Alaska

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IX. X. SALMÓN

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Por ellos supo que la temporada de 1905 había sido muy ventajosa, que el Congreso de Estados Unidos había tratado generosamente los intereses de Seattle y que los planes para instalar una nueva fábrica en Ketchikan marchaban estupendamente. Supo también que lo pondrían definitivamente a cargo de esa construcción a partir de mediados de enero, y él los sorprendió con la información de que planeaba construir una casa en Juneau. Cuando le preguntaron por qué, con intenciones de disuadirle, dijo:

—Me gusta la ciudad. Tiene mucho empuje y su emplazamiento es casi tan bueno como el de Seattle. Además ahora es la capital.

Un vicepresidente de R R observó:

—Pero tendrás que viajar mucho. Tenemos varias fábricas más en proyecto y tú eres el experto que las hace funcionar.

Entonces él les recordó cómo se desarrollaba un año normal en la planta:

—Dos meses de preparación, tres de trabajar como un buey, un mes más para cerrar y otros seis para vivir. No quiero pasar esos seis meses encerrado en algún sitio remoto, en el borde de un bosque.

—Tienes razón —admitió el vicepresidente—. Y supongo que muy pronto querrás casarte. Probablemente tu esposa piense igual que tú.

La mención del matrimonio provocó un silencio nervioso. Esa noche, cuando los otros invitados se hubieron ido, la señora Ross se esmeró en asegurar a Tom que Lydia aún tenía una gran opinión de él y le pidió que la disculpara por pasar tanto tiempo con Horace y tan poco con él.

—Esto era de esperar, por el entusiasmo de la universidad y todo eso.

—Comprendo —dijo Tom.

Pero ese invierno hubo pocos paseos por las colinas con Lydia y prácticamente ninguna conversación extendida, ni siquiera sobre temas triviales, mucho menos sobre cosas importantes. La desilusión le llevó a dos conclusiones: «No conozco mujer más sensata que la señora Ross. Si ella es una muestra de lo que será Lydia a su edad… ¡hum! Y parece que Lydia ha pasado a otro Plano». No trató de determinar qué plano podía ser ése ni en qué Consistía la obvia diferencia, pero tuvo la fuerte sensación de haberla perdido; ni si quiera las alegres celebraciones navideñas de Seattle ni las cálidas celebraciones de ese día modificaron su conclusión: estaba fuera de lugar y lo sabía.

Para acortar sus vacaciones, dijo como excusa que debía regresar a Juneau y preparar su traslado a Ketchikan. Al matrimonio Ross no le sorprendió que, en esa ocasión, su hija no lo despidiera con un beso.

En Juneau se encontró con la contradicción que había mencionado Missy durante el reencuentro con el capitán Kirby: Alaska tenía tierras casi ilimitadas, pero las cuatro ciudades del sur (Juneau, Sitka, Ketchikan y Wrangell) ocupaban un sitio tan estrecho, aferradas a un asidero al borde del océano, que daban una impresión de mezquindad y de poco espacio. En realidad, la tierra aprovechable era en Juneau tan escasa y preciosa que Tom no pudo hallar una casa ya construida ni una parcela en la cual construir; aunque le gustaba la ciudad y encontraba hermosas las montañas que la acorralaban contra el mar, comenzó a perder las esperanzas de conseguir allí un sitio donde vivir.

Pero como Juneau tenía una población de sólo mil seiscientas personas (mucho más que Ketchikan o Wrangell, que no llegaban al millar), Tom Se reencontraba siempre con viejos conocidos, que poco a poco fueron buscando para él una pequeña selección de casas disponibles. También le mantenían al tanto de lo que ocurría en la ciudad. Por fin, con la ayuda de Missy, Tom se decidió por la casa que un capitán de barco estaba por desocupar, pero cuando iba a hacer el primer pago, Sam Bigears se opuso enérgicamente:

—¡Tom! ¿Mejor mira atrás de casa?

Al explorar la zona con más cuidado, en su compañía, Tom vio lo que provocaba la advertencia de su amigo: la tierra se elevaba a pico, casi como un acantilado. Eso era común en Juneau, donde algunas de las calles que desembocaban en el mar no eran calles comunes, sino escaleras de madera. En realidad, para vivir allí hacían falta piernas fuertes, pues andar trepando era parte de la existencia diaria.

Al principio a Tom no le preocupó lo escarpado de esa elevación, pero Sam le señaló la gravedad del problema. Había allí un barranco, cuyo extremo apuntaba directamente a la casa que Tom estaba pensando comprar, y en él se acumulaba un banco de nieve tan enorme que, tarde o temprano, caería en avalancha, tal vez sepultando la casa.

—Mira allí —le advirtió Sam—. Antes había casa, pero año pasado nieve suelta. ¡Puf! No más casa. Aquí lo mismo, quizá.

Algunos días después de esa entrevista con Bigears apareció Nancy en Juneau; tenía dieciocho años y estaba lista para terminar sus estudios. Era una de las pocas niñas indias que habían llegado hasta allí. Sus Maestros (Tom se encontró con uno en el hotel) decían que la muchacha era un hallazgo:

—Casi todos los indios abandonan en séptimo u octavo grado, Pero Nancy tiene una capacidad fuera de lo común. Canta como la mejor y conoce las antiguas danzas indias, pero también redacta bien sus exámenes y tiene un verdadero interés por la historia de América; quiere saber cómo llegó Alaska a ser lo que es.

Tom interrogó a otro de sus profesores, que le dijo:

—Soy el único hombre de la escuela, aparte del director, y no tengo mucha paciencia con estos indios. Me gusta que mis chicos estudien y lleguen a ser alguien, pero como la gran mayoría de los indios no responden a esa disciplina, en general no les hago ni caso. Esta Nancy Bigears, en cambio, está a la altura de cualquiera de los varones blancos y hasta los supera. Tendría que ir a la universidad.

Tom empezó nuevamente a tratarla, pero en unas condiciones muy diferentes. Se había convertido en una muchacha de ciudad; vestía y actuaba como los otros estudiantes, pero tenía perfecta conciencia de su capacidad.

Estaba estudiando historia americana y aplicaba todas sus lecciones a Alaska; cierta vez, al oírla hablar de las injusticias sufridas por su tierra, Tom dijo:

—Me gustaría presentarte a mi amiga Missy. Es mayor que tú, pero sus ideas se parecen bastante a las tuyas.

Un día de enero las invitó a ambas a comer; se entretuvieron tanto en la sobremesa que la oscuridad descendió sobre las montañas y el canal Gastineau quedó ensombrecido antes de que ellos terminaran. Hablaron de las tradiciones esquimales y tlingits, de las dificultades provocadas por las costumbres de los blancos y de todos los problemas que afloraban cuando uno vivía durante mucho tiempo en ciudades como Nome o Juneau. La conversación corrió principalmente por cuenta de las mujeres; de vez en cuando lo que ellas decían enfurecía a Tom, pues los hombres como él quedaban convertidos en villanos, cosa que no podía aceptar.

En su enfado, llegó a expresar por primera vez la actitud que adoptaban él y la mayoría de los blancos:

—No hay tiempo que perder. Hay mucho que hacer. Tal vez los esquimales de Barrow puedan continuar con las costumbres antiguas. Pero los indios de otros lugares harían bien en entrar cuanto antes en el siglo veinte.

—¿Y qué quieres decir con eso, si me haces el favor? —preguntó Missy, en tono belicoso.

A él no le molestó explicarse:

—Todavía no hay en Alaska muchos estadounidenses de verdad; me refiero a hombres y mujeres blancos. Pero creedme: el futuro de esta tierra es convertirse en otro Oregón, otro Idaho. Los indios tienen derecho a ser tratados con toda consideración y a recibir los títulos de sus tierras, sin duda, pero no tienen opción: deben entrar en la corriente principal, olvidar sus costumbres tribales y derrotarnos en nuestro propio juego. —Y añadió, tomando las manos de Nancy: Y esta jovencita es quien tiene capacidad para mostrar el camino a su pueblo.

—¡Estoy de acuerdo con eso! —dijo Missy, llena de entusiasmo.

—El otro día —continuó Tom— el señor Wetherill me decía que Nancy, siendo tan buena alumna, debería ir a la universidad el año próximo. A California, a Washington o a la costa este. ¿Qué opinas de eso?

La opinión de Missy le dejó atónito:

—¡No lo creo así, Tom! Nancy no necesita ir a la universidad, como no lo necesité yo. Su trabajo está aquí, en Alaska, donde debe abrirse paso y enseñar a los otros a adaptarse. Podría llegar a ser la mujer más grande de este territorio. ¡No se os ocurra, a ti y al señor Wetherill, enviarla a Estados Unidos para que la echen a perder!

Tom estaba dispuesto a argumentar que su enfoque era la salvación Para los indios, pero se lo impidió Sam Bigears, que entró en el hotel buscando a su hija:

—A la casa de Harry vendrán visitas y necesitan tu ayuda.

Ella se levantó obediente, dando las gracias a Tom por la comida y a Missy por su apoyo. Cuando se hubo marchado, la mujer dijo:

—Me temo que siempre será así: siempre habrá una fiesta en alguna parte, y eso está antes que nada.

Luego añadió en voz baja, entre las sombras del comedor, que todavía no había sido abierto para la cena:

—Supongo que lo sabes, ¿verdad, Tom?

—¿Que tú y ella tenéis razón? No estoy seguro en absoluto.

—No. Que estás enamorado de ella.

Espantado ante esas sinceras palabras, Tom guardó silencio, entre pensamientos confusos. A la mente le vino una imagen de Lydia Ross, que con tanta ligereza le había descartado. Luego, la de Nancy Bigears, desbordando entusiasmo. Recordó las tardes pasadas con ella junto al tótem familiar y en el camino del río de las Pléyades, y la mañana en que ella le había llevado en su canoa al otro lado del estuario del Taku, para pasear por el hielo del glaciar. Entonces comprendió que Missy tenía razón.

—Seattle es un sueño perdido, Missy. Volé demasiado alto y me chamusqué las alas.

Sonrió con tristeza, mientras ella le escuchaba en silencio, por no interrumpir el torrente de ideas que el joven necesitaba expresar.

—Me quedaré aquí, a trabajar en una fábrica y luego en otra. Y Nancy estará siempre allí, en las sombras, cada año más encantadora. Y por fin cuando hayan pasado los años y yo no tenga nada mejor que hacer, le pediré que se case conmigo.

Entonces recordó las duras palabras del señor Ross, el día en que los había visto besarse, y quiso compartirlas con Missy:

—¿Sabes qué me dijo Ross, al pensar que yo podía enredarme con Nancy? «¿Crees, Venn, que Ross Raglan puede trasladarte a la casa central de Seattle si te casas con una india?». Y por el momento me asustó, alejándome de ella.

—Y ahora su hija te ha alejado en dirección contraria.

—¿Cómo lo sabes?

—Pareces un niño de la escuela primaria que ha besado por primera vez a una niña, Tom. Todas las otras niñas de la clase lo saben.

Con una sonrisa luminosa, como para cambiar de tema, el joven dijo:

—¿Qué vais a hacer aquí, en Juneau?

Y ella respondió:

—No tenemos prisa. Los irlandeses saben tomarse las cosas como van viniendo. —Se levantó para irse y él la acompañó hasta la puerta. Ella le tocó el brazo, añadiendo—: Bien podrías hacerlo, Tom, ¿sabes?

—¿Qué cosa?

—Casarte con una estupenda muchacha tlingit. Tú eres de primera: ella también. Juntos podríais alcanzar las estrellas.

Y desapareció antes de que él pudiera contestar.

En los días que siguieron, las cosas empezaron a suceder como Tom había pronosticado: Nancy Bigears estaba siempre allí, entre sombras, casi contra su voluntad, y Tom comenzó a dejarse llevar hacia ella. Se encontraban con mucha más frecuencia de la que él quería y, cuando la muchacha dirigía la conversación hacia los temas que la preocupaban, como los derechos de los tlingits y lo conveniente que habría sido prohibir el alcohol en Alaska, tocaba acordes disonantes, pero muy audibles, en sus propias reflexiones. Rara vez estaban de acuerdo, pero Tom se veía obligado a reconocer que ella no malgastaba la vida en trivialidades.

Una tarde le dijo:

—Me gustaría ir otra vez al glaciar.

Nancy comprendió que deseaba verla una vez más en el ambiente donde por primera vez la había mirado con atención, aunque por entonces ella tenía sólo catorce años.

—¿Hay en Estados Unidos —preguntó— muchas ciudades donde puedas salir del centro y dar un paseo por un glaciar activo?

—No muchas —respondió él.

Era un bello día de enero; la corriente de Japón traía a la costa suficiente aire cálido como para provocar una atmósfera casi de verano, aunque una pequeña familia de témpanos se arracimaba en el canal. Ellos viajaron con las ventanillas del coche abiertas. En el glaciar, cuya cueva había desaparecido hacía tiempo por el hielo desprendido desde más arriba, caminaron un rato a lo largo de la parte frontal, tocando de vez en cuando el monstruoso hocico y hasta recostándose contra él cuando se detenían a conversar.

—El otro día, Nancy, Missy me dijo que yo estaba enamorado de ti.

—Yo siempre te he amado, Tom. Lo sabes. Desde el primer día, allí. —Y señaló el sitio donde había estado la cueva de techo azul.

«¿Si nos casáramos…?». Tom no halló palabras para expresar las cautelosas definiciones que estaba pensando. Pero Nancy desvió su razonamiento con una pregunta que le sobresaltó:

—La hija de tu patrón, allá en Seattle, ¿te hizo saber que no tenía interés?

Tom chascó los dedos.

—¿Ha sido Missy la que te ha dicho que me preguntaras eso?

Ella se echó a reír.

—No necesito que nadie me diga las cosas importantes.

Y le sonrió tan provocativamente, por debajo de su flequillo oscuro, que él estalló en una carcajada. Cuando estaba con Nancy reía con frecuencia.

«Lo que dije era correcto —pensó—. Nos dejaremos llevar y algún día me diré—. ¿Por qué no, diablos…? Y nos casaremos». Pero en ese momento ella se detuvo para mirarle y le dijo con suavidad:

—No resultaría. Al menos no ahora. Tal vez más adelante, cuando todos hayamos crecido. Cuando Alaska haya crecido, quiero decir.

Sin concluir, echó a andar nuevamente hacia donde esperaba el caballo. Pero Tom permaneció inmóvil, de pie junto al glaciar; era como si avanzara lenta e implacablemente en una glaciación. Al fin la alcanzó. Mientras volvían a Juneau cayó la noche en las montañas circundantes y desapareció el aliento de inusitado verano. En los bordes de la ciudad, ella le señaló una casa caída de costado:

—Tal como te advirtió papá. A veces la nieve se precipita. Como si tuviéramos pequeños glaciares propios.

Por la mañana Tom dijo a Sam Bigears que no siguiera buscándole casa en Juneau:

—Viviré en Ketchikan mientras se construya la nueva fábrica, Después…

Y al día siguiente se embarcó hacia el sur, rumbo a sus nuevas obligaciones.

Mientras Tom Venn viajaba hacia su vida futura en Ketchikan, el salmón Nerka comenzaba a recibir señales en el punto más alejado de la corriente de Alaska; le advertían que era hora de iniciar el retorno, y el mensaje era tan imperioso que, si bien estaba lejos del lago de las Pléyades, dejó de nadar en círculos sin sentido para dirigirse, sin desviaciones, hacia las aguas en que había nacido. Batiendo la cola en poderosos arcos, con un vigor no utilizado hasta entonces, se lanzó a través del agua, no ya a su habitual velocidad de quince kilómetros diarios, sino cuatro o cinco veces más rápido.

En sus anteriores vueltas en la corriente se había contentado siempre con pasear entre sus congéneres, machos o hembras, casi sin distinguir entre unos y otras; ahora se esmeraba en evitar a otros machos, como si comprendiera que, con sus nuevas obligaciones, no sólo eran sus competidores sino también sus posibles enemigos.

En el punto en que se encontraba cuando recibió las señales, habría sido razonable que se dirigiera hacia Oregón, Kamchatka o el Yukón, pero obedecía al dispositivo implantado en él años antes y seguía su señal, esa hebra de sombra de un eco perdido. Desde una zona muy aislada del Pacífico, se lanzó con el rumbo exacto que lo llevaría al estuario del Taku y el lago de las Pléyades, donde asumiría la misión más importante de su vida.

El primer día de mayo, estaba aún a más de dos mil kilómetros del hogar, pero las señales eran ahora tan intensas que empezó a nadar a setenta y ocho kilómetros por día; en esa veloz travesía de la corriente comenzó a alimentarse prodigiosamente, consumiendo peces en cantidades increíbles: tres o cuatro veces más que antes. En realidad, comía vorazmente aun cuando no tenía hambre, como si supiera que, tras abandonar el océano no volvería a alimentarse por el resto de su vida.

A principios de septiembre, entró en el estuario del Taku. Al sumergirse en el agua dulce, su cuerpo comenzó a sufrir una de las transformaciones más extraordinarias del reino animal, un cambio feo, como si buscara un aspecto atemorizante para las batallas a las que pronto se enfrentaría. Hasta ese momento, mientras nadaba tranquilamente en la corriente, había sido un pez agradable, bastante bello cuando se contorsionaba; ahora, en obediencia a las señales internas, se transformaba en algo grotesco. La mandíbula inferior se volvió ridículamente pronunciada, con los dientes tan adelantados con respecto a los superiores que parecían de tiburón; el hocico se volvió hacia adentro, en forma de gancho; más aún lo desfiguraba el hecho de que su lomo hubiera adquirido una gran joroba y un color rojo intenso. El cuerpo, antes esbelto y aerodinámico, se volvió grueso. Todo él se convirtió en una bestia feroz, impulsada por urgencias que no podía comprender.

Nadaba con decisión hacia el lago en que se había criado, pero el curso le llevó hasta donde le esperaba la trampa de Tótem, con sus largas guías, imposibilitándole la entrada al río de las Pléyades. Desconcertado ante esa barrera que no había encontrado al abandonar el lago, se detuvo a estudiar la situación como un general; vio a miles de sus congéneres que se dejaban llevar supinamente por las guías, hacia el interior de la trampa y no sintió compasión de ellos; no debía permitir que esa desacostumbrada barrera le impidiera llegar a su río. Todos los nervios de su espina dorsal, todos los impulsos de su diminuto cerebro, le advertían que, de algún modo, debía rodear la trampa y que sólo podría hacerlo saltando por encima de la guía letal.

Nadó tan cerca de la orilla derecha como pudo, alentado por el agua fría y dulce que llegaba del río de las Pléyades, con un potente mensaje del lago; pero cuando trató de encaminarse hacia la fuente de agua tranquilizadora, una vez más se vio frustrado por la guía. Desconcertado, iba a dejarse llevar hacia el centro fatal cuando un salmón, algo más grande que él, llegó desde atrás y, al detectar un punto flojo en la guía, dio un enérgico salto y cayó pesadamente en el agua libre, más allá.

Como disparado por una pistola, Nerka se lanzó hacia delante, activó aletas y cola y se elevó en un arco por el aire, sólo para chocar contra el último hilo de la guía, que le arrojó bruscamente hacia atrás. Por algunos instantes trató de dilucidar qué había provocado su fracaso, allí donde el otro pez había tenido éxito. Luego, con un esfuerzo mayor, lo intentó otra vez; nuevamente fue rechazado por la guía.

Pasó algunos minutos descansando en el agua fresca; cuando sintió que volvían sus fuerzas, echó a nadar con grandes movimientos de la cola y, reuniendo toda su energía, se disparó como una bala hacia la guía, arqueándose más que antes, y cayó con un fuerte chapoteo aguas arriba.

Un trabajador de Tótem, al observar los notables saltos de esos dos salmones, dijo a sus compañeros:

—Será mejor que pongamos dos hilos más en la guía. Esos dos que han pasado eran verdaderas bellezas.

Era crucial que Nerka sobreviviera para completar su misión, pues de los cuatro mil que habían nacido en su generación sólo sobrevivían seis, y de ellos dependía el destino del salmón en el lago de las Pléyades.

Como la fábrica de Ketchikan tendría un cincuenta por ciento más de capacidad que Tótem, a partir de mediados de enero Tom estuvo tan ocupado que no tuvo tiempo para lamentarse por el modo en que se habían derrumbado los dos grandes proyectos amorosos de su vida. Al llegar a la construcción encontró ya levantados los dos edificios principales. Al ver lo enormes que eran, Tom ahogó una exclamación al caer en la cuenta de que a él le correspondería terminar los nueve o diez cobertizos subsidiarios y llenarlos con las máquinas necesarias. Pasó febrero y marzo instalando zonas de embalaje, líneas de enlatado y las dos cosas esenciales: los Chinos de Hierro y las enormes retortas de vapor para cocer el pescado. No le gustaba pensar en lo que costaría esa planta (quizás cuatrocientos mil dólares), pero sabía que en cuanto comenzara a funcionar, podría embalar sesenta mil cajones Por año, y eso era muchísimo salmón.

A mediados de marzo resultó evidente que algunos de los alojamientos no estarían terminados a tiempo. Entonces envió un mensaje pidiendo refuerzos a Juneau; en el siguiente viaje al sur apareció Sam Bigears con cuatro ayudantes expertos.

—Todavía no trabajo en edificios —dijo Sam—, pero los hago.

Para sorpresa de Tom, uno de los hombres era Ah Ting; cuando los obreros locales le vieron entrar, protestaron en voz alta, diciendo que en Alaska no se permitía trabajar a chinos, pero Tom explicó que Ah Ting era una excepción. No quedaron satisfechos con la explicación, pero al ver cómo hacía funcionar los temperamentales Chinos de Hierro cuando ellos no podían, reconocieron que tenía su utilidad.

En las horas de trabajo, Sam Bigears solía hacer una pausa para informar a su amigo Tom de lo que ocurría en Juneau. Algunas informaciones eran a un tiempo agradables y divertidas:

—Ese siberiano loco, cómo se llama, consiguió casi mejor casa de la ciudad y su mujer puso pensión. Él cobra y ella trabaja todo.

También dijo que Matt y Missy seguían sin hallar una casa a su gusto, pero que ella metía las narices en todo.

—Le dicen Gobernadora, ella dice todos qué hacer.

—¿No se enfadan con ella? —preguntó Tom.

Y Sam respondió:

—No. Gustan lo que ella dice. Quizá gustan su interés.

—Siempre ha sido así.

Sam dijo que ella se había ofrecido para trabajar en una de las iglesias, pero que no la aceptaban por no estar seguros de si estaba casada con Murphy o no.

—Pero su niña va escuela dominical esa iglesia.

Tom nunca preguntaba por Nancy, pues ignoraba cuánto sabía Sam de sus mutuos sentimientos y, por su parte, no quería decirlo. No obstante, cuando Sam hablaba de su hija, escuchaba con atención.

—Gana gran concurso escribir. No me asombra. Ella buena para escribir. Pero también gana eso de oratoria. Eso sí, sorpresa. Habla «Derechos tlingit a tierra». Creo que gana porque señora Missy una de jueces. Ella gusta lo que dice Nancy. Yo también.

Gracias a la energía de Tom y al duro trabajo de hombres como Bigears y Ah Ting, la fábrica de Ketchikan estuvo lista a tiempo; como la afluencia de salmón en esas aguas era aun más copiosa que en el estuario del Taku, los grandes edificios pronto estuvieron trabajando a pleno rendimiento Y los trabajadores de Juneau volvieron a casa. Cuando se marchó Ah Ting, los operarios de los Chinos de Hierro dijeron a Tom:

—Menos mal que se va. En Alaska no hay lugar para los chinos.

—¿Ustedes no son de Seattle? —preguntó Tom. Y como ellos dijeron que sí, los sorprendió al decir—: En ese caso, no es un problema que les deba interesar, ¿verdad? —Avergonzado por lo seco de su contestación, Se volvió hacia ellos, añadiendo—: Bien saben que sin la ayuda del chino este sitio no estaría listo.

Y el asunto quedó así.

Ese arrebato lo turbó, pues en Dawson, Nome y Juneau se le conocía por su actitud serena. Se preguntó qué habría provocado el cambio, pero al revisar su conducta reciente llegó a varias conclusiones: «Hace demasiado tiempo que trabajo a toda marcha. Necesito un descanso». Luego surgió un motivo más profundo: «Al trabajar con Sam Bigears recordé lo estupenda que es Nancy. Quiero volver a verla».

Y anunció que se embarcaría con Sam hacia Juneau. Indudablemente, ya se estaba produciendo el acercamiento involuntario a Nancy del que había hablado con Missy. Y lo aceptó murmurando: «Dejemos que así sea». Antes de haberlo dispuesto todo para que otros manejaran la fábrica durante su corta ausencia, llegó un barco de aprovisionamiento enviado por R R desde Seattle. El capitán traía un mensaje personal para Tom:

—La señora Ross llegará en el próximo viaje del Montreal Queen, acompañada por su hija. Quieren pasar el día inspeccionando la nueva planta y el señor Ross espera que usted las acompañe cuando se embarquen hacia el estuario del Taku. Pasarán allí algunos días y luego tomarán el Queen para volver a Seattle.

Tom se preguntó qué podía significar esa misión de la que no le habían hecho ninguna alusión en Navidad, pero sentía un arrebato de entusiasmo al saber que vería nuevamente a Lydia, aunque ella le hubiera tratado tan mal en el invierno. Trató de no atribuir a esa visita un significado más profundo, pero lo cierto es que se paseaba por la planta en estado de euforia.

Tomó una decisión fácil:

—No iré contigo a Juneau, Sam. —Lo dijo casi mecánicamente, como si la decisión de no visitar a Nancy Bigears fuera un acto de libre albedrío, sin razones morales ni emotivas. Y en verdad así era, pues no se le ocurrió que, al rechazar a Sam por la señora Ross, también rechazaba a Nancy con la esperanza de que surgiera algo mejor con Lydia.

Los ciudadanos de Ketchikan experimentaban cierto orgullo cuando arribaba un gran barco de pasajeros; como el Montreal Queen era el mejor y el más nuevo de cuantos llegaban a Alaska, cuando la esbelta nave canadiense echó amarras todos estaban en el muelle. En cuanto se instaló la plancha, la señora Ross apareció en su extremo, asistida por un oficial. Era el capitán Binneford, un marino atildado e imponente, originario del este de Canadá y con muchos años de experiencia en el Atlántico. Después de entregarla a Tom Venn, que corría a saludarla, el capitán Binneford dijo:

—Cuide bien de esta buena señora. Queremos que nos la devuelva sana y salva cuando nos detengamos en Tótem, en el viaje de regreso.

Mientras Tom ofrecía el brazo a la señora, detrás de ella apareció Lydia, vistiendo un traje blanco con detalles marineros. Parecía una joven bien elegida para la publicidad de un viaje a París o Roma; era la ansiosa turista dispuesta a contemplar el paisaje.

—¡Hola, Tom! —saludó con un tono enérgico poco apropiado en una dama distinguida.

Y, para sorpresa de su madre tanto como de Tom, corrió hacia él para plantarle un entusiasta beso en la mejilla.

Pasaron ese largo día viendo lo que Ketchikan podía ofrecer; los Seiscientos habitantes de la ciudad se esmeraron en lo Posible. Hubo Un con cierto de la banda, una barbacoa y un desfile para acompañarlas de nuevo al barco, que zarparía al final del día.

Los Ross habían reservado un camarote para Tom pero, en cuanto el joven hubo entrado, la señora Ross le pidió que la acompañara a pasear por la cubierta superior. Una vez más, le dejó asombrado por su desenvoltura.

—Este viaje fue idea de Lydia. Ella sabía… Bueno, la verdad es que le di un buen sermón por el modo en que te trató en Navidad. No, no digas nada. A veces ocurren cosas así, Tom, y no podemos impedirlo. Pero sí Podemos corregirlas. Y eso es lo que ella quiere hacer. —La señora rió por lo bajo—. No estoy segura de que quisiera, pero yo dejé bien en claro que debía hacerlo. —Después de pasear un rato más, añadió—: Fue entonces cuando sugirió este viaje. ¡Qué idea más afortunada!

—Respeto enormemente a su hija, señora Ross. No conozco a nadie como ella.

—Tampoco yo. Es una muchacha especial, aunque sea yo quien lo diga. Pero también lo era su abuela, como bien sabes.

—No tenía por qué disculparse.

—Pero quiso hacerlo, cuando le señalé lo feo que había sido su comportamiento.

Más tarde, Tom recorrió esa misma cubierta con Lydia, que también le dejó estupefacto con la franqueza de su comentario:

—En Navidad Tom, yo me creía muy enamorada de Horace. Él parecía la solución a todo. Ahora lo veo bastante falso. Y para decirte la verdad, tenía muchos deseos de volver a verte. Por que tú eres de verdad, como me dijo mi padre en ese momento.

Tom no podía creer en lo que estaba oyendo. Entonces ella añadió:

—No creo estar enamorada de ti, Tom. Dudo que me enamore hasta que sea mucho mayor. Pero las conversaciones que tenía contigo en esa colina son las mejores que he tenido nunca. Y cuando Horace parloteaba sobre su familia, sus estudios y los señorones a los que conocía, yo no podía dejar de pensar en ti… y en la realidad.

Completaron el paseo en silencio. Por fin Tom dijo:

—En Navidad no me ofendí. Me parecía que ése era el mundo al que tenías derecho y al que yo no pertenecía.

—¡Oh, Tom! —Lydia estalló en lágrimas y se detuvo para reclinarse contra la barandilla. Luego le estrechó la mano, añadió—: Perdóname. Era Navidad; me dejé arrastrar por todas las celebraciones y pensé que ése era mi mundo.

Siguieron caminando. Al cabo de un rato ella dijo:

—Mi mundo es bastante más grande que eso.

Pero cuando se dieron las buenas noches, ya pasada la una de la mañana y con las montañas de Alaska observándoles desde lo alto, cayó en otro arrebato de franqueza:

—No sé qué significa este viaje, Tom. De veras, no lo sé. No debemos tomarlo muy en serio, pero ten muy en cuenta que quiero conservar tu amistad. —Y añadió, riendo con nerviosismo—: Mi padre también. Parece que vas a estar cerca de nosotros por mucho tiempo; por eso he querido hacer las Paces.

—La pipa de la paz está encendida.

Ella le dio un beso y subió a su habitación.

Mientras el Montreal Queen remontaba majestuosamente el estuario del Taku, Tom Venn, acodado en la barandilla con las Ross, les explicaba los glaciares de la costa occidental. La mejor parte de la aventura empezó cuando el gran barco ancló en el extremo mismo del estuario, para desembarcar a los pasajeros que iban a caminar hasta el lago escondido y los encantadores glaciares gemelos que lo alimentaban.

Eran veinte minutos de difícil trayecto cuesta arriba, pero las dos mujeres insistieron en hacerla. Cuando llegaron a los bellos glaciares, tan diferentes de los otros, estaban exhaustas. Allí era posible imaginar que uno formaba parte de un viviente campo de hielo.

—Son las hijas de aquella anciana —sugirió Lydia. Y en verdad causaban esa impresión.

Cuando llegaron a la fábrica, en el viaje de regreso por el estuario, Tom se enteró de que Nancy Bigears pasaba en su hogar las vacaciones escolares. Sam fue a presentar sus respetos y le informó que la muchacha aún no había decidido qué hacer. La señora Ross quiso saber cuáles eran las opciones que tenía.

—Sus maestros dicen quizá universidad —explicó Sam.

Eso intrigó tanto a la señora que dijo:

—Siempre hemos querido educar a los jóvenes esquimales que resulten brillantes.

—Somos tlingits —aclaró Sam.

—Perdone usted —se disculpó la mujer, apresuradamente—. Nadie me ha explicado la diferencia.

—No me ofendo —dijo Sam—. Algunos mi gente no puedo estar muy orgulloso.

—Pero imagino que estará usted muy orgulloso de su hija.

—Sí, seguro.

—Pues bien, señor Bigears, si la niña es tan buena alumna como usted dice, buscaremos el modo de que vaya a la universidad. ¿Por qué no le dice que venga a vernos?

En un luminoso día de verano, con la planta a toda marcha, Sam Bigears y Nancy cruzaron el estuario para visitar a las dos mujeres, de las que ella ya sabía muchas cosas. Cuando entraron en la oficina, Nancy, ceñuda y aprensiva bajo su recortado flequillo, miró primero a la señora Ross, que le dedicó una sonrisa tranquilizadora, como para que se sintiera a gusto, y luego a Lydia, la rival a quien veía por primera vez. La madre, después de notar que la entrevista se parecía mucho a un procedimiento legal, pues todos miraban a la joven esperando oír lo que dijera, trató de suavizar la situación:

—Siéntate aquí conmigo, Nancy. Nos han hablado tan bien de tu trabajo en la escuela que hemos querido tener el honor de conocerte.

Nancy ocupó el asiento indicado, pensando: «Me tratan como a una niña y tengo más edad que cualquiera de ellos». Pero entonces Lydia siguió el ejemplo de su madre:

—Mira, podríamos buscar el modo de que asistieras a la universidad.

Y la señora Ross continuó:

—Alaska necesita… En realidad, todos necesitamos de jóvenes brillantes, que impongan modernidad a todo. —Notando que eso podía Parecer condescendiente, añadió apresuradamente—: Como el señor Venn… al administrar esta planta.

Nancy se perdió la analogía, pues estaba mirando a Tom. Y por el modo en que lo hacía, Lydia Ross comprendió inmediatamente que la muchacha india estaba enamorada de él. El joven dijo:

—La señora Ross me comunicó que sería un privilegio conocerte. Y yo le aseguré que no la desilusionarías.

Ahora Nancy estaba dispuesta a hablar:

—¿Es usted la esposa del dueño de esta planta?

—Sí.

—Bueno, pues debería decirle que hace mal en impedir a mi pueblo pescar en nuestro río, como siempre hemos hecho.

La señora Ross, sorprendida por ese ataque frontal, se volvió hacia Tom sin dejarse intimidar:

—¿Es cierto lo que dice?

Tom se vio obligado a explicar que, de acuerdo con las leyes, cuando una fábrica obtenía el derecho de instalar su trampa en la confluencia…

—Eso está mal, señora Ross. Mi familia ha pescado en este río durante más de cincuenta años.

Continuó defendiendo con tanto vigor los derechos de los nativos que la señora Ross se descubrió asintiendo. Pero al fin tuvo que interrumpirla:

—Nancy, lo que deseábamos era preguntarte dos cosas. ¿Te gustaría ir a la universidad? ¿Has aprovechado tus estudios lo suficiente como para continuar con éxito?

—En realidad, señora Ross, no sé qué es una universidad. Pero mis maestros insisten en decirme que, si quisiera, podría ir.

Ante esa franca autoevaluación, la mujer empezó a hacerle una serie de preguntas, con intención de identificar el nivel de su preparación. Tanto ella como Lydia se quedaron sorprendidas ante las maduras respuestas de Nancy. Al parecer, había leído buenas obras literarias y sus conocimientos de historia estadounidense superaban ampliamente el promedio. Sabía qué era la Capilla Sixtina y cómo se estructuraba una ópera. Pero cuando la señora habló de álgebra y geometría, Nancy dijo francamente:

—No sé mucho de aritmética.

—Tampoco yo —dijo Lydia.

Pero su madre no permitió esa fácil salida:

—Si quieres destacarte, Nancy, tienes que saber de proporciones y de cómo resolver incógnitas.

La muchacha replicó, con total sinceridad:

—Es lo que me dice siempre la señorita Foster.

La señora Ross quedó preocupada al saber, por Nancy y Tom, que pocos indios pasaban del sexto grado y que, de todos los tlingits, sólo ella había llegado al último curso.

—Ha dado un buen ejemplo —comentó.

Tom quedó tan complacido como si fuera uno de los profesores.

A esa altura de la entrevista nadie dudaba que Nancy podía sobrevivir en una universidad. Lydia comentó que ya superaba en conocimientos a muchos nuevos estudiantes.

—En la universidad podrías pasarlo estupendamente, Nancy.

La señora aseguró a padre e hija que se le proporcionaría alguna beca:

—No se trata de que ella necesite ir a la universidad, sino de que la universidad necesita de ella.

Pero resultaba obvio que Nancy, la primera de su pueblo en emprender una aventura tan audaz, no estaba del todo segura.

—No sé —dijo tímidamente.

Pero su padre, orgulloso de verla desenvolverse así, dijo sin dirigirse a nadie en especial:

—Si es gratis, irá.

La señora Ross se apresuró a aclarar:

—No sería del todo gratis. ¿Podría usted ayudarla con pequeños fondos?

—Ya lo hago —respondió Sam. Y todos se echaron a reír.

Al terminar la entrevista, que se había desarrollado mejor de lo esperado, las mujeres Ross tomaron una decisión que dejó a Tom sorprendido y regocijado. La señora anunció:

—Esta noche, cuando el Montreal Queen amarre aquí, yo me embarcaré para volver a Seattle, como estaba planeado. Pero Lydia querría quedarse algunos días más y regresar el viernes en nuestro barco de aprovisionamiento. —Antes de que nadie pudiera hacer algún comentario, se volvió hacia Sam—: Señor Bigears: ¿puedo dejar a mi hija con su familia hasta que llegue el barco? No estaría bien que se hospedara aquí, con el señor Venn.

Lo dijo con tanto encanto que todos se sintieron a gusto. Sam preguntó a Lydia:

—¿Lista para verdadero potlatch tlingit?

Y la muchacha respondió:

—No sé si eso se come o si es para acostarse, pero estoy lista.

Cuando el barco canadiense llegó, ella permaneció en el muelle con Nancy y Tom, mientras su madre se embarcaba.

La señora Ross, más amable que nunca, se detuvo en el extremo de la plancha:

—Gracias por cuidar de mi hija, señor Bigears. Nancy, espero verte en Seattle en septiembre. Y tú, Tom, has sido un anfitrión muy amable. A todos ustedes, las buenas personas que trabajan en la fábrica, que Dios les bendiga. Necesitamos la ayuda de todos.

El Momtreal Queen, orgullo de la línea canadiense, que cubría el trayecto entre Seattle, Vancouver y los puertos de Alaska, medía más de ochenta metros de eslora, Pesaba mil cuatrocientas noventa y siete majestuosas toneladas y estaba legalmente autorizado a llevar doscientos tres pasajeros. Pero como el verano se acercaba a su fin y eran muchos los turistas que deseaban desplazarse a Seattle, para ese viaje se armaron apresuradamente literas adicionales, para un total de trescientos nueve pasajeros y sesenta y seis tripulantes. El barco partió de Juneau con sólo dos plazas libres. Cuando se detuvo en la Fábrica de Conservas Tótem para recoger a sus dos pasajeras, la señora Ross explicó que, si bien Lydia no viajaría con ella, pagaría igualmente los dos pasajes. El tesorero presentó el problema al capitán Binneford, que prefirió no cobrar el alojamiento no utilizado, teniendo en cuenta el estrecho vínculo del señor Malcolm Ross con la línea.

El barco partió de Tótem en un plateado crepúsculo de agosto. Como estaba algo retrasado, aceleró la marcha más que de costumbre, tratando de dejar atrás las partes rocosas del estuario antes de que llegara la marea baja. El capitán Binneford sabía bien que, al pasar junto a la Morsa, era preciso dirigirse hacia el oeste, manteniendo la roca a babor. Aunque lo hizo, por algún motivo que jamás se sabría, redujo el margen de seguridad. Eran las siete y media de la tarde, aquel miércoles, 22 de agosto de 1906, y aún había luz abundante cuando el hermoso barco se lanzó de frente contra una saliente sumergida de la Morsa. La proa del barco quedó averiada y, dada la velocidad que llevaba, se abrió una grieta de veinticuatro metros y medio en el lado de babor. Casi de inmediato, el Montreal Queen quedó varado en la Morsa y la marea baja puso su herida al descubierto.

La señora Ross, que aún estaba desembalando el equipaje, fue arrojada hacia delante por el choque, pero era tan ágil que no resultó lastimada. Fue una de las primeras en salir a cubierta y la que mejor comprendió lo ocurrido.

—Mi esposo tiene varios barcos navegando en estas aguas y estos accidentes ocurren con frecuencia —aseguró a los otros pasajeros—. Pero se puede pedir auxilio por telégrafo y otros barcos acudirán rápidamente a rescatarnos.

No veía motivos para asustarse y lo repitió varias veces.

Mientras tanto el capitán Binneford enviaba y recibía mensajes que ejercerían un poderoso efecto en el destino del Montreal Queen. Cuando la casa central de su empresa recibió noticia de su encallamiento, envió una respuesta que se haría famosa en la historia de Alaska:

SI DAÑOS NO DEFINITIVOS, SE ORDENA ESPERAR AUXILIO ONTARIO QUEEN QUE RESCATARÁ TODOS PASAJEROS. LLEGARÁ VIERNES ANOCHECER.

Si la señora Ross hubiera podido leer ese mensaje, al estar casada con el dueño de una empresa naviera, habría podido entender sus implicaciones. La compañía ordenaba así al capitán del buque averiado que no permitiera ninguna labor de rescate por parte de barcos pertenecientes a otras líneas ni por marinos aventurados de Juneau o Ketchikan. Las leyes marítimas establecían que, si un barco averiado era socorrido por otra embarcación, ésta adquiría derechos de salvamento. En este caso, sacar al Montreal Queen de las rocas o remolcarlo hasta Juneau equivalía a proporcionar ayuda.

Si el Montreal Queen lograba resistir hasta que su hermano, el Notario, llegara desde Vancouver, la empresa canadiense se ahorraría una suma considerable. El capitán Binneford, después de estudiar el estado de su barco, decidió arriesgarse a que el barco permaneciera varado donde estaba durante todo el jueves y el viernes; a esas alturas, el Ontario Queen estaría allí para trasladar a los pasajeros hasta Seattle. La decisión era arriesgada, pero no estúpida, pues todos los oficiales de a bordo opinaron que, atascada como estaba, la nave no se movería de esa roca. El capitán Binneford ordenó a su personal que informara a los pasajeros. Esa noche todos cenaron en mesas muy inclinadas y durmieron en camas que los hacían rodar hacia estribor. La noticia del naufragio no llegó a Tótem hasta el jueves por la mañana, una hora después de saberse en Juneau. Cuando Tom Venn, Sam Bigears y otros lanzaron todos los botes de la fábrica para acudir al rescate de la señora Ross y cuantos pudieran caber en el espacio disponible, había ya varias embarcaciones de la capital en los alrededores. En el momento en que Tom y Bigears llegaban a la Morsa se acercó un pequeño vapor de cabotaje.

—Tenemos muchos botes —anunció Sam—. Rescatamos todos.

Se acordó que llevarían a la señora Ross a Tótem, donde podría esperar al barco de aprovisionamiento, que debía llegar el viernes.

Pero cuando las diversas embarcaciones se aproximaron al Montreal Queen, se encontraron en las redes de esa ley descabellada. Para proteger a su empresa de pagar derechos de salvamento, el capitán Binneford se negó a permitir que una sola persona, pasajero o tripulante, abandonara su barco a bordo de otro navío, fuera cual fuese su tamaño. Por lo tanto, los trescientos nueve pasajeros del Montreal Queen pudieron alinearse ante la barandilla del averiado barco, casi tocando las manos de quienes aspiraban a rescatarlos, pero sin aceptar su ayuda.

Tom y Bigears localizaron muy pronto a la señora Ross entre varias mujeres, a quienes tranquilizaba asegurándoles que el rescate era inminente; entre todas era la más serena. Al ver a Sam exclamó:

—¡Oh, señor Bigears, cuánto me alegro de verle! —Y quiso ir en busca de su equipaje, para ser una de las primeras en transbordar.

—Loo siento, señora —se disculpó un cortés oficial canadiense, cerrándole el paso—. Nadie puede abandonar el barco.

—¡Pero ha venido el bote de nuestra empresa! El bote es nuestro y la fábrica, también. Está a pocos kilómetros de aquí.

—Lo siento muchísimo y también el capitán Binneford, pero nadie Puede abandonar el barco. Somos responsables por su seguridad, señora. El rescate es inminente.

La señora Ross, que no podía entender una regla tan estúpida, exigió ver al capitán, pero el oficial le dijo, en tono razonable:

—Comprenderá usted que está muy presionado. Demasiado trabaja ya con la tripulación.

También le prohibió arrojar su equipaje al bote de Tom, para no comprometer la situación legal de la empresa naviera.

Tom y Bigears permanecieron junto al barco durante todo el jueves, con la esperanza de que se impusiera el sentido común, pero no fue así. Un segundo vapor, aun más grande, llegó desde Juneau y los tripulantes de varias embarcaciones pequeñas lo abordaron para preguntar a su capitán cuál era la situación.

—Si se nos permitiera retirar a todos los pasajeros —se les dijo— la empresa canadiense podría verse obligada a pagar hasta dos mil dólares.

—¿No habría también derechos de salvamento sobre el barco en sí?

—Imposible. Estamos hablando de dos mil dólares, a lo sumo.

Tom Venn exclamó sin vacilar:

—Yo pondré los dos mil dólares.

Otros cinco o seis hombres se ofrecieron a contribuir, pues tal como dijo un marinero habituado a esas aguas:

—Nunca se sabe cuándo llegará ese viento Taku desde el Canadá. Sería mejor que los sacáramos antes del oscurecer.

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