más probable a la inversa: Pascal Trarieux, presa de un furioso ataque de celos o incapaz de aceptar que lo abandonara, asesina a Nathalie por un rapto de locura repentina. Pero al revés… ¿Un accidente? Es difícil creerlo cuando se considera el modo en que se desarrollaron los hechos. Camille no consigue concentrarse en esas hipótesis, hay algo más que le ronda la cabeza mientras Doudouche comienza a afilarse las uñas en la manga de su americana. ¿Cómo se marchó del almacén? ¿Qué sucedió exactamente?

Los análisis aclararán de qué manera logró hacer que la caja se soltara, pero luego, una vez fuera, ¿cómo lo hizo?

Camille trata de imaginar la escena. Y en su película, falta una secuencia.

Sabemos que la chica recuperó su ropa. Se siguieron las huellas de sus zapatos hasta el conducto que lleva a la salida. Se trata sin duda de los mismos zapatos que llevaba cuando Trarieux la raptó, es difícil imaginar por qué su carcelero iba a darle unos nuevos. Le pegó, ella se defendió, la arrojó dentro de la furgoneta y la ató. ¿En qué estado debe de estar su ropa? Arrugada, rasgada, sucia… En cualquier caso, no como recién planchada, determina Camille. En la calle, una chica vestida de ese modo debe de llamar la atención, ¿no es cierto?

A Camille le cuesta imaginar que Trarieux se haya ocupado con esmero de las cosas de la chica. «Aceptémoslo —se dice Camille—. Abandonemos la pista de la ropa para considerar a la chica propiamente».

Debía de estar muy sucia: pasó una semana completamente desnuda dentro de una caja suspendida a dos metros del suelo y en la que tuvo que hacer sus necesidades. En las fotos se la ve más que consumida, al borde de la muerte, Trarieux la alimentó con las croquetas para ratones domésticos que encontraron en el almacén.

—Tiene que estar agotada —dice Camille en voz alta—. Y sucia como el palo de un gallinero.

Doudouche alza la vista, sabe incluso mejor que Camille que su dueño sigue hablando solo.

Los rastros de agua en el suelo y en los trapos y sus huellas en varias botellas de agua mineral indican que antes de salir del almacén se aseó someramente.

—A pesar de todo… Cuando uno ha tenido que hacerse sus necesidades encima durante una semana, ¿cómo se va a lavar con tres litros de agua fría y dos trapos sucios?

Y así llega otra vez a la pregunta crucial: ¿cómo logró volver a su casa sin que nadie la viera?

—¿Quién te dice que nadie la vio? —pregunta Armand.

Las siete y cuarenta y cinco minutos. La brigada. Aunque uno tenga otras cosas en la cabeza, la estampa de Armand y Louis uno al lado del otro resulta hilarante. Louis, con un traje Kiton gris acero, corbata Steffano Ricci y zapatos Weston, y Armand, enteramente equipado en la liquidación de restos del Socorro Popular, la asociación que lucha contra la pobreza y la precariedad. «Joder —se dice Camille mirándolo—, parece que se compre una talla menos para ahorrar».

Toma otro sorbo de café. Es cierto, ¿quién dice que nadie la ha visto?

—Vamos a indagar —dice Camille.

La chica ha actuado con sigilo, salió del almacén y desapareció. Se ha evaporado, algo difícil de admitir.

—Quizá hizo autoestop… —propone Louis.

Ni él mismo cree en su sugerencia. ¿Una chica de veinticinco o treinta años que hace autostop bien entrada la noche? Y si no se detiene ningún coche, ¿qué hace? ¿Se queda en la acera enseñando el pulgar? Peor aún, ¿camina por la acera haciendo señales a los conductores, como una puta?

—El autobús…

Posible. Sin embargo, la frecuencia de paso nocturna en esa línea debe de ser muy baja, y la chica tendría que haber llegado a la parada al mismo tiempo que el autobús. De lo contrario, se habría quedado plantada esperando unos tres cuartos de hora, agotada, quizá vestida con andrajos. Es poco probable. ¿Acaso podía sostenerse en pie sin ayuda?

Louis anota que deben verificar los horarios e interrogar a los conductores.

—¿Un taxi…?

Louis añade esa pista a la lista de cosas que deben verificar, pero en ese caso… ¿Disponía de dinero para pagar? ¿Su aspecto era lo bastante presentable como para inspirar confianza a un taxista? Quizá alguien la viera por la calle, caminando por la acera.

Solo cabe suponer que partió en dirección a París. Tendrán que preguntar en el vecindario. Ya fuera en autobús o en taxi, deberían poder averiguarlo en unas pocas horas.

A mediodía, la peculiar pareja que forman Louis y Armand se pone en camino bajo la mirada curiosa de Camille.

Se sienta tras su mesa y echa un vistazo a los dos informes que lo aguardan: Bernard Gattegno y Stefan Maciak.

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