Alex

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Tercera parte » Capítulo 53

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El domingo por la mañana, Camille le abre la ventana a Doudouche para que pueda ver el mercadillo, le encanta. Aún no son las ocho y ha dormido muy mal. En cuanto termina de desayunar, entra en uno de esos largos períodos dubitativos que siempre ha vivido, en los que todas las soluciones le parecen adecuadas, en los que hacer o no hacer las cosas reviste el mismo interés. Lo más terrible en esos momentos de incertidumbre es saber, en el fondo, por qué se va a decidir. Fingir que se lo cuestiona no es más que una manera de revestir una decisión discutible con algo parecido a una capa de racionalidad.

Es el día de la subasta de las obras de su madre. Ha dicho que no iría. Ahora, está seguro de que no irá.

Se siente como si la subasta ya se hubiera celebrado y Camille se proyectara en el futuro. Su reflexión concierne ahora al resultado de la venta y a la idea de no quedarse con el dinero, de donarlo. Hasta ese momento, no se ha planteado de cuánto dinero se trata. Y aunque no quiera, su cerebro ha calculado la cifra, es superior a él. Nunca será tan rico como Louis, pero la suma no sería en absoluto despreciable. Alrededor de ciento cincuenta mil euros, a su parecer. Tal vez doscientos mil. Se enfada consigo mismo por hacer esas cuentas cuando se había prometido que no las haría. A la muerte de Irène, el seguro cubrió la hipoteca del apartamento que habían comprado y que vendió de inmediato. Con lo que obtuvo de la venta compró este y pidió un crédito que la subasta de las obras de su madre le permitiría reembolsar. Ese tipo de pensamiento constituye la primera grieta en los mejores propósitos. Se dirá a sí mismo: «Al menos podría pagar la hipoteca y donar el resto». Luego se dirá: «Pagar la hipoteca, cambiar de coche y donar el resto». Una cadena. Hasta que no quede nada. Acabará por donar doscientos euros para la lucha contra el cáncer.

«Vamos —se dice Camille despabilándose—. Concéntrate en lo esencial».

Deja sola a Doudouche hacia las diez, cruza el mercado y, como hace un día frío pero soleado, decide ir a pie hasta la brigada, le lleve el tiempo que le lleve. Camille camina tan deprisa como puede, pero tiene las piernas cortas. Así que, una vez superada la obstinación y el buen propósito, toma el metro.

Aunque es domingo, Louis ha dicho que estaría en la brigada hacia la una.

Desde su llegada, Camille se halla en conversación silenciosa con los objetos alineados sobre la mesa. Parece el puesto de una chiquilla un día de mercadillo.

Después de que el hermano de Alex hubo reconocido el cadáver en el Instituto Forense, pidieron a la señora Prévost, la madre, que identificara los objetos que reconociera.

Es una mujer menuda, enérgica, de rostro anguloso, que alardea de sus cabellos blancos y su ropa usada. Todo en ella transmite el mismo mensaje: somos gente modesta. No quiso quitarse el abrigo ni soltar su bolso, solo quería marcharse.

—Son muchas noticias que digerir de golpe —dijo Armand, que fue el primero en recibirla—. Su hija se suicidó anoche tras haber asesinado al menos a seis personas, y eso es algo que desarma a cualquiera, es comprensible.

Camille habló un buen rato con ella en el pasillo para prepararla para la prueba: iba a enfrentarse a multitud de objetos que habían pertenecido a su hija de pequeña y de adolescente, el tipo de objetos sin demasiado valor que provocan un dolor infinito cuando muere un hijo. La señora Prévost mantenía la entereza, sin llorar, decía que lo entendía; sin embargo, cuando se halló ante la mesa se hundió y tuvieron que llevarle una silla. Son unos instantes penosos en los que, como espectador, se está condenado a ser paciente, a la inacción. La señora Prévost no soltaba su bolso, como si estuviera de visita, y señalaba los objetos, la mayoría de los cuales no conocía o no recordaba, desde su silla. En muchos momentos se mostraba perpleja, insegura, como si se hallara frente a un rompecabezas de su hija y no lograra recomponerlo. Para ella eran piezas sueltas. Reducir a su hija desaparecida a aquel muestrario incoherente de baratijas tenía algo de injusto. La emoción dio paso a la indignación, y meneó la cabeza.

—En primer lugar, ¿por qué guardaba todas esas porquerías? ¿Están seguros de que esas cosas son suyas?

Camille abrió los brazos. Esa reacción no era más que un mecanismo de defensa habitual ante la violencia de una situación; tras recibir una fuerte impresión, los seres humanos a menudo manifiestan esa brutalidad.

—Mire —prosiguió ella—, sí, eso sí es de ella.

Señalaba el pequeño busto del negro en madera negra y se disponía a explicar la historia, pero renunció a hacerlo. Luego las páginas de novelas.

—Leía mucho. Siempre.

Cuando por fin llega Louis, ya son casi las dos. Comienza por las páginas arrancadas. Mañana en la batalla piensa en mí. Anna Karenina. Hay párrafos subrayados con tinta violeta. Middlemarch, El doctor Zhivago. Louis los ha leído todos. Aurélien, Los Buddenbrook y Sandrine Bontemps les había hablado también de Duras, de sus obras completas, aunque en el montón no haya más que una o dos páginas de El dolor. Louis no establece relaciones entre los títulos, todos están cargados de romanticismo, era de esperar, las muchachas sentimentales y las asesinas en serie son seres de corazón frágil.

Se van a almorzar. Durante la comida, Camille recibe la llamada del amigo de su madre que ha organizado la subasta de esa mañana. No tienen mucho que decirse. Camille le reitera su agradecimiento, no sabe qué hacer, le ofrece dinero discretamente. Se adivina que, al otro lado de la línea, el amigo dice que ya hablarán de eso más tarde, que ante todo lo ha hecho por Maud. Camille calla, acuerdan verse pronto a sabiendas de que no lo harán. Camille cuelga. Doscientos ochenta mil euros. La subasta ha superado todas las expectativas. El autorretrato, una obra menor, se ha vendido por dieciocho mil euros.

Louis no está sorprendido. Conoce el mercado del arte, las cotizaciones, tiene experiencia.

Doscientos ochenta mil. Camille no se hace a la idea. Desearía calcular cuánto supone esa cifra en salarios. Muchos. Eso lo pone de mal humor, tiene la impresión de que le pesan los bolsillos, y de hecho son sus hombros. Se inclina un poco.

—¿He hecho una tontería al venderlo todo?

—No necesariamente —dice Louis, circunspecto.

De todas formas, Camille se lo sigue preguntando.

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