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El Juego

(Basado en la novela «El Arte Sombrío», de Juan de Dios Garduño)

Nota del autor:

“ GUERRA: Era un hombre tranquilo, recto y pacífico, según aseguraban; luego relataron que se había comido a sus vecinos durante la guerra. Era una bestia, afirmaron tras la contienda”.

Nuestra generación, querido lector, está acostumbrada al abrazo tierno de una paz duradera. Nuestras preocupaciones no van más allá de dormir cinco minutos más pero no llegar tarde a nuestras obligaciones, comer todo lo que nos apetezca pero no engordar, disfrutar al máximo pero no carecer de dinero… Estúpidas preocupaciones de una generación amodorrada en su autocomplacencia. Pero imagina por un momento que un grupo de violentos desconocidos irrumpen en tu casa de madrugada, mientras duermes plácidamente. Te sacan a rastras y a culatazos de sus armas. Ves cómo asesinan y violan a familiares, vecinos y amigos. Te despojan de todo lo material, de tu dignidad y hasta de tu personalidad. Pasas hambre y frío, y el miedo te acompaña las veinticuatro horas del día. Ahora imagina que ese mal tiene rostro, tiene nombre y cuerpo físico.

En el siguiente relato basado en la novela “El Arte Sombrío”, del genial Juan De Dios Garduño, comprobarás por ti mismo el horror de la guerra. En él, vivirás las desventuras de Maddie McRowen durante la Segunda Guerra Mundial. Ten cuidado, no sea el que el MAL hecho carne se percate de tu presencia y vaya a hacerte una visita.

 

—Así que no mentías… —La vieja Maddie McRowen esbozó una triste sonrisa. Hacía crujir la mecedora con un suave balanceo. Lanzó una mirada furtiva a la puerta por la que acababa de desaparecer Betty, la chica mejicana que cuidaba de ella. En realidad cuidaban la una de la otra, mutuamente. Prefería que no presenciara lo que pudiera ocurrir en aquel salón cargado de recuerdos, materiales e inmateriales.

Multitud de relojes de todos los tamaños y formas marcaron la hora con pasmosa exactitud. Entonaban lo que Maddie venía a llamar la melodía del tiempo.

Desde las estanterías atestadas de objetos de lo más variopintos, testigos de la azarosa vida de Maddie, los gatos de escayola observaban con sus ojos inertes al joven vaquero, que se reclinó hacia atrás en el sofá y cruzó las piernas, mostrando unas lustrosas botas altas de tacón y fina puntera. Puso sus manos detrás de la nuca, mirando fijamente a la mujer. La fea cicatriz bajo su ojo derecho era exactamente igual a como Maddie la recordaba. La vejez le había robado la memoria, pero había ciertos hechos imposibles de olvidar. Esa cicatriz no había cambiado en más de sesenta años. El mismo Rick no había cambiado en más de sesenta años: conservaba la juventud de mil novecientos cuarenta, el año en que se conocieron.

La cuestión que Maddie se planteaba, mientras intentaba vislumbrar lo que escondían aquellas pupilas negras como la chimenea de dos volcanes, era: ¿Vendría a cobrarse el favor que le hiciera en mil novecientos cuarenta y cinco? ¿Cuál sería el precio para quien, el dinero, no tenía ningún valor?

***

En el año 1939 Maddie no era Maddie. Era Gretchen, una de las tantas administrativas del Wehrmacht, el ejército nazi. Su padre, Abelard Batchmeir, fue un viejo capitán de la Reichsheer, el ejército imperial alemán, famoso por su defensa a ultranza de la patria y del sentimiento nacional. Durante la Primera Guerra Mundial fue acreedor de la medalla al valor. Fue todo un héroe de guerra que perdió una mano al agarrar una granada con intención de alejarla de sus compañeros. Se encontraban agazapados en una trinchera cuando la bomba cayó entre ellos. Los segundos se hicieron eternos. Abelard no lo pensó: ante la mirada de horror de los demás soldados, sus amigos, sus hermanos de sangre, cogió la granada y la metió entre un montón de sacos llenos de tierra tras los que se parapetaban del fuego enemigo. No le dio tiempo de sacar la extremidad.

Gretchen recordaba siempre los ojos anegados en lágrimas, la ira contenida de su padre, su piel enrojecida como si un millón de tábarros le hubieran asediado a picotazos, cual escuadra de Bristol Scout ingleses que lanzaran sus ráfagas de metralla contra su epidermis, cuando narraba la derrota que sufrieron en la última ofensiva de la que fue partícipe y que marcó el inicio del fin del II Reich: el asedio desde marzo de 1918 sobre el río Somme, Flandes y Champagne, en Francia.

—No estuvimos a la altura… —lamentaba dando largos tragos de la jarra de cerveza negra, mientras observaba su muñón inservible, un trozo de carne encallecida que solía esconder bajo su chaqueta en pose napoleónica.

Su mujer se afanaba en amasar la bola tierna que el poder del fuego convertiría en pan.

—Ni el general que dirigió la ofensiva, ni el imperio… ni yo. —Como era habitual, un hilo de saliva espesa resbaló por su boca y humedeció la mesa. Tenía medio rostro paralizado desde hacía tiempo, tras sufrir un ictus. Poco quedaba ya del valiente y apuesto teniente de antaño: no era más que una sombra, una caricatura de sí mismo.

—El tratado de Versalles fue un insulto — intervino su esposa, visiblemente alterada. Tosió y se limpió el sudor con un paño: nunca había gozado de buena salud y, los desmanes a los que la había sometido la vida, no habían hecho más que agravarla.

—¡Me limpio el culo con el tratado de Versalles, con la Sociedad de Naciones y con el Kaiser Guillermo II! —exclamaba furioso, golpeando con la mesa. Olas de espuma se elevaban de su jarra y salpicaban la madera. Agitaba con ira el trozo de manga que colgaba de la muñeca sin mano.

La familia Batchmeir perdió mucho con la derrota del Imperio Alemán en la Primera Guerra Mundial. El país fue desmilitarizado y sus mandos desposeídos de títulos y honores. Su padre perdió lo que había obtenido durante toda su vida a base de esfuerzo, dedicación y fe ciega.

Pese a todo, el amor infinito que sentía por su patria jamás se vio ensombrecido por el sentimiento de fracaso. El alzamiento del nacionalsocialismo de la mano del gran orador, Adolf Hitler, fue el hecho que su nación esperó durante años para reafirmarse como imperio.

Así creció Gretchen, en un ambiente dominado por el resentimiento, bajo el estricto mando de un mísero héroe. Abelard, en cuanto comenzó la Segunda Gran Guerra, inmediatamente tiró de viejos contactos para que su pequeña Gretchen se pusiera al servicio del ejército alemán. Era un conocido excombatiente, un héroe que salvó a sus compañeros de una muerte segura, por lo que el partido, al que pertenecía desde que Adolf Hitler se erigió como líder indiscutible, tuvo a bien emplear a su joven hija.

Al cabo de un año desde el inicio de la contienda, Abelard se apagó en su cama. Lo hizo lanzando improperios, insultos a su suerte: jamás vería a su amado Imperio Alemán recuperar el esplendor de antaño.

***

Albert Speer pasaría a la historia por ser el nazi que se arrepintió. Ministro de Armamento y de Guerra del Tercer Reich, sus primeros contactos con el Führer se debieron a que Hitler lo admiraba como arquitecto, y le encargó la remodelación del Palacio de la Nueva Cancillería del Reich, en Berlín. Albert integró la Vieja Cancillería, el Palacio Borsig del siglo XIX, ubicado en la esquina, y añadió un cuartel para la Primera División de las Waffen-SS. Bajo el Palacio construyó el Führebunker, un refugio para Adolf Hitler y su familia que sería usado en caso de necesidad. La Cancillería era el centro de trabajo de Gretchen.

Gretchen se había mudado con su madre a Berlín, a la vieja casa de sus abuelos, fallecidos años atrás. La mujer estaba cada vez peor de salud, y Gretchen sospechaba que no le quedaba mucho de vida. Por tanto, cuando la trasladaron de Praga a la Cancillería, no dudó en llevársela consigo. Su empleo para el Alto Mando Alemán tenía sus ventajas, como la posibilidad de que un médico visitase a su madre periódicamente. Además, amaba su trabajo. La ideología nacionalsocialista le era extraña en muchos conceptos, pero estaba de acuerdo en uno de sus principios básicos: Alemania debía resurgir con más fuerza y decisión e imponerse a los países que la humillaron tras la Primera Gran Guerra, recuperar su soberanía, sus derechos como país independiente…

Se pasaba el día redactando despachos, órdenes de ataque, informes de bajas… en un salón repleto de féminas que martilleaban el papel con sus máquinas de escribir. En varias ocasiones se cruzó con Albert, e incluso una vez estuvo muy cerca del propio Führer, lo que le produjo un sonrojo y emoción inenarrables.

Los soldados corrían de un lado para otro, llevando documentos, trayendo notas para redactar. El trabajo era monótono, pero las mujeres parecían máquinas bien engrasadas: rápidas y eficientes.

Dos oficialas de avanzada edad paseaban continuamente por la sala de trabajo, controlando que no decayera el ritmo y que ninguna de las chicas realizara algún acto sospechoso. Había espías por doquier y, si no los había, el gobierno se encargaba de encontrarlos y ajusticiarlos para dar ejemplo.

Ilse Lemper. Una joven de diecisiete años, rubia y muy hermosa, pero torpe. Era tan nerviosa que saltaba medio metro de la silla cuando alguna compañera tosía a su lado. Extravió un importante documento que le valió tal reprimenda que se llevó horas llorando. La señora Staggs, la oficiala de mayor rango, era una vieja arpía que disfrutaba martirizando a las jóvenes con sus palabras. Era estricta, más recta que el cañón de una Parabellum. Decían que llevaba una de esas armas metida por el ojo del culo para no perder su rictus furibundo. Su mala baba nacía de la pérdida de su marido y su hijo en el frente Noruego, en 1940. Ilse le confesó que no encontraba una importante instrucción para el departamento de logística, lo que provocó que, la señora Stagss, golpeara su vara en la mesa de trabajo de Ilse hasta quebrarla, mientras le gritaba auténticas barbaridades con sus ojos clavados en los de la pobre chica. Por eso, cuando Ilse se dispuso a arrancar a su máquina de escribir la música rítmica de la escritura, su alma se le cayó a los pies al comprobar que no respondía. La máquina había enmudecido para siempre. Era un aparato caro y muy importante. Una máquina de escribir Enigma no era algo que todo el mundo tuviera sobre el escritorio de su casa. Cerró los ojos, inspiró profundamente y miró de soslayo a las compañeras, buscando apoyo moral o algún gesto que le revelase la solución a su problema...

—¿Por qué no está redactando? —preguntó Staggs con su voz ronca y autoritaria, acercando tanto el rostro al de la pobre Ilse, que la chica podía distinguir perfectamente los pelillos negros de su nariz asomar como las puntas de un diente de león.

—Porque… —A Ilse solo le salió un hilo de voz.

—¿Por qué no está redactando? —repitió más fuerte.

La chica tosió. El resto de administrativas continuaron tecleando, pero no se perdían una sola palabra de la conversación. Algunas hasta se atrevían a mirar de reojo.

—Mi máquina no funciona… —dijo en tono de confesión, como si hubiera sido culpa suya.

La señora Staggs la observó largamente.

—Quizás lo mejor será que no vuelva a tocar una máquina de escribir con sus manazas… ¡Las mopas también se rompen, pero al menos no son tan caras! —gritó pegada a la cara de la descompuesta Ilse; lanzaba espumarajos por la boca. La chica hipaba, conmocionada.

—¿Acaso dan pistolas defectuosas en el frente? — Dijo una voz. Todas las miradas se clavaron en Gretchen, de pie en mitad de la sala.

—Siéntese, señorita Batchmeir —ordenó la otra oficiala, que se había mantenido al margen en todo momento. Arrancaba un repiqueteo al suelo de madera con el tacón de su bota.

—¿Cómo vamos a ganar la guerra si nos proporcionan máquinas de escribir de mala calidad? —Continuó Gretchen haciendo caso omiso a la oficiala—. ¡Las guerras se ganan en el frente, pero también en las oficinas de información! ¡No la culpe a ella, señora Staggs, culpe a quien nos provee de estas máquinas!

Las compañeras estaban estupefactas.

—No se meta en lo que no le importa… — advirtió la señora Staggs entre dientes, con la cara roja por la ira contenida.

—¡Sabe que llevo razón! ¡Lo que pasa es que usted es una vieja bruja que disfruta haciéndonos sufrir!

Las chicas que habían dejado de escribir para ver la escena hundieron las caras en sus máquinas y continuaron tecleando con premura.

La señora Staggs se quedó clavada en el sitio. Había empalidecido, pero enseguida su piel volvió a adoptar el tono púrpura que evidenciaba su rabia. Salió de la zona de trabajo dando grandes zancadas.

El capitán Heinrich Peitz, encargado de la Oficina Central de Información del Reich, llamó a Maddie a su despacho. Ella se levantó, se atusó la falda color caqui y se colocó bien la gorra. Se dirigió al despacho con paso firme, demostrando más seguridad de la que sentía, pues estaba hecha un manojo de nervios. Tocó la puerta con los nudillos y la entornó un tanto. Dentro, el capitán Peitz tenía la vista posada en un documento. Cuando la oyó llegar alzó los ojos. Su mínimo bigote, recortado al estilo cepillo de dientes, corto y ancho, se agitó al pedirle que esperase fuera. Al otro lado de la mesa, de espaldas a Gretchen, se situaba una silla, ocupada por un joven de altura considerable y aspecto elegante: otro alto mando. El joven se giró y le regaló una sonrisa pícara, embriagadora.

Gretchen salió. Esperó un buen rato, con impaciencia, pues debía volver pronto al trabajo o se le acumularían las notificaciones.

Al cabo de media hora, la puerta del despacho se abrió. El joven apuesto que estaba reunido con el capitán surgió del interior, colocándose la gorra del uniforme. Al pasar ante Gretchen, se tocó la visera a modo de saludo y le regaló una sonrisa que le hizo temblar las piernas.

Cuando se recuperó de la agradable impresión, volvió a entrar en el despacho, aún nerviosa. Cerró la puerta tras de sí y se quedó allí plantada, firme, esperando a que Heinrich le permitiera tomar asiento. El capitán manipulaba un gramófono, dando la espalda a la chica. De repente, una sublime melodía escapó de su confinamiento de vinilo a través de la trompeta dorada. Los violines inundaron la habitación con sus invisibles caricias.

—¿Le gusta la música? —preguntó girándose súbitamente—. ¡Oh, perdón, mis modales! —Dijo peinándose con la mano el espeso cabello rubio. — Cierre la puerta y siéntese, por favor.

Gretchen obedeció.

—Una vez lo oí en una cafetería a la que me llevó mi padre —respondió, azorada.

—¿Disculpe? —El oficial le devolvió una mirada desconcertada.

—El primer movimiento de la sinfonía nº 40 de Mozart… ¿no es lo que suena?

—¡Oh, sí, claro! Mozart… —El capitán se sentó frente a la muchacha. Gretchen se percató de que tenía la mesa atestada de papeles. Junto a ellos descansaba una cartuchera con su pistola.

—Siento lo que ha pasado con la oficiala, capitán… —Gretchen se atropellaba con las palabras. No podía permitirse el lujo de perder ese trabajo. La salud de su madre dependía de ello.

—Heinrich.

—¿Qué?

—Llámame Heinrich.

—Bueno, Heinrich —Desvió la mirada, nerviosa—. Mi compañera Ilse no tiene la culpa de…

—Tranquila, tranquila, querida —respondió Peitz, con una sonrisa tranquilizadora. Gretchen guardó silencio. El hombre se levantó, abrió un mueble bar, depositó en una bandeja dos pequeños vasos y los llenó con el contenido de una hermosa botella de cristal. Ofreció uno a Gretchen—. He estado siguiendo su trabajo, ¿sabe? —Continuó apoyando el trasero en la esquina de la mesa, y adoptando una pose relajada, mientras daba sorbos de su copa.

—Si he hecho algo… la máquina de escribir…

—¡Oh, eso! Ya está solucionado. La máquina se reparará y se acabó el problema. Verá, como le decía antes de que me interrumpiera, he seguido su trabajo de cerca. En realidad la he seguido a usted. Me preguntaba si querría cenar conmigo esta noche.

***

La máquina Enigma fue trasladada por un mecánico al taller situado en la planta baja de la Cancillería, junto al patio central. Era demasiado importante como para sacarla fuera del recinto. El oficial encargado del taller, Hermann Berg, la dejó a buen recaudo bajo llave. Se guardó la llave en el bolsillo y se marchó dispuesto a dar buena cuenta de una suculenta cena. No obstante, antes de salir, como animado por una fuerza misteriosa, extrajo la llave y la depositó sobre la mesa. Lo hizo sin darse cuenta. Sin querer. No fue consciente del extrañísimo hecho hasta el día siguiente, cuando se percató de que la había perdido. Regresó a la Cancillería a toda prisa, buscándola como loco. Se metería en un buen lío si llegaba a oídos de sus superiores que la había extraviado. Suspiró al encontrarla sobre su mesa de trabajo. ¿Cómo podía haberla abandonado allí? Estaba seguro de que la llevó consigo a su casa el día anterior.

Entonces los problemas se multiplicaron. El mecánico encargado de reparar la máquina Enigma averiada le informó, visiblemente alterado, que la máquina había desaparecido. Hermann le echó de allí a patadas y elaboró un informe a sus superiores donde explicaba que la máquina no podía repararse, por lo que tendría que ser sustituida por una nueva. La defectuosa sería destruida, y él mismo certificaría su destrucción.

Luego llevó a cabo por su cuenta las pesquisas pertinentes para aclarar los hechos. ¿Quién podría haberse llevado la máquina sin que nadie se hubiera dado cuenta? Las indagaciones fueron infructuosas. El soldado encargado de custodiar el taller en el turno durante el que ocurrió el robo, afirmó haber visto a un hombre alto y rubio rondar por las instalaciones cercanas, pero no logró identificarlo. De hecho, el mismo soldado se había quedado dormido durante la guardia poco después, pero no prefirió no contar este pequeño detalle…

 

***

 

Gretchen se encontraba muy nerviosa. No estaba acostumbrada a ir con hombres, pero no podía negarle a su capitán acompañarlo a una cena en un restaurante de lujo berlinés.

No quería dejar sola a su madre, pero la anciana, con mano temblorosa, acarició la mejilla de su pequeña Gretchen y le susurró que aprovechase el momento:

—Ve y disfruta, pequeña… no pierdas tu juventud cuidando de esta vieja.

La joven le sonrió y la abrazó con ternura.

Se puso un traje largo, escotado, y un collar de perlas falsas, todo sacado del baúl de su madre. Se pintó lo mejor que pudo y bajó a la puerta del edificio a la hora indicada por el capitán… por Heinrich. Llevaba en el bolso el pequeño reloj dorado, herencia de su padre. Adoraba ese reloj.

El Mercedes Benz 770 K se detuvo ante su puerta. Era un coche muy hermoso, negro y brillante como el ónice, con dos imponentes faros redondos que sobresalían como ojos del esbelto capó. El chófer, un hombre joven, se apresuró en apearse, la saludó con un movimiento de cabeza y le abrió la puerta trasera. Dentro la esperaba el capitán, ataviado con el traje de gala.

—Estás preciosa… —soltó a modo de saludo.

Gretchen sabía que no era cierto. Ella nunca había sido bella como muchas de sus amigas. Su nariz ganchuda afeaba un poco su rostro afilado. No obstante, tenía un magnetismo especial que había atraído a numerosos hombres desde que le crecieron los pechos.

Recorrieron las calles de Berlín. La noche había abrazado la ciudad desde hacía rato, y por las calles solo transitaban algunos soldados que hacían la ronda. Gretchen, sin saber muy bien qué decir o cómo actuar, se dedicó a observar las banderolas con las esvásticas y las fotos del primer plano del Führer colgadas en las fachadas de multitud de edificios. El Führer miraba hacia un lado, al infinito, con la soberbia del elegido, único capaz de vislumbrar el camino por el que conducir a sus conciudadanos hacia la victoria.

Un buen rato después, el coche se detuvo ante un local cuya puerta custodiaban varios soldados armados hasta los dientes. Heinrich se bajó del vehículo, abrió la puerta de Gretchen y la cogió de la mano. Luego la condujo hasta el interior del local. Los soldados se cuadraron ante la pareja.

Gretchen jamás había estado en un lugar como aquél. Desde un recibidor, donde varios mayordomos les cogieron los abrigos y les ofrecieron una copa de champán, accedieron a un amplio salón. Abrió los ojos de par en par, maravillada por la ostentación que dominaba el recinto. El lujo era la nota predominante: sillones forrados de piel, elegantes lámparas de lágrimas, espejos amplios… Algunas mujeres de modales refinados acompañaban a oficiales de distinto rango. Charlaban en corrillos, aquí y allá, de pie, sentados en los sillones, fumaban tabaco de pipa y cigarrillos. Olía a perfume caro y a humo.

Los camareros cruzaban la sala de un lado a otro ofreciendo bebidas y canapés a los invitados. Un pianista amenizaba la velada con una agradable melodía.

Heinrich presentó a Gretchen a varios oficiales de alto rango. La muchacha se irguió ante ellos, acostumbrada a la actitud que debía mostrar ante un superior en la Cancillería, pero los hombres rieron sus formas, como si de un chiste se hubiera tratado, y se apresuraron a coger su mano derecha y a besarla mirándola a los ojos.

—¿Batchmeier? —preguntó un hombre barrigudo, examinándola con su monóculo—. ¿De los Batchmeier de Hamburgo, hija del Teniente Abelard? —La chica asintió, azorada—. ¿Cómo está el viejo cascarrabias?

—Verá… él murió…

—¡Vaya! —dijo el hombre, contrariado—. Mi más sincero pésame, querida. Es una gran pérdida, sin duda. Tómese una copa y brindemos por ese hombre tan valiente. Si ha heredado una pizca de su arrojo, sería capaz de ganar la guerra usted sola. —Sonrió con amabilidad.

A partir de ahí, muchos asistentes quisieron conocer a la hija del héroe de guerra.

El ambiente era festivo. Nadie diría que se estaba librando una guerra cruel en medio mundo. Heinrich la dejó con un grupo de mujeres que hablaban de la última moda en París, bebían y reían como descosidas, alguna visiblemente embriagada por el alcohol.

Al cabo, el silencio se hizo y todas las miradas se clavaron en la entrada. Un grupo de soldados rodeaba a un hombre de estatura media, complexión robusta, ojos oscuros e incisivos, bigote como el del capitán Heinrich y pelo negro con un largo flequillo a un lado, que se atusaba con mano nerviosa. Sus finos labios se cerraban en una mueca adusta. Una mujer alta y de cabellos dorados le acompañaba. También algunos altos mandos que Gretchen conocía muy bien. Casi se desmaya cuando se dio cuenta de que se trataba del mismísimo Führer. Varios fotógrafos iban tras él. No dejaban de lanzar sus flashes. El hombre se situó ante los invitados.

—Buenas noches, damas y caballeros —exclamó con voz suave pero firme, lanzando algunos salivajos a medida que hablaba—. Espero que disfruten de esta velada. Las próximas jornadas serán decisivas para nuestro amado país. Beban, coman y pásenlo bien. Hagan acopio de fuerzas para afrontar lo que se avecina. Recuerden que podrán disfrutar de la ostentación que les rodea indefinidamente, en cuanto nos impongamos sobre el resto del mundo.

No duden de que adoro castigar a los traidores y recompensar a mis colaboradores. Buenas noches.

La gente levantó el brazo derecho con la mano recta.

—Heil Hitler! —gritaron al unísono.

Luego, el Führer desapareció por una puerta lateral seguido de su camarilla.

Gretchen mantenía la boca abierta, hasta que sus ojos se cruzaron con uno de los acompañantes de Hitler: era el mismo joven que salió del despacho del capitán Heinrich, cuando fue convocada tras defender a Ilse en la Cancillería. El joven le sonrió de nuevo, con un gesto que derritió a Gretchen. Se internó por la misma puerta, tras el Führer.

 

***

 

El camarero que guardaba la entrada de los servicios, con una toalla en el antebrazo, saludó con un respetuoso movimiento de cabeza a Sigfried Buttner. Se apresuró en abrirle la puerta. Sigfried entró y se metió en uno de los váteres. Se sacó la polla y se puso a mear, mientras silbaba una canción. El traje de oficial nazi le resultaba incómodo, pero justo eso era él para los que rodeaban a Hitler: un alto oficial al que nadie conocía y del que nadie sabía muy bien cuál era su objetivo, misión o destino. Sólo sabían que era una persona de absoluta confianza para el Führer. Una especie de consejero.

Mientras se sacudía el enorme miembro, sonriente, su silbido se entremezcló con otro que conocía de sobra. Suspiró irritado. Salió del cubículo donde se ubicaba el váter. Antes de verle ya sabía que se encontraría con él, con su viejo amigo. O, en ocasiones, enemigo.

—Hola de nuevo —saludó desganado, sin mirar siquiera al joven alto, delgado y de cabello rubio que ordenaba las toallas y reponía los geles en los lavabos. Se hacía pasar por un trabajador del restaurante.

—¡Cuánto tiempo! —respondió con una gran sonrisa. Se acercó a Sigfried y le ofreció un poco de gel. El oficial lo rechazó con un ademán.

—¿Qué coño haces aquí…?

—Manfred —completó la pregunta.

—Manfred…

—¿Y tú cómo te haces llamar? —quiso saber sin

variar el gesto alegre.

—Sigfried. Sigfried Buttner.

—Veo que estás muy bien acompañado, Sigfried. —Espero que no metas tus narices en mi nuevo… proyecto —advirtió recuperando la compostura y sonriendo de nuevo.

—Quizá llegas tarde… ¿No habréis extraviado una máquina de escribir Enigma por casualidad? —Dejó el dosificador de gel sobre un lavabo y se dio a ordenar los frascos de perfume.

—¡Así que has sido tú! —exclamó Sigfried, divertido—. Pues quizás el que llegas tarde seas tú, amigo. Todo está preparado.

—Sabes que no puedes hacerlo. Siempre es necesario un equilibrio.

—Eso ya lo veremos —zanjó despidiéndose con una mano y dirigiéndose hacia la puerta de salida de los servicios.

—Haces lo que deseas y luego te lavas las manos pero, cuando de verdad debes lavártelas… — Manfred soltó una carcajada que rebotó en los azulejos de la estancia vacía.

***

La tensión en la voz del operador de radio era evidente. El pobre alemán balbuceaba palabras en inglés, pero se notaba que estaba aterrado. El oficial al mando del formidable navío de guerra británico fue claro: o se rendían y se dejaban escoltar a un puerto aliado, o lanzarían toda su fuerza bélica sobre el barco meteorológico alemán.

Uno de los últimos servicios del viejo crucero de batalla británico MHS Hood fue interceptar un barco meteorológico nazi. El almirante de navío Crood recibió las órdenes del Alto Mando Aliado. Según le comunicaron, el barco portaba información sensible de gran interés para el bando aliado. Debía interceptar el navío alemán y llevarlo a puerto seguro. No obstante, el almirante no tenía forma de obligar al barco alemán a que cumpliera sus órdenes sino era mediante la amenaza. Y la amenaza debía llevarse a cabo en caso de desobediencia.

Con voz aterrada, el operador de radio alemán comunicó al crucero que cumplirían la orden.

Los cascos de ambos navíos cortaron las aguas del Mar del Norte en dirección al Reino Unido. El barco meteorológico era un cachorrillo comparado con el mastodóntico casco grisáceo del Hood.

Una vez en el puerto, los alemanes fueron arrestados y el barco registrado de arriba abajo. Encontraron mapas, situaciones de submarinos y barcos de guerra, informes de movimientos del ejército alemán… información importante pero de la que, gran parte, ya era conocida por los Aliados. El almirante Crood estaba furioso por haber expuesto a sus hombres a un peligro manifiesto en una aproximación a las costas alemanas, atestadas de submarinos nazis, todo para obtener una información de la que ya disponían.

No obstante, aquella noche, uno de los soldados británicos que custodiaba el barco alemán en el muelle percibió movimiento en el puente: estaba seguro de haber visto una silueta deslizarse sobre él.

Presto, se lanzó al interior del navío a la voz de alto. La figura hizo caso omiso a la orden y se internó en las entrañas del barco. El soldado le siguió hasta la bodega. Con su linterna examinó palmo a palmo el perímetro, sin fortuna. No había nadie. Sin embargo, sobre unas cajas cuyo contenido ya habían examinado, reposaba una máquina de escribir alemana: una máquina Enigma.

 

***

 

Las cosas no se desarrollaron como el Tercer Reich había previsto.

Entre 1940 y 1944, Gretchen asistió a muchas fiestas, primero del brazo del capitán Heinrich y, luego, cuando su nombre empezó a sonar en el círculo de altos mandos, con otros oficiales de mayor rango. Bebió, fumó, bailó y posó para hacerse mil fotos. Incluso acompañó a algún oficial a coloquios y exposiciones sobre nuevos experimentos científicos llevados a cabo por investigadores nazis. Conoció a especialistas de muchas ramas de la ciencia, sabios en su campo. Jamás llegó a entender con exactitud en qué consistían dichos experimentos. Coincidió mil y una vez con Sigfried Buttner, el joven que vio aparecer en compañía del Führer en la primera fiesta a la que asistió. Era un joven enigmático. Gretchen deseaba acostarse con él, recorrer su cuerpo atlético con la lengua, sentir su miembro dentro de ella… despertaba en la mujer un sentimiento de lascivia que ningún otro hombre logró jamás, ni siquiera los maridos que tuvo durante su nueva vida tras la guerra.

—Vengo de ver a mi amigo, el emperador de Japón —soltó con una risa que hacía dudar a Gretchen de si hablaba en serio o estaba de broma. Con Sigfried nunca se sabía.

—¿No me vas a contar cómo has llegado a codearte con nuestro Führer? —se atrevió a preguntar envalentonada por los ríos de champán que corrían por sus venas.

Sigfried tenía la habilidad de desviar las conversaciones por los derroteros que le interesaban. Para evitar responderle directamente, acabó explicándole que la principal forma de relación social entre los monos era el acicalamiento: «Se acicalan mutuamente, en señal de respeto y como medio para obtener placer los unos de los otros; no son muy diferentes de los humanos: yo hago lo mismo con Adolf, le acicalo, y él me acicala. Ambos nos procuramos algo que nos interesa», confesaba en privado con una sonora carcajada, ante el gesto escandalizado de la mujer. Nunca respondía a las preguntas de Gretchen de manera clara. Era el perfecto político, y la joven llegó a sospechar que no era más que un chupatintas más, alejado del peligro del combate en el frente. Sonreía y atrapaba a Gretchen con su mirada profunda y oscura. En ocasiones se sorprendía sumida en ensoñaciones en las que Sigfried la tomaba allí mismo, delante de todo el mundo. Al poco lograba regresar de su ensimismamiento y se daba cuenta de que había perdido el hilo de la conversación (o monólogo) que estaba llevando a cabo el general, almirante o quien quisiera que fuera aquél con el que conversaba en ese momento. También notaba las bragas húmedas.

Intentó acostarse con Sigfried en varias ocasiones, pero el hombre la rechazaba una y otra vez.

—Eres demasiado pura… demasiado pura. No te dejes corromper. —La frenaba con una mirada extrañamente paternal que incomodaba a Gretchen.

Aquella noche, sin embargo, en la última fiesta en la que coincidieron estaba inusualmente taciturno.

—¿Te ocurre algo, Sigfried? —dijo Gretchen.

—Algo debe ocurrir para que todos tengan esa cara de polla —respondió de mala gana señalando a los oficiales que disfrutaban de sus copas. Gretchen se percató de que había un ambiente extraño—. Esto se acaba, querida, y más vale que vayamos asegurándonos el futuro en otra parte. Pero no te preocupes, Adolf y yo tenemos preparada la traca final. La historia no olvidará al Tercer Reich tan fácilmente.

Durante los meses siguientes, la tensión fue la nota predominante en la Cancillería. Las primeras y rápidas victorias del Tercer Reich sobre Europa, cuya expansión parecía irrefrenable, fueron sustituidas por derrotas en todos los frentes abiertos. Desde que un crucero inglés encontrase una máquina Enigma en un barco meteorológico alemán, todo había empezado a cambiar, pues los aliados tuvieron un punto de partida para traducir los mensajes cifrados nazis. Una frase empezó a predominar en todos los despachos, órdenes e instrucciones que salían de la Oficina de Información de la Cancillería: «Luz verde a la Solución Final». Gretchen ignoraba de qué se trataba esa orden en clave, pero llegaron rumores de que los presos de los campos de concentración estaban siendo exterminados a miles. Gretchen no entendía por qué el Führer había tomado dicha determinación, pues el otrora claro resultado de la guerra se les estaba volviendo en contra. Ya nadie confiaba en que el Führer pudiera lograr el objetivo de dominar primero Europa y, luego, el resto del mundo. ¿Para qué aniquilar al enemigo, entonces? Era inhumano. ¿Tendrían piedad con ellos después de la guerra, si ellos no habían tenido piedad con el enemigo? En su fuero interno Gretchen llegó a pensar que Hitler había perdido la cordura. Una cosa era imponer la raza aria, de la que ella estaba orgullosa de formar parte, sobre el resto de la humanidad con objeto de guiarla hacia un futuro glorioso, y otra muy distinta exterminar a las razas inferiores.

Varios meses después las predicciones de Sigfried se hacían realidad: Hitler se suicidaba en su Führebunker, y los rusos estaban a las puertas de Berlín. La ciudad resistía a duras penas, pues la mayor parte del ejército encargado de protegerla había partido poco antes hacia Praga para defenderla. Los nazis habían captado un mensaje del enemigo que aseguraba que el contingente ruso se dirigía hacia allí, pero había resultado ser una trampa.

Gretchen escapó de la Cancillería y se encerró en su casa con su madre, aterrada. Jamás se le olvidaría la imagen de la oficiala Staggs sentada en una de las mesas de trabajo, ante una de las máquinas de escribir, llorando desconsolada y amartillando su pistola…

Rogó a numerosos oficiales que la ayudaran a escapar con su madre, pero nadie le hizo caso: durante la guerra había sido la puta de muchos de ellos y ahora solo veían en ella a una puta prescindible con una madre enferma. Intentó localizar a Sigfried, con quien había hecho muy buenas migas en esos años, pero no logró dar con él. Era un hombre misterioso que pasaba días en Berlín y en la Cancillería y luego desaparecía durante meses.

Por primera vez desde que estalló la guerra, Gretchen sintió verdadero pánico. No podía huir de la ciudad con su madre a cuestas. Estaba encamada, en muy mal estado y, si intentaba trasladarla, temía que empeorase.

Poco después, los rusos entraron en Berlín.

***

—¿No oyes la música de la vida?

—Solo oigo gritos y disparos.

Desde una azotea de un edificio en llamas,

Manfred disfrutaba de la brisa nocturna, tendido en el suelo. Las estrellas titilaban inocentes en el firmamento, sobre su cabeza. Parpadeaban incrédulas de lo que ocurría bajo ellas. No entendían la locura humana. Sigfried, de pie junto a Manfred, observaba los edificios de Berlín que ardían como gigantescas piras, los tanques rusos por doquier como pequeñas cucarachas que atestaran las calles, y su ejército sacando a la fuerza a los berlineses de las casas. Se llevaban a algunos en sus vehículos y fusilaban a otros allí mismo.

La resistencia de la ciudad estaba siendo cruenta. Desde las ventanas y azoteas aledañas, algunos resistentes disparaban contra los tanques con sus panzerfaust, un arma parecida al bazooka estadounidense, de la que habían hecho acopio en gran número por si llegaba ese momento.

—Estoy disfrutando mucho con esta partida. No quería que te metieras pero, ya que lo has hecho, al menos, está siendo divertido. Buena jugada hacer creer a mis fichas que las tuyas atacarían Praga.

—¿Mis fichas? ¿Tus fichas? Esto no es un juego. Creo que es hora de ir terminando, ¿no te parece? — respondió el rubio sin apartar la mirada del manto oscuro del firmamento. Su boca curvada en una eterna sonrisa se convirtió en un pequeño círculo que lanzó a la oscuridad una melodía en forma de silbido.

—Aún queda mucho… —exclamó Sigfried. No quería que el juego acabara.

—Haz que Japón deponga las armas. Se acabaron las muertes. Las que quedan son inevitables. Yo presionaré desde mi lado para que los americanos hagan creer al gobierno nipón que no le queda otra salida más que la rendición.

—Te crees mejor que yo, ¿verdad? —preguntó Sigfried sonriente, haciendo un movimiento negativo con la cabeza.

—Yo amo la vida. Tú amas la muerte. Ninguno es mejor que el otro, pues ambos conceptos se necesitan para tener sentido.

—¿Amas la vida? ¿No ves lo que ocurre bajo tus narices? ¡Mira cómo masacran los rusos a los berlineses!

—No se te ocurra echarme la culpa de ello — replicó tranquilamente Manfred—. Los rusos han visto mucho sufrimiento en su camino. Han estado en Auswitchz… saben lo que habéis hecho, y se están tomando la revancha. Las muertes que están causando son únicamente responsabilidad tuya. No he podido evitarlo.

Dicho esto, Manfred se incorporó, saltó de la azotea y se perdió en la oscuridad, dejando al otro con la palabra en la boca.

 

***

 

A menudo el físico Albert Einstein se preguntaba de dónde nacía el milagro creativo conocido como inspiración. Podía explicar casi cualquier fenómeno de la naturaleza mediante una ecuación, pero no era capaz de acotar matemáticamente el proceso mental que llevaba desde un chispazo inicial hasta una teoría plenamente desarrollada. Sus reflexiones le llevaron a pensar que la inspiración en cualquier área del conocimiento era similar al proceso ilógico del humor. Había conocido a gente graciosa durante su vida, y a muchos graciosos. La diferencia radicaba en que la gente graciosa lo era por naturaleza, y en verdad que eran divertidos. Los graciosos, por su parte, forzaban la situación para hacer reír y pocas veces lo conseguían. Era una habilidad, un don, que no se podía cultivar: o se tenía o no se tenía. Igual que la inspiración: o llegaba o no llegaba, no había un proceso lógico que pudiera forzar al cerebro a descubrirte un enigma que quisieras desentrañar. De ahí que Albert gustara, tanto de formular teorías que explicasen fenómenos, como de tomarse la vida con humor.

Por eso, en 1919, el día en que agotado de dar vueltas y vueltas a su nueva ecuación, que no lograba completar satisfactoriamente, se quedó dormido en la silla frente a la pizarra, le resultó curioso cómo se le presentó la inspiración: en forma de hombre alto y delgado que entraba en su despacho de la Academia Prusiana de Ciencias, en Berlín, cogía la tiza y completaba la ecuación en la pizarra. Su teoría de la relatividad, por fin, estaba acabada.

 

***

 

El día seis de agosto se confirmó que el cielo sobre la ciudad estaba despejado. La operación se había retrasado debido a la nubosidad predominante durante los días anteriores.

El bombardero estadounidense B-29 despegó de la base de North Field, en Tinian, en el Pacífico, y sobrevoló sus aguas tranquilas durante seis horas, hasta Iwo Jima. Era un monstruoso cilindro provisto de alas a ambos lados, que sobresalían a mitad del cuerpo, con dos hélices en cada una de ellas.

La tripulación estaba especialmente silenciosa aquel día. La misión que tenían por delante no era sencilla. Estaban acostumbrados a acatar órdenes, pero no órdenes de ese tipo. En Iwo Jima se le unieron dos B-29 más, uno con el cometido de dejar constancia fotográfica de todo lo que ocurriera y, otro, con instrumentos de medida.

Así, el Enola Gay, escoltado por los otros dos aviones, tomó rumbo hacia los cielos de Hiroshima.

El coronel Paul Tibbets estaba especialmente callado aquel día. No es que fuera un tipo divertido, pero su silencio sepulcral evidenciaba sus dudas ante lo que tenían que hacer. Le acompañaban el capitán de la Armada, William Parsons, y su joven asistente, Morris Jeppson.

Faltaba una hora aún para avistar la ciudad. El joven Morris sudaba copiosamente. Sentado en la cabina de mando junto a sus superiores, extendió las manos ante sí. Le temblaban. Solía tener buen pulso, era crucial en su trabajo, pero aquella mañana la duda era una enfermedad contagiosa. Ni siquiera ellos, máquinas de obedecer los mandatos de su gobierno, estaban preparados para algo así.

—Es fácil que la temperatura de los alrededores se eleve hasta un millón de grados —comentó el asistente Morris, rompiendo el silencio.

—Ve preparando a Little Boy —ordenó el capitán Parsons. Quería evitar un debate a toda costa.

—¿Saben cuánta gente morirá? Se quemarán vivos, por Dios... ¿Seremos capaces de llevar esto sobre nuestras conciencias? —El chico insistió. No estaba dispuesto a matar a miles de personas pulsando un botón. Era algo demencial. Era algo cruel, más propio de demonios que de humanos.

—Cállese, Morris. No creo que sea para tanto. Sabe que la efectividad del uranio es de solamente un 1,38 % —zanjó el capitán, pero la oscilación de su voz le traicionaba: a él tampoco le entusiasmaba aquella fiesta.

—Cuarenta minutos para alcanzar el objetivo — informó una voz por radio desde otro B-29.

—Estoy con Morris —saltó de repente el coronel Tibbets, el máximo responsable de la misión. —No tiene nada de honorable lo que vamos a hacer. Una cosa es luchar en el campo de batalla, en igualdad de condiciones, y otra es arrojar sobre la población civil la muerte desde el cielo… una muerte dolorosa.

El capitán Parsons abrió mucho los ojos. Si regresaban sin cumplir la misión se enfrentarían a un Consejo de Guerra por incumplimiento de órdenes.

—Pero… ¿Qué pasa con Pearl Harbour? Nuestros compañeros murieron y… —intentó protestar, pero no tenía argumento alguno a su favor. Lo que decían era cierto: iban a asesinar a miles de civiles inocentes.

—Voy a dar la vuelta. Alegaré motivos técnicos — decidió el coronel.

Cuando su mano se posó sobre la radio, dispuesto a informar a los otros dos B-29 de que la misión quedaba abortada, un silbido tras ellos les sobresaltó. Iban los tres solos en el aparato. Era imposible que nadie estuviera silbando a sus espaldas.

—¿Qué demonios…?

Todo transcurrió como en un sueño.

Tanto el capitán Parsons como su asistente, echaron mano de las pistolas que llevaban en las cartucheras, pero el extraño, alto y delgado, que les observaba con una sonrisa desde la puerta de la cabina, silbaba sin inmutarse.

Como un autómata, el coronel giró la vista al frente, hacia la autopista azul que se abría ante él, y continuó con el rumbo inicial.

El capitán Parsons se dirigió a la bodega donde se encontraba la Little Boy y realizó el proceso de armado de la bomba. A continuación, cuando quedaba poco tiempo para llegar al objetivo, su asistente quitó los dispositivos de seguridad.

Cuando quisieron darse cuenta, viraban el rumbo y regresaban a casa. El avión vibraba peligrosamente, sometido a poderosas turbulencias. Bajo ellos, un hongo oscuro, espeso como la lava, una masa burbujeante gris violácea, con el núcleo rojo como la sangre, de unos doscientos cincuenta y seis metros de diámetro, lo arrasaba todo, sembrando terribles incendios que se desataban con virulencia en todo su perímetro.

Entre noventa mil y ciento cuarenta mil personas perecieron aquel día.

Tres días después, otra bomba caería sobre la población de Nagasaki.

A pesar de sus reticencias durante el vuelo, sorprendentemente, el coronel Tibbets jamás mostraría remordimiento alguno por lo sucedido, como si no hubiera tenido nada que ver con el suceso. Como si no hubiera sido su cerebro el que ordenara a sus manos que maniobrasen el avión hasta situarlo sobre la desdichada ciudad.

 

***

 

Gretchen temblaba.

Sus ojos desorbitados por el horror no eran capaces de soltar ni una sola lágrima más. Estaban secos. Solo deseaba morir de una vez. Si veía alguna nueva atrocidad su corazón reventaría de pánico.

Días después de la ocupación rusa, un grupo de soldados irrumpió en su casa. Echaron la puerta abajo, y sus botas resonaron contra la madera hasta que la encontraron en el dormitorio, cuidando de su madre moribunda. Temerosa de que se lo robaran, se tragó el reloj de su padre.

Eran seis o siete soldados, ya no se acordaba. La sacaron a rastras y le tiraron a la cara un puñado de fotografías, donde aparecía ella con altos mandos nazis. Intentó decir algo, pero uno de los soldados le propinó tal bofetada que la tiró al suelo. Sintió el gusto férreo de la sangre inundar su boca. Allí mismo le arrancaron la ropa y la violaron uno tras otro. Mientras lo hacían, lo único que escuchaba eran los gritos de su madre. Uno de esos soldados la había deshonrado con la bayoneta de su arma. Se congratulaba de ello delante de Gretchen mientras limpiaba la sangre del afilado cuchillo con un paño. Los otros le reían la gracia.

Al día siguiente la sacaron desnuda a la calle. La empujaron hasta el centro de la calzada, donde otras muchas mujeres de edad dispar intentaban cubrirse las vergüenzas. Ante los insultos y los escupitajos de los soldados, las raparon al cero. Gretchen lloraba y suplicaba ayuda con la mirada, pero nadie movió un dedo por socorrerlas. Entre los soldados se encontraban berlineses que, hubieran estado de acuerdo con el nazismo o no, ahora lo repudiaban como la peor de las enfermedades. En cierto momento creyó ver a una chica que trabajó con ella en la Cancillería, Ilse, pero tenía el rostro y el cuerpo tan desfigurado que apenas estaba reconocible: caminaba por pura inercia. Parecía que fuera a desplomarse en cualquier momento.

Desfilaron kilómetros hasta las afueras, atormentadas, sucias, llorosas, temblorosas, con los pies hinchados por la caminata, llenas de heridas. Las encerraron en un establo, amarradas cada una a un palo.

Allí volvieron a violarlas y a maltratarlas durante días.

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