Alaska

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XII. EL ANILLO DE FUEGO

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—Alaska y Texas. Cuando pedimos gente experimentada para que viniera a ayudarnos con nuestro petróleo, dos de cada tres venían de Texas. Y creo que la mitad de nuestros habitantes afincados son texanos que se quedaron aquí. —Jeb reflexionó sobre eso y dijo:

—En Fairbanks hay muchos, sí.

—Y como en Texas, aquí no se oye decir nada malo de la OPEP. Nos conviene que esos árabes mantengan el precio del petróleo lo más alto posible. Ellos nos hacen el trabajo.

Pero ambos estaban de acuerdo en que, con la desastrosa caída de los precios, los tiempos gloriosos de Alaska estaban a punto de concluir, tal como parecían estar declinando en Texas.

—Tuvimos suerte de llegar cuando lo hicimos, Jeb. Espero que hayas ahorrado dinero, porque en 1991 habrá oportunidades como nunca has imaginado. El hombre prudente que tenga ocho o diez millones disponibles podrá comprar una gran parte de este maravilloso estado. Yo no veo la hora de hacerlo.

—¿Cuándo las restricciones de la Ley de Concesiones lleguen a su fin?

—Sí.

Sólo otro alaskano habría podido apreciar lo inquietante del comentario de Poley. Significaba que había rastreado las operaciones de las trece grandes corporaciones nativas, las que en verdad poseían la tierra, y sabía que muchas de ellas estaban en un desastroso estado financiero. Por lo tanto, sus propietarios nativos tendrían que venderlas a los blancos de Seattle, Los Ángeles y Denver que tuvieran dinero suficiente para comprarlas. Y ellos podrían ganar una fortuna si administraban inteligentemente ese suelo. Desde luego, eso significaba que los esquimales bien intencionados, como Vladimir Afanasi, corrían peligro de perder las tierras de las que sus antepasados habían dependido por miles de años. Jeb, que veía en Afanasi la salvación de Alaska, se preocupó, pero Poley le tranquilizó:

—Creo que la corporación de la Vertiente Norte es una de las que puede sobrevivir. Pese a la enorme deuda y a la caída de los precios petroleros, hemos construido allí estructuras sociales y políticas muy sólidas. En cuanto a las otras doce, tengo buenos motivos para creer que cinco, al menos, están condenadas. Ésas son las que tomaremos.

Entonces, en esa solitaria ladera que miraba al Pacífico, se rompieron los lazos que unían a los dos amigos. Jeb Keeler, pese a la desilusión de haber perdido a Kendra Scott, había llegado a amar sinceramente Alaska, en la que veía una mezcla única de advenedizos blancos como él y nativos de siempre, como los esquimales, los

atapascos y los

tlingits para los que trabajaba. Quería que esos grupos coexistieran en armonía, según dijo a Poley, para desarrollar juntos esa tierra de maravillas, para vender sus recursos naturales a países como Japón y China, a cambio de productos elaborados. Específicamente, deseaba que los nativos retuvieran la propiedad de la tierra, para que pudieran, a voluntad, continuar con su estilo de vida. Y cuando manifestó esa conclusión se puso al otro lado de las ambiciones de Poley Markham, quien reveló sus planes con pasmosa claridad.

—Yo no veo las cosas de ese modo. En absoluto, Jeb. Los nativos no pueden administrar sus propias tierras en este mundo moderno de aviones,

motonieves y coches, por no mencionar los supermercados y los televisores. Incluso las seis o siete corporaciones que son viables hoy, se marchitarán hacia fines de este siglo. Y los hombres como yo estaremos pendientes.

Jeb pasó algunos momentos cavilando sobre esa sombría predicción. Tenía que reconocer que la tragedia era probable, pero antes de que pudiera hacer un comentario Poley añadió una revelación, descubriendo lo maquiavélico de su carácter:

—¿Por qué supones que he trabajado tanto con esas corporaciones? No fue por el dinero… al menos, después de haber consolidado mis reservas. Quería conocer la capacidad de cada una, dónde estaban las tierras buenas, cuál era la probabilidad de colapso. Porque desde el primer día me di cuenta de que la descabellada organización establecida por el Congreso no sobreviviría a este siglo. Y eso significaba que las tierras tendrían que llegar a manos de hombres como tú o como yo.

—A las mías, no —aseguró Jeb—. Pienso ayudar a los nativos para que pidan al Congreso una prolongación, más allá de 1991. No permitiremos que las tierras les sean arrebatadas a los esquimales ni a los indios.

Poley se echó atrás para estudiar a ese joven, al que había dado su amistad de tantas maneras, introduciéndole en la fraternidad de expertos de Los cuarenta y ocho de abajo, los que sabían lo que estaba ocurriendo en Alaska.

No podía creer lo que Jeb estaba diciendo:

—Si vas por ese camino, hijo, tú y yo cruzaremos espadas.

—Lo veo venir, Poley. Yo quiero que Alaska siga siendo única, una moderna tierra de maravillas. Tú quieres convertirla en otra California.

—Acéptalo, hijo. —Al utilizar esa palabra, la que había empleado años antes, en el norte de Canadá, hizo que la separación entre ambos se hiciera más evidente—. ¿Qué es Anchorage, sino una San Diego del norte?

—A Anchorage puedo renunciar —reconoció Jeb—. Pero el resto tiene que ser protegido de hombres como tú, viejo amigo.

Poley rió:

—Imposible. El próximo censo mostrará que Anchorage tiene más del cincuenta por ciento de la población. Entonces sus representantes irán en tropel a Juneau y comenzarán a aprobar leyes para poner a este estado dentro del mundo moderno. Probablemente trasladen la capital a Anchorage, donde debería haber estado desde hace tiempo.

—Cuanto más hablas, Poley, más me doy cuenta de que tendré que combatir contra casi todo lo que tratas de hacer.

Si los dos cazadores hubieran tenido la radio encendida, habrían escuchado una urgente transmisión de Giovanni Spada, enviada a todas las naciones que bordeaban el Pacífico Norte:

—Esto es un alerta de tsunami. Repito: alerta de tsunami. Se ha producido un gran terremoto submarino cerca de la isla de Lapak, en la cadena de las Aleutianas, con un registro de ocho punto cuatro en la escala de Richter. Se advierte a todas las zonas costeras que una ola…

En vez de oír esa advertencia, que habría podido influir en sus decisiones con respecto a esa costa vulnerable, se mantenían atentos a las cabras, que se estaban comportando tal como Poley había previsto. Pero antes de iniciar las etapas finales de la cacería, Poley quiso allanar las diferencias políticas que habían brotado entre ellos y cambió completamente de tema.

—¿Sabes, Jeb, que tu cabra montañesa no es una cabra? Es un antílope al que se ha dado el nombre equivocado.

Jeb, sorprendido, se volvió hacia su futuro adversario:

—No lo sabía. —Por algunos segundos analizó esa extraña novedad—. Supongamos que hubieran llamado a la cabra «antílope de las nieves» o «antílope ártico». Sería doblemente atractivo.

—Para mí no —gruñó Poley—. Me gustan las cosas simples y honradas. —Entonces se convirtió en el implacable director de la cacería, papel para el que estaba predestinado—. Tienes que derribar a una en cuanto aparezcan por allí. Si dejas que se sitúen por encima de nosotros, dalas por perdidas.

Jeb, que había perdido cinco o seis cabras siguiendo sus propias tácticas, se deslizó silenciosamente por el lado protegido del barranco, tomando precauciones para no ser visto por las cabras que se acercaban. Cuando se hubo acomodado de modo que podría interceptarlas en cuanto subieran por el lado opuesto, comprendió que sólo podría disparar una vez, contra aquel de los tres machos que asomara primero la cabeza sobre la línea del horizonte. Miró hacia atrás, buscando la confirmación de Poley, y se sintió gratificado al verle formar un círculo con el pulgar y el índice derechos. Todo estaba preparado; era la mejor oportunidad que Jeb tendría en su vida de cazar el último de sus ocho grandes.

Contuvo el aliento, esperando que apareciera una de las cabras. Entonces experimentó el gran júbilo de ver un macho cabrío, blanco níveo y con perfectos cuernos negros que emergía en la cresta del barranco y se detenía allí por un momento.

—¡Dispara, por el amor de Dios! —susurró Poley para sus adentros, temiendo de que el menor sonido pudiera ahuyentar a la cabra. Un momento después tuvo el alivio de escuchar el eco de la escopeta. La cabra dio un brinco hacia delante, estremecida, y cayó hacia atrás, perdiéndose de vista para Jeb, al otro lado del barranco.

Pero Poley, desde más arriba, vio con toda claridad que la cabra muerta había caído muy abajo.

—¡Jeb! —gritó—. La mataste, pero está abajo, en el desfiladero. Ve a buscarla. Yo iniciaré el descenso con el equipo.

Jeb bajó hacia donde había visto por última vez a la cabra, llevando su arma, pero Poley volvió a gritar:

—Deja tu escopeta; yo la llevaré. Está bastante abajo.

Al divisar el sitio en que había caído la cabra, el joven apreció la prudencia de ese consejo y apoyó el arma contra una roca, donde Poley pudiera verle con facilidad. Casi como si los dos estuvieran atados por bandas invisibles, comenzaron a descender juntos. Poley, desde su punto de observación hacia el sitio donde descansaba el arma; Jeb, desde el arma hasta el lugar donde había caído la cabra.

Mientras bajaba en ese triunfal desfile, Jeb no apartaba los ojos del magnífico espécimen. Pero Poley, desde el sitio más elevado, podía ver la escena completa: el océano Pacífico a poca distancia, los dos promontorios marcando el comienzo del pequeño fiordo, las empinadas laderas en que los tres machos cabríos habían estado explorando y la bahía hacia la que Jeb descendía para cobrar su presa. Era casi un artístico escenario en miniatura para una pintura ideal de Alaska.

Pero Poley también vio una súbita y persistente succión de agua desde la bahía y comprendió, por instinto, que algo terrible estaba a punto de ocurrir.

—¡Jeb, Jeb! —gritó.

Pero el joven, en su entusiasmo por cobrar la cabra, ya no estaba al alcance de su voz. Aun así Poley siguió gritando, pues ahora veía el agua que regresaba hacia la bahía, acumulándose inexorablemente, como si algún malévolo titán la empujara desde atrás.

—¡Jeb! ¡Vuelve!

Entonces fue evidente que las olas oscuras, nunca muy altas, pero respaldadas por una tremenda presión, no iban a detenerse sin haber colmado el valle, ascendiendo hasta algún punto increíble, dos mil, dos mil quinientos metros sobre el nivel del mar. Y cuando Jeb reparó finalmente en el peligro, el agua estaba ya tan alta y se acumulaba tan velozmente que no pudo hacer nada por salvarse. Vio que las aguas revueltas le arrebataban su cabra, arrojándola de un lado a otro, sumergiéndola en espumas. Luego las olas implacables llegaron hasta él, arrojándole de costado y tragándoselo, mientras escalaban las laderas del valle más de prisa que las mismas cabras. Lo último que vio no fue su trofeo final, destrozado en las profundidades, sino a Poley Markham, que trepaba desesperadamente para llegar a tierras más altas, donde el tsunami de Lapak no pudiera alcanzarle.

Cuando ya estaba a punto de perecer, Jeb vio que Poley tenía posibilidades de salvarse y gritó:

—¡Adelante, Poley! ¡Tú ganas!

Por el momento, parecía que Alaska sería tal como Poley Markham la deseaba, y no como Jeb Keeler, Vladimir Afanasi y Kendra Scott, cada uno a su manera, la habían imaginado.

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