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Nunca hay que responder

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NUNCA HAY QUE RESPONDER

En 1972 Jean-Paul Sartre visitó los kibutz, las comunas agrícolas israelíes inspiradas por el socialismo. Allí la propiedad de la tierra era compartida y, en las primeras décadas del Estado, hasta se compartía la ropa interior. Como el objetivo primordial era la agricultura, todos los miembros debían turnarse y colaborar para su desarrollo, sin importar la profesión que tuvieran. Los salarios de todos eran los mismos y todos rotaban en los puestos de dirección. Los niños vivían solos, separados de sus padres, en la Casa de los Niños, y cualquier iniciativa individual de los miembros debía ser discutida y eventualmente aprobada en asamblea. Dice la historia oficial que Sartre clasificó a los kibutz como “la Atalaya del socialismo” en el mar de regímenes feudales de Medio Oriente. Dicen que también dijo: “Es una lástima que tengan que hacerlo con personas”.

Buscaba una fecha precisa para este libro cuando encontré en internet una tesis sobre la revista El Porteño escrita por un chico de la Universidad del Salvador. Gran parte de lo que leí allí nunca sucedió. Se ha escrito también una docena de libros sobre Página/12 y sobre mí mismo; hojeé algunos de ellos donde una correctora se adjudica la secretaría de redacción o un locutor la fundación de casi todo, o algunos cuyos nombres ni siquiera recuerdo un protagonismo que jamás tuvieron. Es curiosamente fácil entrar en una historia a los codazos. Sería humillante desmentir ahora cada caso. Durante veinte años trataron de borrar mi nombre de Página/12, con la estalinista y oportuna ayuda del Estado: creo que no pudieron. Escuché, sobre mí mismo, las historias más increíbles; algunas me dieron rabia, otras, tristeza. Dijeron que nunca fui periodista, que es lo único que fui. Dos historias de Hemingway me sirvieron para superar aquellos altercados:

¿Qué se puede escribir sobre él si ya está muerto? —escribió Hemingway sobre Conrad en 1924—. Ahora está de moda entre mis amigos hablar mal de él. Cuando se sirve en un mundo de política literaria en que toda opinión inoportuna resulta fatal, uno procura escribir con cuidado. La mayoría de las personas que conozco convienen en que Conrad es un mal escritor. Lord Jim (1900) fue el segundo libro que leí, y no pude terminar de leerlo. Por tanto, eso es todo lo que me queda de él, pues me es imposible releer sus libros. Esa puede ser la causa de que mis amigos digan que él es un mal escritor. Pero, de todo lo que he leído, a nada le he sacado tanto provecho como los libros de Conrad.

Ahora que él ha muerto, quisiera que Dios se hubiera llevado a algún experimentado y gran maestro de las letras y hubiera dejado a Conrad aquí con nosotros para que siguiera escribiendo sus cuentos malos. […] Si alguien me dijera que triturando al señor Eliot hasta reducirlo a polvo fino y seco, y espolvoreando con él la tumba de Conrad, este se levantaría y volvería a escribir, correría ya mismo hacia Londres con una máquina de picar carne.

La otra voz de Hemingway surgió hace años, cuando Noticias, un semanario de Buenos Aires, me puso en tapa con un título angustiante: “¿Qué le pasa a Lanata?”. La nota, que incluía párrafos entrecomillados y una precisa descripción de mi casa, era completamente falsa.

Llamé con asombro y cierta ingenua indignación a Fernando Moya, mi representante:

—¿Ves? —me dijo Moya—, ahora sos verdaderamente famoso. Porque no necesitás hacer nada para que hablen de vos.

Hemingway escribió: “Nunca hay que responder. La mejor manera de responder es trabajar. Y esperar a que se mueran”.

Entré en El Porteño dando una patada a la puerta: denunciábamos una filtración en la Comisión Ítalo que implicaba al ex ministro de la dictadura Martínez de Hoz. El Porteño era la revista que tapaba la ciudad de afiches en el 84 con el beso entre dos mujeres, el sitio que publicó la entrevista de Oriana Fallaci a Galtieri o las mejores crónicas sobre la vida de los indígenas en Formosa. Era, a la vez, una especie de maxikiosco de Once financiado por la venta de cuadros de su propietario y director, Gabriel Levinas. El canciller de la India me dijo hace unos años: “Todo lo bueno y todo lo malo que pueda decirse de la India es cierto”. Con Levinas sucede lo mismo. Ahora, al final del camino, lo que queda es que Gabriel es uno de los pocos pensadores liberales que conocí en mi vida: trabajó décadas por los derechos humanos pero también por la libertad propia y ajena. El Porteño era el espíritu de Levinas y el talento desparejo y suicida de Miguel Briante y de Enrique Symns. Escribí, décadas después, a la muerte de Briante:

Miguel Briante tenía sed. Tenía sed, y nariz de boxeador amateur, y un aire lejanamente sobrador de porteño del cine argentino del cuarenta, y vivaces ojos de chico que acaba de romper una vidriera.

Pero, más que nada, sed. Sed de vivir de un sorbo, de escribir, de observar, de dormir, de dejarse llevar, de volver, de estar del todo.

En 1987 yo era un chico de veintiséis años que acababa de fundar un diario. Pero lo peor no era eso: lo peor era que yo no lo sabía. Había conocido a Briante algunos años atrás, en El Porteño, y había escuchado su anécdota de Tiempo Argentinoaquel día que, después de saciar su sed, cayó rodando por la escalera de la redacción. Pero todo aquello era lo de menos: yo, para ese entonces, ya había leído a Briante, y aquel tipo con sed, y sonrisa socarrona, que quería ser Borges, escribía muy bien.

Decidí contratarlo en Página porque eso era justamente lo que más necesitábamos: notas con valor agregado, frutilla sobre el helado, historias, contar lo que pasaba sin caer en el lenguaje burocrático de los cronistas. En los primeros tiempos del diario, Briante no estuvo en una sección determinada: estuvo en todas; así como una nota de actualidad política se cubría con un redactor y un fotógrafo, a otra podían ir un redactor, un fotógrafo y Briante, que iba a “fotografiar” su propia versión de la misma historia. Más adelante se hizo cargo del suplemento de Cultura y fracasó, como todos los que intentaron manejarlo: aquel fue el suplemento que cambió mayor cantidad de jefes en toda la existencia de Página/12. Después escribió columnas, y contratapas.

Como todos nosotros, Briante escribió grandes notas y notas olvidables, aunque debería decir que sus grandes notas fueron muchas. A veces venía a la redacción, y otras —las más— uno se la pasaba buscándolo a Briante. Hubo una época en que debí buscarlo tantas veces que él mismo se convenció de que íbamos a echarlo. Entonces, durante un par de meses, se la pasó llamándome por teléfono, completamente borracho, diciendo, como un chico:

—Vos me vas a echar.

Ninguna respuesta lo convencía de lo contrario.

Al otro día aparecía como si nada hubiera pasado, y así hasta la próxima llamada:

—Me vas a echar.

—No, Miguel. No me jodas. No te voy a echar.

Lo de las llamadas llegó a convertirse en una especie de chiste interno. Toda la redacción sabía que nunca íbamos a echar a Briante, pero Briante se negaba a darse por enterado. Decían en el diario que Briante tenía “la beca Lanata”. Y nadie con la “beca Lanata” había sido echado jamás.

Otra vez el teléfono volvió a sonar. Yo estaba en medio de una insoportablemente aburrida reunión con el embajador de no sé dónde.

—Bueno, pasalo —le dije a Adriana.

Era Briante con su eterno discurso.

—Estoy en una reunión, Miguel —le avisé—. Te escucho, decime…

Insistía con aquello de que lo íbamos a echar.

—Mirá, Miguel —se me ocurrió decirle—, ¿sabés cuándo yo te voy a echar? —El embajador, que hasta ese momento disimulaba, miró con interés—. Yo te voy a echar si vos entrás a esta oficina y me meás y me cagás el escritorio. Si hacés eso, yo te voy a echar. ¿Me entendés?

—Sssí —dijo Miguel, sorprendido.

—Si me lo meás y lo cagás, ¿okay? Si, por ejemplo, sólo me lo meás, no. ¿Vos vas a entrar acá a mearme y a cagarme el escritorio?

—No —dijo Miguel, sonriendo.

Y nunca más volvió a llamar para hablarme sobre aquel asunto. Ocho años más tarde renuncié a mi cargo como director periodístico de Página/12, y Miguel todavía estaba ahí.

Al tiempo, una tarde, alguien me llamó para decirme que Briante había muerto de una muerte idiota. Pero qué muerte no lo es.

Hay personas que escriben con palabras y otras escriben con su vida: Symns es de estos últimos, como Macedonio Fernández lo fue. Symns se escribe: lo que queda después son anécdotas confusas, historias que poco importa si fueron verdaderas, miserias fenomenales, poesía, vida en estado bruto. Bukowski quiso ser Miller, Symns quiso ser Bukowski. No pudo, o no quiso, o no le salió y decidió que en el fondo no importaba hacerlo.

La otra persona de El Porteño que importa a efectos de esta historia es Ernesto Tiffenberg, entonces jefe de redacción. Ya irán viendo por qué, pero mi juicio sobre él está teñido de rencillas personales que deberán tomarse en cuenta a medida que lo lean. En este país donde los diarios se heredan de los padres, hay pocos editores. Llamo “editor” a aquella persona capaz de pensar un medio desde la nada y sacarlo a la calle. Ernesto es “casi” un editor; le falta valentía. Julio Ramos, el “Gallego” García, Jacobo Timerman, Jorge Fontevecchia —aunque muy desparejo— y yo somos editores. He escuchado en los bares miles de diarios mejores que Página/12 o Crítica, miles de revistas mejores que Veintitrés, Ego o Página/30, pero nadie estuvo en medio de la mierda haciéndolas. Lo importante no es tener ideas sino llevarlas a cabo.

El proceso de materialización de una idea es fantástico: la idea está ahí, sola y temblorosa como un pollito, y se la ve crecer hasta que aparece en la calle. Página/12 era, en un momento, unas cuantas hojas de un cuaderno Gloria y algunos dibujitos. Más tarde debe lograrse que otros crean que ese cuadernito es posible, que construyan la idea en ellos. Ese proceso quizá sea el más complicado en la Argentina, donde al contar una idea todo el mundo tiene una mejor para oponerle. Un día, casi sin advertirlo, uno levanta la vista y ahí está la redacción y al poco tiempo un canillita vocea la idea en la calle. Aquellos dibujitos del cuaderno terminan en Salta, o en Alemania, o en Beirut, a la mañana siguiente.

La “idea” de comprar El Porteño y transformarlo en una cooperativa fue un error. Pero un error necesario a la luz de todo lo que sucedió después.

En El Porteño nunca fuimos más de cinco o seis personas. Levinas se desembarazó de la revista a un precio bajo pero que era, para nosotros, imposible. Llegamos entonces a la conclusión de que lo mejor era organizarnos en una cooperativa en la que todos aportaran una cuota de inscripción que permitiera comprar la empresa. La “empresa” era un mensuario con oficinas alquiladas, ningún activo y unos ocho mil ejemplares de venta al mes. Ah, y un “plazo fijo”, los únicos ahorros de la revista que servirían para pasar un breve contratiempo. El concepto de cooperativa terminó sovietizado: éramos más un koljoz que una cooperativa de trabajo: todos ganábamos lo mismo —el cadete y el jefe de redacción— y la discusión de los sumarios se hacía en asambleas.

Los primeros meses fueron caóticos: nos encontrábamos con Tiffenberg para ver cómo “ganar” la asamblea y, en lugar de periodismo, discutíamos los votos a favor. Décadas después, en la “tesis” ya citada, asambleístas que aparecían una vez al mes se adjudican la fundación de la revista. La asamblea estaba compuesta por: Álvaro Abós, Eduardo Aliverti, Osvaldo Bayer, Eduardo Blaustein, Marcelo Cofán, Ariel Delgado, Alberto Ferrari, Andrea Ferrari, Eva Giberti, Marcelo Helfgot, Hernán Invernizzi, Jorge Lanata, Miguel Martelotti, Tomás Eloy Martínez, Daniel Molina, Ricardo Piglia, Ricardo Ragendorfer, Eduardo Rey, Juan José Salinas, Osvaldo Soriano, Herman Schiller, Enrique Symns, Ernesto Tiffenberg, Carlos Ulanovsky, Jorge Warley, Gerardo Yomal y Marcelo Zlotogwiazda.

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