Alex

Alex


Tercera parte » Capítulo 52

Página 57 de 69

52

Antes de llevarlos al despacho de Camille, todos los objetos han pasado primero por el laboratorio. A primera vista no lo parece, pero ocupan bastante. Para poder revisarlos, han tenido que hacerse traer dos grandes mesas que Armand ha cubierto con un mantel y apartar el escritorio, el perchero, las sillas y los sillones. Se les hace difícil enfrentarse a objetos tan infantiles y pensar que pertenecían a una mujer de treinta años. Da la impresión de que no había crecido. ¿Para qué sirve conservar tanto tiempo un viejo pasador de pelo de color rosa o una entrada de cine?

Recogieron todas esas cosas en el hotel, cuatro días antes.

Tras abandonar la habitación de la joven fallecida, Camille descendió a la planta baja, donde Armand tomaba declaración al recepcionista, un joven con el cabello engominado repeinado a un lado, como si acabaran de darle una bofetada. Por razones en apariencia prácticas, Armand se había instalado en el salón donde se servían los desayunos.

—¿Me permite?

Sin aguardar la respuesta, se sirvió una jarra de café, cuatro cruasanes, un vaso de zumo de naranja, un plato de cereales, un huevo duro, dos lonchas de jamón y varias porciones de queso fundido. Mientras comía, formulaba las preguntas y escuchaba atentamente las respuestas; a pesar de tener la boca llena, podía rectificar:

—Antes me ha dicho las diez y media.

—Sí —dice el recepcionista, asombrado por el apetito de un policía tan delgado—. Cinco minutos más o menos, no sé precisar con tanta exactitud…

Armand hizo un signo de comprensión. Al final del interrogatorio, preguntó:

—¿No tendrá usted una caja o algo parecido?

Sin esperar la respuesta, extendió tres servilletas de papel, volcó una cesta entera de bollería variada, dobló cuidadosamente las cuatro esquinas y las anudó, como una bolsita de regalo. Mirando al recepcionista, dijo en un tono de preocupación:

—Para el almuerzo… Con este caso, no tendremos tiempo de sentarnos a comer.

Eran las siete y media de la mañana.

Camille entró en una sala destinada a reuniones y seminarios que Louis había ocupado para las declaraciones. Estaba interrogando a la señora de la limpieza que había descubierto el cadáver de Alex, una mujer de unos cincuenta años de tez pálida, consumida por el trabajo. Se ocupa del mantenimiento después de la cena y luego se marcha a su casa, pero a veces, por falta de personal, se ve obligada a regresar por la mañana, a las seis, para trabajar en el primer turno de limpieza. Es rolliza, con la espalda encorvada.

Normalmente, no entra en las habitaciones más que a última hora de la mañana y tras haber llamado a la puerta repetidas veces y escuchado, porque las escenas que ha llegado a ver… Podría explicarles decenas de historias, pero se sentía intimidada por la presencia del policía bajito que acababa de entrar y los observaba. No decía nada, estaba plantado con las manos en los bolsillos del abrigo que no se había quitado desde su llegada, ese hombre debía de estar enfermo o ser muy friolero. Salvo que aquella mañana, se equivocó. En un papel le habían anotado el número de habitación «317», pues el cliente ya había abandonado el hotel y eso significaba luz verde para hacer la limpieza.

—Estaba mal escrito y he leído «314» —explicó.

Hablaba con vehemencia, no quería que la culpa de aquel asunto recayera en ella, que nada tenía que ver.

—Si hubieran escrito el número de la habitación correctamente, no habría sucedido.

Para tranquilizarla, Louis puso su bella mano, cuidada con manicura, sobre su antebrazo y cerró los ojos; a veces, hasta tiene un porte cardenalicio. Por primera vez desde su inopinada entrada en la habitación 314, la mujer se dio cuenta de que, al margen de esa lamentable torpeza a la que no dejaba de darle vueltas, había una joven de treinta años que se había suicidado.

—Enseguida vi que estaba muerta.

Calló, trataba de encontrar las palabras adecuadas, ya había visto otros cadáveres a lo largo de su vida. A pesar de ello, siempre resulta un hecho inesperado e impresiona.

—¡Me sobresalté!

Se llevó las manos a la boca al recordarlo. Louis la compadecía en silencio, Camille callaba, miraba y aguardaba.

—Una chica tan guapa como ella. Que parecía tan viva…

—¿A usted le pareció que estaba viva?

Fue Camille quien hizo la pregunta.

—Claro, en la habitación, no, evidentemente… No es eso lo que quiero decir…

Y dado que ninguno de los dos hombres reaccionaba, siguió hablando, quería hacerlo bien, ayudar, en resumidas cuentas. No podía dejar de pensar que, debido al error que había cometido con el número de la habitación, acabarían por reprocharle algo. Trató de defenderse.

—¡Cuando la vi ayer sí parecía muy viva! ¡Eso es lo que quiero decir! Caminaba con decisión, vaya, ¡no sabría cómo decírselo!

Se puso nerviosa. Louis prosiguió, sereno:

—¿Dónde la vio ayer?

—¡Ahí, en la calle de enfrente! Salió con unas bolsas de basura.

Los dos agentes corrieron hacia la salida y desaparecieron antes de que pudiera acabar la frase.

Camille reclutó a su paso a Armand y a otros tres agentes, y todos corrieron hacia la salida. A la derecha y a la izquierda, a ambos lados de la calle, a una cincuentena de metros, un camión de la basura devoraba los contenedores que los empleados cargaban a toda prisa. Los policías gritaban, pero de lejos no entendían lo que les decían. Camille subió por un extremo de la calle mientras Louis bajaba por el otro, ambos mostrando sus placas, Armand gesticulaba y los agentes soplaban sus silbatos con todas sus fuerzas. Los basureros se detuvieron, petrificados. Unos policías sin resuello deteniendo contenedores de basura: en toda su carrera como basureros, nunca habían visto nada parecido.

La señora de la limpieza, impresionada, fue acompañada hasta la calle como si se tratara de una famosa rodeada por un séquito de prensa y admiradores. Señaló el lugar donde se hallaba el día anterior a última hora de la tarde cuando se cruzó con la joven.

—Yo llegaba en ciclomotor, de allí. La vi aquí. Más o menos, ¿eh? No puedo ser más precisa.

Hicieron rodar una veintena de contenedores hasta el aparcamiento del hotel. El director se inquietó de inmediato.

—No pueden… —comenzó.

Camille lo interrumpió.

—¿Qué es lo que no puedo hacer?

El director se rindió. Verdaderamente, había sido un día horrible y ahora tenía además la basura esparcida por el aparcamiento. Y, por si eso no fuera suficiente, un suicidio.

Armand descubrió las tres bolsas.

El olfato. La experiencia.

Ir a la siguiente página

Report Page