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AKA » CAPÍTULO 10110

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—Vamos, hombre, no me sea blando —dijo alguien que se aprovechaba de mi indefensión para cachetearme las mejillas—. ¡Despierte! Pero si sólo le he dado una vez…

—¿Qué pasa ahí fuera? —insistía la voz del saco.

—Usted cállese, que tiene la culpa de todo. ¡Qué calor! ¿Quién ha quitado el aire acondicionado?

Esto último lo añadió un tercer sujeto al que mi subconsciente, sabedor de que en el momento de mi desmayo sólo me acompañaban dos personas en la habitación, no tenía catalogado, y quizás por ello envió una orden imperiosa a mi consciente para que abriera los ojos y tomara las riendas de la situación. La fluorescencia naranja que me deslumbró casi me devuelve al plácido sopor de la inconsciencia.

—Se ha vuelto a desmayar —dijo el morlaco.

—No es eso —repliqué—. Es que la luz de la ventana refleja en el uniforme fosforito de Monseñor Leño.

—¡Ah! —intervino éste, pues él era el cuarto ocupante de la estancia—, ¿le gusta? Para este diseño he elegido una tela que, al impacto de la luz, produce un cierto halo como el que según dicen rodeaba a algunos de nuestros fundadores. Espero que este efecto anime a la conversión a los más escépticos. A fin de cuentas, ¿en qué otra religión los mandamases llevan nimbo?

—¿Va a decirme alguien de una vez qué está pasando ahí fuera? —volvió a preguntar, ya algo irritada, la voz del saco.

Me incorporé hasta quedar sentado en la moqueta y apoyé la espalda contra la pared. Verifiqué que me hallaba todavía en la misma habitación en la que había sido golpeado, y en una rápida inspección pude ver, a mi lado, el fardo que contenía al corrupto doctor y, a unos pasos de allí, a Monseñor Leño codo con codo junto al matón que volvía a apuntarme con la pistola. Busqué con la mano el lugar en el que había sido golpeado y, para mi sorpresa, sólo noté una pequeña erosión en la piel de la mandíbula y una cierta dureza debajo de ella, ninguna de las cuales parecía poder explicar el intenso dolor que notaba no sólo en el hueso sino en toda la cabeza. Comprobado, pues, que a pesar de aquellas molestias mis constantes vitales no parecían peligrar, me esforcé por reintegrarme al mundo de los vivos y, en especial, por averiguar si los cambios que la situación había experimentado durante mi letargo podían ser ventajosos para mí.

—En efecto —dije, secundando la petición del saco—, no vendría mal que alguien nos explicara a todos qué está pasando.

—Y añadí, dirigiéndome al fardo—: Es que me han golpeado y, al despertarme, veo que ahora somos cuatro.

—Dado que nosotros tenemos la pistola —planteó Monseñor Leño—, sugiero que seamos también nosotros quienes hagamos las preguntas.

—A mí me parece justo —opinó la voz del saco, cobarde.

—En ese caso, ¿quiere decirme de una vez qué pinta usted en este embrollo? —me preguntó Monseñor Leño—. Antes de la fiesta en el Palace no le había visto en mi vida, y ahora me lo encuentro por todas partes. Así que diga: ¿también va usted detrás de Jiménez-Pata?

Quizás en otras circunstancias, por ejemplo si me hubiera encontrado en la cubierta de un yate tomándome un daikiri y acompañado por una nórdica escultural en bikini, y disfrutando de una suave brisa del sur que me despejara lentamente tras haber descansado durante doce horas en una cama de plumas, pues digo que en unas circunstancias como esas quizás hubiera podido yo urdir un sofisticado engaño para contestar a la pregunta de Monseñor Leño sin incurrir en ninguna contradicción con lo que él ya sabía, y sin tener que desvelar tampoco ninguna información verdadera que pudiera resultar perjudicial para mis intereses.

Porque a estas alturas de la película, triste es reconocerlo, las posibles implicaciones morales de decir una mentira, así como el cumplimiento del Protocolo de Sinceridad, me la traían bastante floja. Sin embargo, después de dos golpes en la cabeza en las últimas veinticuatro horas, amén de múltiples peripecias y sobresaltos, y de no menos amenazas y peligros, por no hablar del profundo cansancio físico y mental que comenzaban a adueñarse de mí a medida que los contratiempos se amontonaban para impedirme alcanzar mi objetivo, después de todo eso, digo, no me sentí con fuerzas para elaborar un nuevo embuste y opté por contar la verdad, convencido ya de que había fracasado en mi misión y que tanto mi futuro como el de mi hija estaban completamente en manos de Chumillas.

—No me pregunte por qué —comencé—, pero ese tal Chumillas, a quien usted también parece conocer, tiene un desmedido interés por encontrar al tipo que ahora mismo se encuentra dentro de este saco. Y tampoco me pregunte por qué, pero está convencido de que yo puedo entregárselo o, al menos, indicarle con precisión dónde encontrarlo. Para conseguir una de esas dos cosas, Chumillas me convocó anteayer en el Palace y terminó por amenazarme con infligir todo tipo de perrerías a mi hija, que en estos momentos se encuentra secuestrada por un individuo de lamentable aspecto que trabaja para él, o para algún acólito suyo, pero en cualquier caso para alguien importante. Si quiero recuperar a mi niñita, tengo que entregarles a Jiménez-Pata antes de las tres de esta tarde.

—¡Maldito farsante! —clamó el saco—. ¡También usted iba a entregarme a N'Joy Corporation!

—No le culpe por ello —lo amonestó Monseñor Leño—. Cualquiera en su lugar habría hecho lo mismo. ¿Cuántos años tiene su pequeña?

—Acaba de cumplir los treinta y cinco.

—Una niña.

—Una niñita.

—Una niñitita.

—¿Y qué pasa conmigo? —se quejó la voz del saco—. ¿A mí sí pueden torturarme sin que a nadie le importe un ardite?

—Usted —contestó Monseñor Leño, anticipándoseme—, es un libertino y un miserable. Usted nunca ha sido un niño.

—Veo que lo conoce bien —convine—, lo que me lleva a preguntarme, primero, cómo ha adquirido usted tal conocimiento, y, segundo, por qué anda también a la caza del detestable doctor.

—¡Oiga! —protestó la voz del saco.

—Cuando tenga pistola —intervino el matasiete sin hacer caso de las reclamaciones—, podrá hacer preguntas. ¿No, jefe?

—No me llames jefe, Porfirio —lo corrigió cariñosamente Monseñor—. Deben disculparlo. Aquí donde lo ven es un bendito, pero se mete mucho en su papel. Y me tiene un gran aprecio, al igual que yo a él porque lo conozco desde que era un niño, él, no yo, porque yo podría ser su padre, que no lo soy, ¿eh?, no vayamos ahora a propagar rumores infundados. Pero me temo que no hay tiempo para más preguntas ni, por lo tanto, para más respuestas. Falta menos de una hora para su cita con Chumillas, puesto que ya son más de las dos, y no quisiera yo ser el causante de que se le provocara el más mínimo daño a una niña de treinta y cinco años.

—¿Puede confirmarme, al menos —insistí—, que no trabaja usted para Chumillas?

—Es una historia larga de contar. ¿Conoce usted a Maquiavelo? No, hombre, no a Maquia Velo, el último y funesto fichaje de la Roma, sino al clásico estadista que postuló aquello de que el fin justifica los medios. ¿No? Ya me lo imaginaba, y es una lástima porque nos habría ahorrado muchas explicaciones. En fin, quédese con la idea de que, en ocasiones, es preciso sacrificar algunos objetivos nobles, pero menores, para alcanzar una meta mayor y más elevada. Desde mi más tierna infancia, eclesiásticamente hablando, me he propuesto dotar a los necesitados no ya de comida y bebida, puesto que eso lo hace Eternal Life Inc. obteniendo a cambio importantes beneficios, sino de alimento para el espíritu. Ideas, amigo mío. Teorías, preguntas, conjeturas, inquietudes, dudas tenaces que nos desesperan pero que amplían nuestra incertidumbre y que, así, nos hacen más racionales, más tolerantes, y más justos.

—Hasta aquí vamos bien —peloteé—. Yo mismo comparto todos esos principios, aunque reconozco no haber hecho nada por promoverlos. No obstante, prometo cambiar mi actitud en cuanto usted me libere.

—No es tan fácil, caballero. Ni para usted, ni para mí. En la inconsciencia que conlleva la juventud, puse en marcha una modesta fundación con el propósito de enviar libros a África y a otros lugares remotos. No le diré que los resultados fueron malos, aunque no sé por qué no se lo diré porque la verdad es que fueron lamentables. Al paso que íbamos, habríamos tardado más de setecientos años en alfabetizar el continente, con el problema añadido de que muchos de los alfabetizados habrían muerto durante ese lapso de tiempo, y habrían nacido muchos otros individuos a los que no habríamos llegado con nuestra fundación. En fin, pasaré por encima de los detalles contables, pero le aseguro que no íbamos por el buen camino. El caso es que en esas cuitas andaba yo cuando un día, por casualidad, se presentó en mi puerta la ocasión que andaba buscando. No fue, empero, una oportunidad fácil de aprovechar: me vi obligado a sacrificar algunas de mis creencias más arraigadas, y así, por ejemplo, tuve que hacerme oficialmente seguidor del Real Madrid, aunque sigo siendo

juventino a muerte. A mí me gusta decir que soy madridista no practicante, por utilizar un símil que, lógicamente, en mis círculos hace mucha gracia. A usted ya veo que no.

Yo, en realidad, esperaba ansioso el desenlace de tan breve aunque bien hilado melodrama, pero en ese momento Monseñor lanzó una mirada de reojo al reloj del videoguol y, sin preocuparse por sus espectadores, interrumpió de golpe su relato y se dirigió hacia la puerta.

—Se hace tarde —dijo—. He venido respondiendo a la llamada que me ha hecho Porfirio ante su inesperada aparición, pero ahora tengo que regresar al salón principal. El ministro va a dar un discurso y le molesta mucho que la audiencia ralee. Volveré en cuanto pueda.

—Pues entretanto —sugerí—, y como muestra de esos elevados ideales que dice perseguir, podría usted dejarme libre.

—Creo que lo mejor para todos será que se quede aquí bajo el cuidado de Porfirio. Entiéndame: no es que no me fíe de usted, pero no me fío. Y, en cualquier caso, le aseguro que no tiene nada que temer: mis intenciones son nobles, y actúo en pos de una causa justa. No puedo decirle más por el momento.

Y tras impartirnos una apresurada bendición, se marchó dejándonos otra vez solos al llamado Porfirio, al rijoso doctor dentro del saco, y a mí mismo, todavía sentado en el suelo y con la cabeza abotargada.

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