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8 » Cancerbero: el gato del infierno

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Parecía una advertencia. Miré sobre mi hombro derecho al notar una ráfaga de aire frío azotarme el rostro. Un murmullo quedo logró congelar mi ánimo. Miré en derredor, pero la habitación seguía vacía. La luz del sol comenzaba a clarear los objetos.

Mi corazón explotó al oír unos golpes. Cuando me calmé, me di cuenta de que provenían de la puerta. Puse la cama en su sitio.

—¿Querido? —Era la voz de mi suegra—.

Vuelves a llegar tarde al desayuno.

El desayuno fue tenso. Ella no paraba de parlotear de cosas sin importancia, mientras daba vueltas y vueltas a la cuchara de su taza de té. Yo no despegaba los labios. Cruzaba mi mirada con la de Cerbero quien, inmóvil junto a su dueña, me clavaba sus ojos de luna menguante. Odiaba a ese gato. Parecía saber lo que pensaba en cada momento. Controlaba mis sentimientos. Cuando nuestros ojos conectaban, las llamas de mi ira lamían mi corazón. Deseaba matarlo pero, ¿cómo matar al gato de mi suegra? Mi prometida me mandaría a paseo en cuanto se enterase. No obstante, fantaseé con el hecho de dar una patada a Cerbero, clavarle un tenedor en el hocico o prenderle fuego con un mechero y echarlo a correr mientras las llamas lo devoraban.

—No me encuentro bien… —interrumpí su perorata.

Ella me miró con la sorpresa dibujada en su rostro. Luego se relajó.

—¿Estás indispuesto, querido? —soltó con una sonrisa en los labios.

—¿Dónde está Emelinda? —Mi tono de voz le hizo cambiar la expresión. Por un segundo noté la tensión dominar los músculos de su cara, pero enseguida compuso una mueca divertida.

—¡Ya te lo he dicho! ¡En la ciudad!

—Pues quizá sea mejor que busque una habitación en un hotel y regrese cuando ella haya vuelto… mamá —escupí mientras me levantaba y me dirigía a la puerta del salón.

—¡Lástima! Hoy es luna llena… ¡te perderás un espectáculo increíble!

Regresé a mi habitación, dejándola con la palabra en la boca. Recogí mis pertenencias esparcidas por el suelo del dormitorio y las metí en la maleta. Cogí el pantalón donde guardaba la cartera, que tenía depositado en una silla de la habitación. Quería comprobar si tenía suficiente efectivo como para costearme un par de noches aunque fuera en un hotel de mala muerte. Mi sorpresa fue supina cuando comprobé que mi cartera también había desaparecido. ¿Habría sido ese maldito gato? No lo creía posible. Que me robara el móvil, pudiera ser, pues tiene luz, vibra, etc… es decir, tiene elementos que podrían atraer la atención del felino. En cuanto al tabaco, ya no sabía qué pensar. El hecho de que me desapareciera la cartera, era algo más grave. No creía que las pezuñas de Brunilda fueran inocentes en este asunto. Empecé a enfadarme muchísimo. Era demasiado. Iba a pedirle explicaciones a Brunilda inmediatamente.

Salí de la habitación dispuesto a recorrer la distancia que separaba mi cuarto del de Brunilda cuando, bajando unas escaleras, algo se enredó entre mis piernas, un nudo oscuro y velloso. Mientras me precipitaba escaleras abajo, pude distinguir a Cerbero sentado justo en el escalón en el que me encontraba cuando tropecé. Él me había hecho perder el equilibrio. Maldije al gato por provocar mi caída. Entonces, impacté contra el primer escalón, contra el segundo y contra un tercero, mientras rodaba escalera abajo. Luego perdí el conocimiento.

Desperté un poco mareado. No podría decir qué parte de mi cuerpo me dolía más, pues la cabeza, la espalda, los brazos… toda mi anatomía estaba siendo torturada por un millón de agujas. Intenté llevarme la mano a la cara, con afán de despejarme, pero algo tiró de mi muñeca. Lo intenté con la otra. Nada. Poco a poco volví en mí. Noté una intensa frialdad en la nuca, en mi espalda, glúteos y piernas: estaba tendido sobre una superficie metálica y curva, de tal forma que mi cabeza reposaba por encima del resto del cuerpo. Observé mis piernas. Tenía los tobillos inmovilizados mediante grilletes. Comprendí el motivo de que me fuera imposible llevar mis manos al rostro, pues también estaban sujetas por el mismo sistema. Me encontraba en una habitación que olía a polvo. El techo alto y las vigas sujetando un tejado inclinado me revelaron que me encontraba en la buhardilla. Otra vez la buhardilla… Lo poco que podía divisar desde mi situación presentaba un desvaído matiz amarillento, posiblemente debido a una iluminación con velas. Según parecía, la noche había caído de nuevo. ¿Cuánto tiempo llevaría inconsciente?

Giré el cuello para intentar abarcar más espacio y me lo encontré: un hombre. El mismo hombre que descubrí en la cama de Brunilda.

—¿Quién eres? ¡Suéltame! —Ordené sin apenas convicción, pues el estado de debilidad en el que me encontraba se reflejaba en mi voz.

Se llevó un dedo a los labios para mandarme callar. —¡He dicho que me sueltes! ¡Emelinda! —grité.

Ignoraba si mi prometida había regresado o no o, simplemente, si era verdad que había ido a la ciudad, hecho que cada vez dudaba más.

Me revolví, pataleé, luché en vano contra los grilletes, tanto que pronto sentí la laceración en mis tobillos, e hilillos de sangre se precipitaron desde mis muñecas hacia mis codos.

—¿Qué es lo que quieres? ¿Por qué me hacéis esto?

Como única respuesta, el hombre mostró un enorme cuchillo de carnicero, de hoja amplia y afilada, que lanzó destellos ambarinos. En la otra mano tenía una copa.

—¿Qué piensas hacer con eso? ¿Dónde está Brunilda? —Estaba aterrado.

—Aquí, querido…

Oí sus pasos acercándose a lo que pensaba que era una bañera, donde me encontraba metido y atado. También creí escuchar una especie de arañazos en el suelo, justo debajo de mi cuerpo. La mujer apareció en mi campo de visión, tras el extraño. Se abrazó a él y le besó en la mejilla.

—¡Brunilda! ¿Qué está ocurriendo? ¡Suéltame! ¿Dónde está tu hija?

—Tranquilo, Emelinda está a punto de llegar.

Dirigió un mohín a aquel tipo, que obedeció acercando el cuchillo a mi rostro. Instintivamente me alejé todo lo que pude, golpeándome la nuca con el borde de la bañera. Volví a patalear y a convulsionarme. Grité.

El hombre me golpeó con la empuñadura del cuchillo varias veces. El dolor era insoportable. Llegó a un punto en que casi pierdo el conocimiento, de la paliza que me propinó en unos segundos. Luego sentí el filo del cuchillo en mi mejilla, abriendo la carne. El tajo no fue muy amplio, pero sí profundo, a decir por el calor que bañó parte de mi cara. Presionó la copa bajo la herida durante unos instantes. El fondo se manchó de carmesí. Luego entregó la copa a Brunilda.

La mujer me sonrió una vez más y se llevó el recipiente a los labios. Compuso una mueca de asco, o de dolor, durante solo un instante. Luego, ante mi perplejidad, su parte de su pelo plateado adquirió el color del sol, y algunas de sus arrugas desaparecieron. Una Brunilda rejuvenecida apareció ante mis ojos. O una Emelinda envejecida. Horrorizado, empecé a comprender.

—¡Gracias, caballero! —dijo la mujer de repente dirigiéndose al hombre.

—De nada —respondió—. Vi que se dejó el móvil olvidado en el banco de la plaza…

Abrí los ojos de par en par. Ya había vivido esa escena con anterioridad. Ese tío era el hombre que devolvió el móvil a mi prometida el día en que la conocí. ¿A qué venía todo ese teatro?

Sentí nauseas. Me mareé y a punto estuve de desmayarme.

—Hemos perfeccionado nuestras actuaciones para hacerlo todo… más creíble, amor mío—dijo la mujer con la voz un poco más juvenil—. Si quieres que vuelva a ser Emelinda, tendrás que darme toda tu sangre —escupió con una risa de cuervo.

El hombre volvió a acercar el cuchillo.

Entonces tuve una visión. Un recuerdo me golpeó y me aturdió: Emelinda y yo en mi piso de alquiler. Emelinda y yo haciendo el amor. Un gemido igual de intenso y prolongado que el de Brunilda con el extraño. Emelinda en el cuarto de baño. Yo en la cama. Un hilo largo y plateado, una interminable cana sobre la almohada. Un comentario a mi prometida. Un inexplicable enfado. Una inesperada partida de regreso a su hogar con la promesa de nuestro reencuentro cuando ella «lo dispusiera todo».

No podía creer lo que me estaba pasando.

Grité. Volví a convulsionarme intentando zafarme de mis ataduras. Zarandeé aquella bañera.

—¡Grita todo lo que quieras! ¡Nadie puede escucharte! ¡Nadie te echará de menos!

Llevaba razón. El palacete estaba muy apartado de cualquier atisbo de civilización. Y en Cádiz… en Cádiz nadie iba a echar de menos a un ex presidiario sin familia ni amigos. Nadie me buscaría, ni siquiera se enterarían de mi muerte. Podrían torturarme durante días, que nadie fuera de aquellas paredes se preocuparía lo más mínimo. Estaba a su merced.

Ella siguió riéndose; él estaba sobre mí dispuesto a darme un tajo mortal, acercando el cuchillo a mi garganta. Yo seguía sacudiéndome y luchando. Pensaba hacerlo mientras me quedaran fuerzas.

Entonces, esa especie de arañazos que provenían de debajo de la bañera se intensificaron. Inmediatamente, del suelo se elevó un fortísimo crujido y, bañera y yo caímos de golpe, nos precipitamos al piso inferior entre una lluvia de escombros y un ensordecedor impacto. El agujero que se había abierto en el suelo también engulló al hombre del cuchillo.

Una nube de densa polvareda me cegó durante unos instantes. Tosí. Me limpié los ojos con el dorso de la mano. Descubrí, sorprendido y esperanzado, que el porrazo la había liberado. Miré hacia arriba: había atravesado el techo de dos pisos. Aquella parte del palacete se venía abajo, de puro viejo, y a mí me había venido de maravilla. Sentí un dolor lacerante recorrerme el cuerpo entero. El impacto de la caída había sido brutal, pero la mayor parte la había absorbido la estructura de la bañera. Dos agujeros más arriba se hallaba el rostro atónito de Brunilda, observando el desastre a través del inmenso boquete. Su cara se deformó en una mueca demoníaca. Gritó enfadada. Luego desapareció.

¿Dónde estaba el extraño del cuchillo? Tendidas sobre mi cuerpo había unas telas. Eran las ropas del hombre. No entendía qué había pasado con él, cómo era posible que se hubiera volatilizado dejando nada más que sus ropas, pero en ese momento no le di la menor importancia. Se me ocurrió una idea. Con la mano libre me dispuse a coger las prendas. Mi prioridad era escapar de esa casa lo antes posible. Cuando agarré el pantalón, un bulto se removió en el interior de la camisa. Como una exhalación, del cuello de la camisa surgió un manojo de pelos hecho una furia. Cebero se lanzó contra mi cara y la arañó. El dolor me hizo llorar. Lo agarré por el lomo y lo lancé lejos. Cayó a varios metros con un maullido furibundo. Rebusqué en los bolsillos del pantalón. Ahí estaba: la llave.

Con la mano libre, introduje la llave en los grilletes que mantenían atrapados mi otra mano y mis pies. Cerbero saltó a mi espalda y me clavó sus afiladas garras. Me levanté desesperado por el dolor, intentando zafarme del maldito gato. En el fondo de la bañera brilló la hoja del cuchillo. Aún con el gato encima, reventándome la piel debajo de la camiseta, cogí el arma y lancé una estocada hacia atrás, por encima de mi hombro derecho. El gato maulló como un loco, me soltó y salió disparado a una velocidad vertiginosa. Deseaba con todas mis fuerzas haberle herido de muerte.

—¡Tú! —En la puerta de la habitación donde me encontraba apareció Brunilda, con mechones rubios y blancos por delante del rostro. Respiraba entrecortadamente: su pecho subía y bajaba, furiosa.

—¡Si te acercas te rajo, bruja! —amenacé blandiendo el cuchillo.

Me acerqué lentamente a la puerta blandiendo el filo ante su cara. Ella anduvo varios pasos hacia atrás. Sus ojos lanzaban rabiosas llamas, pero me dejó vía libre.

Corrí escaleras abajo. La brillante luz de la luna llena me permitió orientarme por aquel laberíntico palacete. Logré hallar la gran puerta de madera doble que me trajo a este infierno el día en que la atravesé por vez primera. No tenía mi móvil. No tenía mi cartera. Entré en el palacete como un ex presidiario prometido. Regresaba a la realidad sin identidad. Cuando llegué hasta la puerta, descubrí aterrado que no podía abrirse. Tenía un enorme y antiquísimo pasador corrido y asegurado con un candado. Lo agarré desesperado y tiré de él. Aporreé la puerta con ambos puños. Estaba atrapado.

Por el rabillo del ojo detecté una sombra abalanzarse sobre mí. Me agaché justo a tiempo de evitar que el hacha seccionara mi cabeza. La hoja se clavó en la madera e hizo saltar una miríada de astillas. El tipo extraño había vuelto. Estaba desnudo, y uno de sus ojos no era más que una masa sanguinolenta que derramaba un líquido espeso mezcla de sangre y una grasa nívea que otrora encerrara el globo ocular. Una herida como la que, con toda probabilidad, había causado a Cerbero con el cuchillo.

El tipo había cogido el hacha de una de las armaduras que protegían la entrada.

—¡Vamos, demonio! —Le reté lanzando tajos al aire con mi cuchillo—. ¡Acércate si te atreves!

Me dedicó una sonrisa demente y lanzó el arma contra mí.

Me hice a un lado con objeto de esquivarlo y clavarle el cuchillo en el estómago, más la hoja afilada aterrizó en diagonal sobre los dedos de mi mano derecha. La madera de la puerta actuó de soporte donde aterrizó el hacha.

Grite. Grité llevándome la mano bajo la axila izquierda. El dolor me había obligado a soltar el cuchillo, que tintineó contra la piedra fría. No quería ver el resultado de la carnicería, pero sabía que había perdido parte de las falanges de algunos dedos. Noté un intenso calor bañarme el costado donde había resguardado la mano herida.

Enfilé un pasillo que devoraba la oscuridad a mi diestra. Los ojos me escocían por el polvo, las lágrimas y el dolor. Oía tras de mí la respiración entrecortada de mi atacante. No estaba agotado: era el éxtasis homicida que embargaba su espíritu el que le hacía jadear.

Sin parar de correr, empujé una puerta con uno de mis hombros. Desemboqué en una amplia sala de piedra. Las paredes se curvaban sobre sí mismas, y estrechaban el espacio a medida que ascendían hacia un agujero practicado en el techo. Bajo él, un enorme puchero cuyo interior estaba cegado por un sinfín de telarañas. Al fondo había una chimenea, varias mesas y sillas astilladas. A un lado cinco ventanales en formación ocupaban gran parte de la pared. No había más puertas.

La puerta de la cocina se abrió violentamente. El tipo demente apareció con su hacha, y me buscó en la penumbra con su mirada asesina.

Para entonces me encontraba lanzando una de las sillas contra el ventanal más cercano. Un estruendo terrible dio paso a una tormenta de cristales que se precipitó al exterior. Me subí a duras penas al alfeizar y salté afuera. Me rajé parte del muslo izquierdo con uno de los dientes de vidrio que aún conservó el marco inferior, pero ignoré el dolor.

Corrí como un poseso hacia donde imaginaba que se encontraba la cancela que separaba el camino del monte de la entrada a la propiedad de los Hadeswall.

Atravesé el bosquecillo de aullantes e invisibles alimañas, de siniestra vegetación, de espectrales telarañas que atrapaban con sus finos dedos… Sabía que mi perseguidor estaba cerca, pero preferí no mirar hacia atrás para no regalarle ni un metro de distancia. La luna arrancaba un brillo fantasmagórico a la bruma que, desde el suelo, lanzaba sus serpenteantes brazos hacia mis rodillas. A lo lejos pude distinguir el enrejado metálico que me trajera hasta este infierno, hacía ya lo que se me antojaba una eternidad. Me faltaba el resuello, la cabeza se me iba, posiblemente porque estaba perdiendo mucha sangre, pero las ansias de vivir eran más fuertes que el inminente desvanecimiento.

Cuando el frío de la verja dominó la palma de mi mano, quise echarme a llorar. La cancela me miraba divertida desde el ojo oscuro de su cerradura. No tenía más opciones: o conseguía la llave, o escalaba el enrejado.

Me giré. Mi aliento convertía en vapor el frío de la noche. Tras esa cortina vaporosa distinguí a lo lejos la figura de mi perseguidor andando con harta tranquilidad hacia mí: sabía que no podía ir a ninguna parte.

No pensaba rendirme.

Abandoné el camino principal y me interné en el bosquecillo dispuesto a regresar a la casa, encontrar mi teléfono móvil y pedir ayuda.

Procuré hacer el menor ruido posible. Las ramas bajas y los matorrales hundían sus uñas afiladas en mis brazos, mis piernas y mi rostro. Los arañazos no me importaban: quería sobrevivir. Quise creer que el loco del hacha me había perdido la pista porque, durante el rato que vagué por entre la floresta, no escuché nada a mis espaldas.

Al cabo encontré el límite del bosquecillo. Tras él, se alzaba uno de los laterales de la imponente construcción. Me dirigí hacia allí en busca de una entrada.

Estaba asustado, aterido, pero no pensaba morir en ese lugar dominado por Lucifer, atraído por una de sus arpías para quedarse con mi alma.

En aquella parte no había ventanas, pero sí unos pequeños tragaluces rectangulares situados en la parte inferior. Me agaché para examinarlos: estaban cerrados.

—No puedes huir… —silbó una voz a mi espalda. Me estremecí de puro miedo.

Me volví. Allí estaba Brunilda: una terrible parodia de la anciana amable que había sido. Su cabello alborotado sumaba una expresión demente a sus facciones desencajadas. Los ojos salían de sus órbitas, y su boca se deformaba en una mueca horrible, fruto de la sed de sangre. De mi sangre. Tenía los dedos de las manos contraídos como garras. Estaba enhiesta, acariciada por la luz de la luna llena, su confidente… su cómplice. Ya no era Brunilda. Era una mezcla de sí misma, de mi prometida y de un demonio. Detrás de ella, desde el bosque, apareció el loco del hacha.

—No le encontraba —informó con voz felina al engendro que había sido mi suegra.

Estaba atrapado. Me sentía débil. Por un momento llegué a pensar que me había orinado, porque el césped que había bajo mi cuerpo estaba impregnado por una gran mancha oscura. Luego me percaté de que se trataba de la sangre que resbalaba por mi costado y mi pierna. Sangraba mucho. En ese momento tuve la plena certeza de que no iba a contarlo.

Cuando ya lo daba todo por perdido, oí un golpe junto a mí. Busqué el origen del ruido y descubrí que el ventanuco más cercano a mi posición se había abierto hacia dentro. Lancé una última mirada a mis perseguidores, que andaban con la majestuosa parsimonia del depredador que sabe a la presa atrapada, y me escurrí de cabeza a través de la estrecha abertura. Me lancé a lo desconocido, pues el interior estaba completamente oscuro. No obstante, noté con horror que me quedaba atrapado por la cintura. No cabía por allí, al menos sin un punto de apoyo con el que impulsarme con las manos. Quedé patéticamente colgado por la mitad del cuerpo. Toda mi anatomía de cintura para abajo quedaba expuesta en el exterior a merced de aquellos dementes. Escuché las risas de hiena de mis perseguidores ahí fuera: debía resultar muy cómico mi patético intento de huida. Lloré de rabia e impotencia.

Entonces, en la oscuridad, apareció Otis. Su cuerpo cadavérico, devorado por el incendio, se dibujó en la negrura. Dentro de las cuencas de sus ojos, sendos gusanos bailotearon nerviosos, cual espantosas pupilas. Su rostro descarnado tenía dibujada una eterna sonrisa. Alzó los huesos chamuscados de los brazos, me asió de los hombros, y tiró hacia él.

La caída fue dolorosa. Desde fuera me llegaron las quejas de Brunilda y su acompañante, que no se esperaban que, finalmente, pudiera escapar de ellos. Luego los golpes del ventanuco al cerrarse y su pestillo al correrse gracias a una mano invisible. Aterrado, vencí el dolor y me senté en medio de la nada. Busqué a Otis con la mirada, pero había desaparecido. No obstante, agradecí la última oportunidad de sobrevivir que me había brindado con su ayuda. Me erguí con dificultad, pues la falta de sangre, el cansancio y el dolor me debilitaban lo indecible. Mis ojos se acostumbraron rápido a la penumbra: me hallaba en un sótano. Descubrí viejas y oxidadas armaduras, blasones corroídos por la humedad pendiendo de las paredes, armarios que habían conocido mejores épocas, viejas lámparas de aceite colgadas aquí y allí…

Algunas de ellas aún conservaban parte del combustible…

Buscando la manera de salir de allí, me topé con un montón de trastos acumulados. Había ropa vieja, muy pasada de moda, maletas de viaje, calzas antiguas… parecía un viejo mercadillo. Mi corazón dio un vuelco cuando, entre esa marabunta de trapos, encontré mi cartera. Seguí rebuscando. Bajo algunas prendas hallé mi maleta abierta. Aún contenía parte de mi ropa y objetos personales, incluso el bocadillo a medio comer cubierto por papel de plata colmado de hormigas que desmigaban el manjar con paciencia infinita.

Empecé a sospechar que todo aquello había pertenecido a otras personas. Otros hombres. Hombres embaucados por una bruja. Hombres que habían corrido la misma suerte que yo. La madera crujió sobre mi cabeza. Pasos. Luego escuché lo que parecía un engranaje al abrirse. En un extremo de aquel recinto apareció un túnel de luz que descendía en diagonal hasta posarse contra la pared. Dos sombras se deslizaron escaleras abajo.

Sufrí un vahído. Descubrí que mi sangre había salpicado aquella montaña de ropa, aquel monumento a los muertos por la mano de Brunilda y su gato. De seguir así, mi cuerpo no albergaría ni una sola gota que aquel demonio pudiera degustar.

Debía terminar de una vez por todas con aquella pesadilla. Decidí acabar con los dos engendros.

Sin hacer ruido, volví sobre mis pasos. Acumulé en una sola lámpara los restos de aceite que conservaban algunas de las otras. Regresé al montón de trapos y me escondí. La luz de una vela barrió la estancia, pero pasé desapercibido. Mientras examinaban otra zona del sótano, bañé con el aceite el montón de telas roídas. Ahora solo me faltaba un mechero para que todo prendiese. Yo había tenido uno en mi paquete de cigarrillos. Si lograba encontrarlo, por Dios que haría una verdadera pira de aquel palacete.

Comencé a buscar con frenesí, apartando cuanto objeto me encontraba. Tras un buen rato, no logré hallar el paquete de cigarrillos. Estaba desesperado. Unos pasos revelaron que la siniestra pareja se aproximaba. Seguí buscando con más insistencia, apartando a manotazos aquellos trastos inútiles. Entonces me topé con mi maquinilla de afeitar. Una maquinilla que funcionaba a pilas.

Otis volvió a darme la clave.

Él lo hizo con un trozo de papel de aluminio que había usado para consumir droga, antes de que los funcionarios encontrasen su mechero y se lo requisaran. Utilizó también una pila del mando a distancia del televisor de dieciocho pulgadas que tenía en su celda.

Abrí la tapa y saqué una pila. Me arrastré hacia mi maleta y cogí el bocadillo. Arranqué un trozo de papel de plata. La sangre que aún salía de mis dedos cortados ahogó a una multitud de hormigas.

Apestaba a aceite.

—Ahí estás —dijo una amenazante voz en la oscuridad.

Yo me hallaba sentado en el suelo, sobre un charco de mi propia sangre, dando la espalda a mis perseguidores.

—Vamos, querido, no te resistas. —La voz de Brunilda era sibilina, como la de una víbora—. Ven con mamá. Pronto no sentirás nada. Prometo no hacerte daño.

Por el rabillo del ojo vi a su cómplice hacha en mano, trazando lentamente un semicírculo para situarse a mi lado.

Querían impedirme las posibles escapatorias. Lo que ignoraban es que yo, a esas alturas, no pensaba escapar.

—¿Qué tienes en las manos? —exigió saber el hombre armado.

Entonces empecé a reír. Reí a carcajadas, como si fuera uno de ellos. Como si fuera un loco más. Mi risa rebotaba en las paredes de piedra y regresaba hacia nosotros multiplicada por diez. Resonaba como el aullido de un lobo.

Intuí la sorpresa en el rostro del tipo del hacha cuando una pequeña llama prendió en mi ropa, que estaba impregnada de aceite. Me impulsé de un salto, me giré y me lancé contra Brunilda. A ella no le dio tiempo de reaccionar.

Fui el único a quien Otis confió su plan. Decía que no soportaba más el encierro, y que solo había una manera de escapar de allí. Me contó que, con papel de plata y una pila, se puede provocar un incendio. Él usó la del mando a distancia del televisor y el papel de plata que utilizaba para drogarse. Yo usé la pila de mi afeitadora y el papel con el que envolvía el bocadillo.

En un abrir y cerrar de ojos, ambos caímos sobre el montón de ropas y objetos acumulados en el sótano. Noté las uñas de Brunilda atravesar mi piel. Durante un breve instante, todo quedó en el más absoluto silencio. El extraño soltó el arma y se precipitó hacia nosotros, con el objetivo de salvar a Brunilda. Entonces se oyó un leve fogonazo, y el sótano, iluminado por las llamas, materializó el infierno sobre la Tierra.

 

7.- UN DÍA SOLEADO:

Los jubilados, las parejas que disfrutaban de su viaje de novios, algunos niños que se aburrían con las explicaciones y eran increpados en todo momento por sus agotados progenitores para que dejasen de correr de un lado para otro… Todos se afanaban en oír a la guía a través del caótico palacete. La chica, una joven estudiante que se costeaba la carrera universitaria trabajando como guía en un tour que ella misma había preparado, llevaba una chapa en el pecho que rezaba «Castillos, palacios y palacetes encantados de Inglaterra».

—El rey Jacobo I de Inglaterra y VI de Escocia fue uno de los monarcas que más obsesión demostró por la caza de brujas. Mucho antes de ser coronado rey en 1603, ya creía que las brujas escocesas preparaban un plan en su contra. Escribió el libro Daemonoligie, en el que establecía unas pautas para que sus fieles descubrieran y denunciaran la práctica de la brujería. En 1604 dictó una severa ley para la caza de brujas…

—¿Podría pasar de la historia y enseñarnos lo del misterio? —inquirió un anciano de rostro apergaminado.

La guía rió.

—Bueno, veo que tenemos a un impaciente en el

grupo. Nos dirigimos hacia la sala de los cuadros.

Un murmullo de expectación se extendió por el grupo.

—Tengan cuidado por dónde pisan. Aunque la zona oeste del palacete es la que se encuentra en peor estado, por lo que tenemos prohibido el acceso, la zona este también sufre severos desperfectos.

Atravesaron un pasillo cuyo suelo crujía con las pisadas. Las paredes de piedra vestían níveas telarañas. Al fin, sortearon una viejísima puerta y desembocaron en una amplia sala de altos techos y grandes ventanales en un costado. A lo largo del resto de las paredes se sucedía una serie de cuadros que contenían los retratos de hombres adustos. La guía se plantó frente al primero, el de un hombre de cabellos y barbas pelirrojas, vestido con falda de cuadros y portando una gaita. La chica alzó la mirada.

—Yvaine McKenzie, o «El inglés», apodo recibido por sus enemigos tras su famosa traición. Los cuadros siguientes muestran a sus herederos. Este es el último heredero conocido de Yvaine, que cayó en desgracia cuando sus tres hijas, fruto de su relación con su esposa de origen germánico, Adelelma, Diomira y Brunilda, fueron acusadas de brujería y ajusticiadas por ello en 1605. Cuenta la leyenda que las famosas hermanas bebían sangre para mantenerse siempre jóvenes. Raptaban a los niños de los campesinos y, tras realizar un ritual, les sacaban la sangre y se la bebían.

El grupo lanzó algunas expresiones de desagrado.

—Dice usted que ese fue el último heredero directo del tal McKan… McKun…

—McKenzie —ayudó la guía al mismo anciano de antes, tras verse interrumpida.

—McKenzie —repitió el viejo—. Entonces, supongo que el misterio radica en quiénes son los que aparecen en todos esos cuadros repartidos por la sala tras el último… McKenzie.

—Exacto.

—Es muy sencillo —insistió el visitante—. Son los posteriores dueños o inquilinos del palacete. — Murmullos de aprobación.

—Error —corrigió la mujer con una gran sonrisa—. No se conoce dueño posterior al último McKenzie. No hay documentos. No hay nada. Se ignora absolutamente sus identidades.

—Pero es evidente que esos hombres visten ropa de época, cada uno más moderna que el anterior. No existe otra explicación.

—No existe explicación. Repito que se ignoran las identidades de esos hombres. Se rumorea que la hermana menor, Brunilda, no murió en la horca, como hizo creer a sus captores. Dicen que Brunilda ha seguido vagando por estas estancias más de cuatrocientos años, y que continúa atrapando víctimas para beber su sangre… —la guía utilizó un tono de voz bajo para crear una atmósfera de misterio. Todos mantenían la respiración, para no perderse una sola de sus palabras.

—¡Cuentos de viejas! —protestó el anciano.

—Bien, sigamos con la visita. —Acompañó la frase con un ademán para indicar la salida. Entonces se percató.

Mientras los visitantes salían del salón, atravesó la sala y se situó ante el último cuadro. Llevaba tiempo trabajando como guía en aquel palacete, por lo que estaba segura: era la primera vez que veía ese nuevo cuadro. La pintura representaba a un hombre que vestía ropas demasiado modernas como para que fuera una obra antigua. Lo comunicaría a las autoridades con objeto de que investigasen si era fruto de algún bromista que quería continuar con la leyenda.

La guía abandonó la estancia indignada por la falta de respeto que algunos mostraban hacia la Historia. Desde la esquina más alejada, ocultos por las sombras del tiempo, Elodia Hadeswall y el gato de su madre muerta, Cerbero, escuchaban con atención el inexacto relato de la guía. Todavía era pronto, pues Elodia solo era una niña, pero cuando su cuerpo perdiera la batalla contra el tiempo, nuevas víctimas se sumarían a la colección que abarrotaba las paredes del salón del palacete.

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