Alaska

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XII. EL ANILLO DE FUEGO

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Someto estas conclusiones como nieto de Malcolm Ross, el hombre que ideó la Ley Jones, y como hijo de Tom Venn, quien la hizo aprobar por el Congreso; yo mismo, por más de sesenta años, he aprovechado las ventajas de esa ley. En el momento de promulgarla era buena. Cumplía un propósito digno y ha creado riqueza para Seattle. Pero ya no es útil. Los principios en los que se basaba ya no tienen aplicación. Hoy en día nuestra ciudad pierde hasta quinientos millones de dólares por año, pues la Ley impide que el tránsito normal utilice nuestro espléndido puerto. Debe ser derogada ahora mismo. Recomiendo que iniciemos un gran esfuerzo para anular la Ley Jones y ofrezco mis servicios como Portavoz. Mi familia la creó. A mi familia le corresponde eliminar esa maldición.

No sería del todo justo, sin embargo, si no informara de que nuestros primos canadienses de Vancouver, al ver el terreno que inadvertidamente les hemos dejado libre, se han lanzado a él con imaginación, cerebro y amplia financiación para ofrecer algunos de los mejores cruceros del mundo. Deberíamos animar a los turistas estadounidenses a disfrutar de esos estupendos buques, aunque no recibamos un céntimo de ellos, pues tal como decía siempre mi padre: «Lo que conviene a Alaska conviene a Seattle». Y estas excursiones por Alaska se cuentan entre las mejores. Nosotros tenemos derecho a recibir nuestra parte, pero para eso debemos anular la Ley que mi familia y yo patrocinamos.

Fue lo que se podría llamar una experiencia típica en la aviación de Alaska. El jueves por la tarde, el gobernador dijo a su asistente, en Juneau:

—Desde Washington envían a un hombre para hablar con Jeb Keeler sobre esa deuda de la Vertiente Norte. Encárguese de que Keeler esté en mi despacho el lunes por la mañana.

La operadora tardó veinte minutos en encontrar a Jeb, pero al fin lo halló en Desolation, enfrascado en una seria conversación con Vladimir Afanasi, a fin de acordar una cacería de morsas en el mar de Chukotsk en cuanto se congelara.

—¿Jeb? Habla Herman. El gran jefe quiere saber si puedes reunirte con él y uno de los federales de Washington. En nuestras oficinas. El lunes a mediodía.

—Ya les he dicho, amigos, que estoy limpio. De veras.

—Eso es lo que les dijo el gobernador, y ellos respondieron que debes de ser el único en toda Alaska. Por eso quieren hacerte algunas preguntas. ¿Puedes venir a tiempo?

—Claro, saldré de aquí el viernes. Tomaré el vuelo de Mark Air a Prudhoe Bay y desde allí a Anchorage. El del lunes a las nueve y cinco de la mañana me llevará hasta Juneau. —La línea quedó en silencio por un momento. Luego—: ¿No me estás ocultando nada? ¿No vienen a ponerme en la picota por algo que nunca he hecho?

—Sé tanto como tú, Jeb. Tal vez nos estén mintiendo, pero creo que todo esto es juego limpio. Sólo tratan de averiguar cómo es posible que la deuda de la Vertiente Norte haya subido tanto en tan poco tiempo.

—Allí estaré.

Ya estaba oscuro cuando Jeb llegó a Anchorage, pero un taxi le llevó rápidamente a su apartamento, donde pasó algún tiempo en las sombras, contemplando ese irritante espacio vacío reservado para su cabra montañesa. Apuntándole con el índice, dijo:

—A partir de mañana, querida, te cazo.

El lunes por la mañana su despertador sonó a las seis. Se levantó de un salto y, después de ducharse y afeitarse, desayunó frugalmente con zumo de naranja, café soluble y tostadas de pan integral. Mientras clasificaba los papeles que podían interesar al investigador de Washington, hizo tres llamadas telefónicas a las personas con las que debía entrevistarse el martes. A cada una le dijo:

—Tengo que viajar a Juneau en el avión de la mañana. Volveré en el vuelo nocturno y nos veremos mañana, como estaba planeado. Aviso sólo por si acaso.

Luego llamó a la agente que se encargaba de reservarle los pasajes:

—Voy por la mañana y vuelvo por la noche. Como siempre, asiento «A» a la ida, «F» a la vuelta.

Ella dijo que los pasajes estarían en el aeropuerto.

Siempre era meticuloso al reservar los asientos para sus viajes, pues aunque el cielo solía estar demasiado nublado o neblinoso entre Anchorage y Juneau, si el día era claro, cosa que ocurría una vez de cada veinte, el paisaje de tierra adentro era espectacular.

—Interesante, no —decía a los extranjeros—. Desquiciante.

Por eso pedía invariablemente el asiento A cuando iba hacia el sur y el F cuando iba hacia el norte. En raras ocasiones lograba contemplar un país de maravillas.

Antes de abandonar su apartamento sacó su equipo de viaje y revisó el contenido: las cosas para afeitarse, pijamas, camisa limpia. En sus años de amarga experiencia había aprendido a no abordar un avión en Alaska sin lo necesario para pasar la noche en alguna cama no prevista.

En el enorme aeropuerto de Anchorage, donde se detenían aviones de muchas naciones diferentes, en sus vuelos entre Asia y Europa (algunos iban casi directamente sobre el Polo Norte a Suecia) le dijeron:

—Despegará a la hora prevista. Hay una leve probabilidad de niebla en Juneau.

No hizo caso del parte metereológico, pues casi siempre había probabilidades de toparse con la niebla en Juneau. Según rumores, cuando no la había disparaban un cañonazo para celebrarlo, y como es lógico, el cañonazo atraía nuevamente la niebla. Incluso con buen tiempo sólo se conseguía una ventaja de quince minutos para aterrizar. Pilotar hasta Juneau no era para pusilánimes. Aquel lunes por la mañana, su asiento A no le sirvió de nada, pues afuera sólo había niebla. Y no era uno de esos tipos de niebla gris, común, sino algo tan sólido que, si la ventanilla hubiera estado abierta, habría podido caminar por ella.

—Caramba —dijo al hombre del asiento B-, con una bruma como ésta no será divertido aterrizar en Juneau.

—No se preocupe —aseveró el hombre—. Con esta sopa ni siquiera lo intentaremos.

—No haga bromas pesadas —protestó Jeb, medio en serio—. Tengo una reunión importante en Juneau. Creo que los federales quieren encarcelarme.

—Esta noche dormirá en Seattle —dijo el hombre.

—¿Usted va a Seattle?

—Al parecer, voy allí dos veces al mes, pero no por deseo propio. Apunto a Juneau, pero fallamos con frecuencia.

El hombre tenía razón: cuando el avión se aproximó a Juneau hizo un valiente esfuerzo por aterrizar, descendiendo más y más entre las montañas, mientras el radar emitía señales que daban localizaciones precisas. Cuando Jeb tenía los puños apretados con tanta fuerza que no se veía sangre bajo la piel, oyó que el piloto aceleraba y el gran Boeing 727 viraba cerradamente hacia la derecha y hacia arriba. En la cabina nadie habló pero cuando el piloto volvió a su punto de partida para intentarlo otra vez, Jeb preguntó a su compañero de asiento:

—¿Está usted tan asustado como yo?

—No, Si la cosa está muy mal, el piloto seguirá volando. Ya verá.

Una vez más, el avión se acercó a muy baja altura hacia el nido de montañas que protegían a Juneau de tormentas y aviones. La niebla se despejó por un momento fugaz, permitiendo que Jeb viera las olas a muy pocos metros bajo las alas y los altos acantilados oscuros, amenazantes en su cercanía.

—¡Cristo! —susurró al vecino—. ¡Estamos caminando sobre el agua!

Una vez más, el piloto rechazó la idea de aterrizar y ascendió girando.

—No creo que vuelva a intentarlo, ¿verdad?

Y el hombre dijo:

—Muchas veces lo consigue en el tercer intento.

Pero esa vez no fue así. El avión se aproximó rozando el agua y esquivando las montañas, pero en el último momento, mientras Jeb hacía lo posible por no desmayarse, el aparato se elevó a buena altura, muy por encima de las montañas, y se dirigió hacia Seattle. A bordo del 727 había cuarenta y nueve pasajeros que tenían compromisos importantes en Juneau, la capital del estado, pero nadie se quejó a la azafata porque no se hubiera hecho un intento más. Nadie quería pasar la noche del lunes en Seattle, pero ninguno estaba dispuesto a probar suerte contra esa niebla.

Muy cerca del aeropuerto de Seattle había un hotel que proporcionaba buenas habitaciones a precios razonables para los pasajeros afectados por una emergencia. Allí fue donde Jeb se puso el pijama y se sentó a mirar un partido de fútbol por televisión. En algún momento se le ocurrió llamar al asistente del gobernador.

—Estaré allí en el vuelo de mañana, al mediodía.

Y el funcionario le aseguró:

—No te has perdido nada, Jeb. El hombre de Washington se queda. Tal como sospechabas, es del FBI, pero no es a ti a quien investiga. Tú eres sólo una fuente de información. Como yo.

El martes por la mañana, Keeler y otros cuarenta y ocho alaskanos se precipitaron al aeropuerto para abordar el vuelo de regreso a Juneau. El avión efectuó los aterrizajes previstos en Ketchikan y Sitka sin inconvenientes, pero en Juneau el tiempo era tan malo que, después de tres acercamientos escalofriantes, pero inútiles, el 727 tuvo que continuar hasta Anchorage; Keeler, desde su precioso asiento F, contemplaba una niebla quizá peor que la del día anterior.

Después de dos días de viaje y de cuatro mil seiscientos kilómetros de vuelo inútil, volvió a su apartamento. Con una llamada telefónica a Juneau se aseguró de que el observatorio pronosticaba buen tiempo para el miércoles.

—Nos gustaría que lo intentaras, Jeb. El que tú sabes dice que tu información podría ser vital.

Por eso el miércoles, temprano por la mañana, Jeb volvió a poner una camisa limpia en su maleta y se fue al aeropuerto. Aunque había un poco de niebla, se estaba despejando tan de prisa que las encantadoras montañas Chugach estaban a la vista.

—Estoy segura de que tendrá un viaje excelente —le dijo la muchacha del mostrador—. De vez en cuando pasa, ¿sabe?

Alaska Airlines era una organización bien dirigida, cuyo personal hacía lo posible por tranquilizar a los pasajeros. Esa mañana, un afable camarero anunció: «Buen tiempo en todo el trayecto hasta Juneau. Un vuelo magnífico. Las azafatas se llaman Burbujas, Ginger y Trixie. Si alguien fuma donde está prohibido, el ingeniero de vuelo le invitará a salir».

Cuando el avión se elevó en el aire, Jeb ahogó una exclamación, pues las grandes cordilleras refulgían con tal majestad que todos quedaron mudos. Esa mañana tuvo la buena suerte de que el asiento B estuviera ocupado por una mujer mayor, profesora de geografía; aunque se inclinaba por delante de él para mirar las montañas por la ventanilla, a Jeb no le molestó, pues ella conocía las montañas por su nombre y podía identificar los vastos glaciares que se alejaban de ellas hacia el mar.

—Ésa es la cadena Chugach. No es muy alta, pero ¡mírelas! Dos mil cuatrocientos metros sobre el nivel del mar. —Luego aspiró hondo pues debajo de ellos se hallaba la terminal del oleoducto de Valdez, con un helero de enormes dimensiones hacia atrás—. Debe de haber… ¿cuántos glaciares supone usted que hay allí?

—Diez o doce, tal vez.

—¡Por Dios, usted es ciego! Allí hay cerca de veinte.

Al mirar con más atención, Jeb vio que de ese único helero brotaban por lo menos veinte ríos helados, que serpenteaban entre los valles desgastando los lechos rocosos hasta llegar al mar.

—No me había dado cuenta de que podían surgir tantos glaciares de una misma fuente —reconoció.

Ella le explicó que Alaska sólo tenía glaciares en la parte sudeste.

—En el norte no hay suficientes precipitaciones como para que se acumule tanta nieve. Pero aquí está la Corriente del Japón. ¿Sabe lo que es eso? —Él asintió como un escolar aplicado—. Arroja mucha agua a esas montañas. Como está tan alta y hace tanto frío, no puede fundirse. Entonces se acumula en los glaciares que descienden muy lentamente hasta el mar.

Cuando él iba a preguntarle cómo sabía tantas cosas, la mujer observó con suavidad:

—Ésta es una de las zonas que más me gustan. Enseño a mis alumnos a reverenciarla. ¿Ve usted esa encantadora montaña, de casi tres mil trescientos metros de altura? Es el monte Steller. Y ese enorme glaciar, a sus pies, el Bering. ¿Aprecia usted el significado de esos nombres? Steller y Bering.

Como él respondió que no, la mujer le describió brevemente la relación de aquellos dos hombres notables que habían descubierto Alaska para los rusos.

—Uno era alemán; el otro, danés. No se entendían entre sí. Pero allí están, entrelazados para siempre por el hielo.

Antes de que Jeb pudiera hacer ningún comentario, ella le apretó el brazo:

—¡Aquí están! ¡Dios mío, nunca los he visto tan colosales! ¡Oh!

Pero cuando ella iba a explicar su arrebato, el piloto anunció por el intercomunicador:

—Señoras y señores: lo que tenemos a nuestra izquierda se ve muy rara vez. Es el pico San Elías, de cinco mil metros, lo primero que los rusos vieron del continente. Detrás está el monte Loan, de Canadá, que mide casi seis mil metros. En sus laderas hay cuarenta o cincuenta glaciares, incluido el gran Malaspina.

La profesora se sonó la nariz y volvió a reclinarse en su asiento, diciendo con suavidad:

—¿Se imagina? Vitus Bering, en un barco pequeño con vías de agua. Ver eso, preguntarse qué significaba. Y Georg Steller, a su lado, susurrándole: «Tiene que ser un continente. Tiene que ser América».

El piloto volvió al intercomunicador.

—No debemos desperdiciar un día como éste. Como el cielo está tan despejado, vamos a desviarnos un poco hacia el este, para que ustedes puedan ver la cadena Fairweather, muy alta y hermosa. Luego pasaremos a muy poca altura sobre la bahía del Glaciar; ustedes la verán como pocos pueden hacerlo. Después pasaremos sobre los grandes heleros de Juneau, con su veintena de glaciares, y continuaremos hasta aterrizar en Juneau, donde la torre informa que hace buen tiempo y vientos leves del sudeste. Disfruten del paisaje. Gracias.

Los minutos siguientes fueron mágicos. La cadena Fairweather, que pocos viajeros veían jamás, tenía una plétora de cumbres nevadas, muy altas, levantadas a pico sobre el mar que circunda una de las glorias de América del Norte, la serena bahía del Glaciar, en cuyas aguas caían atronando grandes trozos de hielo desprendidos de los glaciares, alertando a los osos que pululaban por sus costas. Era una bahía magnífica, con una veintena de brazos extendiéndose tierra adentro, y tantos glaciares que nadie podía verlos todos, ni siquiera desde un avión.

—Ahora viene quizá lo mejor de todo —dijo la profesora—. ¡Mire!

Mientras el 727 describía un lento giro hacia el este, Jeb vio que el vasto helero de Juneau se adentraba profundamente en Canadá, con la extraordinaria montaña llamada Devils Paw («zarpa del demonio») estirada hacia arriba como para atrapar al avión y arrastrarlo a una gélida muerte. De ese helero surgían una veintena de glaciares, incluidos los que se caían con estrépito en el estuario del Taku, al sur. Fue un telón adecuado para ese drama, que no tenía igual en todo el mundo. Tal como dijo la maestra, ya a punto de aterrizar:

—Con buen tiempo, estos noventa minutos entre Anchorage y Juneau deben de ser los más espectaculares de la Tierra. Dicen que los montes del Himalaya son estupendos, pero ¿tendrán esta mezcla de océano, grandes montañas, salvajes heleros e interminables glaciares? Lo dudo.

—Lástima que yo no la tuve a usted como profesora —se lamentó Jeb.

Ella se volvió para agradecerle el cumplido, pero de pronto chasqueó los dedos:

—¿No he visto su foto en los diarios? ¿Usted no es el muchacho cuya novia se declaró a otro por la radio?

—El mismo.

—Esa muchacha debe de estar loca.

—Eso mismo pensé yo —reconoció Jeb.

En ese tercer intento aterrizaron sin dificultades en Juneau, pero al caer la tarde, cuando Jeb quiso abordar un avión para volver a Anchorage, la niebla causada por la corriente del Japón había vuelto a descender, cerrando todas las operaciones del aeropuerto. Jeb tuvo que recurrir una vez más a los pijamas de su maleta; pasó la noche en el Hotel Baranof, de Juneau, y volvió a su casa a la mañana siguiente, ocupando su precioso asiento con la esperanza de ver nuevamente los glaciares. Naturalmente, las nubes eran impenetrables.

De este modo, su breve reunión de dos horas con el investigador del gobierno le ocupó cuatro días completos: desde el lunes por la mañana hasta el jueves por la tarde. Ningún viaje a Juneau se puede tomar a la ligera.

De una manera paradójica, los cuatro días de viaje valieron la pena, porque a su interrogatorio no asistió sólo el hombre del Departamento de justicia, sino dos agentes locales del FBI y un experto del gobierno de Alaska. Cuando vio al grupo sentado al otro lado de la mesa, comenzó a sudar, pero el hombre de Washington se dio cuenta y tomó una actitud claramente tranquilizadora:

—Señor Keeler, queremos interrogarle sobre algunos asuntos feos, pero le aseguramos desde ahora mismo que no estamos interesados personalmente en usted. Sus antecedentes, al menos según lo averiguado por estos señores del FBI, son impecables; le felicitamos por eso.

Y se estiró para estrechar la mano de Jeb, que estaba bochornosamente húmeda.

—Señor Keeler —comenzó el funcionario de Alaska—, ¿qué sabe usted de la Vertiente Norte?

—He trabajado mucho por allí: en Prudhoe Bay, para las empresas petroleras… en Cabo Desolación y su empresa local… De vez en cuando trabajo para la gran corporación nativa, pero como ustedes saben, es Poley Markham quien maneja casi todos sus asuntos.

—Lo sabemos —dijo el hombre de Washington, en tono casi amenazante—. Pero, ¿alguna vez hizo algún trabajo jurídico, por ejemplo, redactar contratos comerciales, para la administración de la Vertiente Norte?

—No. Sólo para la corporación grande y sus pequeñas satélites. Para esa administración, nunca.

Se refería a un fenómeno de Alaska, una comunidad vasta y desierta, más grande que el estado de Minnesota, pero con una población que no alcanzaba las ocho mil almas. También tenía un ingreso próximo a los ochocientos millones de dólares en concepto de impuestos pagados por las compañías petroleras de Prhudhoe Bay; es decir: alrededor de cien mil dólares en efectivo por cada habitante del área: hombre, mujer o niño.

—Esos súbitos ingresos de dinero tientan a la gente a hacer cosas descabelladas —dijo uno de los hombres del FBI. De una página escrita a máquina leyó algunos de los casos más malolientes, en los que una inesperada riqueza había inducido a los funcionarios locales a una conducta extraña—: Una vía subterránea con calefacción para proteger tuberías de servicios públicos; coste proyectado, cien millones; coste final, trescientos cincuenta; coste real en Oregón, digamos, once millones. Nueva escuela secundaria: coste proyectado, veinticuatro millones…

—De eso estoy enterado —interrumpió Jeb—. El coste final fue de setenta y un millones.

—Se equivoca —objetó el del FBI—. Aún no está terminado. Puede llegar a ochenta y cuatro millones.

—¿Cuánto costaría en Los cuarenta y ocho de abajo? —preguntó Jeb.

—Hicimos que algunas empresas constructoras de escuelas viajaran desde California. Presupuestaron tres millones doscientos mil.

Entonces intervino el funcionario de Alaska:

—En California, sí. Pero que traten de construirla en la Vertiente Norte, donde es preciso traer hasta el último clavo por barcaza o avión.

El del FBI inclinó la cabeza.

—Los constructores de California dijeron lo mismo. Entonces les pregunté cuánto habría costado la escuela en Barrow. Y dijeron: «Entre veinticuatro y veintiséis millones».

El hombre de Washington gruñó:

—Ése era el cálculo original, el que se elevó a ochenta y cuatro.

Disgustado, pidió al hombre del FBI que no continuara enumerando horrores. En cambio tomó una hoja de papel y garabateó algo. Después lo pasó a Jeb, con la escritura hacia abajo.

—Además de los ochocientos millones de dólares recibidos por impuestos, que han gastado, ¿cuánto cree que esos soñadores pidieron prestados a los mercados financieros de Nueva York y Boston? Eso lo gastaron también, y ahora tienen una deuda enorme.

Jeb estudió el asunto. Por lo que sabía sobre la generosidad de los acuerdos municipales, llegó a la conclusión de que la deuda debía de igualar la mitad de los ingresos.

—Tal vez la mitad de los ochocientos millones. Pueden ser cuatrocientos millones, en bonos vendidos por los bancos del Este.

—Mire el papel —indicó el hombre del gobierno.

Al darle la vuelta, Jeb vio una cifra descomunal: 1 200 000 000.

—¡Por Dios! —exclamó—. ¡Más de mil millones de dólares! ¿Cómo pudieron unos cuantos esquimales, que nunca fueron a la universidad…?

Entonces, el interrogatorio se tornó breve, seco y brutal:

—¿Sabe usted de alguna complicación que Poley Markham haya tenido con la administración de la Vertiente Norte?

—Él tiene participación en todo lo que se hace en Alaska.

—¿Fue él quien dispuso esta emisión de bonos?

—Él ayuda a todas las corporaciones con sus préstamos.

—¿Posee Markham alguna de las empresas contratistas que obtuvieron los trabajos grandes?

—No creo que haya invertido nunca en empresas ajenas. Actúa por su cuenta.

—En su opinión, ¿Poley Markham es corrupto?

—En mi opinión, es uno de los hombres más honrados que he conocido. Con frecuencia salgo a cazar con él. En el hielo o en la montaña es donde se revela el carácter de un hombre.

—¿Qué diría si le reveláramos que Poley Markham ha recibido más de veinte millones de dólares en concepto de honorarios por trabajos hechos en Alaska?

—Lo creería. Y apostaría a que tiene recibos firmados por toda esa suma. Hace años me dijo que aquí el dinero corría como agua y que se le podía recoger honradamente.

—¿Cree usted que se ganó honradamente su parte?

—Sí, señor. Hasta donde yo sé, estoy seguro.

Los hombres le agradecieron esas respuestas y reiteraron que él, por su parte, no estaba bajo investigación.

—No tenemos pruebas firmes de que se haya hecho algo malo. Y confieso que no hemos encontrado nada contra su amigo Markham. Pero cuando hay dos mil millones de dólares flotando por ahí, tenemos que buscar dedos pegajosos.

Esa noche, al llegar a su apartamento de Anchorage, Jeb rastreó a Poley hasta un club campestre de Arizona.

—El FBI te está investigando muy en serio, Poley.

—Vinieron aquí a interrogarme. Y la cosa no es contra mí. Investigan esa increíble maniobra de la Vertiente Norte. Ocho mil esquimales que han gastado dos mil millones de dólares, en total.

Por un momento, Jeb se imaginó a los nativos de Desolation. No lograba ver en esos cazadores, que vivían junto al mar helado, a unos grandes deudores. Luego se acordó de Poley.

—¿Tú no tienes nada que ver con este desastre?

—Todo el dinero que gané, Jeb, lo cobré en cheques… por honorarios legalmente documentados.

—Eso es lo que le dije al de Washington.

—¿Un pelirrojo con gafas?

—Ése.

—Cuando se fue de aquí no estaba convencido. Y sospecho que tú tampoco le convenciste. Pero no hallará nada contra mí. —Hubo un momento de silencio. Luego Poley añadió—: naturalmente, recomendé a mis amigos de California y Arizona para los contratos gordos. Pero ellos no me pagaron nada, Jeb. No recibí comisiones. Nadie me construyó un albergue de caza en las montañas.

—¡Pero dos mil millones de dólares! Ahí tiene que haber algo sucio, Poley.

—¿Has hecho tú algo sucio? No. ¿Y nuestro amigo Afanasi? Nunca. ¿Y yo? En la vida. Participé de todo, como bien sabes. Pero ya recordarás mi regla de oro: «Donde haya en juego siquiera ocho céntimos, deja un reguero de recibos de un kilómetro».

—Los federales me dijeron que le habían seguido el rastro a más de veinte millones de dólares en recibos.

Y Poley rió:

—Yo no actúo de otro modo.

—Eso es lo que les dije —reconoció Jeb.

Como Poley Markham tenía que viajar a la Vertiente Norte para prestar apoyo a sus clientes durante la investigación del FBI, se detuvo en Anchorage para verificar lo que Jeb hubiera dicho a los investigadores en el interrogatorio llevado a cabo en Juneau. Cuando llegó al apartamento de Jeb había alboroto en la televisión de Alaska. Giovanni Spada, del Centro de Maremotos de Palmer, acababa de anunciar que el volcán Qugang, frente a la costa de Lapak, en las islas Aleutianas, había entrado en erupción, despidiendo enormes nubes de ceniza que se dirigían hacia Anchorage. «Sin embargo, la distancia es tan grande que la mayor parte del polvo se disipará antes de llegar a la zona de Anchorage».

Sin embargo, al caer la tarde había una nube de ceniza en el aire. Poley sugirió:

—Salgamos de aquí. Un guía me dijo que había algunas cabras montañesas en una costa del Pacífico, justo al norte de las tierras del gobierno en la bahía del Glaciar.

Prepararon el equipo, alquilaron un avión de cuatro plazas y volaron a una zona que pocos habían visto. Allí, en un aire tan límpido que hasta una gota de lluvia parecía intrusa, caminaron hasta ver, bastante más abajo, tres machos de bellas cornamentas.

Poley se dio una palmada en el muslo.

—Por fin hemos tenido suerte. Esta vez están debajo de nosotros, no arriba. Si descendemos con cautela podrías cazar una de esas bellezas. —Pero al inspeccionar lo empinado de la cuesta cambió de planes—. Seguro que caerán algunas piedras. Y si es así los asustaremos. Es mejor esperar a que vengan hacia nosotros.

La decisión resultó acertada, pues las cabras fueron ascendiendo gradualmente, pero con tanta lentitud que los dos hombres tuvieron que esperar casi una hora. Durante ese rato discutieron en susurros el problema crucial que gobernaba los asuntos de Alaska en esos momentos. Y otro mucho más importante, que llegaría a su culminación en 1991. Sobre el primero, Poley dijo:

—¿No es curioso? Los dos estados que más se rechazan mutuamente son los dos más parecidos.

Jeb le preguntó a qué se refería.

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