Alaska

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VIII. EL ORO

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VIII. EL ORO

Los cataclismos que originaron la grandeza del paisaje de Alaska comenzaron hace por lo menos ciento veinte millones de años; pero lo que produjo el acontecimiento más dramático de la historia de la región había comenzado mucho antes.

Hace unos dieciocho mil millones de años, hasta donde la ciencia puede deducir, se produjo una explosión de extraordinaria magnitud, y lo que antes era el vacío quedó ocupado por enormes nubes de polvo cósmico. Otras personas, de acuerdo con sus intuiciones y su forma de pensar, han descrito de distintas maneras este comienzo del comienzo; no obstante, cualquiera que haya sido su causa, parece que el acontecimiento puso en marcha nuestro Universo. Todo lo que ocurrió a partir de entonces brotó de su complejidad y de su fuerza abrumadora.

Aunque no es fácil adivinar qué ocurrió con la mayor parte del polvo que entró en movimiento de esta forma, hace unos nueve mil millones de años una pequeña cantidad (de un tamaño impresionante, pese a ser sólo una fracción) empezó a fusionarse en lo que acabaría por convertirse en la galaxia de la que formamos parte. En ella aparecieron después unos doscientos mil millones de estrellas, y una de las más pequeñas es el sol que nosotros vemos salir cada mañana. No hay que estar demasiado orgullosos de nuestra galaxia, por maravillosa que sea, pues se trata sólo de una entre más de mil millones; muchas de las otras galaxias son de mayor tamaño y están pobladas por mayor número de estrellas.

Hace unos seis mil millones de años, en el interior de nuestra galaxia, una inmensa aglomeración de polvo cósmico empezó a formar un gran remolino, muy parecido a los que podríamos ver esta misma noche en el cielo si tuviéramos un buen telescopio, pues todos los procesos de los que estamos hablando continúan repitiéndose en otras partes del Universo. De esta masa giratoria de partículas cósmicas surgió una estrella, además de los nueve o diez planetas que la acompañan y configuran con ella nuestro sistema solar. Por lo tanto, nuestro sol puede tener unos seis mil millones de años de antigüedad, y algunos de los planetas son sólo un poco más jóvenes.

Ahora podemos emplear cifras más precisas. Hace unos cuatro mil quinientos millones de años, el polvo cósmico, seguramente a causa de lo que estaba pasando en el interior del sol, empezó a aglomerarse para formar lo que, con el tiempo, se convertiría en el planeta Tierra. Al parecer, durante los primeros mil millones de años de su existencia, la Tierra era una turbulenta caldera en la que tenían lugar violentos cambios físicos y químicos.

El interior de la Tierra, al principio compuesto principalmente de hidrógeno y helio, acumuló tal calor y tanta presión que se produjeron reacciones nucleares: a consecuencia de ellas comenzaron a formarse más de un centenar de elementos distintos, a partir de los cuales se constituyó el planeta. El hierro, uno de los elementos principales, al ser más pesado que la mayoría se concentró en el núcleo central, en parte fundido y en parte en estado sólido, y desde allí ejerció la fuerza unificadora que mantiene la Tierra cohesionada, determina en gran parte su movimiento, establece los polos magnéticos y confiere estabilidad al conjunto. Mezclado con grandes cantidades de níquel, el núcleo central de hierro contribuyó de múltiples maneras a mantener la Tierra en funcionamiento.

En el centro, sometidos a increíbles temperaturas, bajo presiones desconocidas en la superficie e impulsados por reacciones nucleares, los componentes semilíquidos de la Tierra se separaron y formaron los elementos principales que compondrían más tarde el planeta tal como lo conocemos. Aparecieron diferentes sustancias esenciales, como el plomo, el azufre, el nitrógeno y el arsénico, cada uno de los cuales tiene su propio peso atómico y ocupa una sola y predeterminada posición entre los elementos vecinos.

Uno de estos elementos, el número 79 de la tabla, con un peso atómico de 196,9 (es decir, extraordinariamente pesado), era un metal brillante que tenía un aspecto atractivo y un especial conjunto de cualidades. El oro, que no se distribuía con mucha abundancia en el interior de la masa terrestre, tenía un peso específico diecinueve veces superior al del agua; esto significa que, si cualquiera de los grandes océanos hubiera estado compuesto de oro en vez de agua, solamente su peso habría provocado el hundimiento de todo el sistema.

Una importante característica del oro era su escasa propensión a reaccionar con otros elementos, su tendencia a mantenerse aislado. Este aspecto le diferenciaba radicalmente del carbono, un elemento que establecía combinaciones casi con cualquier sustancia que entrara en contacto con él. El carbono aparece en más de cuatrocientos mil compuestos diferentes; el oro, en casi ninguno. Además, el carbono se metamorfoseó en una serie prácticamente innumerable de productos útiles o valiosos: petróleo, carbón, antracita, grafito y piedra caliza. Una singular característica del carbono era la capacidad de cambiar su estructura, ya más avanzada la vida de la Tierra, cuando las alteraciones en las condiciones del planeta provocaron cambios de forma. Los diamantes, una de las manifestaciones más espectaculares del carbono, no aparecieron hasta bastante tarde, en el momento en que se dio una singular combinación de materiales, temperatura y presión que transformó el carbono en algo deslumbrante.

El oro, por el contrario, fue oro desde el principio y continuó siendo oro, a pesar de las elevadas temperaturas, las reacciones atómicas y la continua invitación a unirse a otros metales para formar nuevas y exóticas combinaciones. El oro tendía a asociarse con los elementos más pesados, como el hierro, y mostraba también una ligera afinidad con el azufre. Formó alguna combinación con un mineral extraño, el telurio, pero se negó a hacer lo mismo con el oxígeno, a diferencia de otros muchos minerales. Jamás habría óxido de oro. El oro no se oxidaba.

A causa de este aislamiento, se le calificó de «metal noble», empleando un adjetivo que se aplicaba también a los pocos gases que rehusaban combinarse con otros gases. El término no tenía que ver con el linaje, con el aspecto atractivo ni con el valor; un metal o un gas eran nobles si se mantenían aparte, tenían una gran estabilidad y poca tendencia a alterarse por medio de uniones con otros elementos. Según esta definición, el oro era indiscutiblemente un metal noble.

Parece que, desde la caldera en que se había formado, se desplazó hacia arriba, recorrió fisuras de las masas rocosas y se depositó aquí o allá, al azar, sin una distribución definida. En cierto momento, como cualquier otro líquido sometido a una presión, llegó hasta una grieta apropiada y se esparció lateralmente hasta quedar depositado a diferentes niveles, pero nunca en grandes concentraciones, como el plomo o el azufre, sino en puntos muy dispersos, situados de una forma que no podría explicarse por ninguna razón lógica.

Cuando el hombre llegó a explorar casi toda la superficie de la Tierra, encontró depósitos de oro en lugares tan diferentes como Australia, California, África del Sur o las orillas de un pequeño arroyo rodeado de nieve, en la frontera entre Canadá y Alaska, cerca del Círculo Polar Ártico.

Dos circunstancias completamente diferentes permitían encontrar oro. Como otros elementos metálicos (el cobre y el plomo, por ejemplo), podía yacer muy por debajo de la superficie terrestre, en concentraciones depositadas millones de años atrás. Podían excavarse minas para extraer este tipo de oro tal como se había hecho durante cuatrocientos mil años para explotar yacimientos, sin que hubiera una gran diferencia entre la extracción de oro y la de los demás metales. Se excavaba un pozo profundo, se apuntalaban las paredes, y en los niveles apropiados se abrían galerías laterales para explorar las vetas.

¿Qué era lo que se encontraba en una de estas minas auríferas del subsuelo? No había depósitos del metal noble esperando ser desenterrados y subidos a la superficie. Lo más habitual era encontrar una roca de cuarzo con motas de oro, tan diminutas que apenas podría reconocerlas una mirada poco experta. Un hallazgo importante podría ser un gran trozo de cuarzo cuya sección mostrara partículas de oro, no más grandes que puntas de alfiler (puntas, no cabezas) y muy dispersas, de modo que el profano no lograría apreciarlas a simple vista.

Estas rocas, una vez sacadas de sus escondrijos subterráneos y llevadas a la superficie, se molían y se lavaban con agua; el oro, al ser más pesado, quedaba al fondo mientras que el cuarzo, más ligero pese a su apariencia, se iba con el agua. Extraer oro de esta manera requería coraje para adentrarse en la tierra, dinamita para desprender el cuarzo y un flujo continuo de agua Para lavar la mezcla triturada.

El segundo modo de descubrir oro era el más interesante. A lo largo de millones de años, mientras la corteza terrestre cambiaba, elevándose y hundiéndose, algunas vetas de roca con pequeñas cantidades de oro quedaron expuestas a los elementos, lo que permitió que interviniera la erosión. Los inviernos helados fracturaron el cuarzo, el incesante salpicar del agua deshizo la roca, en el fondo de rápidos arroyos, la grava actuó como el papel de lija sobre la madera, y las erupciones volcánicas llevaron a la superficie nuevos depósitos que también sufrieron el efecto de la erosión.

El destino de las partículas de oro, que súbitamente habían alcanzado la libertad, dependía de su peso. Durante un tiempo, se desplazaban con la corriente de agua que las transportaba, hasta que acababan inevitablemente depositadas en el fondo; eran las fuerzas hidrodinámicas las que dictaminaban dónde se detendrían. Si un arroyo bajaba rápidamente por una pendiente, las partículas de oro, como impulsadas por una fuerza interior, buscaban un rincón tranquilo donde escapar a la agitación. Si un plácido riachuelo serpenteaba por un terreno más bien llano, el oro transportado se posaba en la parte exterior de alguna curva, donde era más lenta la velocidad relativa del agua. Pero todas las partículas acababan depositándose en algún sitio.

Los lugares de la superficie en los que se encontraba oro se denominaban «placeres»; la típica imagen del minero de los placeres era la de un hombre barbudo, sosteniendo junto a un arroyo una batea de hojalata en la que iba echando montones de grava para comprobar si se veían pepitas de oro; después construía una tosca artesa por la que hacía correr bastante agua, a fin de lavar una gran cantidad de grava. Para obtener el oro contenido en el cuarzo, había que excavar un profundo pozo en la tierra; para obtener oro en un placer, podía ser suficiente con excavar medio metro, si se trataba de un depósito accesible, y no había que desalojar toneladas de roca, sino sólo una capa de grava o de arena.

A lo largo de los siglos, los buscadores de oro habían ideado unos cuantos métodos que les permitían localizarlo en los placeres; en especial, los que habían estado en varias zonas auríferas desarrollaban una gran habilidad para encontrar el noble mineral. Si llegaba a un terreno aurífero recién descubierto una cuadrilla de buscadores con experiencia en las minas de Australia, California y Suráfrica, encontrarían oro antes que los novatos de Idaho, Londres y Chicago.

Al parecer, las reglas prácticas más importantes eran tres. Los primeros expertos en llegar a un nuevo terreno aurífero se adueñaban de las mejores posiciones, mientras que los que llegaban tarde ya no encontraban casi nada. La segunda regla, sin embargo, mantenía vivas las esperanzas de la mayoría de la gente: de vez en cuando, algún buscador afortunado, sin saber nada de oro, tropezaba con una pepita, exploraba alrededor y, por pura casualidad, se apropiaba de una bonanza. No era algo frecuente, pero ocurría.

Aunque muchos no comprendían la tercera regla, a ella se debieron algunos de los grandes hallazgos. Para buscar oro de placer había que seguir los lechos de los arroyos, porque estos depósitos solamente se formaban por la acción de las corrientes de agua. Ahora bien, como el oro había sido arrastrado a lo largo de millones de años, y teniendo en cuenta que el curso de un arroyo puede variar mucho, incluso durante el breve período de una vida humana, el buscador de oro no exploraba necesariamente el pequeño arroyo que existiera en aquel momento, sino el torrente caudaloso que podía haber existido hacía mil años, o cien mil, o incluso un millón. En 1896, a lo largo del río Yukón y sus afluentes, el mejor lugar para buscar oro no eran las orillas del Klondike, esa mágica corriente de mágico nombre, sino más bien las montañas, a cientos de metros de altura, en las cuales, trescientos mil años atrás, algún gran río había depositado el oro que acarreaba.

En el verano de 1896 un curtido buscador de oro estadounidense llamado George Washington Carmack, que no gozaba de buena reputación por culpa de su afición a mentir, conoció por casualidad a un escocés nacido en Canadá, un hombre digno y severo. De haber querido, Robert Henderson habría podido exigir el título de caballero, porque se comportaba con gran rectitud en la vida privada y con sobria honradez en el trabajo. ¿Tenía algún defecto? Era un esnob incorregible.

Se asociaron, a pesar de que entre los dos existía una diferencia que se imponía sobre el hecho de que ambos estuvieran dispuestos a trabajar duro y a soportar las penalidades mientras se dedicaran a buscar oro. Carmack estaba casado con una india, y los hermanos de su mujer, dos vagos llamados Shookum Jim y Tagish Charley, le ayudaban de vez en cuando en la búsqueda de oro. A Henderson no le parecía bien; estaba moralmente obligado a compartir la información y las posibles ganancias con Carmack, aunque George el Mentiroso, como le llamaban, tuviera una esposa india, pero no soportaba a sus dos cuñados. Por eso, cuando anunció que había encontrado algo en un pequeño afluente del río Throndiuck, que era a su vez afluente del Yukón, Carmack y los dos indios atravesaron las montañas para ayudarle a explotar el descubrimiento y compartir con él las ganancias. Pero Henderson trató a los indios con desprecio y se negó a venderles tabaco, por lo que Carmack decidió renunciar a sus derechos sobre la concesión e independizarse.

Los tres hombres dejaron a Henderson con su modesto hallazgo, se dirigieron hacia el oeste, a través de las montañas, y comenzaron a buscar oro por su cuenta en el arroyo Rabbit, un pequeñísimo afluente del Throndiuck. El 17 de agosto de 1896, por la tarde, cuando lavaban la grava en una batea, encontraron depositados en el fondo pedacitos y pepitas de oro por valor de cuatro dólares. Encontrar oro por valor de diez centavos en una batea ya se consideraba un hallazgo interesante, por lo que Carmack y sus cuñados comprendieron que habían descubierto una bonanza. Se apresuraron a hacer más comprobaciones, que continuaron ofreciendo el estimulante promedio de cuatro dólares por batea.

En medio de la excitación, Carmack recordó que debía cumplir con dos obligaciones: una moral y otra legal. Estaba moralmente obligado a informar del hallazgo a Henderson, pero le había molestado mucho la forma en que su socio había tratado a los dos indios, por lo que se quedó en su ladera de la montaña e impidió que Henderson se enterara del magnífico descubrimiento y lo compartiera con él.

En cuanto a la obligación legal, Carmack no podía eludirla. Los mineros que encontraban oro tenían que cumplir con dos requisitos: presentar ante la administración una solicitud oficial de concesión e informar inmediatamente a los demás mineros sobre la situación del descubrimiento y sobre el valor que podía tener, para que también pudieran solicitar sus derechos de explotación. Carmack dejó a los indios defendiendo el lugar y descendió rápidamente por el Yukón hasta llegar al antiguo pueblo minero de Fortymile, en la orilla izquierda del río, donde reclamó el privilegio de explotar lo que más adelante se llamó «la concesión del Descubrimiento»: ciento cincuenta metros a lo largo del arroyo Rabbit, y el terreno situado junto a las dos orillas, hasta la cima de la primera loma. Cumplidas sus obligaciones legales, se encaminó a la taberna.

—¡He descubierto el mejor filón! —anunció a grandes voces.

También reclamó derechos sobre otros tres yacimientos de ciento cincuenta metros: «Número Uno Arriba», «Número Uno Abajo», y «Número Dos Abajo». Como solicitante principal, Carmack obtuvo el derecho de explotar «el Descubrimiento» y «Uno abajo»; los otros dos yacimientos se concedieron a Shookum Jim y Tagish Charley. No se respetaron los intereses de Henderson.

Los visitantes del pueblecito, acostumbrados a las mentiras de Carmack, se negaron a creer que hubiera descubierto nada. Sin embargo, abrieron unos ojos como platos cuando sacó los cartuchos de rifle en los que guardaba las pepitas más grandes y los vació sobre la balanza del quilatador. Eran buscadores que llevaban mucho tiempo en el territorio (los escasos depósitos de oro de la región se conocían desde hacía diez o doce años) y estaban familiarizados con la calidad del oro propia de cada asentamiento del Yukón. Este oro no provenía de ninguna de las minas conocidas. Era un oro extraordinario, de calidad suprema; además, el tamaño de las pepitas indicaba que no se trataba de los restos de un pequeño placer, sino de un filón importante.

¡Había empezado la fiebre del oro! Antes del anochecer, los ansiosos buscadores de Fortymile remontaron el río a toda prisa para marcar sus propias concesiones, más arriba y más abajo del «Descubrimiento» de Carmack. La muchedumbre que acudió en tropel a la zona no quiso usar los nombres tradicionales de aquellos humildes riachuelos. El Throndiuck, un nombre extremadamente difícil de pronunciar, se transformó rápidamente en el Mondike. El pequeño arroyo Rabbit en el que trabajaba Carmack recibió el típico nombre minero de Bonanza, mientras que un afluente aún menor, que acabó resultando el más rico de todos, se llamó, con gran propiedad, Eldorado. Esos hermosos nombres se hicieron famosos en todo el mundo.

Esta fabulosa estampida, tal vez la mayor de la historia, tuvo también su faceta irónica, especialmente al principio de la competición. Como decía un canadiense, en una carta a su esposa:

A los canadienses nos disgusta que en las minas de oro de esta región se haya tratado tan mal a nuestro compatriota Robert Henderson, procedente de Nueva Escocia, Nueva Zelanda y Australia. Estamos seguros de que el primer descubrimiento fue suyo y que George Carmack, ese estadounidense con tan mala fama casado con una india, junto con sus ayudantes, le privó de su legítimo derecho a compartir el yacimiento.

Sin embargo, te confesaré algo que no tienes que explicar a nadie: creo que Henderson se merecía lo que le ha ocurrido. Mucho antes del hallazgo, le oí decir. «No pienso dejar que ningún (palabrota) indio se apropie de mi (palabrota) oro».

Hay razones para pensar que Carmack ha encontrado un filón tan rico, que Henderson, por negarse a trabajar con indios, ha perdido más de dos millones de dólares.

Otra ironía del gran descubrimiento efectuado en el Klondike fue que, si bien ocurrió a mediados de agosto de 1896 y fue ampliamente comentado a lo largo del Yukón, en el exterior no se recibieron noticias fiables de su asombrosa abundancia hasta el 15 de julio de 1897. ¿Cómo pudo permanecer oculta durante tanto tiempo la existencia de aquella bonanza, por emplear el nombre del arroyo dónde se descubrió?

El río Yukón, que mide tres mil doscientos kilómetros y transcurre en gran medida cerca del Ártico, se congela pronto (en algunas partes en septiembre) y se deshiela tarde (ciertos tramos no lo hacen hasta junio o julio). Por lo tanto, durante los meses comprendidos entre agosto de 1896 y julio del año siguiente, Carmack y sus millonarios compañeros permanecieron aislados por el hielo, guardando su secreto. No obstante, al final, un tenaz barquito del Yukón, el Alice (una embarcación de poco calado, impulsada por una rueda hidráulica en la popa), se abrió paso a través del hielo de junio y entró echando humo en Dawson City, el pueblo que los mineros recién llegados a la región habían levantado a toda prisa en la desembocadura del Klondike.

Al enterarse del importante descubrimiento y ver los fardos y las cajas de oro que los afortunados buscadores pensaban llevar al exterior, la tripulación del Alice se apresuró a descargar las frutas y verduras que traían para salvar la vida de la población, casi a punto de morir de hambre; al cabo de pocas horas, viraron la pequeña embarcación, cargada de nuevos millonarios, y navegaron aguas abajo hasta la desembocadura del Yukón, donde aguardaban los vapores que hacían regularmente la travesía del océano. Tan pronto como el Alice zarpó de Dawson, llegó otro barco similar, de modo que pudieron viajar todos los mineros que querían volver a los Estados Unidos.

Al final de una travesía de dos mil doscientos kilómetros, los dos barquitos llegaron al mar de Bering y, una vez allí, viraron hacia el norte para depositar el histórico cargamento de hombres y oro en el puerto comercial de Saint Michael. Tras varios días tomando copiosos almuerzos a base de fruta fresca, verduras y deliciosa comida enlatada, todo con un gran contenido vitamínico para combatir el incipiente escorbuto que había atacado ya a tantos, los argonautas, junto con su oro, se embarcaron en el Excelsior, con destino a San Francisco, o en el Portland, más conocido, que se dirigía a Seattle.

Mientras los dos vapores se acercaban a la costa de los Estados Unidos, Pocos de los pasajeros se imaginaban el vendaval de publicidad que estaban a punto de originar, pues suponían que en el mundo exterior se habían filtrado ya algunas noticias sobre sus asombrosos descubrimientos. Los funcionarios canadienses habían recibido alguna información, pero la habían tomado por otra más de las exageradas historias que se contaban sobre el Yukón: «Ya sabemos que hay oro en esa zona. Siempre lo ha habido. Pero nunca en tal cantidad». Además, el intrépido conductor de un trineo tirado por perros había remontado heroicamente el río y había cruzado el Peligroso puerto de Chilkoot para avisar a los funcionarios estadounidenses destinados en la zona; pero como estos hombres tampoco creyeron la importancia del descubrimiento, no se envió ninguna información al sur. Un periodista hizo llegar un informe a un periódico de Chicago, pero no se publicó casi nada porque no dieron mucho crédito a la historia.

El Portland se hizo célebre por casualidad: aunque zarpó primero de Alaska y llegó a puerto en menos de un mes, tras un recorrido más breve que el del Excelsior, amarró en Seattle dos días después de que éste hubiera atracado en San Francisco. Si bien en la costa de California las noticias se recibieron con cierto entusiasmo, los periódicos no llegaron a comprender la importancia de lo que había sucedido en el Klondike.

El Examiner, recién fundado por William Randolph Hearst, un periódico siempre en busca de historias impresionantes, prácticamente pasó por alto la llegada del oro; en todo el país, no se publicaron más que unos someros artículos en los diarios rivales de San Francisco, el Call y el Chronicle.

Ahora bien, la mañana del 17 de julio, cuando el Portland llegó, con retraso, al muelle de Schwabacher, en el puerto de Seattle, San Francisco había ya informado a los habitantes de la ciudad del regreso de unos aventureros cargados con montones de oro. Un tal Beriah Brown, un imaginativo periodista que merece ser recordado, se reveló como un hombre ingenioso: al atardecer se hizo a la mar en una barquita, se acercó al barco que llegaba y pasó toda la noche entrevistando a los pasajeros. Mientras escribía la historia para los periódicos del día siguiente, se preguntó cuál sería la mejor forma de redactar la interesante noticia y, seguramente, pensó en utilizar expresiones como «una enorme cantidad de oro», «muchísimo oro» y «descubierto un tesoro del noble metal». Renunció a todas ellas, y dio con una de las frases más memorables de la historia del periodismo estadounidense:

A las tres en punto de esta madrugada, el vapor Portland, procedente de Saint Michael y con destino a Seattle, cruzó el estrecho llevando a bordo más de una tonelada de oro macizo.

Estas palabras, «una tonelada de oro», se extendieron velozmente por el país, que estaba ansioso del metal y lo necesitaba con urgencia. En los Bancos, en las tiendas, en los hogares donde era preciso saldar opresivas hipotecas y en el corazón de los hombres que suspiraban por un sistema monetario más flexible, las palabras «una tonelada de oro» se convirtieron en un conjuro, en un irresistible aliciente.

¿Cuál fue la reacción de la gente ante este impresionante clamor? En un pueblecito de Idaho, un tal John Klope, un solterón amargado por los contratiempos, exclamó al oír el llamamiento:

—¡Por fin! ¡Oro para todos!

En un humilde barrio de Chicago, en un desvencijado cuchitril, vivía un hombre cuyo optimista padre le había dado el nombre de un presidente de los Estados Unidos: Buchanan Venn tenía cuarenta años y estaba amargado por el declive de su vida. Con cierto miedo de expresar las ideas revolucionarias que le asaltaban, susurró para sus adentros: «¡Buen Dios! ¡Quizá!».

En el extremo más septentrional de Idaho, no muy lejos de la frontera canadiense, se encontraba el pueblecito de Moose Hide. No llegaba allí ninguna vía férrea, ya que la línea que atravesaba el Canadá avanzaba hacia el norte entre Winnipeg y Calgary, mientras que la vía estadounidense más próxima, la de Chicago a Seattle, llegaba hasta un enlace en Bonners Ferry, algunos kilómetros al sur.

En Moose Hide se recibían tarde las noticias y, si eran buenas, a veces no llegaban; por eso, el 18 de julio de 1897, los habitantes del pueblecito no pudieron leer en el periódico (pues no había ninguno) que el día anterior había llegado a Seattle una tonelada de oro. John Klope, un joven taciturno de veintisiete años, no se enteró del acontecimiento que, a su debido tiempo, tendría para él una gran importancia.

El padre de Klope era un granjero de Idaho, apenas mayor que el jefe de policía o que el presidente del pequeño banco de Coeur d’Alene en el que había hipotecado su finca algunos años antes. A fin de contribuir a la devolución del préstamo, su hijo John había tenido que abandonar la escuela a los trece años y trabajar en lo que pudiera; sin embargo, como por aquellos años en los Estados Unidos estaban tremendamente limitadas las reservas de oro, y todavía más la circulación de papel moneda, a los Klope les costó bastante devolver la hipoteca. Pero como no se permitían ningún lujo e incluso se privaban de algunas cosas necesarias, lo consiguieron. La finca ya les pertenecía, aunque eso no significaba que fueran ricos, sino solamente que la tenacidad eslava había triunfado.

Aunque a las personas orgullosas de su estirpe les parecía inconcebible, John Klope no sabía con certeza el origen de sus antepasados ni qué apellido llevaban en su país. En la escuela, sus compañeros le llamaban «el polaco», aunque él, por algo que había dicho su padre una noche, pensaba que no provenía de Polonia; de todos modos, nadie ofreció ninguna alternativa, y John dedujo, acertadamente, que los Klope originarios vivían en una región cercana a los montes Cárpatos, que había cambiado varias veces de dueño. Se conformó con eso, afortunadamente, pues su padre no habría podido determinar su origen aunque hubiera querido; en cuanto a su madre, sabía aún menos de los suyos.

Él era John Klope, ni polaco, ni escandinavo, ni alemán: simplemente estadounidense, y feliz de serlo, como tantos de sus vecinos. En la familia Klope nunca se oía la queja: «Ojalá me hubiera quedado en mi país», porque los vagos jirones de la memoria que se atenían al lugar común no traían recuerdos nada gratos.

Aunque Klope no protestaba por el hecho de que la pobreza le hubiera Privado de educación, pues habría tenido poco éxito en cualquiera de las materias que por entonces se enseñaban, estaba rotundamente en contra del completo dominio que ejercían los bancos y el sistema monetario sobre familias trabajadoras como la suya; de haber vivido en alguna gran ciudad, como Chicago o San Luis, quizá hubiera llegado a defender ideas radicales. A veces, después de cenar, cuando los mozos de Moose Hide charlaban en la esquina, John escuchaba sin decir nada a los que eran más inteligentes que él, que explicaban las dificultades por las que pasaban los granjeros de la zona; después, sin embargo, cuando comenzaban a hablar de mujeres, decía súbitamente:

—¡Quien sea dueño del oro impondrá las reglas!

En 1893, el país pasaba por una desastrosa situación económica y los trenes de la Great Northern llegaban con muy poca carga a Bonners Ferry; la preocupación de Klope por el oro parecía más fundada, porque los vecinos que no habían acabado de pagar sus hipotecas comenzaban a notar los fatales efectos del mal sistema monetario del país. Se subastaba una granja tras otra al vencer los plazos, y muchos jóvenes que habían sido compañeros de escuela de Klope tuvieron que irse a vivir a los suburbios de grandes ciudades como Chicago y San Francisco.

Esta dolorosa emigración tuvo unas consecuencias para Klope que ni siquiera él comprendió por entonces. Durante sus años de escuela se había fijado en una pequeña y alegre campesina llamada Elsie Luderstrom; aunque nunca había hablado con ella y, desde luego, nunca la había acompañado hasta su casa, sabía que la niña le miraba con simpatía y estaba seguro de que, cuando fueran mayores, le gustaría charlar con Elsie. Antes de que pudiera hacerlo, el banco se quedó con la granja de los Luderstrom y la muchacha desapareció en el silencio de la noche, rumbo a Omaha.

Klope nunca volvió a verla, pero con la marcha de la niña se fueron sus oportunidades de llevar una vida normal: un noviazgo adolescente a los diecinueve años, boda a los veintidós, hijos a los veinticuatro y, a los treinta, heredar la granja paterna o la de sus suegros. Sin que él lo supiera, en Elsie Luderstrom estaba la clave de su vida, y esa clave se había perdido.

—Los bancos les han arruinado —se quejó una noche, charlando con los chicos del pueblo.

Desde el momento en que expresó esta seria opinión, que era en parte verdad, empezó a interesarse por la necesidad de que cada persona pudiera controlar sus propias fuentes de riqueza. Una finca no era bastante, y tampoco era suficiente disponer de lo que en ese momento parecía un buen empleo en la Great Northern. Incluso tener un carácter responsable servía de bien poco, pues en todos los Estados Unidos no había mejores hombres que su padre y el de Elsie: habían luchado, ahorrado y vivido austeramente, pero les había vencido la crisis económica del país. Si había algún joven estadounidense que encontrara apremiante la llamada del oro del Clondike, ése era John Klope.

Oyó hablar del descubrimiento la tarde del 20 de julio de 1897. Un viajante de comercio que iba de Seattle a Chicago había hecho transbordo en Spokane y, al llegar a Bonners Ferry, hizo el chiste habitual:

—Y el ferry ¿dónde está?

—Antes había uno para cruzar el Kootenai —explicaron por enésima vez los viejos del pueblo.

Desde entonces, el bromista habló de: «El no sé qué que cruza Bonners Ferry». Muchos lugareños habrían preferido que esos viajantes se quedaran en su casa, pero éste traía noticias muy interesantes, porque llevaba consigo los periódicos de Seattle; algunos huéspedes de la pensión leyeron los titulares y le preguntaron si les dejaba uno de los diarios.

—Quédense con él —les contestó—. Sin duda los periódicos de Chicago hablarán de la misma historia.

El 20 de julio por la tarde, llegaron las noticias a Moose Hide; John Klope estaba tan excitado que corrió a Bonners Ferry para hablar con el hombre que había traído la información.

—Me han dicho que tiene usted dos periódicos —le dijo al verle—. ¿Me presta uno?

—Tenga: invita la casa. —Entonces el viajante se rió—: Si va a las minas de oro, que tenga suerte.

Mientras volvía a casa, Klope se detuvo tres veces para leer el artículo sobre la tonelada de oro; se entusiasmó tanto que, al llegar a la granja, había decidido marcharse inmediatamente hacia el Klondike. Nada podía disuadirle. De hecho, no se le necesitaba para el cuidado de la finca; entre su padre y su madre podrían haber llevado una propiedad cuatro veces mayor que las pocas hectáreas de las que disponían. A decir verdad, el joven era más bien una carga, y lo sabía. No había intentado aproximarse siquiera a ninguna jovencita, de modo que su partida no echaría a perder ningún posible matrimonio. No tenía amigos de verdad, y hasta los muchachos de la esquina empezaban a considerarle un tipo raro. No es que estuviera decidido a unirse al éxodo hacia el Yukón: es que no tenía más remedio.

Por entonces, si Klope hubiera estudiado geografía, habría visto que las minas de oro del Klondike quedaban tan cerca de donde estaba como de los otros puntos de partida: Seattle, en Washington, o Edmonton, en Alberta. A vista de pájaro, se encontraba a dos mil doscientos kilómetros del Klondike, no mucho más lejos que de Chicago; pero si hubiera intentado recorrer esa distancia habría tenido que atravesar uno de los territorios más inhóspitos de América del Norte. Antes de llegar a casa decidió, prudentemente, ir primero a Seattle y después al Klondike.

—Mañana mismo me voy —explicó a sus padres durante la cena, tras enseñarles el periódico, y sin darles tiempo a asimilar la sorprendente noticia.

—Puedo darte ciento cincuenta —contestó sencillamente su padre, en un gesto característico de la familia Klope.

—Junto con lo que yo tengo, será suficiente —replicó John.

La señora Klope no dijo nada, pero pensaba que ya era hora de que su hijo se fuera de casa y comenzara a vivir por su cuenta.

John no se echó para atrás. No se marchó al día siguiente, como había anunciado, pero lo hizo dos días después. Temprano por la mañana, su padre le acompañó a Bonners Ferry, donde averiguaron que iba a salir un tren hacia el sur, en dirección a Spokane y Seattle. Después de una embarazosa despedida, John dijo:

—Será mejor que vuelvas a casa, papá. Estaré bien.

Y Klope padre se fue, en absoluto descontento de que su hijo hubiera tomado esta decisión.

Cuando Klope llegó a Seattle, encontró la ciudad alborotada pues parecía que toda la población se había concentrado en los alrededores del muelle de Schwabacher, desde donde partían los vapores hacia Alaska; desde los tiempos en que embarcaciones de todo tipo recorrían el Mediterráneo, Pocas veces se había visto en un puerto tan asombrosa variedad de navíos a punto de hacerse a la mar. Había transatlánticos, pero también remolcadores de río equipados a toda prisa para que pudieran efectuar la relativamente tranquila travesía hasta Juneau y Skagway. Había barcos con rueda en la Popa, de los que navegaban por el Mississippi, y grandes y desvencijadas embarcaciones con ruedas laterales, de las que se empleaban como barcas de recreo por las plácidas aguas que rodeaban a Seattle.

Todas las embarcaciones, fueran del tipo que fuesen, tenían el pasaje completo en el momento que Klope llegó al puerto, dispuesto a embarcarse hacia Alaska. Aunque buscó durante dos días enteros, no encontró ni una sola plaza libre; y, como seguían llegando trenes desde el este, llenos de hombres como él, la situación empeoraba. Desesperado al verse tan cerca del oro pero sin poder alcanzarlo, preguntó en la tienda de Ross Raglan, en la que se abastecían todos los viajeros, y donde él estaba comprando su equipo:

—¿Cómo podría encontrar pasaje para el Klondike?

—Nosotros tenemos un barco —le dijeron—, el Alacrity, pero está todo el pasaje reservado hasta marzo del año próximo.

El dependiente de la tienda, que se había dado cuenta, mientras Klope adquiría su equipaje, de que era un hombre al que no importaba gastar el dinero, añadió al ver su cara de desilusión:

—Vaya usted al final del muelle. Me parece que están reparando un viejo barco ruso. No recuerdo el nombre, pero allí cualquiera podrá indicarle dónde está amarrado.

—¿Y usted cree que no lo tendrá todo vendido? —preguntó Klope.

—Lo dudo —contestó el dependiente.

Cuando localizó el barco ruso, el Romanov, de Sitka, comprendió por qué sus pasajes no habían estado muy solicitados: era uno de los barcos más extraordinarios entre los que pretendían llevar a cabo la travesía. Era un barco ruso de ruedas laterales, construido para navegar por las resguardadas aguas del sudeste de Alaska; había sido adquirido por unos marinos bostonianos en 1867, cuando Rusia abandonó la zona; se había utilizado durante mucho tiempo para el comercio de pieles, y después había ido a parar a Seattle: allí había navegado durante unos años, por las serenas aguas de bahías y ensenadas. Más tarde se equipó con una caldera de carbón adicional Y con una espasmódica hélice que funcionaba junto con las dos ruedas laterales. Por lo tanto, tenía dos sistemas de propulsión totalmente distintos y tres aparatos que le impulsaban a través del mar: dos ruedas de madera en los costados y una hélice metálica, algo torcida.

Este viejo barco tenía varias filtraciones, aunque ninguna tan grave como para hundirse, y se proponía efectuar una travesía de cinco mil kilómetros por alta mar, a través de aguas a menudo turbulentas, hasta Saint Michael, el puerto donde pasajeros y Carga debían embarcarse en los barquitos de vapor que remontaban el Yukón. El pasaje costaba ciento cinco dólares por las tres semanas previstas de viaje, y, en el momento de zarpar, estaría ocupado hasta el último rincón aprovechable de la embarcación. En plena fiebre del oro, esto significaba algo diferente de lo habitual: no es que todos los camarotes estuvieran ocupados, sino que se habrían llenado todos los espacios en los que se pudiera dormir, tanto en la cubierta como en las bodegas. Un barco que en 1860, en su mejor época, podía llevar unos cincuenta pasajeros, se disponía ahora a zarpar con ciento noventa y tres.

Lo paradójico de la situación era que ninguno de los pasajeros estadounidenses hablaba de dirigirse a Alaska. Siempre decían: «¡Vamos al Klondike!». Alaska era un ente desconocido, al que aún no se reconocía como una parte de los Estados Unidos; en cuanto al Yukón, ese gran río que tendrían que recorrer si zarpaban en el Romanov, pocos habían oído hablar de él, y, en todo caso, pensaban que pertenecía a Canadá. John Klope, como la mayoría de pasajeros, iba a adentrarse en una zona de la que nada sabía.

Klope partió de Seattle el 27 de julio de 1897, con la idea de llegar a Saint Michael al cabo de tres semanas (lo que habría sido tiempo suficiente para uno de los vapores grandes) y, una vez allí, remontar enseguida el Yukón en un barco más pequeño, para desembarcar en el Klondike a principios de septiembre, a lo sumo. Durante la travesía no trabó amistad con nadie (algo muy indicativo de su actitud ante la vida). No era una persona inaccesible: si algún desconocido se hubiera molestado en entablar relación con él, el joven habría respondido; pero debido a su carácter no era dado a entablar conversación ni a hacer confidencias o asociarse con nadie. Él era John Klope, sin linaje conocido y sin especiales cualidades: era solamente un hombre alto, un poco delgado y de hombros caídos, bien afeitado, de maneras dignas, y que prefería mantenerse al margen.

El Romanov surcaba aquellas aguas que conocía bien a una velocidad algo menor que la prevista; en realidad parecía arrastrarse, como si sus diversos medios de propulsión se anularan unos a otros. Un vapor moderno y bien gobernado tendría que haber efectuado la travesía de cinco mil kilómetros en diecinueve días, cosa que varios barcos habían hecho; pero el Romanov avanzaba a duras penas, a una velocidad que le obligaría a retrasarse un mes, como mínimo. Uno de los viajeros, que entendía de barcos, explicó:

—No recorremos más que ciento sesenta kilómetros al día. Si nos topamos con mal tiempo, podríamos tardar cinco semanas.

Cuando el Romanov consiguió por fin llegar a Saint Michael, el 25 de agosto de 1897 (tres días antes de lo previsto), Klope y el resto de pasajeros descubrieron lo que significaba viajar por Alaska: no había un puerto esperándoles, ni siquiera un muelle. El Romanov, como los demás navíos que habían llegado hasta allí, tuvo que andar a un kilómetro y medio de la costa y esperar a que se le acercaran unas grandes barcazas en las que desembarcaron los pasajeros, el equipaje y la carga. Pero cuando esas barcazas llegaban finalmente a tierra, se detenían a unos metros de la orilla, de modo que los pasajeros tenían que vadear hasta lugar seguro; algunas mujeres desembarcaron a hombros de los varones, que tuvieron que hacer de improvisados estibadores.

En tierra, los del Romanov se encontraron en una situación apurada, que afectó también a los pasajeros que llegaron después, en mejores navíos. No había ninguna barca para recorrer el largo trayecto aguas arriba del Yukón, y era bastante probable que ninguna de las que ya habían partido regresara lo bastante pronto como para emprender otro viaje antes de que el río se congelara.

—¡No es posible! —protestaron algunos pasajeros del Romanov.

No obstante, cuando hablaron con los oficiales descubrieron que la situación era verdaderamente desesperada:

—El Yukón no es un río como los demás. Fluye al norte del Círculo polar Ártico, como saben. Y cada tramo se hiela en un momento diferente.

—¡Pero no puede congelarse en septiembre!

—En ciertos puntos, sobre todo en septiembre. Y cuando se ha congelado en determinado lugar, es evidente que se interrumpe el tránsito.

—¿Y en qué momento de la primavera se deshiela?

—En mayo, con suerte. Con más seguridad, en junio. El año pasado, a principios de julio.

—¡Por Dios! Entonces, sólo es navegable… ¿Durante cuánto tiempo? ¿Tres meses?

—Tres meses y medio, si hay suerte.

—¿Y suele haber suerte?

—Pocas veces.

Una ráfaga de viento helado comenzó a castigar al grupo de buscadores de oro aislados en Saint Michael. El tiempo no era todavía muy frío, pero el hielo amenazaba con acercarse cada vez más. Klope se enteró de que el Romanov se disponía a regresar inmediatamente a Seattle, para no quedar atrapado entre los hielos del Ártico que ya descendían hasta el mar de Bering.

—¿Eso significa que aquí se congela todo el mar? —preguntó.

—Por supuesto —contestaron los del pueblo—. Los capitanes que en septiembre todavía no se han marchado se arriesgan a quedarse encallados, y si están aquí en octubre seguro que el hielo les atrapará.

—¿Y qué hacen?

—Bueno, si tienen suerte se quedan nueve meses varados frente a la orilla, desde donde podemos verles. Si no, el hielo les rodea hasta aplastar el barco y hacerlo astillas, como a los de allá.

Junto a la costa, desierta y sin vegetación, Klope pudo ver los restos de varios barcos destrozados por la inhumana violencia del hielo; se decidió entonces a marcharse de Saint Michael y remontar el Yukón antes de que el hielo le atrapara a él también, pero no encontró ni una sola embarcación con la cual emprender el viaje. Aunque partieron tres barcas mientras él buscaba alguna, iban todas repletas: había hombres viajando de pie junto a la borda y no cabía ni uno más.

Parecía que los pasajeros del Romanov tendrían que quedarse inmovilizados en Saint Michael, un pueblo que tenía apenas doscientos habitantes, la mayoría de los cuales eran esquimales; pero Klope oyó hablar de un tal capitán Grimm, un hombre que conocía bien el Yukón y tenía una embarcación estropeada, con la cual pretendía navegar si encontraba suficientes pasajeros dispuestos a pagar por anticipado, de modo que él pudiera costear la reparación de una caldera, sin la cual su vieja barca no podría avanzar ni un palmo.

Al principio, Klope dudó de que eso fuera un buen negocio, porque sospechaba que el capitán era un hombre malvado, tal como indicaba en inglés su apellido. Pensó que sería una especie de banquero, aunque con otro uniforme; sin embargo, como no tenía alternativa, tuvo que aceptar la oferta de Grimm. Como de costumbre, le resultó difícil hablar de ello con otras personas, pero, afortunadamente, algunos de los posibles pasajeros sí lo hicieron. Un simpático muchacho californiano, que había estado en varias minas, preguntó ciertos datos importantes a los escasos lugareños y después informó a los buscadores de oro:

—Todo el mundo dice que Grimm es de fiar. También es verdad que necesita dinero. Su barco no puede navegar a menos que la caldera funcione.

Tras recibir la información, los viajeros animaron al minero, a quien todos llamaban California, para que prosiguiera con sus investigaciones, y éste les aseguró algo muy interesante:

—Dicen que Grimm es uno de los mejores capitanes que han navegado por el Yukón. Conoce todas las curvas y meandros. También dicen que las curvas tienen mucha importancia cuando se recorre el Yukón.

Aunque no se votó, los náufragos decidieron, por unanimidad, conceder al capitán Grimm la suma que necesitaba; a Klope se le encargó vigilar que el dinero se destinaba sólo a las reparaciones. Él mismo trabajó con los tres diestros esquimales contratados por Grimm, y en dieciséis días dieron un repaso completo al barco. El 13 de septiembre, el vapor Jos. Parker, al mando del capitán Grimm, salió de Saint Michael con sesenta y tres pasajeros (que habían pagado ya todo el viaje), a pesar de que en circunstancias normales sólo podía llevar treinta y dos. Había tanto equipaje y provisiones que fue preciso construir unos estantes provisionales de madera en la cubierta de proa; la mitad de los viajeros dormían sobre esta carga.

Para ir desde Saint Michael hasta la desembocadura del Yukón había que navegar ciento veinte kilómetros por el mar de Bering: se hizo de noche y amaneció de nuevo antes de que la pequeña embarcación hubiera llegado al extraordinario delta. Una vez allí, Klope descubrió que, en realidad, el gran río Yukón no tenía una auténtica desembocadura, sino que las aguas llegaban al mar en unos cuarenta puntos diferentes, a lo largo de una extensión de aproximadamente ciento cincuenta kilómetros.

—La gracia está en encontrar el camino —comentó el capitán Grimm, mientras maniobraba el barco.

Los pasajeros, atónitos, contemplaron cómo el capitán se abría paso entre el laberinto de marismas, afluentes y canales sin salida. Por fin encontró el único canal de la zona que se podía remontar hasta llegar a las minas de oro.

El Yukón tiene cosas extrañas. Nace bastante al sur, en las montañas, a Unos cuarenta y cinco kilómetros del acceso al paso interior; sin embargo, en vez de desembocar en el mar en esa zona, prefiere recorrer tres mil ciento setenta kilómetros antes de adentrarse en las aguas congeladas del mar de Bering.

Al principio de su curso se dirige hacia el norte, como los otros grandes ríos del Ártico (el Ob, el Yeniséi, el Lena y el Kolimá en Siberia, y, en el Canadá, el mayor de todos: el río Mackenzie), pero, a diferencia de éstos, no desagua en el océano Glacial Ártico ni en ninguno de sus mares. Tras atravesar el Círculo Polar Ártico en Fuerte Yukón, parece como si le intimidara el norte congelado: se desvía bruscamente hacia el oeste, huye del Ártico y avanza, a veces sin rumbo claro, hacia el mar de Bering.

El Yukón tiene otra interesante peculiaridad: en gran parte de su curso, el río se separa en diversas corrientes entrelazadas que serpentean aquí y allá, de manera que en algunos tramos no hay un solo Yukón, sino veinte o treinta; sólo un buen capitán o un indio que conozca bien el río consiguen abrirse camino sin perderse. En estos tramos, los forasteros tienen grandísimas dificultades para navegar por el Yukón.

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