Alex

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Tercera parte » Capítulo 55

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Según los cálculos y el cotejo de Camille, Alex debía de tener algo menos de once años cuando Thomas empezó a ir a su habitación. Él, diecisiete. Llegar a esa conclusión ha requerido muchas hipótesis y deducciones. Medio hermano. Protector. «Cuánta violencia hay en esa historia —se dice Camille—. Y me reprochan que sea brutal…».

Vuelve a Alex. Disponen de algunas fotografías de esa época, pero no están fechadas, hay que utilizar los elementos del decorado (los coches o la ropa) para situarlas. Y el físico de Alex, que cambia de una foto a otra.

Camille le ha dado muchas vueltas a la historia familiar. La madre, Carole Prévost, auxiliar de clínica, se casó con François Vasseur, operario de artes gráficas, en 1969. Ella tenía veinte años. Thomas nació ese mismo año. El impresor falleció en 1974. El chiquillo tenía cinco años y sin duda ningún recuerdo de su padre. Alex nació en 1976.

De padre desconocido.

«No valía la pena», dijo la señora Vasseur con rotundidad, sin ser consciente de la enormidad de sus palabras.

Y sin mucho sentido del humor. Aunque, por otra parte, ser la madre de una mujer que ha cometido seis crímenes no da para hacer muchas bromas. Camille no quiso mostrarle las fotos halladas entre las escasas pertenencias de Alex; es más, las retiró de la mesa y le pidió las que ella tuviera. Camille y Louis las clasificaron, anotando los lugares, los años y los nombres que la señora Vasseur les indicó. Thomas no les ha facilitado ninguna foto, dice que no tiene.

En las de Alex de niña, se ve a una chiquilla extremadamente delgada, de rostro huesudo, pómulos prominentes y ojos oscuros; la boca, fina, cerrada. Posa sin ganas. Está en la playa, se ven pelotas y sombrillas, tiene el sol de cara. Le Lavandou, dijo la señora Vasseur. Los dos hijos. Alex, diez años. Thomas, diecisiete. Le saca algo más de una cabeza. Ella lleva un bañador de dos piezas, aunque podría prescindir de la superior, es una coquetería. Se le podrían rodear las muñecas con dos dedos. Las piernas son tan delgadas que solo se ven las rodillas. Los pies no son paralelos, se desvían un poco hacia dentro. Ese aspecto enfermizo y doliente se suma a unos rasgos de por sí poco agraciados. No hay más que ver sus hombros. Resulta todavía más impactante cuando se sabe lo que sucedía.

Es en esa época más o menos cuando Thomas comienza a ir a su habitación. Un poco antes o un poco después, eso no cambia las cosas, porque las fotos del período siguiente no son mucho más alentadoras. Ahí está Alex, con más o menos trece años. Una foto de grupo, foto de familia. Alex a la derecha, su madre en el centro, Thomas a la izquierda. La terraza de una casa de los suburbios. Una fiesta de cumpleaños. «En casa de mi difunto hermano», indicó la señora Vasseur, y al decirlo se santiguó rápidamente. Un simple gesto a veces abre perspectivas insospechadas. En la familia Prévost se cree o se creyó, en cualquier caso se siguen santiguando. Según Camille, eso no auguraba nada bueno para la pequeña. Alex ha crecido un poco, no mucho, pero se ha estirado, igual de delgada, de desgarbada, una chica torpe, a disgusto con su cuerpo, que despierta inevitablemente un deseo de protección. En esa foto, aparece en segundo plano. Al dorso, mucho más tarde, con caligrafía adulta, Alex escribió: «La reina madre». La señora Vasseur no tiene un porte regio, más bien parece una criada endomingada que vuelve la cabeza y sonríe a su hijo.

—Robert Praderie.

Armand ha tomado el relevo. Anota las respuestas con un bolígrafo nuevo en un cuaderno nuevo. Es un día de fiesta en la brigada criminal.

—No lo conozco. Es una de las víctimas de Alex, ¿verdad?

—Sí —dice Armand—. Era camionero. Su cadáver fue hallado en su camión, en un área de la autopista del Este. Alex le clavó un destornillador en el ojo y en el cuello, y después le vertió medio litro de ácido sulfúrico en la laringe.

Thomas reflexiona.

—Quizá ella le tenía ojeriza…

Armand no sonríe. Ese es su punto fuerte, actúa como si no comprendiera lo que le dicen o le dejara indiferente, pero, de hecho, está concentrado.

—Sí, sin duda —dice—. Alex era un tanto colérica, según parece.

—Las chicas…

Sobrentendido, ya sabe cómo son. Vasseur es de los que hacen un comentario salaz y buscan la complicidad de los demás con la mirada. Ese rasgo se da entre los pervertidos, los impotentes o los malvados; de hecho, se da a menudo entre los hombres.

—Así que el nombre de Robert Praderie —prosigue Armand— no le dice nada…

—Nada en absoluto. ¿Debería?

Armand no le responde y hojea el informe.

—¿Y Gattegno, Bernard?

—¿Va a leérmelos de uno en uno?

—Son solo seis, enseguida acabamos.

—¿Qué tengo yo que ver con todo esto?

—Pues que usted conocía a Bernard Gattegno.

—¡Me extrañaría!

—Desde luego que sí, ¡intente recordar! Gattegno, mecánico en Étampes. Usted le compró una moto en… —comprueba su informe— en 1988.

Vasseur reflexiona y concede:

—Tal vez. Hace muchos años. En 1988, yo tenía diecinueve años, cómo voy a acordarme de eso…

—Y sin embargo…

Armand hojea una a una las páginas de su informe.

—Aquí está. Tenemos el testimonio de un amigo del señor Gattegno que se acuerda muy bien de usted. En esa época eran muy aficionados a las motocicletas e hicieron salidas, excursiones…

—¿Cuándo?

—En 1988,1989…

—¿Y usted se acuerda de toda la gente a la que conoció en 1988?

—No, pero la pregunta no me la hacen a mí, sino a usted.

Thomas Vasseur adopta un aire de fatiga.

—Admitámoslo. Paseos en moto hace veinte años. ¿Y qué?

—Pues que es como una cadena, porque usted no conocía al señor Praderie, pero sí conocía al señor Gattegno, quien, a su vez, conocía al señor Praderie…

—Dígame dos personas que no tengan absolutamente nada que ver entre ellas.

Armand presiente una sutileza que se le escapa. Se vuelve hacia Louis.

—Sí —responde Louis—, ya conocemos esa teoría, es muy curiosa, pero creo que nos alejaría un poco del tema que nos ocupa.

La señorita Toubiana tiene sesenta y seis años y un aspecto excelente. Recalca el «señorita», lo reivindica. Anteayer atendió a Camille. Ella salía de la piscina municipal y hablaron en un bar, justo enfrente. Entre sus cabellos mojados se distinguían muchos hilos blancos, el tipo de mujer a la que le gusta envejecer porque eso resalta su tonicidad. Con el tiempo, es difícil recordar a todos los alumnos. Y cuando se cruza con padres que le hablan de sus hijos, finge interesarse. Sin embargo, no solo no se acuerda de ellos, sino que, además, le importan un comino. Y sabe que debería avergonzarse. Pero de Alex se acuerda más que de otros, sí, la reconoce en las fotos, aquella delgadez. «Una chiquilla muy interesante, siempre agazapada cerca de mi despacho. Durante el recreo venía a verme a menudo, sí, las dos nos entendíamos bastante bien». Sin embargo, Alex hablaba poco. A pesar de ello, tenía amigas y le gustaba jugar, pero sorprendía su manera de ponerse muy seria «de repente, más seria que el Papa»; un instante después volvía a hablar, «era como una ausencia súbita, parecía que hubiera caído en un pozo, algo muy extraño». Cuando estaba en dificultades, tartamudeaba un poco. La señorita Toubiana dijo que «hacía rodar las palabras como una bola».

—No me di cuenta de entrada y es raro, puesto que suelo tener buen ojo para esas cosas.

—Tal vez se diera cuenta a lo largo del curso.

Eso pensaba también la señorita, y meneó la cabeza. Camille le dijo que así, con el cabello mojado, iba a coger frío. Y ella respondió que, de cualquier forma, todos los otoños caía enferma, «es una vacuna, eso me asegura buena salud para el resto del año».

—¿Qué pudo suceder, según usted, durante el curso?

No lo sabía y meneó la cabeza con la mirada fija, tratando de recordar, no tenía palabras, ninguna idea, no lo sabía, no pensaba en nada. La chiquilla, hasta entonces tan cercana a ella, se alejó.

—¿Habló de ese tartamudeo con su madre? ¿Le aconsejó que la viera un logopeda?

—Creí que se le pasaría.

Camille observó intensamente a aquella mujer de cabello entrecano. Un carácter fuerte. No era del tipo que ignora una cuestión como aquella. Camille intuyó que le ocultaba algo, sin saber qué.

—¿Y el hermano, Thomas?

—Venía a buscarla, sí, muy a menudo.

Es lo que también afirma la señora Vasseur: «Su hermano siempre se ocupó mucho de Alex». Un buen chico, «un chico apuesto», eso lo recuerda bien, y Camille no sonríe. Thomas estudiaba en el Instituto Técnico.

—¿Estaba ella contenta de que su hermano fuera a recogerla?

—No, como es natural, una chiquilla siempre desea ser mayor, desea ir sola al colegio y volver sola a casa, o con sus amigas. Su hermano era un adulto, ya me entiende…

Camille se lanza.

—En la época en que estaba en su clase, su hermano la violaba.

Deja caer las palabras sin estruendo, con calma. La señorita aparta la mirada y la dirige hacia la barra, hacia la terraza, hacia la calle, como si esperara a alguien.

—¿Trató Alex de hablar con usted en algún momento?

La señorita aparta la pregunta con el reverso de la mano, nerviosa.

—Un poco, tal vez sí, ¡pero si tuviéramos que escuchar todo lo que cuentan los críos! Y, además, se trataba de asuntos de familia, era algo que no me incumbía.

—Así que Trarieux, Gattegno, Praderie…

Armand parece satisfecho.

—Bueno…

Pasa unas hojas.

—Ah, Stefan Maciak. Tampoco lo conoce…

Thomas no dice nada. Aguarda visiblemente el giro que puedan dar los acontecimientos.

—Tenía un bar en Reims… —dice Armand.

—Nunca he estado en Reims.

—Antes tuvo un café en Épinay-sur-Orge. Según los archivos de Distrifair, la empresa para la que usted trabaja, se hallaba en su ruta entre 1987 y 1990, tenía en depósito dos máquinas suyas.

—Es posible.

—Es seguro, señor Vasseur, absolutamente seguro.

Thomas Vasseur cambia de estrategia. Consulta su reloj, parece hacer un cálculo rápido, luego se acomoda en el sillón y cruza las manos sobre su vientre, dispuesto a esperar las horas que haga falta.

—Si me dijera adónde quiere ir a parar, tal vez podría echarle una mano.

Año 1989. En la foto se ve una casa de ladrillos y piedra en Normandía, entre Étretat y Saint-Valery, con tejado de pizarra, césped, un balancín en el jardín y árboles frutales, la familia reunida, la familia Leroy. Parece que el padre solía decir: «Leroy, en una sola palabra», como si fuera posible confundirse con le roi, el rey. Era muy grandilocuente. Había hecho fortuna con el negocio del material de bricolaje y compró la finca a una familia que se disputaba la herencia, y desde entonces se creía un señor feudal. Organizaba barbacoas y enviaba a sus empleados unas invitaciones que parecían proclamas. Había puesto los ojos en el ayuntamiento y soñaba con hacer carrera en la política para lucir el cargo en sus tarjetas de visita.

Su hija, Reinette. Un nombre muy tonto, aquel hombre era realmente capaz de cualquier cosa.

Reinette habla de su padre con severidad. Es ella quien le explica esa historia a Camille, sin que él se lo haya pedido.

Está con Alex, las dos chicas se abrazan y ríen. El padre de Reinette tomó aquella fotografía durante un fin de semana soleado y caluroso. Tras ellas, un aspersor riega el jardín con chorros de agua que dibujan abanicos en la luz. El encuadre es absurdo. Leroy no era un gran fotógrafo. Aquel hombre, más allá de sus negocios…

Se citan cerca de la avenue Montaigne, en las oficinas de RL Productions. Hoy se hace llamar «Reine» en lugar de «Reinette», sin darse cuenta de que eso la asemeja aún más a su padre. Produce series de televisión. Cuando Leroy falleció, fundó la productora con el dinero que obtuvo por la venta de la casa de Normandía. Recibe a Camille en un gran salón que se utiliza también para celebrar reuniones, y desde allí ven pasar a jóvenes preocupados y enfrascados en asuntos que se adivinan de suma importancia.

Nada más ver la profundidad de los sillones, Camille ha tomado la decisión de no sentarse. Se ha quedado de pie y le ha mostrado la foto. Al dorso, Alex escribió: «Mi adorada Reinette, reina de mi corazón». Caligrafía infantil, con trazo irregular en tinta violeta. Lo ha comprobado, el cartucho violeta sigue estando dentro de la pluma seca, una pluma barata, también de color violeta, que debió de estar de moda o quizá fue un intento de singularidad como tantos otros entre los objetos de Alex.

Cursaban cuarto. Reinette tenía dos años más, casi quince, pero debido a que llevaba un año de retraso y a las respectivas fechas de nacimiento, coincidieron en la misma clase. En la foto, con sus trenzas finas y apretadas enroscadas alrededor de la cabeza, parece una joven ucraniana. Hoy, al mirarse, suspira:

—Menuda facha teníamos…

Reinette y Alex eran grandes amigas, como se es a los trece.

—No nos separábamos nunca. Estábamos juntas todo el día, y por la noche hablábamos por teléfono durante horas. Nuestros padres tenían que arrancarnos el teléfono de las manos.

Camille le hace preguntas. Reinette las responde, no se deja intimidar.

—¿Y Thomas?

A Camille esa historia se le empieza a hacer cuesta arriba. Cuanto más avanza, más… se fatiga.

—Empezó a violar a su hermana en 1986 —dice.

Ella enciende un cigarrillo.

—¿La conocía en esa época? ¿Le habló de ello?

—Sí.

Es una respuesta firme, del tipo: «Ya veo adonde quiere llegar y no vamos a perder el tiempo».

—Sí… ¿y qué más? —pregunta Camille.

—Sí y punto. ¿Qué quería, que presentara una denuncia en su lugar? ¿A los quince años?

Camille calla. Podría decir muchas cosas si no estuviera tan cansado, pero necesita información.

—¿Qué le decía?

—Que él le hacía daño. Todas las veces, le hacía daño.

—¿Hasta qué extremo eran ustedes… íntimas?

Ella sonríe.

—¿Quiere saber si nos acostábamos? ¿A los trece años?

—Alex tenía trece años. Usted, quince.

—Es cierto. En ese caso, sí. La eduqué, como se suele decir.

—¿Cuánto tiempo duró su relación?

—No lo recuerdo, no mucho. Sabe, Alex no estaba realmente… motivada, ¿me entiende?

—No, no la entiendo.

—Lo hacía… para distraerse.

—¿Una distracción?

—Quiero decir… En realidad no le interesaba tener una relación.

—Pero usted supo convencerla.

A Reine Leroy no le gusta esa última frase.

—¡Alex hacía lo que quería! ¡Era libre!

—¿A los trece años? ¿Y con el hermano que tenía?

—Por supuesto —prosigue Louis—. En efecto, creo que puede ayudarnos, señor Vasseur.

Sin embargo, parece preocupado.

—Pero antes, un pequeño detalle. Usted no se acuerda del señor Maciak, del bar en Épinay-sur-Orge. Y, sin embargo, según los archivos de Distrifair, en cuatro años lo visitó al menos siete veces.

—Visitaba a muchos clientes.

Reine Leroy apaga su cigarrillo.

—No sé qué pasó exactamente. Una vez, Alex desapareció durante varios días, y cuando regresó todo había terminado. Ni siquiera volvió a dirigirme la palabra. Luego, mis padres se mudaron, nos marchamos y no volví a verla nunca más.

—¿Cuándo fue eso?

—No sabría precisarlo con exactitud, queda ya muy lejos. Hacia finales del año 1989, más o menos…

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