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AKA » CAPÍTULO 10111

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No tenía yo las meninges para muchos esfuerzos, y además el calor ya empezaba a resultar agobiante, pero a fuer de ser sincero creo que tampoco en plenitud de facultades habría sido capaz de encontrar una manera de escapar de aquella habitación. Por otra parte, mi estado de ánimo, como queda dicho, no me impelía a embarcarme en aventuras imposibles. Me sentía derrotado. Me sentía insignificante. Más aún: me sentía culpable. Y la contemplación del reloj del videoguol, en el que la manecilla de los segundos se movía con la agilidad de un consumado velocista, no servía sino para terminar de desesperarme.

—Quizás Monseñor Leño no le haya dicho —intenté, como último recurso, dirigiéndome al llamado Porfirio— que este asunto en el que todos nos hallamos metidos tiene ramificaciones que alcanzan los más altos niveles de nuestra sociedad, y que de su resolución dependen importantes negocios, reputaciones varias, numerosas plazas de funcionario, e incluso la posibilidad de salir en la tele, por no mencionar las ingentes cantidades de dinero que obtendrán quienes se posicionen en el lado correcto.

—¿Me está sobornando? —me espetó el morlaco.

—Le diría que sí, pero no querría ofenderle.

—No me ofende. ¿Cuánto?

Debo reconocer que me sorprendió la rapidez con la que el sicario aceptó mi oferta, y me dije que quizás debería haber empezado por ahí desde un principio y haberme dejado de tanta aventurita y tanto espionaje. También me dije que la Humanidad estaba perdiendo sus valores, y que cualquier propósito es negociable por muy turbio que aparente ser, y que, es más, uno siempre termina por encontrar a alguien que no sólo está dispuesto a dejarse comprar, sino también a enorgullecerse de ello, a ponerle un bonito nombre a su miseria moral, como

Chief Executive Officer, a presumir entonces de su nuevo estatus, puesto que ya no será un miserable moral sino un profesional y su precio se llamará nómina, y, con los años, a crear un gremio, a impartir seminarios para quienes quieran seguir sus pasos, a impulsar la homologación de una carrera universitaria, a crear un

lobby, a abrazarse a diestro y siniestro, y, por último, a tildar de débiles o perdedores o miserables morales a quienes no se avengan a jugar con sus mismas reglas.

—¿Se va a desmayar otra vez? Se le está poniendo una cara muy rara.

—Sólo estoy reflexionando —respondí saliendo del trance, y retomando la conversación donde la habíamos dejado—. ¿Cuánto quiere por dejarme escapar con el saco?

Fue entonces Porfirio quien compuso un gesto francamente difícil, como si estuviera sometiendo sus neuronas a un esfuerzo poco habitual y éstas estuvieran sufriendo calambres en cadena. Pero de pronto, los músculos de su cara comenzaron a relajarse y, un segundo después, prorrumpía en una sonora risotada.

—¡No puedo, no puedo! —decía entre carcajada y carcajada—. Siempre que miento me entra la risa. Sólo le estaba tomando el pelo. No se enfade, pero es que me aburro mucho cuando no hay que dar sopapos.

—Es usted despreciable —le recriminé—. Mi hija está en peligro y usted no sólo me retiene evitando que pueda acudir en su ayuda, sino que además me permite concebir falsas esperanzas.

—Lo siento —se excusó Porfirio ya con gesto serio, y su contrición parecía sincera—. Pero es que yo nunca podría traicionar a Monseñor. Es como un padre para mí. Aunque yo esto no puedo saberlo con seguridad porque jamás conocí a mi padre ni a mi madre y, por lo tanto, ignoro cuál es el comportamiento de un padre para con sus hijos más allá de lo que veo por la calle o en los centros comerciales, y que me parece, la verdad, bastante falso. Pero asumo que, al igual que Monseñor Leño hizo conmigo, una madre, o un padre en este caso, iniciará a sus hijos en el conocimiento de los filósofos griegos, les transmitirá unos sólidos valores éticos, los alentará para que desarrollen su inteligencia y lleguen a actuar según sus propios criterios, debatirá con ellos sobre Historia, Arte, Astronomía o Cálculo Infinitesimal, pongo por caso, los corregirá sin violencia pero con firmeza, les servirá como ejemplo de sus enseñanzas y, en definitiva, intentará que sus vástagos sean no una mera prolongación de él mismo sino nuevas e íntegras personas que aporten sus propios descubrimientos al mundo y que, con un poco de suerte, incluso consigan mejorarlo. ¿Estoy en lo cierto?

—Prácticamente en todo —concedí, no porque yo tenga problemas para decir que no, sino porque dadas las circunstancias no me parecía adecuado emplear más tiempo en estériles discusiones sobre pedagogía con un matón a sueldo, condición esta por cierto que, ligada con mi última reflexión, lo convertía no en un criminal sino en un profesional.

—Pues en ese caso, repito ahora sin ninguna duda que Monseñor Leño ha sido como un padre para mí. Y mi fidelidad hacia él es tan inquebrantable como la portería que con tanto brío defiende el felino Buona Roti.

—¿También es usted seguidor de la Juventus?

Nada más lejos de mi intención que desviar la conversación hacia asuntos mundanos, pero al pronto me llamó la atención la coincidencia que suponía que tanto Monseñor Leño, como la ondulante Berenice, como ahora también el forzudo Porfirio, hicieran mención a las, al parecer, extraordinarias cualidades del singular cancerbero. Era este un pequeño detalle, pero la casualidad se me antojó improbable en extremo puesto que, hasta donde yo sabía, todo el mundo era seguidor del Real Madrid, al menos desde San Blas hasta Aluche, e incluso más allá, aunque esto yo no pudiera afirmarlo a ciencia cierta por no ser un gran conocedor del mundo del balompié, y por no estar tampoco muy instruido sobre la vida que existe más allá de Madrid. Fuera como fuese, esa extraña coincidencia actuó como un detonante que disparó en mi memoria toda una serie de conexiones entre algunos de los hechos que habían acontecido últimamente, y de pronto creí ver claro cuál era la relación entre todos ellos.

—Por supuesto —me respondió Porfirio.

—Supongo que también esa afición se la ha transmitido Monseñor Leño. Por lo que veo, todos sus discípulos del cotolengo han heredado su devoción por la escuadra turinesa.

—No en vano —me confirmó Porfirio orgulloso, sin ni siquiera sospechar que en realidad mi pregunta buscaba, precisamente, que él ratificara mi hipótesis— el uniforme de los Padres Radiadores consta de hábito blanquinegro, capucha blanca, y sandalias negras con un

escudetto en el empeine. Cuando jugábamos en el patio, durante mis años de internado, yo siempre quería llevar el número nueve, como Testarudo Manontroppo. ¡Qué zurda tenía!

Cornelio Rana y yo formábamos una dupla temible en la liga de alevines. Podríamos haber llegado lejos, ¿sabe?, pero al pobre Rana no lo respetaron las lesiones, y al final se hizo taxista. En efecto —asintió, al ver el respingo que daba yo ante sus últimas palabras—, Claudio es el taxista que lo ha estado llevando y trayendo a usted de un lado para otro. ¿Cómo se cree, si no, que Monseñor iba a poder seguir sus movimientos? Nosotros no tenemos acceso a las piruletas como los de N'Joy Corporation. Pero bueno, como le decía, las lesiones truncaron el brillante futuro futbolístico de Rana y, en cuanto a mí, al dejar el cotolengo me junté con malas compañías, y cuando quise darme cuenta ya había atracado diez bancos. Menos mal que Monseñor volvió en mi ayuda y me ofreció que trabajara para él. Ahora vivo en el Vaticano y puedo ver a la Juve cuando viene a jugar contra el Lazio.

—Qué bonita historia —dije en plan tiralevitas, ya que todavía necesitaba confirmar algunos puntos más de mi teoría—. ¿Y cuándo se fue Monseñor Leño al Vaticano? Quiero decir, ¿cuándo dejó el cotolengo?

—No sabría decirle… —me respondió, meditabundo, Porfirio—. Como le he dicho, durante algunos años me moví por ambientes en los que los nombramientos cardenalicios no eran tema de conversación. Oiga —añadió cambiando de súbito su expresión—, ¿no hace mucho calor aquí?

—Un poco —concedí, fingiendo extrañeza como si yo tampoco supiera cuál podía ser la causa de tan elevada temperatura.

—Pues imagínense aquí dentro —terció la voz del saco—. ¿Por qué no llaman a recepción y se quejan?

Porfirio hizo un gesto entre resignado y condescendiente y se levantó de la cama en la que había permanecido sentado durante toda nuestra charla. Después apartó el saco hacia un rincón, me ordenó a mí que me colocara en el mismo sitio para salir del campo visual del videoguol, y se dirigió al aparato. Por lo que pude escuchar, el empleado del hotel no parecía demasiado alterado por la situación, y se limitó a excusarse diciendo además que la reparación de la avería podría tardar un buen rato. No obstante, y en consideración a la categoría de Monseñor Leño, se ofreció a prestarnos un ventilador.

—¿Podría pedir también que nos suban unas tabletas de Painless, marca registrada de Eternal Life Inc.? —le susurré a Porfirio—. El dolor de cabeza me va a matar.

—En absoluto —intervino la voz del doctor alacrán desde su saco—. Lo único que tiene usted es una cefalea impactoide con disociación de neuralgias evolutivas.

—¿Y qué hago para que deje de dolerme?

—Le recomiendo que no se dé más golpes en la cabeza —me respondió con autoridad.

—¿Para eso ha estudiado doce años de medicina?

—Tiene que poner algo de su parte. Me recuerda usted a las mujeres que acudían a mi consulta y me preguntaban: doctor, ¿qué puedo hacer para salvar mi matrimonio? Pues está claro. Cómprese un liguero, unas medias negras, y unos taconazos, y espere a su marido a cuatro patas. Como desde luego no conseguirá nada es esperándolo con cara de pollo asado frío y asestándole un «tenemos que hablar». ¿Realmente creen esas mujeres que sus maridos se han buscado una amante porque necesitan hablar con alguien? Si fuera así, se buscarían un psicoanalista portugués, y no una rubia de veinte años que sólo pronuncia interjecciones. Sí, amigo mío: la causa de la enfermedad, según yo, es el enfermo. ¡Y hay que ver lo que se quejan!

El timbre de la habitación sonó a tiempo de salvarme de nuevas divagaciones del inmoral galeno, quien lejos de aliviar mi dolor de cabeza estaba contribuyendo a avivarlo. Porfirio se acercó a la puerta y sin abrirla preguntó quién era. Una voz lejana respondió que traía un ventilador por orden del recepcionista, así que, como siempre atento a los detalles, Porfirio volvió a colocar el saco en un lugar que no fuera visible desde la puerta, y a mí me encerró en el cuarto de baño. Cuando ya estaba dentro, reparé en que el interruptor de la luz se encontraba fuera y que Porfirio se había olvidado de encenderlo, así que me vi sumido de pronto en la más profunda oscuridad y, como suele pasar siempre en esos casos, tuve la sensación de que mi oído se aguzaba permitiéndome escuchar los más minúsculos sonidos. Pude así percibir las pisadas de Porfirio sobre la moqueta, y su respiración agitada por el reciente esfuerzo al transportar el saco; escuché después cómo quitaba el cerrojo de la puerta y, a partir de ahí, la secuencia de sonidos ya no fue como yo habría esperado: se oyó primero una especie de chisporroteo, seguido de un grito ahogado, tras el cual sonó un golpe enorme que hizo retumbar el suelo de toda la habitación y, por último, pude escuchar cómo alguien abría la puerta y la cerraba después.

Opté por quedarme dentro del cuarto de baño a la espera de acontecimientos, y pegué la oreja a la puerta para poder percibir con mayor nitidez lo que pudiera estar sucediendo al otro lado. Lo único que pude escuchar, sin embargo, fueron unos nuevos pasos que se movían de un lado para otro, como si estuvieran recorriendo toda la habitación, de manera que me llegaban unas veces más cercanos y otras más alejados. De tanto en tanto los pasos también se detenían, hasta que hubo un momento en el que me pareció que la intensidad de las pisadas aumentaba de manera continua y progresiva, de lo que deduje que el individuo que las producía debía estar acercándose al lugar en el que yo me encontraba, así que me apresuré a tantear en la oscuridad en busca de algún objeto con el que poder defenderme del intruso, pero lo único que conseguí atrapar en aquella negrura fue un peine, un rollo de papel higiénico, y una toalla. Desechados uno a uno estos objetos por inapropiados, decidí en última instancia esconderme arrimándome a la pared, junto a los goznes de la puerta, en el recoveco que quedaría oculto a los ojos del presunto agresor una vez que ésta se encontrara abierta. Y de hecho así se encontró a los pocos segundos, puesto que, en efecto, el misterioso allanador de moradas llegó hasta ella, giró el pomo, abrió primero una pequeña rendija por la que se coló la luz, y la empujó después con tal energía que la hoja giró hasta alcanzar el lugar en el que yo contemplaba aterrorizado el fatal movimiento, estampándose con violencia contra mi cabeza, y provocando que ésta, por efecto de alguna ley física que desconozco puesto que en lugar de Física yo ya estudié Danzas Europeas en el colegio, se desplazara hacia atrás hasta golpearse también contra la pared alicatada que tenía a mi espalda.

Como no podía ser de otra manera, y después de esos dos nuevos y contundentes porrazos que venían a unirse a los otros dos que ya había sufrido en las últimas horas, sentí cómo las piernas me flaqueaban y la realidad que tenía ante mis ojos comenzaba a desvanecerse una vez más. Me arrodillé en el suelo antes de caer desmayado, y lo único que pude escuchar fue una voz que sonaba tan lejana como si viniera de otro mundo, o también como si viniera de este, pero producida quizás por algún indeseable carroñero metido dentro de un saco.

—¿Alguien me va a decir qué está pasando ahí fuera?

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