Alaska

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IX. X. SALMÓN

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—Gracias por cuidar de mi hija, señor Bigears. Nancy, espero verte en Seattle en septiembre. Y tú, Tom, has sido un anfitrión muy amable. A todos ustedes, las buenas personas que trabajan en la fábrica, que Dios les bendiga. Necesitamos la ayuda de todos.

El Momtreal Queen, orgullo de la línea canadiense, que cubría el trayecto entre Seattle, Vancouver y los puertos de Alaska, medía más de ochenta metros de eslora, Pesaba mil cuatrocientas noventa y siete majestuosas toneladas y estaba legalmente autorizado a llevar doscientos tres pasajeros. Pero como el verano se acercaba a su fin y eran muchos los turistas que deseaban desplazarse a Seattle, para ese viaje se armaron apresuradamente literas adicionales, para un total de trescientos nueve pasajeros y sesenta y seis tripulantes. El barco partió de Juneau con sólo dos plazas libres. Cuando se detuvo en la Fábrica de Conservas Tótem para recoger a sus dos pasajeras, la señora Ross explicó que, si bien Lydia no viajaría con ella, pagaría igualmente los dos pasajes. El tesorero presentó el problema al capitán Binneford, que prefirió no cobrar el alojamiento no utilizado, teniendo en cuenta el estrecho vínculo del señor Malcolm Ross con la línea.

El barco partió de Tótem en un plateado crepúsculo de agosto. Como estaba algo retrasado, aceleró la marcha más que de costumbre, tratando de dejar atrás las partes rocosas del estuario antes de que llegara la marea baja. El capitán Binneford sabía bien que, al pasar junto a la Morsa, era preciso dirigirse hacia el oeste, manteniendo la roca a babor. Aunque lo hizo, por algún motivo que jamás se sabría, redujo el margen de seguridad. Eran las siete y media de la tarde, aquel miércoles, 22 de agosto de 1906, y aún había luz abundante cuando el hermoso barco se lanzó de frente contra una saliente sumergida de la Morsa. La proa del barco quedó averiada y, dada la velocidad que llevaba, se abrió una grieta de veinticuatro metros y medio en el lado de babor. Casi de inmediato, el Montreal Queen quedó varado en la Morsa y la marea baja puso su herida al descubierto.

La señora Ross, que aún estaba desembalando el equipaje, fue arrojada hacia delante por el choque, pero era tan ágil que no resultó lastimada. Fue una de las primeras en salir a cubierta y la que mejor comprendió lo ocurrido.

—Mi esposo tiene varios barcos navegando en estas aguas y estos accidentes ocurren con frecuencia —aseguró a los otros pasajeros—. Pero se puede pedir auxilio por telégrafo y otros barcos acudirán rápidamente a rescatarnos.

No veía motivos para asustarse y lo repitió varias veces.

Mientras tanto el capitán Binneford enviaba y recibía mensajes que ejercerían un poderoso efecto en el destino del Montreal Queen. Cuando la casa central de su empresa recibió noticia de su encallamiento, envió una respuesta que se haría famosa en la historia de Alaska:

SI DAÑOS NO DEFINITIVOS, SE ORDENA ESPERAR AUXILIO ONTARIO QUEEN QUE RESCATARÁ TODOS PASAJEROS. LLEGARÁ VIERNES ANOCHECER.

Si la señora Ross hubiera podido leer ese mensaje, al estar casada con el dueño de una empresa naviera, habría podido entender sus implicaciones. La compañía ordenaba así al capitán del buque averiado que no permitiera ninguna labor de rescate por parte de barcos pertenecientes a otras líneas ni por marinos aventurados de Juneau o Ketchikan. Las leyes marítimas establecían que, si un barco averiado era socorrido por otra embarcación, ésta adquiría derechos de salvamento. En este caso, sacar al Montreal Queen de las rocas o remolcarlo hasta Juneau equivalía a proporcionar ayuda.

Si el Montreal Queen lograba resistir hasta que su hermano, el Notario, llegara desde Vancouver, la empresa canadiense se ahorraría una suma considerable. El capitán Binneford, después de estudiar el estado de su barco, decidió arriesgarse a que el barco permaneciera varado donde estaba durante todo el jueves y el viernes; a esas alturas, el Ontario Queen estaría allí para trasladar a los pasajeros hasta Seattle. La decisión era arriesgada, pero no estúpida, pues todos los oficiales de a bordo opinaron que, atascada como estaba, la nave no se movería de esa roca. El capitán Binneford ordenó a su personal que informara a los pasajeros. Esa noche todos cenaron en mesas muy inclinadas y durmieron en camas que los hacían rodar hacia estribor. La noticia del naufragio no llegó a Tótem hasta el jueves por la mañana, una hora después de saberse en Juneau. Cuando Tom Venn, Sam Bigears y otros lanzaron todos los botes de la fábrica para acudir al rescate de la señora Ross y cuantos pudieran caber en el espacio disponible, había ya varias embarcaciones de la capital en los alrededores. En el momento en que Tom y Bigears llegaban a la Morsa se acercó un pequeño vapor de cabotaje.

—Tenemos muchos botes —anunció Sam—. Rescatamos todos.

Se acordó que llevarían a la señora Ross a Tótem, donde podría esperar al barco de aprovisionamiento, que debía llegar el viernes.

Pero cuando las diversas embarcaciones se aproximaron al Montreal Queen, se encontraron en las redes de esa ley descabellada. Para proteger a su empresa de pagar derechos de salvamento, el capitán Binneford se negó a permitir que una sola persona, pasajero o tripulante, abandonara su barco a bordo de otro navío, fuera cual fuese su tamaño. Por lo tanto, los trescientos nueve pasajeros del Montreal Queen pudieron alinearse ante la barandilla del averiado barco, casi tocando las manos de quienes aspiraban a rescatarlos, pero sin aceptar su ayuda.

Tom y Bigears localizaron muy pronto a la señora Ross entre varias mujeres, a quienes tranquilizaba asegurándoles que el rescate era inminente; entre todas era la más serena. Al ver a Sam exclamó:

—¡Oh, señor Bigears, cuánto me alegro de verle! —Y quiso ir en busca de su equipaje, para ser una de las primeras en transbordar.

—Loo siento, señora —se disculpó un cortés oficial canadiense, cerrándole el paso—. Nadie puede abandonar el barco.

—¡Pero ha venido el bote de nuestra empresa! El bote es nuestro y la fábrica, también. Está a pocos kilómetros de aquí.

—Lo siento muchísimo y también el capitán Binneford, pero nadie Puede abandonar el barco. Somos responsables por su seguridad, señora. El rescate es inminente.

La señora Ross, que no podía entender una regla tan estúpida, exigió ver al capitán, pero el oficial le dijo, en tono razonable:

—Comprenderá usted que está muy presionado. Demasiado trabaja ya con la tripulación.

También le prohibió arrojar su equipaje al bote de Tom, para no comprometer la situación legal de la empresa naviera.

Tom y Bigears permanecieron junto al barco durante todo el jueves, con la esperanza de que se impusiera el sentido común, pero no fue así. Un segundo vapor, aun más grande, llegó desde Juneau y los tripulantes de varias embarcaciones pequeñas lo abordaron para preguntar a su capitán cuál era la situación.

—Si se nos permitiera retirar a todos los pasajeros —se les dijo— la empresa canadiense podría verse obligada a pagar hasta dos mil dólares.

—¿No habría también derechos de salvamento sobre el barco en sí?

—Imposible. Estamos hablando de dos mil dólares, a lo sumo.

Tom Venn exclamó sin vacilar:

—Yo pondré los dos mil dólares.

Otros cinco o seis hombres se ofrecieron a contribuir, pues tal como dijo un marinero habituado a esas aguas:

—Nunca se sabe cuándo llegará ese viento Taku desde el Canadá. Sería mejor que los sacáramos antes del oscurecer.

El capitán del barco recién llegado, el del anterior y Tom Venn, como representante de la línea Ross Raglan, decidieron comunicarse con Binneford utilizando un megáfono. Tom, como portavoz, ofreció pagar todos los gastos relacionados con el inmediato desembarco de los pasajeros, Pero el canadiense se negó a estudiar siquiera la propuesta, pues mientras tanto había recibido una segunda serie de instrucciones de la casa central, donde le aseguraban que el Ontario Queen llegaría a la Morsa dos horas antes de lo calculado anteriormente. El telegrama concluía diciendo:

TODOS PASAJEROS SANOS Y SALVOS A BORDO ONTARIO QUEEN VIERNES CUATRO TARDE.

Tom, que se sentía personalmente responsable de la señora Ross, permaneció cerca del buque; aún pensaba que el capitán Binneford, a quien tenía por hombre sensato después de haberle tratado en el breve viaje entre Ketchikan y Tótem, querría garantizar la seguridad de sus pasajeros, pese a las instrucciones que pudieran ponerlos en peligro, y deseaba estar cerca para proteger a la señora Ross. Por lo tanto, pidió a Sam Bigears que volviera a la fábrica en otro bote de Tótem, para tranquilizar a Lydia y asegurarle que su madre no corría ningún peligro.

Cuando la embarcación de Sam apenas se había apartado del vapor encallado, un fuerte viento bajó por el estuario, procedente del Canadá. Dos marineros experimentados advirtieron:

—Si esto continúa tendremos un verdadero Taku.

Como Sam era cauteloso con los vendavales, describió un círculo completo y regresó, a fin de estar allí para desembarcar a los pasajeros si el viento arreciaba.

Ese jueves por la noche, en su crujiente alojamiento, la señora Ross y otros pasajeros escribían notas para sus familiares. La de ella era para Lydia:

Esta aventura me demuestra una cosa, y espero que tú lo comprendas también, Lydia. Ningún desastre (y el naufragio de esta nave es un desastre) justifica que una persona actúe estúpidamente. Por el contrario, en momentos así es preciso utilizar una Inteligencia sobrehumana. Espero que lo hagas siempre. Es estúpido mantener a los pasajeros atrapados en este barco, aunque exista una razonable seguridad de que el otro llegará a tiempo. Es estúpido permitir que unos cuantos dólares obstruyan el funcionamiento del sentido común. Y es siempre muy estúpido, Lydia, permitir que cosas sin importancia empañen la visión de lo verdaderamente importante para tomar la decisión correcta. Si salimos con vida de este patético navío, cosa que empiezo a dudar, tu padre contará con mi ardiente apoyo cuando exija que el capitán Binneford no vuelva a navegar en las aguas de Alaska, pues su conducta de esta noche es imperdonable, viendo que empieza a levantarse viento.

Sí, el viento arrecia considerablemente y el barco cruje mucho más que antes. Mientras escribo, un plato empieza a moverse por la mesa y, en vez de detenerse, adquiere velocidad. Pero me alegro de haber hecho este viaje contigo, Lydia. Creo que ambas vimos un nuevo aspecto del señor Venn, y no digo que fuera favorable o desfavorable, sino nuevo. Esa Nancy Bigears es una alhaja, hasta me dio una lección antes de que yo pudiera ofrecerle mi ayuda. Encárgate de que se desempeñe bien en la universidad. Y cuídate. Toma las decisiones correctas y defiéndelas.

No tengo tanto miedo, como podría hacer pensar esta carta. Estoy segura de que mañana nos rescatarán.

Cuando se acercó a la barandilla para arrojar su carta a Tom, debidamente provista de un peso, un oficial trató de impedírselo, aduciendo otra vez que eso comprometería la situación legal del barco, pero ella lo apartó de un empellón, diciéndole ásperamente:

—Por el amor de Dios, joven, no sea idiota.

Cuando Bigears llegó al sitio buscó el bote de Tom, pero no pudo hallarlo entre la veintena de pequeñas embarcaciones ansiosas de rescatar a los pasajeros. Más tarde lo vio hablar con la señora Ross, que seguía acodada en la barandilla. Por no alarmarla con las noticias que traía, esperó a que la mujer se retirara para abordar el bote de Tom.

—Tengo miedo. También hombres de planta.

—¿Qué pasa?

—Viene viento Taku. No duda.

—¿Crees que pueda sacar al Queen de las rocas?

—Si sube agua, quizá.

—¿Hay alguna posibilidad?

—Quizá sí.

Tom y Bigears remaron entre los botes hasta reunir a los dos capitanes que habían discutido con el capitán Binneford un rato antes.

—Sam Bigears ha pasado toda su vida en este estuario —les dijo—. Lo conoce mejor que nadie. Y él dice que… Explícales, Sam.

—Viene gran viento Taku. Quizá antes que sale sol.

—¿Traerá mucha agua?

—Seguro.

—Y habrá una marea bastante alta, además —observó Tom.

Los dos capitanes no necesitaban más información. En compañía de Tom y Bigears, se acercaron al Montreal Queen, gritando:

—Queremos hablar con el capitán Binneford.

—Está ocupado.

Uno de los capitanes se irritó:

—Diga a ese hijo de mala madre que se desocupe y venga a hablar con nosotros.

—No quiere más intromisiones.

—Pues las tendrá, porque está a punto de levantarse un viento Taku de los mil demonios y le despegará el culo de esa roca.

Como el joven oficial se negaba a interrumpir al capitán Binneford, el hombre se puso furioso y sacó un revólver para disparar dos veces por encima del Montreal Queen. Ante eso, el capitán Binneford acudió a la carrera.

—¿Qué pasa, señor Proudfit?

—Hay problemas —anunció su colega, desde el bote de rescate—. Va a levantarse un fuerte viento, capitán. Debería sacar a todos de ese barco.

—Mañana a las cuatro de la tarde llegará el Ontario Queen.

—Es posible que llegue y no los encuentre.

El capitán Binneford iba a retirarse, pero el segundo capitán le gritó:

—Este hombre ha pasado toda la vida en Taku. Él sabe. Y dice que el viento va a ser peligroso.

En la oscuridad, el capitán Binneford le miró fijamente, impresionado por esas palabras. Parecía dispuesto a escuchar, pero en ese momento Tom acercó una linterna a la cara de Bigears. Al ver que Sam era un

tlingit, el capitán canadiense giró sobre sus talones y se retiró.

Pero Sam no se equivocaba en su apreciación del viento. A medianoche era ya tan potente que casi todas las embarcaciones pequeñas, cuyos tripulantes conocían esas aguas, buscaron la protección de una cala al norte del glaciar de la Morsa. Tom y Sam se sintieron en la obligación de mantenerse cerca, por si el capitán recobraba el buen tino, pero a las tres de la mañana las ráfagas eran tan fuertes que Bigears advirtió:

—Vamos o hundirnos también.

Tom, contra su voluntad, dirigió su bote hacia una cala, al sur del glaciar. Mientras se alejaban del Montreal Queen, preguntó:

—¿Qué va a pasar?

—Me parece hunde —respondió Bigears.

—Esos dos barcos grandes ¿no podrán rescatarlos?

—Tienen cabeza, se van ahora —replicó Sam.

Y Tom vio con horror, en la oscuridad, que los dos navíos de más tamaño se alejaban también en busca de refugio, pues sus capitanes sabían que el vendaval tendría pronto fuerza suficiente para estrellarlos contra las rocas.

Entre el rugir del viento y con el barco cada vez más escorado, la señora Ross escribía en su camarote una última nota, que su hija recibiría semanas después, manchada de agua:

Sin duda, Lydia, tu abuela conoció momentos como éste en los que todo parecía perdido. Recuerda las duras acusaciones que se hicieron contra ella y esas otras jóvenes valientes. Ellas sobrevivieron, y también lo haré yo. Pero el viento arrecia, sí, y esperamos el amanecer en una especie de mudo terror. Todo esto es muy triste. No puedo contener las lágrimas, porque era innecesario. Tu padre y yo habríamos solucionado el problema en tres minutos. Te ruego que desarrolles en tu carácter la voluntad de asumir las responsabilidades, pues es una gran virtud, quizá la más grande de todas. Te amo. Esta noche mis esperanzas deben pasar a ti.

Cuando rompió el alba, en la mañana del viernes, todos los barcos de rescate estaban diseminados y observando con horror el arreciar del vendaval, que agitaba el agua del estuario. Tom y Bigears salieron de su refugio y, desafiando el oleaje furioso, trataron de acercarse al varado Montreal Queen. Cuando hubo luz suficiente para ver el barco, peligrosamente escorado a babor, el viento se tornó tan potente que Tom exclamó:

—¡Volvamos!

Pero Bigears gritó:

—¡Tenemos que sacar señora Ross! —Y continuó impulsando su pequeña embarcación entre las grandes olas.

De pronto, una combinación de fuertes ráfagas y olas mucho más altas que las anteriores, meció al Montreal Queen hasta desasirlo y lo volcó sobre el flanco abierto.

En pocos minutos el hermoso barco desapareció en las aguas oscuras del estuario. Debido al tremendo efecto de succión que el hundimiento provocó, no sobrevivió uno solo de los trescientos nueve pasajeros. Por evitar una pérdida financiera de dos mil dólares perecieron todas las personas que estaban a bordo del Montreal Queen, incluida la tripulación.

Tom y Bigears se quedaron en el lugar del naufragio, con diez o doce embarcaciones más, con la esperanza de salvar siquiera a unos cuantos pasajeros; pronto fue obvio que no había a quien rescatar. El barco había zozobrado con tanta rapidez que apenas quedaban algunos restos para marcar el sitio. A eso de las tres de la tarde, cuando Tom iba a iniciar el regreso a Tótem, Sam Bigears gritó:

—¡Mira!

El joven, al volverse, vio al majestuoso Ontario Queen, que llegaba con una hora de anticipación.

En la fábrica, Tom no pudo explicar lo ocurrido a las mujeres que esperaban. Fue Bigears quien trepó al muelle y, acercándose lentamente a la multitud reunida, abrazó a Lydia Ross:

—Todos hundieron. Todos. Tom tiene carta.

Lydia logró dominarse antes de que Tom se aproximara, pero al ver a ese apuesto joven, al que en un momento había tratado tan mal, corrió hacia él y se arrojó en sus brazos, deshecha en lágrimas.

A su regreso a Seattle, cuando anunció que se casaría con Tom Venn, su padre sospechó con razón que estaba actuando en un exceso de emotividad y le rogó que esperara hasta ver las cosas con más claridad. Pero ella le dijo.

—En esa visita vi las cosas con mucha claridad. Si mamá hubiera vivido, ella te habría dicho que me quedé para que Tom no se casara con Nancy Bigears, aunque ya verás que ella es maravillosa. Yo quería a Tom para mí, lo quería por los mejores motivos del mundo: le amo. —Más tarde añadió—: Le vi durante la tormenta. Actuó como lo habrías hecho tú, papá.

—Casi todos los hombres se comportan con valor en una tormenta —observó el señor Ross.

Y ella corrigió:

—El capitán Binneford, no.

El padre hizo valer su opinión de que no debía casarse inmediatamente:

—Las apariencias me importan un rábano, como bien sabes. Pero esa vieja expresión, «un intervalo decente», tiene sentido.

—El diez de octubre será decente —replicó ella—. Tom y yo tenemos cosas que hacer.

A la boda asistió Nancy Bigears, ya inscrita en la universidad. Entre ella y Lydia existía cierta incomodidad, pero no con Tom. Aún le amaba y la pareja lo sabía. Ellos también la amaban, pues Nancy era la primera

tlingit que probaba suerte en el mundo de los blancos y le deseaban suerte. Cuando la muchacha preguntó dónde pasarían la luna de miel, Lydia respondió:

—En la planta de Ketchikan. Tom tiene mucho trabajo.

Y Nancy los besó a ambos.

Cuando

Nerka, el salmón, saltó por encima de la guía de Tom Venn a fin de retornar al río de las Pléyades, se enfrentó al reverso del problema que lo había amenazado tres años antes. Ahora, siendo un pez aclimatado a la vida en agua salada, debía aprender nuevamente a vivir en agua dulce; esa brusca alteración requirió dos días de nadar lentamente en el nuevo medio. Pero Se adaptó gradualmente. Ahora la grasa acumulada en su joroba, en su período de prodigiosa voracidad, se convertía en una ventaja, pues lo mantenía vivo y fuerte para ascender las cascadas del río, ya que una vez que ingresara en agua dulce, no volvería a comer: todo su sistema digestivo se había atrofiado hasta el punto de no funcionar.

Tenía que recorrer quince kilómetros aguas arriba para llegar al lago. Esa tarea era muchísimo más difícil de lo que había sido el descenso; no sólo debía saltar grandes obstáculos, sino también protegerse de los muchos osos que se alineaban junto al río, sabiendo que se acercaban los salmones grandes.

En los primeros rápidos, demostró su habilidad nadando directamente por el centro, enfrentado a toda la potencia del torrente e impulsándose con enérgicos golpes de cola; pero cuando llegó a la primera cascada, de casi dos metros y medio de altura, puso a prueba su extraña habilidad; después de reunir fuerzas en el fondo, se arrojó súbitamente contra la caída de agua y elevándose en el aire, saltó los dos metros y medio, haciendo vibrar furiosamente la cola. Con un esfuerzo pocas veces igualado en el reino animal, superó ese considerable obstáculo.

Pero su más sobresaliente actuación se produjo ante la tercera cascada, que no era vertical, sino un tramo de cinco metros y medio donde el agua descendía rápida y turbulenta, con tal inclinación que ningún pez parecía poder franquearla, mucho menos de un solo salto.

Allí

Nerka empleó otra táctica. Se lanzó furiosamente hasta el centro mismo del caudal y nadó dentro de la misma cascada, saltando y forcejeando hasta hallar un precario asidero a medio camino. Allí descansó por algunos instantes, reuniendo energía para la prueba más difícil.

Atrapado en medio de la caída, era obvio que no podía tomar impulso, pero sí elevarse casi verticalmente, agitando salvajemente la cola. Nadó una vez más, sin saltar, hasta el centro de la cascada e hizo un esfuerzo prodigioso para llegar a aguas tranquilas, en las que descansó durante largo rato.

Ahora se acercaba la parte más peligrosa de su viaje al hogar, en lo que se refiere a agentes externos; en ese estado de agotamiento dejó de aplicar la cautela por la que se mantenía vivo desde hacía seis años. Llevado por la corriente, se acercó a un grupo de osos que se reunían en ese sitio; sabían por experiencia de siglos que los salmones, terminada la batalla contra la cascada, pasaban un rato flotando sin rumbo y se convertían en presas fáciles.

Un oso grande había vadeado un par de metros en el río y, a golpes de zarpa, arrojaba a los agotados salmones a la orilla, donde los otros se precipitaban sobre ellos, desgarrándolos. Este animal, que reconoció en

Nerka al salmón más prometedor de la mañana, disparó la zarpa derecha por el agua y lo agarró bajo el vientre, para arrojarlo con fuerza hacia atrás, como un pescador que recogiera una estupenda trucha.

Mientras volaba por el aire,

Nerka notó dos cosas: la zarpa del oso le había desgarrado el flanco derecho, pero no de modo fatal, y en la dirección de su vuelo había algunas zonas que parecían agua. En cuanto aterrizó en suelo seco, con un fuerte golpe, dos osos grandes se adelantaron para matarlo, entonces

Nerka describió una serie de locos giros, reuniendo toda la potencia de cola, aletas y músculos del cuerpo. Cuando los osos alargaron las fuertes zarpas, él se retorció como una mosca ebria que tratara de posarse sobre las vacilantes patas. En el momento en que iban a sujetarlo, saltó hacia una de las zonas brillantes. Era un tranquilo brazo del río, y allí se salvó.

Ahora, a medida que se acercaba al lago, la señal, compuesta de rastros minerales, la posición del sol, quizás la rotación de la Tierra o alguna fuerza eléctrica peculiar, todo eso se tornó abrumador. Venía siguiendo esa señal durante más de tres mil kilómetros y ahora le latía en todo el cuerpo envejecido: «Éste es el lago de las Pléyades. Éste es mi hogar».

Llegó al lago el 23 de septiembre de 1906; al entrar en esa hermosa masa de agua, entre las montañas protectoras, buscó el camino hacia el pequeño arroyo, con su especial acumulación de grava, en donde había nacido seis años antes. Por primera vez en su excitante vida buscó a su alrededor, no simplemente otro salmón, sino una hembra; cuando llegaron otros machos los reconoció como enemigos y los ahuyentó. Estaba por iniciarse la experiencia culminante de su vida, pero sólo él y otros dos ejemplares de los cuatro mil originarios habían logrado llegar a las aguas de su nacimiento. El resto había Perecido entre los peligros impuestos por el increíble ciclo de los salmones.

Misteriosamente, de una saliente oscura que arrojaba las sombras profundas tan gratas al salmón

Nerka, surgió ella: una hembra madura que había compartido los mismos peligros y, a su modo, había sabido evitar las guías extendidas para atraparla y ascender las cascadas, utilizando sus propias tretas. Era igual a él en todo sentido, exceptuando la fiera mandíbula pronunciada. Y ella también estaba lista para el acto final.

Se le arrimó serenamente, como si dijera: «buscaré tu protección» empezó a menear suavemente la cola y las aletas, apartando los sedimentos aluviales caídos sobre la grava que pretendía utilizar. Empleando sólo esos movimientos fue excavando un nido de unos quince centímetros de profundidad y el doble de su propia longitud, que rondaba los sesenta centímetros. Preparado el nido, lo probó otra vez, para asegurarse de que la corriente del agua fría vivificante brotara aún del río oculto; al sentir su tranquilizante presencia, estuvo dispuesta.

Entonces se inició el cortejo: una danza lenta, soñadora, en la que

Nerka se acercaba cada vez más, frotando sus aletas a las de ella, apartándose a una breve distancia para regresar precipitadamente. Se presentaron otros machos que percibían la presencia de la hembra, pero

Nerka los ahuyentaba en cuanto aparecían. Y la lírica danza continuaba.

De pronto se produjo una transformación: los dos salmones abrieron la boca tanto como se lo permitían las articulaciones de las mandíbulas, formando grandes cavernas para la entrada de agua fresca. Era como si desearan purificarse, barrer las viejas costumbres para preparar lo que iba a suceder. Cuando ese rito estuvo completo, experimentaron salvajes y furiosas oleadas de emoción; giraron a la par, entrechocando las mandíbulas y haciendo temblar las colas. Al terminar ese

ballet acuático abrieron nuevamente la boca y la hembra liberó unos cuatro mil huevos; en ese instante preciso

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