Alex

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Tercera parte » Capítulo 54

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Luce un afeitado apurado y tiene un rostro rectangular, decidido, mirada viva y una boca expresiva de labios carnosos, glotones. Su porte es firme, con cierto aire marcial atenuado por su cabello moreno, ondulado, peinado hacia atrás. El cinturón de hebilla plateada resalta el volumen de un vientre proporcional a su posición social, fruto de las comidas de negocios o del matrimonio, o del estrés, o de las tres cosas a la vez. Aparenta más de cuarenta años. Tiene treinta y siete. Mide más de metro ochenta, es ancho de espaldas. Louis no está gordo pero es alto y corpulento y, sin embargo, a su lado parece un adolescente.

Camille lo había visto en el Instituto Forense cuando fue a reconocer el cadáver. Se inclinó sobre la mesa de aluminio con una expresión envarada, doliente. No dijo nada, solo hizo un gesto con la cabeza para confirmar que era ella y volvieron a cubrir el cadáver.

Ese día, no se hablaron. Es difícil dar el pésame cuando la difunta es una asesina en serie que ha destrozado la vida de media docena de familias. Por suerte, no es ese el papel de los policías.

En el pasillo, de regreso, Camille permanecía en silencio. Louis le dijo:

—Lo conocí más dicharachero…

«Es verdad —recuerda Camille—, Louis fue el primero en conocerlo, durante la investigación sobre la muerte del hijo de Trarieux».

Lunes, cinco de la tarde, en la brigada criminal.

Louis (traje Brioni, camisa Ralph Lauren, zapatos Forzieri) está en su despacho. Armand está junto a él, con los calcetines enroscados sobre los zapatos.

Camille está sentado en una silla al fondo del despacho, con los pies colgando, concentrado en un cuaderno como si el caso no le concerniera, ocupado en dibujar de memoria el rostro sombrío que ha visto en una moneda mexicana.

—¿Cuándo nos devolverán el cuerpo?

—Pronto —dice Louis—. Muy pronto.

—Ya hace cuatro días…

—Sí, lo sé, se hace muy largo.

Objetivamente, en ese desempeño, Louis alcanza la perfección. Tuvo que aprender muy pronto esa inimitable expresión de conmiseración, una herencia familiar, de casta. Esa tarde, Camille lo representaría como al dux de Venecia en la plaza de San Marcos.

Louis coge su cuaderno y el informe. Parece querer acabar lo antes posible con los trámites más farragosos.

—Así que Thomas Vasseur, nacido el 16 de diciembre de 1969.

—Está en el informe, me parece.

Poco agresivo pero quisquilloso. Molesto.

—¡Oh, por supuesto! —asegura Louis, con desbordante sinceridad—. Simplemente hay que verificar que todo esté en orden. Para cerrar el expediente, nada más. Su hermana, que sepamos, mató a seis personas, cinco hombres y una mujer. Su muerte nos impide reconstruir los acontecimientos. Comprenderá, sin embargo, que debemos decirles algo a las familias. Sin contar al juez.

«Vaya —piensa Camille—, precisamente al juez». Ese juez que se moría de ganas de informar y no tardó en obtener el permiso de la jerarquía, todos se morían de ganas de informar. Una asesina en serie que se suicida no es un hecho glorioso, es menos encomiable que una detención, pero desde el punto de vista de la seguridad pública, la tranquilidad de los ciudadanos, la paz civil y todas esas estupideces, siempre es bueno. La asesina ha muerto. Como el anuncio de la muerte del lobo en la Edad Media, es sabido que eso no cambia la faz del mundo, pero alivia y aviva el sentimiento de que una justicia superior nos protege. La justicia superior se había lucido y Vidard ofreció a regañadientes una rueda de prensa. Según sus palabras, la asesina estaba acorralada por la policía y no tenía más posibilidad que entregarse o morir. Camille y Louis lo vieron en el televisor del bar. Louis se mostraba resignado. Camille reía para sus adentros. Tras ese instante de gloria, el juez se calmó. Siguió perorando ante los micrófonos, pero ahora eran los agentes de policía quienes tenían que cerrar el caso.

Por tanto, hay que informar a las familias de las víctimas. Thomas Vasseur lo comprende, asiente con la cabeza, pero sigue irritado.

Louis se concentra un instante en su informe, alza la vista y se atusa el flequillo con la mano izquierda.

—¿Así que nació el 16 de diciembre de 1969?

—Sí.

—¿Y trabaja usted como director comercial en una empresa de alquiler de máquinas recreativas?

—Eso es, máquinas recreativas para casinos, bares, discotecas… Alquilamos máquinas por toda Francia.

—Está usted casado y tiene tres hijos.

—Exacto, lo sabe usted todo.

Louis toma notas escrupulosamente y levanta de nuevo la vista.

—Y tenía usted… siete años más que Alex.

Esta vez Thomas Vasseur hace simplemente un signo de conformidad.

—Alex no conoció a su padre… —dice Louis.

—No. Mi padre murió bastante joven. Mi madre tuvo a Alex mucho después, pero no quiso rehacer su vida con aquel hombre. Y luego él desapareció.

—En resumidas cuentas, solo lo tuvo a usted como padre.

—Me ocupé de ella, sí. Bastante. Ella lo necesitaba.

Louis deja que hable. El silencio se prolonga. Vasseur prosigue:

—Alex ya era entonces…, quiero decir…, Alex era muy inestable.

—Sí —dice Louis—. Inestable, es lo que nos dijo su madre.

Frunce ligeramente el ceño.

—No hemos hallado ningún informe psiquiátrico, no parece que fuera hospitalizada ni se la tuviera nunca en observación.

—¡Alex no estaba loca! ¡Era inestable!

—La ausencia del padre…

—El carácter, sobre todo. No conseguía hacer amigas, se encerraba en sí misma, era una chica solitaria, no hablaba mucho. Y, además, era incapaz de ordenar sus ideas.

Louis hace un gesto de comprensión. Como Vasseur no dice nada, sugiere:

—Necesitaba seguimiento…

Es difícil saber si se trata de una pregunta o un comentario. Thomas Vasseur elige haber oído que se trata de una pregunta.

—Absolutamente —responde.

—Su madre no bastaba.

—No podía sustituir la figura de un padre.

—¿Alex hablaba de su padre? Quiero decir, ¿preguntaba por él? ¿Quería conocerlo?

—No. En casa tenía cuanto necesitaba.

—A usted y a su madre.

—Mi madre y yo.

—Amor y autoridad.

—Si prefiere decirlo así…

El comisario Le Guen se ocupa del juez Vidard. Hace de barrera entre Camille y él, y tiene todo lo necesario para ello: la estatura, la inercia y la paciencia. Uno puede pensar lo que quiera acerca de ese juez, puede ser desagradable, pero Camille está siendo realmente un incordio. Desde hace varios días, tras el suicidio, circulan rumores. Verhoeven ya no es lo que era, se ha vuelto intratable en el trabajo, ya no sabe llevar una investigación de envergadura. La historia de la chica que ha asesinado a seis personas en dos años va de boca en boca y, además, dado su modus operandi, atrae la atención de todos, y Camille da la impresión de haber llegado siempre tarde. Incluso al final.

Le Guen relee las conclusiones, el último informe de Camille. Se han visto una hora antes.

—¿Estás seguro, Camille?

—Absolutamente.

Le Guen asiente.

—Si tú lo dices…

—Si lo prefieres, puedo…

—No, no, no, no —lo interrumpe Le Guen—. ¡Ya me ocupo yo de eso! Yo mismo iré a ver al juez, se lo explicaré y te mantendré informado.

Camille levanta las manos en señal de rendición.

—De todas formas, Camille, ¿qué te pasa con los jueces? ¡Siempre tienes conflictos, desde el primer momento, siempre! Parece que es algo que te supera.

—¡Es a los jueces a quienes hay que preguntárselo!

Las palabras del comisario esconden, sin embargo, una cuestión implícita: ¿es su talla lo que hace que Camille se enfrente así a la autoridad?

—Y a Pascal Trarieux lo conoció en la escuela.

Thomas Vasseur, impaciente, resopla como si quisiera apagar una vela en el techo, da muestras de violentarse y suelta un «sí» firme, denso, el tipo de «sí» que suele disuadir de hacer más preguntas.

Esta vez, Louis no se parapeta tras el informe. Cuenta con una ventaja: él mismo lo había interrogado un mes antes.

—En ese momento me dijo, cito textualmente: «Lo que nos llegó a tocar los huevos Pascal con su amiga, su Nathalie… Claro que, para una vez que tenía novia».

—¿Y…?

—Y hoy sabemos que esa Nathalie, de hecho, era su hermana.

—Ustedes lo sabrán ahora, pero yo, en aquel momento, ni siquiera podía sospecharlo…

Louis se mantiene callado, y Vasseur se cree obligado a extenderse.

—Sabe, Pascal era un chaval muy simple. Nunca tuvo muchas chicas. Hasta llegué a pensar que era un farol. Hablaba continuamente de su Nathalie, pero no se la presentaba a nadie. De hecho, nos hacía reír mucho. Yo, en cualquier caso, no me lo tomé muy en serio.

—Y, sin embargo, fue usted quien presentó a Alex a su amigo Pascal.

—No. Y, además, ¡no era amigo mío!

—Ah, ¿y qué era entonces?

—Mire, le seré sincero. Pascal era un absoluto imbécil, ese tipo tenía el cerebro de un mosquito. Así que era un amigo de la escuela, un amigo de la infancia si prefiere, me lo encontraba aquí o allá, pero nada más. No era un amigo.

Acto seguido se echa a reír, con fuerza, para subrayar lo ridículo de esa hipótesis.

—Se lo encontraba aquí o allá…

—De vez en cuando, me lo encontraba en el bar si me paraba a saludar. Aún conozco a mucha gente allí. Nací en Clichy, él nació en Clichy, fuimos juntos al colegio.

—En Clichy.

—Así es. Éramos, como si dijéramos, amigos de Clichy. ¿Eso le parece mejor?

—¡Perfecto! Muy, muy bien.

Louis vuelve a sumergirse en el informe, atareado, preocupado.

—¿Pascal y Alex también eran «amigos de Clichy»?

—¡No, ellos no eran «amigos de Clichy»! Y ya me está empezando a hartar con esas historias de Clichy. Si usted…

—Cálmese.

Es Camille quien ha hablado. Sin levantar la voz. Como un chiquillo al que se pone a dibujar en un rincón al fondo del despacho para que se entretenga, han acabado por olvidar su presencia.

—Se le hacen preguntas —dice—, y usted las responde.

Thomas se vuelve hacia él, pero Camille no alza la vista, sigue dibujando. Solo añade:

—Así funcionan las cosas aquí.

Finalmente levanta la vista, aleja el dibujo extendiendo el brazo para examinarlo inclinándolo ligeramente y añade, mirando por encima de la hoja y señalando a Thomas:

—Y si vuelve a empezar, lo denuncio por desacato a un representante de la autoridad pública.

Camille deja el dibujo sobre la mesa y, justo antes de volver a centrar su atención en él, señala:

—No sé si he sido suficientemente claro.

Louis deja transcurrir un segundo.

Lo han pillado desprevenido. Vasseur mira alternativamente a Camille y a Louis, con la boca ligeramente entreabierta. El ambiente recuerda las tardes de finales del verano, cuando la tormenta se anuncia sin que nadie la haya visto llegar y, de repente, uno se da cuenta de que ha salido a la calle sin paraguas, que las nubes oscurecen el cielo y que aún se está lejos de casa. Parece que Vasseur se dispusiera a levantarse el cuello de la chaqueta.

—¿Entonces? —pregunta Louis.

—¿Qué? —responde Vasseur, desorientado.

—¿Alex y Pascal Trarieux también eran «amigos de Clichy»?

Al hablar, Louis siempre hace gala de una impecable dicción, incluso en las situaciones más tensas. Absorto en su dibujo, Camille menea la cabeza con admiración. «Este tipo es realmente increíble».

—No, Alex no vivió en Clichy —dice Vasseur—. Nos mudamos cuando ella debía de tener unos cuatro o cinco años.

—En ese caso, ¿cómo conoció a Pascal Trarieux?

—No lo sé.

Silencio.

—Así que su hermana conoce a su amigo Pascal Trarieux por casualidad…

—Así debió de ser.

—Y se hizo llamar Nathalie. Y lo mató en Champigny-sur-Marne a palazos. Y eso no tuvo nada que ver con usted.

—¿Qué pretende exactamente? Fue Alex quien lo mató, ¡no yo!

Se enfada, el tono de su voz se agudiza y se detiene súbitamente. Después, con absoluta frialdad, articula lentamente:

—A ver, ¿por qué me interrogan? ¿Me acusan de algo?

—¡No! —se apresura a decir Louis—. Pero debe usted entender la situación. Tras la desaparición de Pascal, su padre, Jean-Pierre Trarieux, se lanzó a la búsqueda de su hermana. Sabemos que dio con ella, que la raptó no muy lejos de su casa, que la secuestró, la torturó y sin duda tenía intención de matarla. Ella logró huir milagrosamente, y ya conocemos lo que pasó después. Lo que nos interesa es justamente eso: resulta sorprendente que saliera con su hijo con un nombre falso. ¿Qué tenía que ocultar? Pero aún resulta más sorprendente saber cómo Jean-Pierre Trarieux logró dar con ella.

—Lo ignoro.

—Pues nosotros tenemos una hipótesis.

Con una frase como esa, Camille habría creado un efecto. Pesaría como una amenaza, como una acusación, estaría cargada de sobrentendidos. Con Louis parece simplemente información. Han adoptado una estrategia. Esa es la ventaja con Louis, su vertiente de soldado inglés: lo que se ha decidido, se hace. Nada puede distraerlo ni detenerlo.

—Tienen una hipótesis —repite Vasseur—. ¿Puedo saber cuál es?

—El señor Trarieux visitó a todos los conocidos de su hijo que pudo encontrar. Les mostraba una foto borrosa en la que se ve a Pascal acompañado de Nathalie. En fin, de Alex. Pero de todas las personas a las que interrogó, solo usted podía haber reconocido a su hermana. Y creemos que eso fue lo que sucedió. Y que usted le dio su dirección.

Ninguna reacción.

—A la vista del estado de excitación del señor Trarieux —prosigue Louis— y de su actitud abiertamente violenta, eso supondría una autorización implícita a darle una buena paliza. Como mínimo.

La información resuena tranquilamente en la habitación.

—¿Por qué iba a hacer yo una cosa semejante? —pregunta Vasseur, sinceramente intrigado.

—Eso es precisamente lo que desearíamos saber, señor Vasseur. Según usted, el hijo de Trarieux, Pascal, tenía un cerebro de mosquito. El padre no era mucho más listo y no era necesario someterlo a un examen minucioso para comprender sus intenciones. Digo que es como si usted hubiera condenado a su hermana a recibir una paliza. Pero, de hecho, era fácil imaginar que podía llegar a matarla. ¿Era eso lo que usted quería, señor Vasseur? ¿Que matara a su hermana? ¿Que matara a Alex?

—¿Tienen pruebas?

—¡Jaaa!

Ha sido Camille. Su grito ha empezado como una exclamación de alegría y ha acabado con una risotada de admiración.

—¡Ja, ja, ja, eso me encanta!

Vasseur se vuelve hacia él.

—Cuando un testigo pregunta si tenemos pruebas —prosigue Camille—, es que ya no niega las conclusiones. Simplemente trata de protegerse.

—Bueno.

Thomas Vasseur acaba de tomar una decisión. Lo hace serenamente, apoyando ambas manos sobre la mesa de despacho. Las mantiene firmes y los mira fijamente mientras pronuncia estas palabras:

—¿Pueden decirme qué hago aquí, por favor?

Una voz poderosa, y la frase suena como una orden. Camille se pone en pie, se acabaron los dibujos, las argucias y las pruebas, avanza y se planta frente a Thomas Vasseur.

—¿A qué edad empezó a violar a Alex?

Thomas alza la cabeza.

—¡Ja, es eso!

Sonríe.

—¿No podían haberlo dicho antes?

Alex, de niña, escribía en su diario de manera muy episódica. Unas líneas aquí y allá, y luego nada durante mucho tiempo. Ni siquiera utilizaba siempre el mismo cuaderno. Entre los efectos personales arrojados al contenedor han encontrado un poco de todo, un borrador del que solo llenó las primeras seis páginas y un cuaderno de tapa dura con la ilustración de un caballo al galope frente a una puesta de sol.

Caligrafía infantil.

Camille lee únicamente esto: «Thomas viene a mi habitación. Casi todas las noches. Mamá lo sabe».

Thomas se ha puesto en pie.

—Bueno. Ahora, señores, si me permiten…

Da unos pasos.

—Creo que las cosas no van a ser así —dice Camille.

Thomas se vuelve.

—¿Ah, no? ¿Y qué va a pasar, según usted?

—En mi opinión, va usted a sentarse y a responder a nuestras preguntas.

—¿Sobre qué tema?

—Sus relaciones sexuales con su hermana.

Vasseur mira a Louis y Camille y, falsamente alarmado, pregunta:

—¿Por qué, me ha denunciado?

Ahora se muestra francamente burlón.

—Son ustedes unos cachondos. No pienso hacerles confidencias, no les daré ese placer.

Se cruza de brazos, ladea la cabeza como un artista en busca de inspiración y adopta un tono melindroso.

—A decir verdad, quería mucho a Alex. Muchísimo. Enormemente. Era una chiquilla encantadora, no se lo pueden imaginar. Un poco flacucha y feúcha de cara, pero tan deliciosa… Y dulce. Sí, era inestable. Necesitaba mucha autoridad, ya me entienden. Y mucho amor, como les pasa a menudo a las chiquillas.

Se vuelve hacia Louis, abre las manos y levanta las palmas, sonriendo.

—Como bien ha dicho, fui un poco su papá.

Tras esto, se cruza otra vez de brazos, satisfecho.

—Vamos, señores, ¿Alex me ha denunciado por violación? ¿Puedo ver una copia de la denuncia?

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