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8 » El Juego

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—¡Así que has sido tú! —exclamó Sigfried, divertido—. Pues quizás el que llegas tarde seas tú, amigo. Todo está preparado.

—Sabes que no puedes hacerlo. Siempre es necesario un equilibrio.

—Eso ya lo veremos —zanjó despidiéndose con una mano y dirigiéndose hacia la puerta de salida de los servicios.

—Haces lo que deseas y luego te lavas las manos pero, cuando de verdad debes lavártelas… — Manfred soltó una carcajada que rebotó en los azulejos de la estancia vacía.

***

La tensión en la voz del operador de radio era evidente. El pobre alemán balbuceaba palabras en inglés, pero se notaba que estaba aterrado. El oficial al mando del formidable navío de guerra británico fue claro: o se rendían y se dejaban escoltar a un puerto aliado, o lanzarían toda su fuerza bélica sobre el barco meteorológico alemán.

Uno de los últimos servicios del viejo crucero de batalla británico MHS Hood fue interceptar un barco meteorológico nazi. El almirante de navío Crood recibió las órdenes del Alto Mando Aliado. Según le comunicaron, el barco portaba información sensible de gran interés para el bando aliado. Debía interceptar el navío alemán y llevarlo a puerto seguro. No obstante, el almirante no tenía forma de obligar al barco alemán a que cumpliera sus órdenes sino era mediante la amenaza. Y la amenaza debía llevarse a cabo en caso de desobediencia.

Con voz aterrada, el operador de radio alemán comunicó al crucero que cumplirían la orden.

Los cascos de ambos navíos cortaron las aguas del Mar del Norte en dirección al Reino Unido. El barco meteorológico era un cachorrillo comparado con el mastodóntico casco grisáceo del Hood.

Una vez en el puerto, los alemanes fueron arrestados y el barco registrado de arriba abajo. Encontraron mapas, situaciones de submarinos y barcos de guerra, informes de movimientos del ejército alemán… información importante pero de la que, gran parte, ya era conocida por los Aliados. El almirante Crood estaba furioso por haber expuesto a sus hombres a un peligro manifiesto en una aproximación a las costas alemanas, atestadas de submarinos nazis, todo para obtener una información de la que ya disponían.

No obstante, aquella noche, uno de los soldados británicos que custodiaba el barco alemán en el muelle percibió movimiento en el puente: estaba seguro de haber visto una silueta deslizarse sobre él.

Presto, se lanzó al interior del navío a la voz de alto. La figura hizo caso omiso a la orden y se internó en las entrañas del barco. El soldado le siguió hasta la bodega. Con su linterna examinó palmo a palmo el perímetro, sin fortuna. No había nadie. Sin embargo, sobre unas cajas cuyo contenido ya habían examinado, reposaba una máquina de escribir alemana: una máquina Enigma.

 

***

 

Las cosas no se desarrollaron como el Tercer Reich había previsto.

Entre 1940 y 1944, Gretchen asistió a muchas fiestas, primero del brazo del capitán Heinrich y, luego, cuando su nombre empezó a sonar en el círculo de altos mandos, con otros oficiales de mayor rango. Bebió, fumó, bailó y posó para hacerse mil fotos. Incluso acompañó a algún oficial a coloquios y exposiciones sobre nuevos experimentos científicos llevados a cabo por investigadores nazis. Conoció a especialistas de muchas ramas de la ciencia, sabios en su campo. Jamás llegó a entender con exactitud en qué consistían dichos experimentos. Coincidió mil y una vez con Sigfried Buttner, el joven que vio aparecer en compañía del Führer en la primera fiesta a la que asistió. Era un joven enigmático. Gretchen deseaba acostarse con él, recorrer su cuerpo atlético con la lengua, sentir su miembro dentro de ella… despertaba en la mujer un sentimiento de lascivia que ningún otro hombre logró jamás, ni siquiera los maridos que tuvo durante su nueva vida tras la guerra.

—Vengo de ver a mi amigo, el emperador de Japón —soltó con una risa que hacía dudar a Gretchen de si hablaba en serio o estaba de broma. Con Sigfried nunca se sabía.

—¿No me vas a contar cómo has llegado a codearte con nuestro Führer? —se atrevió a preguntar envalentonada por los ríos de champán que corrían por sus venas.

Sigfried tenía la habilidad de desviar las conversaciones por los derroteros que le interesaban. Para evitar responderle directamente, acabó explicándole que la principal forma de relación social entre los monos era el acicalamiento: «Se acicalan mutuamente, en señal de respeto y como medio para obtener placer los unos de los otros; no son muy diferentes de los humanos: yo hago lo mismo con Adolf, le acicalo, y él me acicala. Ambos nos procuramos algo que nos interesa», confesaba en privado con una sonora carcajada, ante el gesto escandalizado de la mujer. Nunca respondía a las preguntas de Gretchen de manera clara. Era el perfecto político, y la joven llegó a sospechar que no era más que un chupatintas más, alejado del peligro del combate en el frente. Sonreía y atrapaba a Gretchen con su mirada profunda y oscura. En ocasiones se sorprendía sumida en ensoñaciones en las que Sigfried la tomaba allí mismo, delante de todo el mundo. Al poco lograba regresar de su ensimismamiento y se daba cuenta de que había perdido el hilo de la conversación (o monólogo) que estaba llevando a cabo el general, almirante o quien quisiera que fuera aquél con el que conversaba en ese momento. También notaba las bragas húmedas.

Intentó acostarse con Sigfried en varias ocasiones, pero el hombre la rechazaba una y otra vez.

—Eres demasiado pura… demasiado pura. No te dejes corromper. —La frenaba con una mirada extrañamente paternal que incomodaba a Gretchen.

Aquella noche, sin embargo, en la última fiesta en la que coincidieron estaba inusualmente taciturno.

—¿Te ocurre algo, Sigfried? —dijo Gretchen.

—Algo debe ocurrir para que todos tengan esa cara de polla —respondió de mala gana señalando a los oficiales que disfrutaban de sus copas. Gretchen se percató de que había un ambiente extraño—. Esto se acaba, querida, y más vale que vayamos asegurándonos el futuro en otra parte. Pero no te preocupes, Adolf y yo tenemos preparada la traca final. La historia no olvidará al Tercer Reich tan fácilmente.

Durante los meses siguientes, la tensión fue la nota predominante en la Cancillería. Las primeras y rápidas victorias del Tercer Reich sobre Europa, cuya expansión parecía irrefrenable, fueron sustituidas por derrotas en todos los frentes abiertos. Desde que un crucero inglés encontrase una máquina Enigma en un barco meteorológico alemán, todo había empezado a cambiar, pues los aliados tuvieron un punto de partida para traducir los mensajes cifrados nazis. Una frase empezó a predominar en todos los despachos, órdenes e instrucciones que salían de la Oficina de Información de la Cancillería: «Luz verde a la Solución Final». Gretchen ignoraba de qué se trataba esa orden en clave, pero llegaron rumores de que los presos de los campos de concentración estaban siendo exterminados a miles. Gretchen no entendía por qué el Führer había tomado dicha determinación, pues el otrora claro resultado de la guerra se les estaba volviendo en contra. Ya nadie confiaba en que el Führer pudiera lograr el objetivo de dominar primero Europa y, luego, el resto del mundo. ¿Para qué aniquilar al enemigo, entonces? Era inhumano. ¿Tendrían piedad con ellos después de la guerra, si ellos no habían tenido piedad con el enemigo? En su fuero interno Gretchen llegó a pensar que Hitler había perdido la cordura. Una cosa era imponer la raza aria, de la que ella estaba orgullosa de formar parte, sobre el resto de la humanidad con objeto de guiarla hacia un futuro glorioso, y otra muy distinta exterminar a las razas inferiores.

Varios meses después las predicciones de Sigfried se hacían realidad: Hitler se suicidaba en su Führebunker, y los rusos estaban a las puertas de Berlín. La ciudad resistía a duras penas, pues la mayor parte del ejército encargado de protegerla había partido poco antes hacia Praga para defenderla. Los nazis habían captado un mensaje del enemigo que aseguraba que el contingente ruso se dirigía hacia allí, pero había resultado ser una trampa.

Gretchen escapó de la Cancillería y se encerró en su casa con su madre, aterrada. Jamás se le olvidaría la imagen de la oficiala Staggs sentada en una de las mesas de trabajo, ante una de las máquinas de escribir, llorando desconsolada y amartillando su pistola…

Rogó a numerosos oficiales que la ayudaran a escapar con su madre, pero nadie le hizo caso: durante la guerra había sido la puta de muchos de ellos y ahora solo veían en ella a una puta prescindible con una madre enferma. Intentó localizar a Sigfried, con quien había hecho muy buenas migas en esos años, pero no logró dar con él. Era un hombre misterioso que pasaba días en Berlín y en la Cancillería y luego desaparecía durante meses.

Por primera vez desde que estalló la guerra, Gretchen sintió verdadero pánico. No podía huir de la ciudad con su madre a cuestas. Estaba encamada, en muy mal estado y, si intentaba trasladarla, temía que empeorase.

Poco después, los rusos entraron en Berlín.

***

—¿No oyes la música de la vida?

—Solo oigo gritos y disparos.

Desde una azotea de un edificio en llamas,

Manfred disfrutaba de la brisa nocturna, tendido en el suelo. Las estrellas titilaban inocentes en el firmamento, sobre su cabeza. Parpadeaban incrédulas de lo que ocurría bajo ellas. No entendían la locura humana. Sigfried, de pie junto a Manfred, observaba los edificios de Berlín que ardían como gigantescas piras, los tanques rusos por doquier como pequeñas cucarachas que atestaran las calles, y su ejército sacando a la fuerza a los berlineses de las casas. Se llevaban a algunos en sus vehículos y fusilaban a otros allí mismo.

La resistencia de la ciudad estaba siendo cruenta. Desde las ventanas y azoteas aledañas, algunos resistentes disparaban contra los tanques con sus panzerfaust, un arma parecida al bazooka estadounidense, de la que habían hecho acopio en gran número por si llegaba ese momento.

—Estoy disfrutando mucho con esta partida. No quería que te metieras pero, ya que lo has hecho, al menos, está siendo divertido. Buena jugada hacer creer a mis fichas que las tuyas atacarían Praga.

—¿Mis fichas? ¿Tus fichas? Esto no es un juego. Creo que es hora de ir terminando, ¿no te parece? — respondió el rubio sin apartar la mirada del manto oscuro del firmamento. Su boca curvada en una eterna sonrisa se convirtió en un pequeño círculo que lanzó a la oscuridad una melodía en forma de silbido.

—Aún queda mucho… —exclamó Sigfried. No quería que el juego acabara.

—Haz que Japón deponga las armas. Se acabaron las muertes. Las que quedan son inevitables. Yo presionaré desde mi lado para que los americanos hagan creer al gobierno nipón que no le queda otra salida más que la rendición.

—Te crees mejor que yo, ¿verdad? —preguntó Sigfried sonriente, haciendo un movimiento negativo con la cabeza.

—Yo amo la vida. Tú amas la muerte. Ninguno es mejor que el otro, pues ambos conceptos se necesitan para tener sentido.

—¿Amas la vida? ¿No ves lo que ocurre bajo tus narices? ¡Mira cómo masacran los rusos a los berlineses!

—No se te ocurra echarme la culpa de ello — replicó tranquilamente Manfred—. Los rusos han visto mucho sufrimiento en su camino. Han estado en Auswitchz… saben lo que habéis hecho, y se están tomando la revancha. Las muertes que están causando son únicamente responsabilidad tuya. No he podido evitarlo.

Dicho esto, Manfred se incorporó, saltó de la azotea y se perdió en la oscuridad, dejando al otro con la palabra en la boca.

 

***

 

A menudo el físico Albert Einstein se preguntaba de dónde nacía el milagro creativo conocido como inspiración. Podía explicar casi cualquier fenómeno de la naturaleza mediante una ecuación, pero no era capaz de acotar matemáticamente el proceso mental que llevaba desde un chispazo inicial hasta una teoría plenamente desarrollada. Sus reflexiones le llevaron a pensar que la inspiración en cualquier área del conocimiento era similar al proceso ilógico del humor. Había conocido a gente graciosa durante su vida, y a muchos graciosos. La diferencia radicaba en que la gente graciosa lo era por naturaleza, y en verdad que eran divertidos. Los graciosos, por su parte, forzaban la situación para hacer reír y pocas veces lo conseguían. Era una habilidad, un don, que no se podía cultivar: o se tenía o no se tenía. Igual que la inspiración: o llegaba o no llegaba, no había un proceso lógico que pudiera forzar al cerebro a descubrirte un enigma que quisieras desentrañar. De ahí que Albert gustara, tanto de formular teorías que explicasen fenómenos, como de tomarse la vida con humor.

Por eso, en 1919, el día en que agotado de dar vueltas y vueltas a su nueva ecuación, que no lograba completar satisfactoriamente, se quedó dormido en la silla frente a la pizarra, le resultó curioso cómo se le presentó la inspiración: en forma de hombre alto y delgado que entraba en su despacho de la Academia Prusiana de Ciencias, en Berlín, cogía la tiza y completaba la ecuación en la pizarra. Su teoría de la relatividad, por fin, estaba acabada.

 

***

 

El día seis de agosto se confirmó que el cielo sobre la ciudad estaba despejado. La operación se había retrasado debido a la nubosidad predominante durante los días anteriores.

El bombardero estadounidense B-29 despegó de la base de North Field, en Tinian, en el Pacífico, y sobrevoló sus aguas tranquilas durante seis horas, hasta Iwo Jima. Era un monstruoso cilindro provisto de alas a ambos lados, que sobresalían a mitad del cuerpo, con dos hélices en cada una de ellas.

La tripulación estaba especialmente silenciosa aquel día. La misión que tenían por delante no era sencilla. Estaban acostumbrados a acatar órdenes, pero no órdenes de ese tipo. En Iwo Jima se le unieron dos B-29 más, uno con el cometido de dejar constancia fotográfica de todo lo que ocurriera y, otro, con instrumentos de medida.

Así, el Enola Gay, escoltado por los otros dos aviones, tomó rumbo hacia los cielos de Hiroshima.

El coronel Paul Tibbets estaba especialmente callado aquel día. No es que fuera un tipo divertido, pero su silencio sepulcral evidenciaba sus dudas ante lo que tenían que hacer. Le acompañaban el capitán de la Armada, William Parsons, y su joven asistente, Morris Jeppson.

Faltaba una hora aún para avistar la ciudad. El joven Morris sudaba copiosamente. Sentado en la cabina de mando junto a sus superiores, extendió las manos ante sí. Le temblaban. Solía tener buen pulso, era crucial en su trabajo, pero aquella mañana la duda era una enfermedad contagiosa. Ni siquiera ellos, máquinas de obedecer los mandatos de su gobierno, estaban preparados para algo así.

—Es fácil que la temperatura de los alrededores se eleve hasta un millón de grados —comentó el asistente Morris, rompiendo el silencio.

—Ve preparando a Little Boy —ordenó el capitán Parsons. Quería evitar un debate a toda costa.

—¿Saben cuánta gente morirá? Se quemarán vivos, por Dios... ¿Seremos capaces de llevar esto sobre nuestras conciencias? —El chico insistió. No estaba dispuesto a matar a miles de personas pulsando un botón. Era algo demencial. Era algo cruel, más propio de demonios que de humanos.

—Cállese, Morris. No creo que sea para tanto. Sabe que la efectividad del uranio es de solamente un 1,38 % —zanjó el capitán, pero la oscilación de su voz le traicionaba: a él tampoco le entusiasmaba aquella fiesta.

—Cuarenta minutos para alcanzar el objetivo — informó una voz por radio desde otro B-29.

—Estoy con Morris —saltó de repente el coronel Tibbets, el máximo responsable de la misión. —No tiene nada de honorable lo que vamos a hacer. Una cosa es luchar en el campo de batalla, en igualdad de condiciones, y otra es arrojar sobre la población civil la muerte desde el cielo… una muerte dolorosa.

El capitán Parsons abrió mucho los ojos. Si regresaban sin cumplir la misión se enfrentarían a un Consejo de Guerra por incumplimiento de órdenes.

—Pero… ¿Qué pasa con Pearl Harbour? Nuestros compañeros murieron y… —intentó protestar, pero no tenía argumento alguno a su favor. Lo que decían era cierto: iban a asesinar a miles de civiles inocentes.

—Voy a dar la vuelta. Alegaré motivos técnicos — decidió el coronel.

Cuando su mano se posó sobre la radio, dispuesto a informar a los otros dos B-29 de que la misión quedaba abortada, un silbido tras ellos les sobresaltó. Iban los tres solos en el aparato. Era imposible que nadie estuviera silbando a sus espaldas.

—¿Qué demonios…?

Todo transcurrió como en un sueño.

Tanto el capitán Parsons como su asistente, echaron mano de las pistolas que llevaban en las cartucheras, pero el extraño, alto y delgado, que les observaba con una sonrisa desde la puerta de la cabina, silbaba sin inmutarse.

Como un autómata, el coronel giró la vista al frente, hacia la autopista azul que se abría ante él, y continuó con el rumbo inicial.

El capitán Parsons se dirigió a la bodega donde se encontraba la Little Boy y realizó el proceso de armado de la bomba. A continuación, cuando quedaba poco tiempo para llegar al objetivo, su asistente quitó los dispositivos de seguridad.

Cuando quisieron darse cuenta, viraban el rumbo y regresaban a casa. El avión vibraba peligrosamente, sometido a poderosas turbulencias. Bajo ellos, un hongo oscuro, espeso como la lava, una masa burbujeante gris violácea, con el núcleo rojo como la sangre, de unos doscientos cincuenta y seis metros de diámetro, lo arrasaba todo, sembrando terribles incendios que se desataban con virulencia en todo su perímetro.

Entre noventa mil y ciento cuarenta mil personas perecieron aquel día.

Tres días después, otra bomba caería sobre la población de Nagasaki.

A pesar de sus reticencias durante el vuelo, sorprendentemente, el coronel Tibbets jamás mostraría remordimiento alguno por lo sucedido, como si no hubiera tenido nada que ver con el suceso. Como si no hubiera sido su cerebro el que ordenara a sus manos que maniobrasen el avión hasta situarlo sobre la desdichada ciudad.

 

***

 

Gretchen temblaba.

Sus ojos desorbitados por el horror no eran capaces de soltar ni una sola lágrima más. Estaban secos. Solo deseaba morir de una vez. Si veía alguna nueva atrocidad su corazón reventaría de pánico.

Días después de la ocupación rusa, un grupo de soldados irrumpió en su casa. Echaron la puerta abajo, y sus botas resonaron contra la madera hasta que la encontraron en el dormitorio, cuidando de su madre moribunda. Temerosa de que se lo robaran, se tragó el reloj de su padre.

Eran seis o siete soldados, ya no se acordaba. La sacaron a rastras y le tiraron a la cara un puñado de fotografías, donde aparecía ella con altos mandos nazis. Intentó decir algo, pero uno de los soldados le propinó tal bofetada que la tiró al suelo. Sintió el gusto férreo de la sangre inundar su boca. Allí mismo le arrancaron la ropa y la violaron uno tras otro. Mientras lo hacían, lo único que escuchaba eran los gritos de su madre. Uno de esos soldados la había deshonrado con la bayoneta de su arma. Se congratulaba de ello delante de Gretchen mientras limpiaba la sangre del afilado cuchillo con un paño. Los otros le reían la gracia.

Al día siguiente la sacaron desnuda a la calle. La empujaron hasta el centro de la calzada, donde otras muchas mujeres de edad dispar intentaban cubrirse las vergüenzas. Ante los insultos y los escupitajos de los soldados, las raparon al cero. Gretchen lloraba y suplicaba ayuda con la mirada, pero nadie movió un dedo por socorrerlas. Entre los soldados se encontraban berlineses que, hubieran estado de acuerdo con el nazismo o no, ahora lo repudiaban como la peor de las enfermedades. En cierto momento creyó ver a una chica que trabajó con ella en la Cancillería, Ilse, pero tenía el rostro y el cuerpo tan desfigurado que apenas estaba reconocible: caminaba por pura inercia. Parecía que fuera a desplomarse en cualquier momento.

Desfilaron kilómetros hasta las afueras, atormentadas, sucias, llorosas, temblorosas, con los pies hinchados por la caminata, llenas de heridas. Las encerraron en un establo, amarradas cada una a un palo.

Allí volvieron a violarlas y a maltratarlas durante días.

La chica que estaba junto a ella seguía atada al poste, pero ya no se movía: había muerto desangrada después de que los soldados rusos le amputasen las manos y los pies con un machete, por puro placer. Sus sollozos se habían apagado a medida que la sangre escapaba a raudales de su cuerpo.

Gretchen pensaba que su final había llegado.

***

Vladimir paseaba por las calles muertas de Berlín. Vestía un uniforme del ejército ruso, y llevaba un subfusil PPS-43 colgado del hombro, más por aparentar que por su utilidad real. A él no le hacía falta ningún arma. Había cadáveres descomponiéndose por todas partes. Un soldado ruso, apenas un chiquillo, violaba a una niña que rondaría los siete años de edad. La niña se retorcía y chillaba, pero los soldados de mayor edad que les hacían corro, reían y animaban al jovenzuelo a que acabara su hazaña. Vladimir se quedó un rato viendo la escena, sonriente. Cuando el niño terminó, se incorporó entre felicitaciones y palmadas en la espalda de los demás. Tenía una sonrisa estúpida en el rostro, como la que exhibe aquél que ha realizado una proeza. Abandonaron a la chiquilla allí en medio de la calle, desangrándose. Valdimir dobló una esquina y se internó en un callejón oscuro. Estaba realmente satisfecho del resultado del juego. Ese estúpido no había logrado pararle los pies…

De repente, Manfred estaba de pie ante Vladimir, con la mano levantada. La bajó con un rápido movimiento y Vladimir sintió un ramalazo de dolor en la mejilla, bajo el ojo derecho. La sangre se derramó de la cara y salpicó a Manfred. El suelo se llenó de goterones.

—¿Qué haces? —Los adoquines alrededor de Vladimir empezaron a burbujear; sus ojos se volvieron negros como dos agujeros que condujesen al inframundo. Su rostro se contrajo en una mueca horrenda, más parecido a un demonio que a una persona. Intentó devolver el golpe a su atacante, pero Manfred era muy rápido. Desaparecía de la trayectoria de Vladimir en un abrir y cerrar de ojos. No perdió ni la sonrisa ni la compostura. Cuando se cansó de perseguirlo, Manfred extrajo con parsimonia un pañuelo de su bolsillo y se limpió la sangre de la mano.

—Soluciónalo. Equilibra lo que has hecho. Sabes que tienes que hacerlo.

—¡He perdido la guerra! ¿Qué más quieres?

—Lo que has hecho excede totalmente tu cometido. Has eliminado a demasiados humanos de una sola vez. No era la forma de acabar con esto. Tergiversaste mis palabras, y las has utilizado para sembrar la muerte de forma atroz.

—¡No es la primera vez que ocurre! —protestó limpiándose la sangre con la manga de la camisa, que pronto adquirió una tonalidad oscura—. ¡Joder, se te ha ido la cabeza!

—Debes redimirte de tus actos. Te lo exijo. Una sola vida bien vale diez mil muertes. Quiero comprobar que estás arrepentido. Arréglatelas o volveremos a vernos.

Manfred se fue con las manos en los bolsillos, silbando su típica melodía. Se cruzó con un grupo de soldados que pareció no verlo.

Vladimir se quedó allí de pie, muerto de rabia. Quizás sí que se había excedido. Reflexionó un rato hasta que encontró un medio de calmar a Manfred, de equilibrar la balanza.

***

Todo era oscuridad. Gretchen estaba aterida. El frío y la imposibilidad de moverse debido a las ataduras le habían adormecido el cuerpo. Ya ni sentía el dolor de hacía unas horas.

Oyó un susurro. Pisadas. Sintió un miedo incontrolable, y empezó a temblar.

De repente una luz apareció ante su rostro. El susto casi termina con ella.

Tras la luz había una cara que la examinaba atentamente.

Tardó unos segundos en reconocer al dueño de ese rostro.

—¡Sigfried! —exclamó.

El otro chistó.

—Sigfried, ayúdame, por favor… —rogó Gretchen. Comenzó a llorar.

—Estoy aquí para eso.

La mujer se tranquilizó, aunque continuó hipando un rato.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó mientras la desataba. El hombre tenía una fea herida debajo del ojo derecho.

—Nada, un arañazo que seguro que me deja una hermosa cicatriz. A las mujeres os gustan las cicatrices, ¿verdad? —dijo en su típico tono burlón— . Y no me llames Sigfried. Ahora soy Vladimir.

—¿Eres… eres un traidor? —La chica estaba absolutamente sorprendida.

Vladimir la envolvió en una manta y la ayudó a salir del establo. Los guardias dormían a pierna suelta apoyados en las puertas. La chica sufrió unos incontrolables espasmos al ver a sus verdugos.

—Tranquila, no se despertarán.

Vladimir condujo a Gretchen hasta una casa cercana. Allí, la chica pudo asearse. Cuando hubo acabado, encontró un hermoso vestido sobre la cama. Se lo puso y regresó a la cocina, donde Vladimir la esperaba con algo de alimento. Lo devoró con ansia.

—Sigfried… Vladimir… ¡Me han hecho cosas! ¡Y mi madre! —Gretchen se derrumbó. Se llevó las manos a la cara, desconsolada.

—Llora a tus muertos más tarde —ordenó el hombre—. Vas a huir a Argentina. Aquí tienes tu documentación en regla, dinero y algunas valiosas joyas que encontré entre las cosas de los soldados que te custodiaban. Botín de guerra, lo llaman.

La mujer lo examinó de hito en hito, sorprendida. Incrédula. Ojeó el interior del bolso. Metió la mano y extrajo algunas fotografías: eran las mismas que habían conseguido los rusos, en las que aparecía ella en distintos actos del gobierno nazi.

—¿Y esto? —preguntó con aprehensión.

—Llévatelas. Guárdalas con celo. ¿No querrás que caigan en las manos equivocadas y te persigan hasta el fin del mundo para detenerte, no?

La mujer asintió en silencio y devolvió las fotografías al interior del bolso.

—¿Y qué va a ser de ti? ¿Vienes conmigo? ¿Por qué vistes como ellos?

—No sé. No y porque es un disfraz —rió.

Gretchen quedó un rato pensativa.

—¿Y si me atrapan?

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