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8 » El Juego

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La chica que estaba junto a ella seguía atada al poste, pero ya no se movía: había muerto desangrada después de que los soldados rusos le amputasen las manos y los pies con un machete, por puro placer. Sus sollozos se habían apagado a medida que la sangre escapaba a raudales de su cuerpo.

Gretchen pensaba que su final había llegado.

***

Vladimir paseaba por las calles muertas de Berlín. Vestía un uniforme del ejército ruso, y llevaba un subfusil PPS-43 colgado del hombro, más por aparentar que por su utilidad real. A él no le hacía falta ningún arma. Había cadáveres descomponiéndose por todas partes. Un soldado ruso, apenas un chiquillo, violaba a una niña que rondaría los siete años de edad. La niña se retorcía y chillaba, pero los soldados de mayor edad que les hacían corro, reían y animaban al jovenzuelo a que acabara su hazaña. Vladimir se quedó un rato viendo la escena, sonriente. Cuando el niño terminó, se incorporó entre felicitaciones y palmadas en la espalda de los demás. Tenía una sonrisa estúpida en el rostro, como la que exhibe aquél que ha realizado una proeza. Abandonaron a la chiquilla allí en medio de la calle, desangrándose. Valdimir dobló una esquina y se internó en un callejón oscuro. Estaba realmente satisfecho del resultado del juego. Ese estúpido no había logrado pararle los pies…

De repente, Manfred estaba de pie ante Vladimir, con la mano levantada. La bajó con un rápido movimiento y Vladimir sintió un ramalazo de dolor en la mejilla, bajo el ojo derecho. La sangre se derramó de la cara y salpicó a Manfred. El suelo se llenó de goterones.

—¿Qué haces? —Los adoquines alrededor de Vladimir empezaron a burbujear; sus ojos se volvieron negros como dos agujeros que condujesen al inframundo. Su rostro se contrajo en una mueca horrenda, más parecido a un demonio que a una persona. Intentó devolver el golpe a su atacante, pero Manfred era muy rápido. Desaparecía de la trayectoria de Vladimir en un abrir y cerrar de ojos. No perdió ni la sonrisa ni la compostura. Cuando se cansó de perseguirlo, Manfred extrajo con parsimonia un pañuelo de su bolsillo y se limpió la sangre de la mano.

—Soluciónalo. Equilibra lo que has hecho. Sabes que tienes que hacerlo.

—¡He perdido la guerra! ¿Qué más quieres?

—Lo que has hecho excede totalmente tu cometido. Has eliminado a demasiados humanos de una sola vez. No era la forma de acabar con esto. Tergiversaste mis palabras, y las has utilizado para sembrar la muerte de forma atroz.

—¡No es la primera vez que ocurre! —protestó limpiándose la sangre con la manga de la camisa, que pronto adquirió una tonalidad oscura—. ¡Joder, se te ha ido la cabeza!

—Debes redimirte de tus actos. Te lo exijo. Una sola vida bien vale diez mil muertes. Quiero comprobar que estás arrepentido. Arréglatelas o volveremos a vernos.

Manfred se fue con las manos en los bolsillos, silbando su típica melodía. Se cruzó con un grupo de soldados que pareció no verlo.

Vladimir se quedó allí de pie, muerto de rabia. Quizás sí que se había excedido. Reflexionó un rato hasta que encontró un medio de calmar a Manfred, de equilibrar la balanza.

***

Todo era oscuridad. Gretchen estaba aterida. El frío y la imposibilidad de moverse debido a las ataduras le habían adormecido el cuerpo. Ya ni sentía el dolor de hacía unas horas.

Oyó un susurro. Pisadas. Sintió un miedo incontrolable, y empezó a temblar.

De repente una luz apareció ante su rostro. El susto casi termina con ella.

Tras la luz había una cara que la examinaba atentamente.

Tardó unos segundos en reconocer al dueño de ese rostro.

—¡Sigfried! —exclamó.

El otro chistó.

—Sigfried, ayúdame, por favor… —rogó Gretchen. Comenzó a llorar.

—Estoy aquí para eso.

La mujer se tranquilizó, aunque continuó hipando un rato.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó mientras la desataba. El hombre tenía una fea herida debajo del ojo derecho.

—Nada, un arañazo que seguro que me deja una hermosa cicatriz. A las mujeres os gustan las cicatrices, ¿verdad? —dijo en su típico tono burlón— . Y no me llames Sigfried. Ahora soy Vladimir.

—¿Eres… eres un traidor? —La chica estaba absolutamente sorprendida.

Vladimir la envolvió en una manta y la ayudó a salir del establo. Los guardias dormían a pierna suelta apoyados en las puertas. La chica sufrió unos incontrolables espasmos al ver a sus verdugos.

—Tranquila, no se despertarán.

Vladimir condujo a Gretchen hasta una casa cercana. Allí, la chica pudo asearse. Cuando hubo acabado, encontró un hermoso vestido sobre la cama. Se lo puso y regresó a la cocina, donde Vladimir la esperaba con algo de alimento. Lo devoró con ansia.

—Sigfried… Vladimir… ¡Me han hecho cosas! ¡Y mi madre! —Gretchen se derrumbó. Se llevó las manos a la cara, desconsolada.

—Llora a tus muertos más tarde —ordenó el hombre—. Vas a huir a Argentina. Aquí tienes tu documentación en regla, dinero y algunas valiosas joyas que encontré entre las cosas de los soldados que te custodiaban. Botín de guerra, lo llaman.

La mujer lo examinó de hito en hito, sorprendida. Incrédula. Ojeó el interior del bolso. Metió la mano y extrajo algunas fotografías: eran las mismas que habían conseguido los rusos, en las que aparecía ella en distintos actos del gobierno nazi.

—¿Y esto? —preguntó con aprehensión.

—Llévatelas. Guárdalas con celo. ¿No querrás que caigan en las manos equivocadas y te persigan hasta el fin del mundo para detenerte, no?

La mujer asintió en silencio y devolvió las fotografías al interior del bolso.

—¿Y qué va a ser de ti? ¿Vienes conmigo? ¿Por qué vistes como ellos?

—No sé. No y porque es un disfraz —rió.

Gretchen quedó un rato pensativa.

—¿Y si me atrapan?

—No lo harán. Está todo preparado.

—Gracias… Siempre has sido muy bueno conmigo. No sé cómo pagártelo… —Gretchen le dio un fuerte abrazo.

Cuando estaba a punto de salir, para aprovechar el cobijo de la noche, se volvió.

—¿Quién eres en realidad?

—Algún día te lo contaré. Para entonces tú serás una anciana. Yo ya no seré Sigfried. Tampoco Vladimir. Habré tenido muchos nombres. Habré sido amigo de gente poderosa. El poder me atrae, ¿sabes? Entonces, cuando volvamos a encontrarnos y mi juventud te sorprenda, te pediré el pago por salvarte.

Un reavivado sentimiento de miedo se incrustó en el estómago de Gretchen. No sabía si se debía al reloj que había vomitado y tragado varias veces durante esos días o era un miedo real que le causaban las palabras de Sigfried, un miedo basado en algo intangible pero verdadero. ¿Había dicho que su juventud le sorprendería? Ese hombre tan singular… ¿De verdad era un hombre? Ya no sabía qué pensar. Su mente aún estaba nublada por el reciente sufrimiento. Aunque, en realidad, Gretchen nunca sabía cuándo Sigfried hablaba en serio y cuándo hablaba en broma…

***

Vladimir no volvió a saber nada de Manfred. Según dedujo, habría quedado satisfecho con el hecho de que ayudara a Maddie y a otras personas a salvar sus vidas, lo merecieran o no. Manfred era un sentimental, siempre tan protector con los humanos. Para Vladimir, durante años, fue un alivio. Sabía, no obstante, que algún día sus caminos volverían a cruzarse…

 

***

 

—Sí que te quedó una hermosa cicatriz —rió Maddie señalando el ojo derecho de Rick.

—La he llevado con orgullo durante todos estos años. Me costó mucho conseguirla, ¿sabes? —Puso las manos en las rodillas y se incorporó. Paseó por el salón estudiando los recuerdos de Maddie—. Así que, al final, acabaste en este pueblo de mierda.

—No digas eso. Maringouin es mi hogar. Mi último marido era de Luisiana. Nos mudamos aquí hace años. Conozco a todas y cada una de las buenas gentes que viven en el pueblo, y todos y cada uno de ellos me conocen a mí y me respetan.

—Ni todos son buenos, ni te conocen, querida Gretchen…

La mujer guardó silencio. Rick llevaba razón. Se sumió en sus pensamientos.

—La guerra es una locura —continuó la anciana— . Cuando pertenecí al partido, creí realmente en la superioridad de nuestra raza, pero luego maldije todas nuestras creencias. En la guerra no hay vencedores. Durante años he visto la guerra mediática intentando demonizar o justificar las acciones nazis, alabando sus virtudes, negando sus demonios. Nadie lleva razón. El ser humano es un animal terrible, maléfico por naturaleza.

—Sí, sí que está predispuesto al mal, no te lo voy a negar. Muchas veces solo les hace falta un empujoncito…

—Yo he cambiado. Necesitaba hacer las paces conmigo misma, pagar por mi colaboración en uno de los bandos durante la guerra. He intentado eliminar cualquier rastro de mal en mi interior. Todo el mundo en el pueblo me quiere, y yo quiero a todo el mundo.

—¿Incluso a esa panchita, Betty?

—¡Oh! ¡No la llames así! —Maddie estaba escandalizada.

—¿Recuerdas que te dije que, algún día, me cobraría el haberte salvado la vida?

La anciana tosió, incómoda.

—Tengo suficiente dinero para…

—¿Dinero? —Rick soltó una carcajada—. No quiero tu dinero. El dinero no me hace disfrutar. El mal… ¡Oh, sí, querida Gretchen, el mal es la melodía que me anima! El mal es el pan, y el dolor es la miel con la que me alimento.

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