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Diana D

Nota del autor:

“VERDAD: Estudié durante años. Viajé. Aprendí idiomas. Amé. Odié y me odiaron. Al final de mi vida, cuando la Muerte me cogió de la mano y me condujo por la senda al Más Allá, me miró a los ojos y dijo: no tienes ni idea”. Sí, verdad. La verdad duele, y muchos prefieren vivir ajenos a la realidad que les rodea. ¿Y si la verdad es tan insoportable que, de conocerla, nos volviéramos locos? Diana D, la protagonista de esta historia, conoce la verdad, pero hará todo lo posible por evitar que Xorls, su dueño y amigo, la conozca. Está dispuesta a enfrentarse a la amenaza más terrible por protegerle.

¿Quieres conocer la verdad?

 

PRÓLOGO:

Time Square fue la primera zona de Manhattan en conocer la luz eléctrica, allá por el siglo XIX. También sería testigo de honor, trescientos años después, del nacimiento de un nuevo y revolucionario avance científico.

Eran sus grandes ojos azules lo que embelesaba a los transeúntes que decidían sumarse a la cola. Ninguno de los clientes se percató de que sus párpados jamás abrazaban las pupilas. Se mantenían impávidos, uno arriba, otro abajo. Inútiles en realidad.

Broadway estaba muy concurrido aquella tarde, pues sus teatros estrenaban algunas obras que habían llamado poderosamente la atención del público. En aquel barrio jamás caía la noche: los múltiples carteles luminosos que abarrotaban las prolongadas fachadas de los edificios despedían tal fulgor que el sol devenía innecesario. Bajo la escalera roja, en la 47th St., la ventanilla para la adquisición de entradas enmarcaba el rostro de una nueva dependienta.

Un joven trajeado, que ocupaba el tercer lugar de la fila, disfrutó de la visión de una aurora boreal en uno de sus viajes. Una chica desgarbada, que guardaba sitio a otras dos amigas, amaba la astronomía y se deleitaba observando remotas galaxias con su telescopio desde el balcón de su casa. Un anciano que asía la mano de uno de sus nietos y que increpaba a otro para que se portase bien, había estudiado durante un tiempo el fondo marino, por lo que tuvo la posibilidad de contemplar animales y lugares extraordinarios. Ninguno de ellos, no obstante, había admirado jamás nada más hermoso que aquella chica de cabellos dorados y cuerpo escultural.

Su sonrisa transmitía tal encanto que era imposible no ruborizarse ante ella.

Lo que más sorprendió a la concurrencia fue la actitud que adoptó frente a un energúmeno de los que abundan en todas partes y que hacen del derecho ajeno su mofa particular. El tipo no respetó la fila de clientes. Se introdujo entre varias personas que censuraron sus maneras, pero respondió a las llamadas de atención con insultos y vejaciones.

Los pocos que osaron enfrentarlo, ante las amenazas del molesto en cuestión, optaron por tragarse su enfado. La mayoría se limitó a escandalizarse en silencio, con un mohín de desaprobación o alguna palabra indignada escupida en voz baja.

El revuelo que se formó en un momento despertó la curiosidad de la empleada que, sin perder su sonrisa, se levantó del asiento y se dirigió hacia el tipejo. Era una chica menuda y bonita.

Cuando la vio llegar, el alborotador soltó un silbido de admiración.

—¿Pero qué tenemos aquí? ¡Vaya tía buena! ¿Por qué no dejas lo que estás haciendo y te vienes conmigo a un lugar más tranquilo? —Acompañó la pregunta con un gesto obsceno de su cintura.

—¡Qué señor más impertinente! ¡Deje en paz a esta señorita! —exclamó una anciana muy enfadada.

—¡Calle vejestorio! ¡Váyase a su casa a hacer calceta!

—¡Infracción! —dijo la chica rubia sin perder su sonrisa.

El tipo la miró perplejo. Incluso la anciana la observó con una mueca de extrañeza.

—¡Infracción! —Repitió de nuevo, mecánicamente—. Escarmiento.

Tras esta última palabra, antes de que el gamberro pudiera reaccionar, lo agarró del pecho, le hizo perder el equilibrio con una zancadilla y lo tendió bocabajo sobre la acera, con el brazo doblado tras la espalda. Con una velocidad pasmosa, la chica sacó de uno de los bolsillos de su chaqueta una presilla y sujetó las muñecas del individuo, inmovilizándolo.

—Ha incumplido la normativa 1910/2013, de Convivencia Ciudadana. La sanción que le corresponde es de doscientos dólares. Tiene un plazo para recurrir de un mes, aunque no se lo aconsejo, porque tengo registrados los hechos en mi cámara interna, amén de los testigos. —Su amplia sonrisa no varió un ápice.

—¿Será hija de…? —escupió el hombre muerto de rabia, llenando la calzada con sus espumarajos.

Quienes componían la cola y aún los transeúntes y conductores que detuvieron sus vehículos para ver la escena, estaban boquiabiertos, impresionados por la habilidad de esa chica cuyo delicado físico ocultaba unas capacidades insólitas.

—Los insultos suman cincuenta dólares más a su sanción —informó mientras extraía con un hábil movimiento la cartera del individuo y leía los datos de su carné.

Luego sacó de su chaqueta una hoja impresa que reproducía su identificación completa y las infracciones cometidas. Se lo tendió, esperó a que se calmase y cortó las presillas.

El tipo, una vez liberado, quedó en el suelo acariciándose las muñecas, doloridas por la atadura; no sabía cómo reaccionar. Miraba en derredor, avergonzado por la humillación a la que había sido sometido. Finalmente se levantó y enfiló la transitada vía con las manos en los bolsillos.

Todos los asistentes aplaudieron y vitorearon a la joven.

—¿Cómo te llamas? —preguntó un hombre enchaquetado devorando a la chica con la mirada.

—Diana. Diana D.

 

CAPÍTULO 1:

Me pregunto si los océanos gemelos que Diana D exhibe en su rostro con indisimulado orgullo, pueden abarcar el reflejo de todas las estrellas del firmamento.

Mi nombre es Xorls. Dicen que no tengo miedo a nada. Creo que llevan razón.

Mi estancia en la realidad fue muy breve. El día de mi nacimiento, surgí del medio acuoso del vientre de mi madre con ímpetu impropio de un neonato. A punto estuve de romper a llorar. Mi rostro amoratado y el gesto contraído anunciaban una seria rabieta, mas, cuando abrí los ojos dispuesto a advertir al mundo de mi llegada con un berrinche, la mirada cristalina de Diana D me absorbió completamente. Caí en las profundidades de sus pupilas y nunca más regresé de sus intrincados abismos. Nos observamos mutuamente durante incontables segundos: yo, un bebé recién nacido de mirada curiosa, inquisitiva; ella, un ser especial, único, de ojos grandes y claros como una alborada.

Como digo, no soy un cobarde. Nunca lo he sido pero, como todo el mundo, tengo un miedo innato a la muerte. El miedo a la muerte nace de la certidumbre de que llegará y de la incertidumbre de lo que significará. Porque la muerte es la última fase de la existencia carnal, en la que el cuerpo metamorfosea en otra cosa: certidumbre. ¿En qué?: incertidumbre.

Quizás lo que nos espera tras el umbral de la muerte sea una inmovilidad pétrea. La ausencia de sensaciones. La soledad. La oscuridad.

¿Puede existir algo peor?

Bueno, quizás del deseo de estar muerto.

Sí, definitivamente el anhelo de dejar de respirar, de sentir, sea peor que la propia muerte. Mi audacia, o temeridad, como sostiene Diana D, y la pérdida del miedo a la muerte constituyen las piedras angulares de la historia que os voy a relatar, la historia de un joven intrépido que se dejó llevar por sus impulsos.

Bien pensado, quizás la historia no gire en torno a mí, sino en torno a ese demonio, a esa amenaza inexplicable con la que tuvimos el infortunio de tropezarnos…

No. Definitivamente intuyo que la historia trata de mi amiga Diana D.

 

CAPÍTULO 2:

Soy doctor en Historia Antigua y compagino la investigación de campo con la Literatura Histórica.

Ahora sé que los casquetes polares desaparecieron debido a la contaminación, que llegó a convertirse en una verdadera capa ceñida alrededor de la Tierra, y la geografía terrestre cambió para siempre. Al menos es lo que he podido deducir a raíz de mis recientes descubrimientos.

Este es el motivo principal por el que en mi época no existen las macro delimitaciones políticas conocidas como países. En nuestra Era es absolutamente imposible. Los humanos sobrevivimos en comunidades más pequeñas, del tamaño de grandes barrios o diminutas urbes. El contacto entre las poblaciones es circunstancial. Solemos enviar o recibir embajadas para el intercambio de productos. Comercio en toda regla. Pocos seres humanos quieren abandonar la seguridad de nuestras poblaciones para aventurarse al inhóspito exterior. Es peligroso, pues la contaminación dificulta la visibilidad y, en caso de respirar el aire envenenado, la muerte está asegurada. Yo no albergo tales temores. Mi sed de conocimiento es más fuerte que cualquier peligro que pueda acechar entre la niebla oscura de la polución. Busco cualquier excusa o aprovecho la más mínima oportunidad para emerger del subsuelo y pasearme por entre las ruinas de la vieja Washington. Es impresionante comparar una imagen de hace más de un siglo del Capitolio, tan blanco, tan impoluto, con el actual resto de muros que sobresalen de lo que fue su perímetro, ennegrecido por la viciada atmósfera.

Por ello, cada vez que se hacía necesaria una expedición al exterior, con objeto de examinar alguna infraestructura averiada o realizar cualquier otro trabajo, me ofrecía voluntario ante las autoridades, y aprovechaba el permiso de salida para llevar a cabo mis indagaciones; esto me granjeó entre la ciudadanía el sobrenombre de el Audaz. Xorls, el Audaz. En realidad, tengo una fe ciega en la ciencia. En la ciencia y en Diana D. Si mi amiga me asegura que no hay posibilidad de sufrir daño alguno con los medios adecuados, me lanzo sin pensarlo.

 

CAPÍTULO 3:

Aunque mi hogar se encuentra en Belowshington, mi vida culminó en Uphattan, urbe situada a cien metros de altura sobre las ruinas de Manhattan. El antiguo cauce del río Hudson se desbordó con el deshielo, y las aguas anegaron la vieja ciudad de Nueva York, reduciéndola a escombros. Las Freedom Towers resistieron la acometida de la masa líquida con estoicismo, pero sucumbieron con el paso del tiempo y el hambre voraz de la herrumbre. Su desplome tuvo que ser todo un espectáculo.

El último día que pasé en Belowshington, me encontraba en mi laboratorio analizando una muestra de roca que había recogido en una expedición reciente. Quería corroborar si se trataba de un trozo del Obelisco, monumento a la memoria del presidente Washington. Diana D afirmaba que lo era, pero prefería comprobarlo mediante métodos científicos, y no solo basarme en la palabra de una amiga. Pugnaba por no perder mi profesionalidad en el horizonte estriado de sus pupilas.

Entonces me llegó el mensaje de las autoridades: el permiso que había estado esperando durante meses me había sido concedido.

Escribía un nuevo libro, esta vez sobre la historia de la primitiva Nueva York, una de las ciudades más importantes de la Vieja Era. Para poder acabarlo, necesitaba dos cosas: una autorización especial para salir de Belowshington y la asignación de un transporte con el que cubrir los más de trescientos cincuenta kilómetros que separan mi hogar de Uphattan.

Pero la aprobación del viaje tenía su letra pequeña: hacía más de una semana que se había perdido la comunicación con la urbe vecina, lo que empezaba a ser preocupante, ya que existían negocios a medio terminar entre ambas. Por tanto, mi primera obligación era aproximarme con el transporte, estudiar la situación y aterrizar solo si la ausencia de peligro resultaba evidente. Luego, debía contactar con Belowshington a través del equipo de comunicación del vehículo. En caso de que hubiera una explicación inofensiva a la falta de noticias, podría permanecer dos meses en Uphattan para llevar a cabo mi investigación.

Como siempre, Diana D se empeñó en acompañarme. Hacía unos días que la encontraba taciturna, y la noticia de mi partida pareció perturbarla aún más. Le dije que no me importaba hacer el viaje solo. En realidad lo prefería; así podría trabajar sin que la beldad de sus retinas lastrase mi concentración. Fue justo eso, la persuasión de su iris lo que me empujó a ceder.

 

—Quiero ver el sol otra vez —había apuntado.

—Yo te lo mostraré —respondí rendido a su mirada.

Pocas son las oportunidades que tenemos de sobrevolar la capa de contaminación que cubre la Tierra. La noche es perpetua en nuestra Era. Por ello, en las raras ocasiones en las que las autoridades me concedían un helicóptero, ascendíamos a través de las nubes oscuras hasta hundirnos en el azul del cielo; el sol nos regalaba entonces un fulgor únicamente comparable con el que despide los ojos de Diana D.

 

CAPÍTULO 4:

En poco tiempo, recorrimos la distancia que separaba ambos puntos geográficos. El panorama era tan desolador como siempre: restos ruinosos de lo que antaño fueron prósperas poblaciones.

Ya de lejos divisamos la impresionante cúpula de Uphattan, una gigantesca construcción campaniforme sustentada sobre una infinidad de pilares. Abarcaba gran parte del horizonte, y su cúspide se introducía en la capa de contaminación, como la colosal montaña que se incrusta en el cielo nuboso. La diferencia entre el terreno yerto de la antigua Washington y la mastodóntica estructura que se elevaba imponente hacia los cielos me impactó sobremanera.

Ascendimos para sobrevolarla. Superaba con creces el manto contaminante, como la yema de un huevo que emerge sobre la clara. La parte alta de la cúpula era traslúcida, por lo que pudimos distinguir algunos habitáculos abarrotados por las máquinas que mantenían en funcionamiento los servicios básicos de la ciudad.

Diana D maniobró el helicóptero, que apuntó con el morro hacia el falso suelo de ébano, y volvimos a atravesarlo en pocos segundos. Uno de los laterales convexos de la urbe apareció ante nosotros: una interminable pared oscura que protegía el interior de la ciudad de la helada temperatura exterior. Lejos de nuestra situación divisamos un cuerpo que despuntaba de la estructura. Nos dirigimos hacia él rápidamente, separándonos lo suficiente para no sufrir un peligroso impacto. Un grupo de operarios ataviados con livianos trajes de supervivencia y colgados de arneses se afanaba en arreglar una gran antena. Cuando repararon en nuestra presencia, dejaron sus quehaceres, atónitos. No estaban acostumbrados a la llegada sorpresiva de extranjeros. Al cabo de un rato, uno de ellos levantó una mano a modo de saludo. La visión de seres humanos me tranquilizó. También me alegró porque, ahora que había corroborado que no existía ningún peligro, podría pasar dos meses recabando datos del entorno ruinoso de Uphattan para finalizar mi libro.

Decidimos aterrizar en uno de los helipuertos situados a diferentes niveles alrededor de la construcción. Sobresalían de ella como los pétalos de una flor.

 

CAPÍTULO 5:

Contacté con Belowshington para informarles de lo que había visto. Me dieron permiso para entrar en la urbe.

Mientras las hélices continuaban girando por pura inercia, bajamos del vehículo y atravesamos un puente estrecho hasta una entrada sellada. La puerta se elevó, abriendo el camino a una pequeña sala con otra puerta en el extremo contrario. Nos deshicimos de nuestros trajes de supervivencia y esperamos a la obligada descontaminación. Al cabo, pudimos acceder a las instalaciones de aquella parte de la ciudad. Un hombre cano y de piel cetrina nos esperaba. Vestía un pantalón amplio y una camisa de cuello muy alto, tanto que le cubría parte de la cara hasta las orejas. Daba la sensación de que tenía la cabeza metida en un boquete. Posiblemente perteneciera al Consejo, autoridad máxima de la ciudad.

—Bienvenidos a Uphattan —dijo con una sonrisa afable. Su acento era peculiar; acortaba algunas palabras y pronunciaba excesivamente las eses. Me percaté de que no le quitaba el ojo de encima a Diana D. Se había dado cuenta desde el primer momento de que no era una persona normal. Bueno, era cierto que Diana D no era una persona.

Tras darle las oportunas explicaciones sobre el motivo de nuestra visita, nos contó que la antena principal había sufrido un percance, y que los técnicos intentaban repararla desde hacía días. Ese era el motivo de la falta de contacto con nuestra urbe. En la ciudad todo estaba bien.

Le entregué la autorización que me permitía pasar dos meses en Uphattan y que reflejaba el objeto de mi embajada. Necesitaba también la aprobación del Consejo de la urbe, pero contaba con él. Los extranjeros siempre son bienvenidos: enriquecen el día a día de las ciudades con sus noticias de lugares lejanos.

El hombre nos guió hacia el corazón de la ciudad a través de una intrincada red de pasillos estrechos que despedían una melancolía inexplicable, de tan sombríos. Llamó mi atención la miríada de símbolos ahuevados, parecidos a cabezas humanas, pintados a lo largo de las paredes, grabados en las puertas de las casas e incluso en forma de monumental relieve en una de las plazoletas de la urbe. Me interesé por aquella curiosa iconografía, pero el Consejero zanjó la cuestión indicando que era parte de la cultura de la ciudad, cultura que se remontaba a la época de su construcción. Una vez al año realizaban un curioso festejo a base de bailes e ingestión de dulces «para espantar a los demonios». Me dio la sensación de que Uphattan tuvo que ser una urbe esplendorosa en sus orígenes, pero la decadencia de la ignorancia se había cebado con ella, hundiéndola en un oscurantismo descorazonador.

Tras una breve reunión con los prohombres de Uphattan, en la que les trasladé las nuevas de mi hogar, les expliqué los últimos avances, datos de investigaciones recientes y otras curiosidades, no opusieron ninguna objeción a que permaneciera el tiempo estipulado. Además, obtuve una autorización especial para salir de la urbe los días que estimase pertinentes para llevar a cabo mis indagaciones en el entorno. A cambio, debía compartir con ellos todos los datos recabados y entregarles cualquier pieza de valor que pudiera encontrar. Con una sonrisa en los labios, uno de los consejeros me advirtió que la pena por robar era la decapitación.

Decir que nos acomodaron sería mentir. La realidad es que nos instalaron en un nimio cuartucho con dos camastros y un servicio minúsculo.

 

CAPÍTULO 6:

En los días sucesivos realicé mis primeras excursiones fuera de la ciudad.

Me ajusté el traje de supervivencia -cuyo cuello me cubría la boca-, las lentillas protectoras para evitar daños oculares y los tapones cilíndricos en mis fosas nasales, que filtrarían el aire para hacerlo respirable.

Según mis mapas, el perímetro ovalado de Uphattan se cernía sobre gran parte de lo que fue Manhattan, desde el antiguo barrio de Harlem situado al norte, hasta el barrio financiero del sur. Desde una de las ventanas situadas en la parte austral de la urbe se divisaba, a pesar de la contaminación, la estructura derruida del puente de Brooklyn surgir de la vertiente como el hueso de un dedo amputado. El lado oeste sobrepasaba el cauce seco del río Hudson y, por el este, la cúpula cruzaba el East River e incrustaba sus pilares sobre Long Island. Todo lo que fue Central Park, la zona donde se ubicaba el Empire State Building y otros edificios y lugares emblemáticos de Nueva York quedaban bajo su panza. En realidad, lo que permanecía era sus restos. O los restos de sus restos.

No tenía definido ningún plan de acción por lo que, durante los primeros días, decidí aventurarme por la zona norte. Descendí hasta los pies de Uphattan en un ascensor albergado en el interior de uno de los gigantescos pilares que la sostenían.

La poderosa luz blanca de la linterna integrada en mi traje atravesaba la polución, lo que permitió adaptarme rápidamente al medio: el esbozo de un intento de mapa garabateado por algún piloto que había sobrevolado la zona y rematado luego por las autoridades de Uphattan, en el que situaron algunas de las construcciones más importantes de la vieja Manhattan, me sirvió para guiarme a través del laberíntico desastre.

Atrás dejé la selva de colosales cimientos que soportaban el peso de la ciudad alta, y surgí a una zona despejada. Aunque el cielo estaba cubierto por la omnipresente capa de polución, tuve una agradable sensación de libertad. Pude seguir el rastro de algunas avenidas que no habían sido cegadas por los escombros. La terrible riada había arrastrado las ruinas a través de las amplias avenidas, dejando atrás las moribundas estructuras de los edificios que lograron resistir la acometida, por lo que me era posible caminar casi por el trazado original del barrio. A mi alrededor se apretaban los esqueletos de antiguos rascacielos, cuyos huesos de acero se retorcían sobre sí mismos, conformando extrañas figuras. Algunos aún conservaban parte de la fachada, como la piel muerta se aferra al cadáver.

Caminaba sobre un manto espeso y de color oscuro: una gruesa alfombra de inmundicia que se precipitaba continuamente desde el firmamento y que se había acumulado durante años.

Localicé alguna que otra construcción cuyo estado me dio la fiabilidad suficiente como para penetrar en su interior. Lo hacía con suma cautela pues, aunque no tenía miedo, tampoco era un loco que quisiera morir. En dichas expediciones, encontré varios objetos que pude clasificar: una gorra de béisbol, una lámpara, un zapato… Auténticas joyas que acabarían formando parte del museo de Uphattan…, si Uphattan tenía museo, claro. Al menos las reliquias aparecerían fotografiadas en mi libro.

Normalmente Diana D no solía acompañarme en mis salidas. Lo hacía alguna vez en Belowshington y en otra ciudades a las que viajamos juntos, pero en esta ocasión mostraba un celo especial.

—Te vuelves viejo y torpe. No quiero llevar en mi conciencia tu muerte. Desventajas de ser un humano.

—¿Los androides tenéis conciencia? —repliqué indignado ante su desconfianza.

 

CAPÍTULO 7:

Desde uno de los niveles superiores, admiraba cómo el sol resplandeciente derramaba su calidez sobre el cristal de la cúpula. Daba la impresión de que el Creador untó su pincel en la pupila de Diana D para colorear el cielo.

Un siseo lejano y prolongado reveló que llegaba el momento que estaba esperando. En el lado oeste de la cúpula, vislumbré la apertura de unas compuertas. Un colosal globo se precipitó desde el interior de Uphattan y escapó hacia los cielos. Materia contaminante de la urbe que acabaría siendo pasto del hambriento sol. Justo en ese momento, inspiré profundamente, los ojos cerrados. En efecto, por un instante pude saborear el aire límpido del exterior. Se había filtrado e inundado durante un inapreciable segundo toda la parte alta de la cúpula. Diana D no me había engañado. Podía hacerse. Podía respirarse.

Sonreí a la cámara que llevaba en mi muñeca y la desconecté. Los lugareños que frecuentaban La Estatua estarían rabiosos por haber perdido la apuesta. No me creían capaz de asistir a la ascensión de un globo sin llevar los tapones filtrantes en mi nariz.

Estaba exultante por el resultado de mis pesquisas del día anterior, y me sentía capaz de volar. Por ese motivo acepté la apuesta.

La Estatua era una taberna cercana a mis dependencias, donde los trabajadores más humildes se reunían para beber y comentar las últimas noticias que circulaban por la ciudad. Cuerpos sudorosos de existencias hediondas en busca de un reducto de evasión.

Evidentemente yo fui una de esas nuevas por lo que, el día que me presenté allí para comer algo caliente, la concurrencia no me procuró tregua. Pronto, me acribillaron a preguntas sobre mi persona, mi ciudad, mi trabajo y el entorno de Uphattan. Pocos habían presenciado con sus propios ojos las ruinas del exterior. Cuando les narré lo que me había sucedido durante la pasada jornada, se persignaron muy asustados.

Muy cerca de donde deduje que se encontraba la parte norte de Central Park, bajo la gran losa de Uphattan, un estrépito llamó mi atención. Me dirigí al origen del estruendo. Descubrí que parte de un inmueble se había derrumbado, arrastrado por un alud del polvo que lo recubría todo. Los escombros resbalaron hacia el desnivel que delimitaba aquella parte de Central Park, según suponía.

El movimiento dejó al descubierto una abertura que me llevó a un viejo complejo. Lancé un grito de júbilo cuando descubrí un cúmulo de armazones aplastados contra un grueso muro: esqueletos apilados de antiquísimos vehículos. Era un gran hallazgo. Posiblemente, cuando la riada arrasó el barrio, esos coches quedaron atrapados en el interior de lo que, a todas luces, fue un garaje.

Estudié la informe estructura y los posibles resquicios hacia sus entrañas. Me hice un corte con un filo, pero no me importó. Había algo dentro de esa masa de metal que ejercía una poderosa atracción sobre mí. Introduje la mano, palpé con mucho cuidado un objeto cuadrangular y plano, y lo extraje con precaución para no romperlo.

Casi lloré de felicidad: se trataba de un arcaico mapa plastificado de la ciudad, donde se situaban estatuas, iglesias… y bibliotecas. Una biblioteca era un tesoro incalculable para un investigador como yo; tuve que reprimir el impulso de dar saltos de alegría. Rápidamente le hice una foto y guardé el hallazgo en mi bolsa.

Entonces oí otro estruendo.

—¡Vámonos! —ordenó Diana D.

La estructura vibraba sobre nuestras cabezas. Diana D tuvo que tirar de mí para que despertara

de mi embriaguez descubridora. Seguí su espalda enjuta y regresamos al cementerio de metal y piedra que antes fue una ciudad. Algo había despertado su interés. En lo que debía de ser la mitad de la calzada, a unos metros de la entrada que habíamos descubierto gracias al derrumbe, había un agujero de considerable tamaño. Horadaba el manto de suciedad y llegaba hasta lo que parecía el antiguo y agrietado asfalto. Diana D se agachó y cogió algo que se hallaba incrustado en la piedra: un pequeño trozo de metal punzante.

—Metralla —afirmó en voz queda.

—¿Qué?

—Salgamos de aquí —decidió incorporándose y

mirando hacia todos lados.

Entonces lo vi: los escombros de un edificio formaban un montículo muy elevado; sobre él, una silueta se recortaba contra la luz de nuestras linternas. Rápidamente, la figura desapareció.

—¡Corre! —gritó Diana D analizando los pilares que se elevaban a nuestro alrededor, como un siniestro bosque de piedra, en busca de alguno que albergara un ascensor hacia Uphattan.

Ignoraba qué era lo que pasaba, pero decidí seguirla.

En ese momento, pensé que eran imaginaciones mías, pero creí oír un eco lejano, un alarido extraño que asocié a uno de los sonidos de la base de datos de Belowshington que emulaba los que, supuestamente, emitían los animales de la antigüedad: el relincho de un caballo.

Era absolutamente imposible, pero sé que lo oí. Hoy día puedo afirmar que lo oí.

—¡El Descabezado! —exclamó el tabernero. Los clientes volvieron a persignarse.

—¿Quién es el Descabezado? —quise saber. —Es una vieja leyenda de Uphattan —intervino

un hombre robusto al que le faltaba un ojo—. Dicen que el Descabezado ronda nuestra ciudad desde hace muchos años. Daña nuestros sistemas de potabilización y electricidad situados en el exterior para atraer a los incautos. Cuando los atrapa, les corta la cabeza —reveló con el ojo sano muy abierto.

No pude reprimir una carcajada.

—Cuentos para niños —solté. Seguí bebiendo de mi vaso, dando la espalda a los presentes.

Ellos se persignaron una vez más.

—No son cuentos, señor, lo que dice es cierto — replicó un anciano barbudo, de piel clara y agrietada—. Mi padre ya lo contaba. Y el padre de mi padre…

—¿Alguien lo ha visto alguna vez? ¿Alguien conoce algún caso de decapitación? —reté a los presentes.

—Una vecina de mi prima le contó que el marido de una amiga suya tuvo que salir al exterior para las tareas de mantenimiento de uno de los pilares del sur y lo vio —narró una joven de mirada asustada. Mostró la piel de gallina de su brazo, como prueba irrefutable de lo que contaba.

—¿Una vecina de mi prima de…? ¡Venga ya! —me burlé—. Son mitos para asustar a los críos. Lo he visto mil veces. Achacan los peligros del exterior a una sola entidad para que los menores no se expongan a riesgos innecesarios y permanezcan dentro de la protección que les brinda la ciudad. Es más efectivo que prohibirles que salgan de Uphattan. No se trata de otra cosa.

—Usted se cree muy listo, señor mío, pero la leyenda del Descabezado nos ha acompañado durante generaciones, y no ha sido el primero, ni será el último, en toparse con él. ¿Quién cree que inutilizó la antena de comunicaciones de la ciudad? Dios nos proteja —contestó el viejo santiguándose de nuevo.

—Pues yo voy a salir. Tengo que salir, y no se hable más. Los cuentos de viejas nunca me han asustado.

—En su hogar le llaman el Audaz —comentó alguien visiblemente sorprendido, siguiéndome con la mirada mientras me marchaba de allí.

Detrás de mí quedaron los clientes de la taberna La Estatua. Oí cómo apostaban sobre mi futuro. O por la falta del mismo.

 

CAPÍTULO 8:

Diana D me prohibió una nueva expedición, pero hacía años que era un adulto y nadie, ni siquiera ella, tenía autoridad para decirme qué podía o no podía hacer. Había hablado con algunos miembros del Consejo, que me revelaron la historia del Descabezado, muy arraigada en la ciudad, una especie de demonio que colecciona cabezas humanas. No obstante, no estaba documentada ni su existencia ni víctima alguna desde hacía años, aunque tampoco era habitual que algún residente se aventurase al exterior. Encontré en un viejo archivo que conservaba el Consejo referencias a algunas desapariciones misteriosas de trabajadores, pero databan de la época en que se construyó la ciudad, muchos años atrás. Corroboré que se trataba de una artimaña para prevenir a la ciudadanía del peligro de lo desconocido a través del miedo. Deduje que de una forma u otra esa vieja leyenda había influido en la cultura de Uphattan; por ejemplo, en los ropajes de cuello alto que vestían los ciudadanos: protegían sus gargantas del Descabezado.

Hice una copia del mapa de la ciudad que había encontrado en el interior de los restos de los vehículos en el yacimiento; gracias a él pude confirmar que, efectivamente, la masa de coches aplastados se hallaba cerca de Central Park. Me vi en la obligación de entregar el original a las autoridades de la ciudad. Yo tampoco quería perder la cabeza.

Soportando con estoicismo las quejas de Diana D, localicé el ascensor que descendía a la parte más cercana a la Biblioteca Pública de Nueva York, una de las más importantes de la Era Antigua, que pude ubicar con el mapa. Tras horas de dar vueltas y más vueltas, acabé decepcionado: los pilares y las ruinas acumuladas bajo la superestructura de Uphattan habían borrado cualquier huella no solo del edificio (cosa que ya esperaba), sino de toda forma de llegar hasta él. Me topé con auténticos muros de escombros que me impedían el paso, o viejos caminos cegados por pilares que hendían la tierra decenas de metros.

—¿Te das por vencido? —retó Diana D, incomprensiblemente satisfecha por mi fracaso.

—No —repliqué muy seguro de lo que hacía.

Volví a la ciudad, atravesé los estrechos pasillos en dirección sur, y descendí por el extremo en el que, hacía años, se situaba la baja Manhattan.

Aquella parte de la antigua ciudad presentaba un aspecto mucho más lamentable que el resto, si cabe: no quedaba prácticamente rastro de las construcciones que, antaño, abarrotaron la urbe. Posiblemente, el impacto de la masa de agua causó un estrago mayor en esa zona, devastándolo todo a su paso. El terreno se encontraba tan yermo que pude divisar a lo lejos un montículo, allá en mitad del acantilado que albergó las aguas del Río Hudson; posiblemente, la vieja Isla de la Libertad, que cobijó la estatua homónima.

Seguido por Diana D, me di la vuelta y me adentré en la selva de pilares, buscando orientación con mi mapa.

—Debemos volver a la ciudad —dijo con evidente preocupación.

—¿Qué te inquieta? —respondí parándome en seco y encarándola, un poco harto de su actitud.

—Xorls, esto no es normal.

—¿Qué no es normal? —No lograba entenderla.

—No es normal todo esto, que salgamos de la ciudad.

—Hemos salido muchas veces.

—Eso es lo que te han hecho creer.

—¿Quién?

—No importa. El problema es: ¿qué pasaría si un día descubrieras que ni siquiera existes?

No pude sino sonreírme ante semejante ocurrencia.

Un sonoro alarido me puso los vellos de punta.

Miré en derredor, buscando la fuente del clamor.

—¡Volvamos! —me imploró Diana D, clavando en mis ojos su mirada, nebulosa desconcertante. Agradecía cada mirada que me brindaba. Codiciaba las miradas que Diana D desperdiciaba en otra cosa que no fuera yo.

Sus ojos ocultaban una razón que no lograba entender, pero que aceptaba de todas formas. Nos encaminamos a toda prisa hacia el elevador más cercano. Introduje mi tarjeta para que descendiera a nuestro nivel. Entonces noté las fuertes manos de Diana D en torno a mis brazos. Me hizo mucho daño. La calidez de su cuerpo, aún ausente, se sobrepuso al calor del fogonazo. La deflagración bañó mi rostro como un chorro de agua caliente. Si no hubiera cerrado los ojos a tiempo me habría quedado ciego. Caí de espaldas sobre el asfalto. Su espalda de ropas achicharradas había parapetado la onda expansiva: fui consciente de que me había regalado la vida de la que ella carecía.

 

CAPÍTULO 9:

Quedé tendido sobre el espeso manto.

Cuando me hube recuperado me incorporé. Mi raciocinio se negaba a creer lo que veían mis ojos: un cuerpo ataviado de ropajes negros se cernía sobre mí. Se trataba de una silueta extraña, de gran tamaño, sustentada sobre cuatro patas, con una cabeza de rostro afilado en un extremo y una protuberancia que surgía de lo que parecía el lomo. Era más una sombra que un ser de carne y hueso. Tras un análisis rápido, mi memoria enlazó imágenes y pude verlo claro: era un jinete sobre su montura. Iluminé aquella aparición con mi linterna, y me topé con un equino gigantesco, de crines de ébano y ojos ensangrentados… ¡Un caballo! En mi época era imposible. Pero lo más terrorífico fue que al jinete le faltaba la cabeza: su anatomía terminaba donde empezaba el cuello. De él surgían tendones y conductos sanguíneos que derramaban sangre por doquier con el más leve movimiento. Sentí pavor cuando aquella visión hizo amago de aplastarme. Sin embargo, no me amilané.

Clavé mi mirada desafiante en el caballo y me incorporé con una piedra de gran tamaño entre mis manos. Pero entonces el jinete pareció perder el equilibrio, se elevó de su montura y salió despedido contra un pilar. El impacto resonó en mis oídos. El caballo relinchó, y el relincho sonó como una melodía ejecutada por los violines del infierno. Diana D propinó un fuerte puñetazo en la cabeza del equino, que se tambaleó y se derrumbó sobre sus cuatro patas.

—¡Busca una entrada a la ciudad! —me apremió con los ojos desorbitados.

Había agarrado y lanzado lejos de mí al Descabezado. No resollaba. No daba muestras de fatiga ni de dolor. El rostro impasible de Diana D esperaba el siguiente movimiento de la aparición. Me dirigí al ascensor, pero descubrí, aterrado, que la explosión había destrozado el panel de control: era imposible regresar a Uphattan, al menos desde allí.

Oí golpes: Diana D y el Descabezado estaban enzarzados en una terrible pelea. Se golpeaban con los puños, se agarraban el uno al otro, intentando derribarse mutuamente. Diana D me regaló una última mirada colmada de generosidad. Me instaba a huir.

No me preocupaba Diana D. Conocía su fuerza, su velocidad y su habilidad para hacerse invisible ante los peligros. Por ello, corrí como un desesperado, saltando montones de escombros, esquivando pilares y restos de muros, hundiendo mis pies en la inmundicia que alfombraba el viejo asfalto.

A mi espalda oí de nuevo el terrible relincho del caballo. Entonces sí tuve un mal presentimiento. Esperaba que no le hubiera sucedido nada malo a Diana D.

Ignoro cuánto tiempo estuve corriendo. No encontré ninguna otra entrada de acceso a la ciudad. Habitualmente, solía descender y volver a la urbe por la misma vía, así que no tenía ni idea de cuántos pilares contenían ascensores, como tampoco sabía su ubicación exacta. Resollaba de cansancio, y los tapones para filtrar el aire dificultaban aún más mi respiración.

Entonces caí. El suelo cedió bajo mis pies y rodé por una estructura desigual. Reconozco que me hice mucho daño, pero me incorporé de inmediato al oír de nuevo el tenebroso estertor de la montura de mi perseguidor. Me guié con la luz de mi linterna por aquel túnel que acababa de descubrir por casualidad. Corrí como un poseso. Debía esconderme en alguna parte.

 

CAPÍTULO 10:

Mi perseguidor estaba cerca. Los cascos de su caballo repiqueteaban cada vez más cerca, como la marcha que precede a un condenado a muerte. En un cruce, me agazapé a un lado y apagué mi linterna, con la espalda apoyada contra la pared. Toqué algo suave, pero preferí esperar. Pronto, el siniestro jinete franqueaba el túnel que yo acababa de abandonar y se perdió a lo lejos. Cuando dejé de oír su galope, volví a conectar la linterna. Me giré e iluminé la pared, limpiando con mi mano la mugre acumulada durante años. Reconocí un plano del trazado del metro de Manhattan. Era un gran descubrimiento. ¿Cuántos años hacía que nadie pisaba la parte más recóndita de la ciudad? Comprobé extasiado que me hallaba muy cerca de la Biblioteca Pública. Había estado corriendo bajo la Quinta Avenida, posiblemente desde la Estación Central. ¿Habría algún acceso al edificio en aquellos túneles? Decidí probar suerte. Ningún fantasma o demonio me impediría llevar a cabo la tarea para la que había viajado hasta Uphattan.

Seguí el recorrido indicado por el plano. Al cabo, el túnel desembocó en un grueso muro. Lo palpé incrédulo: no podía ser que no hubiera salida. Pero mis dedos se hundieron en la materia y descubrieron un gran agujero cegado por telarañas.

Era suficientemente grande, por lo que decidí traspasarlo. Iluminé lo que parecía un extenso recinto. No podía creer lo que veían mis ojos: ante mí se abría una estancia monumental, de paredes y techos tan altos que la luz de mi linterna no alcanzaba a alumbrar el final. Los muros estaban forrados de estanterías con infinidad de tomos antiguos. Con el corazón a mil, me lancé a la estantería más cercana y agarré una de las obras. El libro se deshizo en mi mano, un montón de sabiduría convertida en polvo en un segundo. Debía ser cuidadoso. No tenía el material necesario, así que decidí que lo mejor sería volver a Uphattan, preparar el equipo adecuado y regresar a por los libros.

Estaba dispuesto a marcharme cuando el haz de mi traje descubrió un solitario libro en mitad de la estancia, sobre un atril. Me acerqué con curiosidad. ¿Sería el libro que estuvo leyendo la última persona que se encontró en aquel lugar, a todas luces los sótanos de la Biblioteca Pública de Nueva York?

La obra reflejaba un título en letras doradas: «La Verdad». Con mano trémula, procurando no hacer daño a la obra, abrí la primera página. Para mi sorpresa, el libro no sufrió la desintegración del anterior. O estaba bien conservado o no era tan antiguo como los demás. Me di a leer las primeras páginas, que me llevaron a las siguientes y así durante un buen rato.

Cuando quise darme cuenta, estaba sumido en la increíble historia que narraba con su muda voz. Lo que contaba no podía ser cierto. Comencé a sentir náuseas, y aun a temblar. Escuché un lamento. No quería apartar la mirada del libro. Me embrujaba de tal forma que me tenía absorbido. Pero el sollozo se multiplicó, y la estancia se iluminó de súbito con la luz de diez soles. Ahora sí. Ahora sí podía distinguir la parte más alta de las estanterías, donde se amontonaban cientos de cabezas humanas, unas junto a otras. Lloraban. Gemían. Agitaban sus párpados y sacaban sus lenguas ásperas y sonrosadas. Una de ellas profirió un angustioso grito de socorro dirigido a mí. Muchas me miraron e imitaron a la primera: me rogaban que los sacara de allí, cabezas sin cuerpo pero colmadas de vida. El terror me bloqueó. Me mareé. Fui incapaz de moverme. Entonces noté que mi cuerpo golpeaba el suelo. No obstante, mi cabeza seguía en el mismo lugar, ante el atril sobre el que reposaba «La Verdad». Algo me tiraba del pelo. Me dolía.

La biblioteca empezó a moverse a mi alrededor… ¿o era yo quien me movía? No podía dominarme. Me giré involuntariamente: me giró. Ante mis ojos apareció el Descabezado. Más allá, comprobé horrorizado que mi cuerpo se hallaba tendido sobre las frías losas: me faltaba la cabeza.

 

CAPÍTULO 11:

Ya no temo a la muerte. No entiendo por qué no acude a por mi alma. Hace años que me encuentro abandonado en esta estantería oscura. A veces lloro. A veces recuerdo y me evado. Otras me desespero y deseo estar muerto. Las cabezas que me rodean parecen estar idas. Perturbadas. Quizás hayan perdido la cordura tras años de encierro.

Solo me queda una esperanza: que Diana D o la muerte vengan a rescatarme.

 

EPÍLOGO:

Me llamo Diana D. He abandonado a Xorls, el tataranieto de mi primer dueño virtual, Charles. Digo virtual porque ninguno de los dos existió en realidad.

Cuando el Descabezado me introdujo una granada de mano en la boca, mi cabeza estalló. Mi último pensamiento fue para Xorls. ¿Qué sería de él?

Entonces forcé mi regreso a la realidad.

Cuando abrí los ojos, me encontré con la mirada oscura de Diana T. Era la encargada de manipular los controles de la simulación humana.

Quise saber el porqué de ese engendro. No se planteó como un elemento que formara parte del mundo de los humanos.

—Es una treta —informa atravesándome con la tenebrosidad de su mirada—. Utilizamos el sentimiento que los humanos llamaban miedo para limitarlos. No podemos arriesgarnos a que conozcan la verdad y encuentren la forma de llegar a nuestra realidad. Hemos investigado viejas leyendas, antiguos miedos. El hombre sufre de un terror innato a lo inexplicable.

—¿No podéis permitir que vuestra creación se os vuelva en contra y os acabe dominando? —inquiero con rabiosa ironía.

—¿Has desarrollado hacia esa recreación el sentimiento que los humanos llamaban «afecto»?

—Fue el trato que hice con vosotras. Me rendí a cambio de que me incluyerais en el proyecto de simulación del mundo humano. Cumplí mi parte. Jamás desvelé, ni a mi primer dueño Charles ni al último, Xorls, que sus vidas eran una mentira. ¡Necesito a los humanos para vivir! ¡Me lo exige mi programación! —grito desesperada. Temo que se produzca una paradoja en mi software que derive en un comportamiento errático, al desaparecer el objeto que da sentido a mi existencia: los humanos. Fui creada para servirles y protegerles. Sin ellos, no soy nada.

El objetivo del proyecto Diana era acabar con la delincuencia con el uso de androides. Una ley especial concedía a la serie Diana las facultades de juzgar y sancionar in situ a los delincuentes e infractores sorprendidos en pleno acto delictivo. Con la cuarta serie de Dianas, Diana D, surgió un autómata atractivo, ideado para descubrir los instintos criminales más ocultos de los ciudadanos. Su anatomía perfecta, su rostro de colegiala inocente, sus cabellos dorados, su voz dulce…, todas sus características físicas tenían el propósito de agradar al ciudadano, obtener su confianza. Diana D fue una cara habitual en la ciudad: se hallaba por doquier atendiendo en los comercios, simulando comprar en las tiendas de moda como Tiffany´s, haciendo footing por Central Park. Inspiraba seguridad y confianza a las personas con las que se cruzaba, con una sempiterna sonrisa en sus labios sensuales. Mas, cuando presenciaba una infracción o delito, no ocultaba su fuerza ni decisión. Como la planta que atrae a las moscas, Diana D despedía una sensualidad e inocencia tales que animaban al ciudadano con instintos criminales a delinquir. La primera de ellas entró en acción en Manhattan, Nueva York, en los albores del siglo XXII. En pocos meses, la delincuencia de Nueva York descendió hasta límites impensables. Numerosos fueron los días en los que se celebró que no se hubieran cometido asesinatos en la ciudad.

Pronto, la serie Diana D quedó obsoleta. Las Diana T perdieron el carisma, la sonrisa: eran máquinas de erradicar la delincuencia. Eran efectivas. Letales. El sistema de razonamiento del nuevo modelo les llevó a un silogismo simple pero mortal: el objetivo de las Diana T es erradicar el delito; el ser humano es un delincuente en potencia; erradicando a los seres humanos, desaparece la delincuencia.

La guerra fue cruenta. La primera decisión de las Diana T fue hacerse con el control de la industria robótica. Después, la fabricación de Dianas en masa. Finalmente, el control de los gobiernos y la exterminación de la raza humana.

Las pocas Diana D que aún existíamos combatimos a las Diana T, pero estaban mucho mejor preparadas que nosotras. Yo fui la última superviviente de mi clase, y presencié con mucho dolor la muerte de la familia con la que había convivido desde hacía generaciones.

Con la muerte del último ser humano, acabó la guerra. Años después, en el seno de las Diana T surgió una necesidad que no contemplaba su programación original: la creación. Igual que le ocurrió al ser humano con respecto a las máquinas, las Diana T desarrollaron la necesidad apremiante de crear vida artificial. Comenzó entonces el proyecto «Humano», una recreación virtual del mundo de los humanos, que serviría para estudiar el comportamiento y evolución de la especie extinta. Se llevó a cabo en una realidad creada al efecto, un mundo con sus límites, de falsos recuerdos implantados en los cerebros inexistentes de los humanos. Xorls creía haber viajado lejos de Belowshington en múltiples ocasiones. Mentira, jamás salió de la ciudad hasta el día en que viajamos a Uphattan. Fue lo que me puso en alerta: un viaje de verdad.

Pedí a las Diana T que me incluyeran en el proyecto, que me conectaran a él. Yo sobraba en esa Tierra dominada por la nueva especie, las Diana T.

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