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Hecho de viajes

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Son varias las compañías que exploran la plataforma continental de la isla en busca de petróleo. FIC, como se dijo, es una de ellas. La fiebre del oro negro en Malvinas se encendió a través de la prensa europea, cuando en diciembre de 2004 la revista alemana Der Spiegel informó que las reservas de la isla podrían elevarse a 60 mil millones de barriles. El Times de Londres, en otro artículo, llamó a las islas “the new Kuwait”, y la oficina del British Geological Survey, con sede en Edimburgo, afirmó en un informe que las reservas de Malvinas podrían ser equivalentes a la suma de las que poseen Libia y Nigeria, esto es alrededor de la mitad del petróleo de Irak. Aunque por ahora el petróleo de la isla recuerda la historia de la isla Pepys, una vecina de las Malvinas descubierta en 1684 por el marino William Ambrose Cowley a los 47 grados de latitud Sur. La “tercera” isla de Malvinas fue registrada por todos los cartógrafos de la época, llegando a publicarse en 1839Apuntes históricos a la isla Pepys, que fue sólo un truco de la niebla marina dibujando una costa rocosa, y jamás existió.

La pesca no es sólo un sueño de riqueza, sino una conflictiva realidad:

—La ambición y la corrupción en los niveles más altos del gobierno provocaron la pérdida de cinco millones de pingüinos —me dice Mike Bingham, un biólogo británico que tuvo que escapar de Malvinas luego de informar sobre tal descubrimiento.

En octubre de 1993 Bingham comenzó a trabajar en la organización gubernamental Falklands Conservation, que le propuso realizar un censo de pingüinos en toda la zona. Un estudio zoológico del gobierno británico estimaba entonces en unos seis millones la cantidad de pingüinos. Bingham descubrió en 1996 que la cifra había bajado a un millón, lo que coincidía con el indiscriminado desarrollo pesquero en las islas. El consejero Summers —ya desde entonces ocupa el cargo— y el jefe ejecutivo Gurr decidieron censurar el informe. Los pingüinos más perjudicados fueron los Rockhopper del Sur y los Magellanic, que sólo viven en Chile y el sur argentino. Entre 1996 y 1997 Bingham censó Chile y Argentina, lo que confirmó que la millonaria desaparición de esas especies sólo se había producido en Malvinas. Cuando a fines de 1996 comenzaron los planes de explotación petrolera, el gobierno local favoreció, para evitar alguna protesta de la Falklands Conservation, que el titular de Desire Petroleum ocupara la presidencia de la entidad conservacionista. Entonces comenzaron todo tipo de amenazas hacia Bingham, que obviamente perdió su empleo: encontró un revólver 9 mm debajo de su cama, entraron a su casa en varias oportunidades, quisieron arrestarlo por robo de automóvil con cargos infundados —hecho que fue investigado por la justicia inglesa y se demostró armado— y encontró más tarde flojas las ruedas de su auto y un intento final de atentado para hacerlo explotar. La prensa británica comenzó a investigar el caso y Bingham llevó la denuncia a Londres, donde el Consejero de Policía y Justicia Criminal encontró culpables al gobernador Pierce, el jefe ejecutivo Blanch y el consejero Summers. Este cargo fue después ratificado por la Corte Suprema de Justicia inglesa y el gobierno de Malvinas decidió ignorar sus consecuencias.

Odio las despedidas

Cabo Belgrano / Cape Meredith, Isla Borbón / Pebble Island, Canal Colón / Smylie Channel, Isla de Goicoechea / New Island, Puerto Groussac / Port William, Bahía 9 de Julio / King George Bay, Cerro Rivadavia / Wickham Mount, Isla San José / Weddell Island, Cabo Desengaño / Cape Disappointment.

Hace muchos años, cuando perdíamos con Luis mucho más tiempo en los bares, nos entreteníamos haciendo teorías sobre el mundo que empezábamos a conocer. Luis estaba fascinado con mi “Teoría de los Culos”, que incluía dibujos y clasificaciones en latín, ya que para algo tenían que servirnos los estudios de Derecho romano. Los culos se dividían en manzaniformes y periformes, y de allí se desplegaba el árbol de subvariedades. Luis Rigou ya lleva veinte años viviendo en París, y yo recuerdo cada tanto nuestra “Teoría de la Verdad”. La verdad, decíamos entonces, está formada por círculos concéntricos sobre el objeto en cuestión. Esos círculos van de menor a mayor y todos coparticipan de la verdad final; todos son ciertos. Pero algunos son más ciertos que otros. Son más ciertos en tanto más abarcadores. A medida que el punto de vista es más amplio, más generoso, más ciertos son, porque contemplan más enfoques. En aquellos años la Guerra de Malvinas sucedía por televisión: las viejas donaban sus cadenitas y los alumnos les escribían a los soldados cartas que jamás llegaron. Nuestra “Teoría de la Verdad” era, claro, sobre las islas. En el círculo más chico estaba Galtieri, y su delirio de búsqueda de prestigio personal, más arriba estaban los chicos allá peleando, los colim-Malvinas, los pibes abandonados en las Fuck-Lands. Fuck Lands. En otro círculo mayor estaban los tratadistas internacionales, los ancianos que desempolvaban viejos códices y mapas tratando de averiguar la historia de la región. Arriba de ellos, más amplio, más cierto, estaban los héroes de los dos bandos; nosotros pensábamos en los aviadores argentinos, capaces de atravesar el Corredor de la Muerte bajo disparos de ambas orillas. Pero la verdad sobre Malvinas había sido cantada por Milton Nascimento y Leila Diniz. Leila, la actriz carioca muerta en un accidente de aviación en 1972, la primera mujer que posó en bikini, aquella de quien el poeta Carlos Drummond de Andrade escribió “Leila, para siempre Diniz”. Milton cantaba ahora y Leila desde el túnel del tiempo, y los dos hablaban de algo todavía más viejo, la invasión de Holanda a Pernambuco en 1630. Y ambos decían:

Pelean España y Holanda

por los derechos del mar.

El mar es de las gaviotas

que en él saben volar.

Pelean España y Holanda

por los derechos del mar

porque no saben que el mar

porque no saben que el mar

porque no saben que el mar

es de quien lo sabe amar.

Otro viaje transformado en documental fue La ruta del Che en Bolivia, difundido por History Channel. La crónica se publicó en la revista colombiana Gatopardo.

EL CHE GUEVARA O EL TURISMO DE AVENTURA

Desde Bolivia

El tipo pelado, con lentes y en nada parecido a Gael García Bernal entró al hotel de la Avenida 16 de Julio 1802, del Paseo El Prado, y pidió una habitación con baño privado y vista al Illimani. Que un hotel se llame aquí Copacabana parece una broma de mal gusto de la Secretaría de Turismo: tal es la melancolía del mar a 3.640 metros sobre su nivel. La ausencia del mar de nota en el aire, y toda la ciudad tiene un intenso olor a perro mojado, a lana que busca la humedad de la sombra. Copacabana existe aquí desde mucho antes que Ipanema y Leblon: Copakawana era la diosa de la fecundidad, y su corte de umantuus (hombres y mujeres mitad peces) habitaba el lago Titicaca, a ciento cincuenta kilómetros de esta ciudad. Las distancias en Bolivia no significan nada. Nada, al menos, en relación al tiempo: ciento cincuenta kilómetros desde La Paz hasta Copacabana pueden ser cuatro o cinco horas de marcha. Todo queda lejos, y el país es sorprendentemente inmenso. Aquel huésped del hotel Copacabana pudo averiguarlo tarde y mal. El tipo pelado, con lentes de armazón y corbata modesta tenía documentos de la OEA, algunos cuadernos en blanco y una cámara de fotos. Se sacó una toma frente al espejo del cuarto y luego sacó otra más del pico nevado del Illimani. Dejó firmado en el libro de la recepción su nombre: Adolfo Mena. Nadie lo reconoció. Ni sus hijos ni sus compañeros cubanos. Al segundo día alquiló un jeep y salió hacia Ñancahuazú. El 7 de noviembre de 1966 se instaló con 24 hombres, nueve de ellos bolivianos, en una finca en el límite del departamento de Santa Cruz con el de Chuquisaca. Iba a establecer allí una guerrilla de extrema retaguardia para moverse hacia los Andes, en dirección a la Argentina y Perú. La Historia le abrió la puerta y encontró a la Muerte.

Cuarenta años después Evo Morales, el presidente de Bolivia, tiene en su despacho un retrato del Che hecho con hojas de coca, en el salón más importante del Palacio de Gobierno. El rostro del Che también está como protector de pantalla en su celular privado.

En la plaza central de Montero, a cincuenta kilómetros de Santa Cruz, un artista inauguró hace unos meses un mural con diversos motivos épicos latinoamericanos, incluyendo un retrato del Che. Los vecinos, espontáneamente, apedrearon el rostro de Guevara hasta que finalmente fue cubierto y eliminado de la composición. En la denominada “Ruta del Che”, donde Guevara combatió, se lo venera como a un santo, pero todos los municipios están gobernados por la derecha, y quienes le rezan al Che llegan a cobrar cien dólares a los cronistas para recordar una y otra vez las mismas anécdotas.

Until the victory, always

El 25% de la población de Bolivia vive con menos de un dólar por día y la esperanza de vida al nacer es de 63 años. El 10% de los niños menores de cinco años están desnutridos, y también lo está el 21% del total de la población, que registra un 13% de analfabetos. El 20% más rico del país gana treinta veces más que el 20% más pobre, y el 60% de la población vive bajo los niveles de pobreza. Si se toma sólo la población rural, el porcentaje aumenta a nueve de cada diez. De no haberse llamado Bolivia, claro, por Simón Bolívar, el país bien podría haber sido bautizado Babelia: hay aquí 36 idiomas oficiales además del español, el quechua, el aymara y el guaraní, que son hablados extensamente.

Y hay, además, una grieta.

Quiero decir: un abismo. El que divide a los indios de los blancos. Los indios son muy indios aunque los blancos no sean tan blancos, pero se sienten de todos modos como holandeses en Johannesburg, y el abismo separa, a la vez, a ricos de pobres.

Comencé la Ruta del Che en Santa Cruz de la Sierra, el enclave blanco en una nación cobriza.

—Este país está así por los coyas —dice Miki, el chofer, que maneja una camioneta Lincoln que pudo importar desde los Estados Unidos—. Coyas de mierda —dice, detrás de un par de lentes para sol, mientras acelera hacia el Hotel Los Tajibos.

Dice sólo “coyas” cuando quiere decir aymarás, baures, besiros, canichanas, cavineños, cayubabas, chácobos, chimanes, esee’jas, guaraníes, guarasuwes, guarayúes, itonamas, lecos, machineris, moxeños, trinitarios, moxeños ignacianos, more mostenes, movidas, pacahuaras, quechuas, reyesanos, sirionós, tacanas, tapietes, toromonas, uru-chipayas, weenhayekes, yaminahuas, aukis y yuracarés. Pero dice “coyas”. Todos son coyas. Ellos son “caras”.

Los coyas casi no miran a los ojos de los blancos. Son los que bajan las valijas, limpian las mesas y los platos, ordenan los cuartos.

Son los que delataron al Che Guevara: “Los campesinos fueron nuestra principal fuente de información —me dirá días después Gary Prado Salmón, el capitán de la compañía del Ejército que encontró al Che en el desfiladero de la Quebrada del Churo—. El Ejército llevaba años trabajando en esa zona con un programa de acción civil: ayudábamos a las comunidades, les construíamos una escuela, un puesto sanitario, mejorábamos los caminos. Además hubo una gran habilidad por parte del general Barrientos: pintarles esto en aquel momento como una invasión extranjera. Y eso también despertó el nacionalismo, ¿no?”.

Escribió el Che en su Diario de Bolivia, el 7 de octubre: “Se cumplieron once meses de nuestra inauguración guerrillera sin complicaciones, bucólicamente, hasta las 12.30, hora en que una vieja, pastoreando sus chivas, entró en el cañón en el que habíamos acampado y hubo que apresarla. La mujer no ha dado ninguna noticia fidedigna de los soldados, contestando a todo que no sabe, que hace tiempo que no va por allí. Sólo dio información sobre los caminos; del resultado del informe de la vieja se desprende que estamos aproximadamente a una legua de La Higuera y otra de Jagüey y unas dos de Pucará. A las 17.30 Inti, Aniceto y Pablito fueron a casa de la vieja que tiene una hija postrada y medio enana, se le dieron cincuenta pesos con el encargo de que no fuera a hablar ni una palabra, pero con pocas esperanzas de que cumpla a pesar de sus promesas”.

“Alguien que necesita ayuda de verdad puede atacarte si lo ayudas, ayúdale de todos modos”, dice un cartel en el muro de Shishu Bhavan, la Casa Infantil de Calcuta que atienden las Misioneras de la Caridad de la Madre Teresa. Pero el cartel está colgado en 2007 y el Che soborna a los campesinos cuarenta años atrás. ¿Qué sentirás ayudando al que va a condenarte?

“Nunca en la historia un número tan reducido de hombres emprendió una tarea tan gigantesca”, escribió Fidel en el prólogo al Diario del Che. ¿Qué es gigantesco en la gigantesca Bolivia, donde los campesinos miran desde el silencio de sus gigantescos ojos?

“Fueron numerosos sus contactos con los campesinos bolivianos —sigue Fidel sobre el Che—. El carácter de estos, sumamente desconfiados y cautelosos, no podía sorprender al Che, que conocía perfectamente bien su mentalidad por haberlos tratado en otras ocasiones, y sabía que para ganarlos a su causa se requería una labor prolongada, ardua y paciente, pero no albergaba ninguna duda de que a la larga la obtendría”.

En la ruta hay caimanes, jaguares y tigrinas, hay boas arcoíris y víboras de cascabel, hay laureles, palos borrachos y cedros, hay arañas inmensas que cruzan la ruta y parecen un caniche con las patas extendidas, hay tierra roja, y verde, y marrón, y negra, hay exuberancia, exageraciones de la Naturaleza, fanfarronerías de la Botánica, hay de todo y más, pero no hay dudas. En esta ruta nadie duda. Nadie dudó. Todos repiten en soliloquio un discurso construido, aquí estuvo, aquí fue, allá murió. Todos vieron al Hombre que jamás dudaba, lo tuvieron frente a frente, bajaron su mirada ante la de él, pidiéndole perdón.

El Che

Hubiera vomitado a Jesús

Por tibio

Piensa el Che:[1] “Me miran como si les hablara en inglés. En inglés no, me miran como si les hablara en sánscrito. ¿Me miran? Sí, cuando les hablo me miran. Después no, miran para abajo. Yanquis guaros oligarcas hijos de mil putas que les bajaron la cabeza, miran siempre para abajo. Abajo no hay una mierda, no sé qué miran. Hay arena abajo. Miran y se van hundiendo. Les grito indio de mierda te estás hundiendo y miran para abajo igual. Levantá la cabeza. Levantá. Y levantan la cabeza igual que el Gringo después de la paliza del Torito, no están mirando, no están acá. Mis pies se hunden también en la arena, y uno duele. Duele como la concha de la madre puta. No se siente la bala fría, se siente frío en el pecho acá, debe haber una vena que va derecho del pecho al pie y me tira como si fuera una tanza. Antes de que saliera el sol el pie paró de sangrar o yo paré de tener pie, porque no lo siento, siento la arena alrededor, hundiéndolo. Eso entienden estos hijos de mil putas. La sangre entiende. Sangre respetan. Sangre de los demás o sangre de ellos. Señora, doña, no, así no que duele. Y la vieja se ríe y sigue limpiándome. Un trapito, trapito, dice. Trapito. Trapito acá, en el hueco del corazón, del pie. Trapito, poné. Fuerte tenelo. Tenelo fuerte, así. Apretá. Tapón para que la sangre no corra, trapo limpito con olor a lavandina. La vieja se ríe divertida, como si se acordara de un chiste viejo. Tanta sangre vieja vio. Mira el trapito y no me mira más. Mira nada y se pasa las manos por la falda que nunca se cambió, la falda tiene manchas de aceite que parecen países en un mapa, costras, dura está, dura de la mugre y la sangre que tiene. Se ríe, la vieja, se ríe, el trapito apretá, y desaparece”.

“Si se sigue con cuidado el hilo de los acontecimientos —sigue Fidel, con cuidado, el hilo de los acontecimientos— se verá que aun cuando el número de hombres con que contaba en el mes de septiembre, algunas semanas antes de su muerte, era muy reducido, todavía la guerrilla mantenía su capacidad de desarrollo y algunos cuadros bolivianos, como los hermanos Inti y Coco Peredo, se iban ya destacando con magníficas perspectivas de jefes.” Coco Peredo fue el segundo jefe en la toma de Samaipata por los guerrilleros del Che y cayó en combate. Inti fue uno de los seis sobrevivientes de la Quebrada del Yuro y juró junto a otro de sus hermanos, Chato, seguir la lucha armada en un manifiesto titulado “Volveremos a la montaña”. En 1969 fue rodeado por fuerzas de inteligencia militar a las que se enfrentó cayendo herido. Lo trasladaron a dependencias del Ministerio del Interior donde fue muerto a culatazos en el cráneo. La historia del Chato guarda un asombroso paralelo con la del Ejército Guerrillero del Pueblo, la avanzada del Che en la selva de las yungas de la Argentina, un grupo que jamás entró en combate pero tuvo dos bajas: los fusilaron ellos mismos por temor a que desertaran. En la llamada Guerrilla de Teoponte, el Chato Peredo fusiló a dos de sus compañeros que robaron una lata de sardinas cuando sólo quedaban ocho combatientes enfermos y famélicos. Hoy sus adversarios políticos llevan a los debates televisivos una lata de sardinas y la plantan en medio de la mesa. El Chato vive en las afueras de Santa Cruz y tiene una clínica en la que explora la transmigración del alma.

Gira mágica y misteriosa

El Hotel Los Tajibos tiene cinco estrellas y turistas norteamericanos que no se quejan por el humo ajeno. Está construido en semicírculo sobre una inmensa piscina y en el desayuno alternan viajantes, ejecutivos y cincuentones muy rubios con jovencitas muy bolivianas. Aquí llaman “tajibo” al lapacho, un árbol que crece desde México hasta la Argentina y que brinda flores rosadas entre julio y septiembre. Entre los folletos del desk puede encontrarse uno que dice:

2007: 40 years from Ernesto Che Guevara’s assassination.

Che, not because you fell your light is less strong. Vallegrande Che Festival.

“El producto está todavía por hacerse”, dijo hace unos meses a las agencias de noticias Ricardo Cox, viceministro de Turismo de Evo Morales. Los diarios mencionan el cuadragésimo aniversario “del fallecimiento del idealista argentino” (¿Hegel y Platón serían idealistas alemán y griego, respectivamente?) y mencionan lo complicado que es llegar a la región de Vallegrande, en la zona tropical del país. Según informó la BBC, en 2004 se puso en marcha un proyecto de 610 millones de dólares otorgados por el Departamento Británico de Desarrollo Internacional para incrementar la industria turística del país en la Ruta del Che: el camino comienza en Santa Cruz de la Sierra, pasa por el sitio inca de Samaipata y termina en las poblaciones de Vallegrande y La Higuera. La ruta ha sido también supervisada por Bolivia Care, la rama local de la ONG Care International, con el propósito de generar fuentes alternativas de ingresos para las familias pobres que viven en la zona. La hija del Che, desde Cuba, ha respaldado la iniciativa. Are International, según su página web, es una organización no gubernamental sin fines de lucro creada para auxiliar a los países europeos que sufrieron la desnutrición de la Segunda Guerra Mundial. Hoy actúa en 75 países del tercer mundo y está financiada, entre otras empresas, por Cisco, Cargill, Coca-Cola, Credit Suisse, Delta, General Electric, Gap, Bristol-Myers Squibb, Hewlett-Packard, IBM, JPMorgan Chase, Oracle, Motorola, Citigroup, Ford Motor, HSBC, McDonald’s, Mary Kay y UPS.

El programa estándar de visita comprende:

Ruta del Che Guevara Vallegrande. Paseo fotográfico en 4×4. Incluye: guía inglés-alemán-español licenciado en biología, refrigerio, lunch box.

Salida desde Samaipata, recorrido por el circuito de los episodios finales en la guerrilla del Che Guevara: llegada a Vallegrande, almuerzo en restaurante.

Visita a los sitios más importantes: el hospital donde se expuso su cuerpo, las fosas comunes de los guerrilleros caídos en distintas batallas y el recordatorio erigido al Che sobre su tumba recientemente encontrada en la aeropista tras años de misterio.

Camino a La Higuera, parada en Pucará. Village tour fotográfico antes de la cena. Pernocte en Pucará.

Desayuno y posterior visita a La Higuera, sitio de ejecución del Che y Quebrada del Churo, donde fue capturado. Almuerzo en Pucará. Retorno.

Miki cruza el camino de montaña como un kamikaze vocacional; no hay señales, la línea que divide el sentido del tránsito está gastada y detrás de cada curva puede aparecerse otra camioneta, o un micro destartalado, o la muerte segura. La ruta es eterna y angosta, como si la selva le hubiera cedido un pequeño espacio para existir, pero sólo por algunas horas. La ruta se borra mientras avanzamos por ella; quien mira hacia atrás ya no ve el camino, sólo selva otra vez, y abismo. Menos de 200 kilómetros en siete horas de marcha. Vecinos de la muerte, hacemos bromas. Miki insiste con los coyas y yo lo estimulo para que siga. Miki se suelta, y muestra una picana que guarda en un bolsillo interior de la puerta delantera. Es un electroshocker de 300 mil voltios que emite una descarga paralizante. Miki lo enciende y el aparato lanza un pequeño relámpago azul. Miki se ríe. Cuenta que él y su hermano lo usaron hace poco con un coya que les robó dinero de un negocio familiar. Unos 200 dólares, una fortuna en esta región del mundo. El electroshocker lleva dos baterías de nueve voltios, y aquella noche se quedó sin pilas.

—¿Y apareció el dinero?

—No, pero lo está devolviendo de a poquito, semana a semana.

Llegamos a Vallegrande por la noche, y el olor a perro mojado es mucho más intenso. Hay un solo restaurante y dos hoteles bastante austeros. Hay, también, el viento frío de la noche.

—La entrada dice diez pesos pero en realidad aumentó y son cincuenta pesos por persona. Lo que sucede es que no llegamos a imprimir las nuevas —dice una señora sentada en un pequeño pupitre en la entrada del Museo del Che de Vallegrande.

Diez pesos bolivianos es un dólar con veinte centavos. El museo es pequeño y bastante pobre: hay fotografías del cadáver del Che, una reproducción de las piletas del hospital donde descansó el cuerpo, facsímiles de algunas cartas y recortes de periódico. Ocupa dos habitaciones del primer piso de una casona colonial frente a la plaza. Al salir la mujer nos pide que firmemos el libro de visitas; unas cuarenta personas han hecho lo mismo, cada mes, desde enero de 2007.

La lavandería está en los fondos del hospital: allí dos enfermeras dispusieron el cuerpo del Che para lavarlo y cambiarle la ropa. Hay dos piletas en el centro exacto de un cuarto de material con el frente sin puertas. Las piletas, el piso, las paredes y las columnas están tapadas de grafitis, dibujos y mensajes. El sitio es un santuario sin flores ni velas. Pasamos allí un largo rato en silencio, entre las voces de los grafitis. Hay algo patético y también algo profundo en ese sitio vacío, que parece, en realidad, la verdadera tumba del Che. Una tumba sin cuerpo presente.

—No sabíamos quién era —repite (por enésima vez, en cuarenta años) Susana Osinaga Robles, entonces enfermera del Hospital Nuestra Señora de Malta, quien limpió el cuerpo del Che.

Susana pidió cincuenta dólares antes de repetir su historia, y uno de sus hijos nos acercó un cuaderno para que anotáramos nuestras señas.

—Acá están todos los periodistas del mundo —dijo.

Sueña el Che:[2] “No hay un verbo que lo exprese: no puedo decir que debo revolucionar, pero eso es lo que debemos hacer, revolucionar. Revolucionar y ya. No tengo tiempo. El hambre no tiene tiempo, la vigilia no lo tiene, la desesperación de los puños crispados tampoco. ¿Por qué no se dan cuenta de que no hay más tiempo? ¿Por qué bostezan? ¿Por qué tardan? ¿Qué esperan para salir ahora, para escupir fuego en la puerta de los ingenios, para quemar la zafra, para volcar los micros sucios y despintados? ¿Por qué no son capaces de expresar ese asco que sienten, ese asco antiguo, de mierda refregada contra la ropa? No lo hacen. Creen que vamos a vivir siempre. Comen lo poco que hay, y todavía se ríen, y se cuentan historias de aparecidos en el monte y esperan que la vida cambie. Tampoco esperan que cambie demasiado. Esperan cambiar de pantalón, poder comprar otra camisa, esperan un nuevo delantal, ni siquiera sueñan con un perfume. Alguien les quitó hasta los sueños, o jamás los han tenido. Esperan un par de zapatos nuevos; yo les ofrezco la inmortalidad. No la quieren, no la necesitan, no la entienden”.

Entre el alma y las sardinas

Santa Cruz, como el Infierno, está dividido en círculos concéntricos que sus habitantes llaman “cordones”. El centro histórico de la ciudad es el primer círculo y sobre él convergen los demás. El octavo círculo no tiene las diez fosas del Dante ni alberga a los fraudulentos, sino a los más pobres: allí las calles no tienen nombre y el viajero debe guiarse por referencias, “al lado de la pinturería”, “a unos metros del lapacho”. Osvaldo “Chato” Peredo vive en el sexto círculo, en calles de tierra llenas de perros ariscos, vendedores ambulantes y ritmo vertiginoso.

—Mira la casa que tiene el comunista —dice Miki mientras estaciona el Lincoln con el aire acondicionado a medio punto de la congelación.

A la vuelta de la avenida principal se levanta una casa que desentona con el barrio: dos plantas, puerta sólida y alambres de seguridad, garita a pocos metros de la entrada. En 1967 Chato estudiaba medicina en Moscú, mientras sus dos hermanos, Inti y Coco, peleaban en Bolivia junto al Che. Coco, como dijimos, muere en la campaña e Inti logra escapar. En su retorno a las montañas Inti asesina a Honorato Rojas, de los campesinos que los delataron (“Sin despertar a nadie alumbré a Rojas, que dormía abrazado a sus dos hijos, y ‘puqui’, lo maté”, relata en el libro Teoponte). Coco muere en la tortura luego de tirotearse con el Ejército en una casa clandestina, y Chato quedó al mando del “segundo” Ejército de Liberación Nacional.

“Chato tomó el mando —escribe Jon Lee Anderson en Che Guevara— y con setenta y tantos estudiantes bolivianos, en su mayoría carentes de instrucción militar, tomó la remota ciudad minera de Teoponte, al norte de La Paz, cerca de la cabecera del río Beni. Después de unos meses de campaña, desorganizado, famélico y rodeado por el Ejército, el segundo intento de foco guerrillero murió en un torbellino de sangre y vidas derrochadas. Chato sobrevivió y en la actualidad es un prestigioso psicoterapeuta en Santa Cruz; su especialidad es llevar a sus pacientes de regreso al útero”.

Chato es el presidente de la Fundación Che Guevara, el hombre de Evo en Santa Cruz y, también, quien organiza junto a Cuba las conmemoraciones, búsqueda e identificación de cuerpos y actos alusivos en la Ruta del Che. Tiene una mujer pequeña y amable y su hijo, corpulento pero tímido, sueña con estudiar periodismo en Buenos Aires. “Fue una decisión muy dura”, monologa Chato cuando se le pregunta por los fusilados y las sardinas. “Pero ambos terminaron por admitir su culpa.

Tenían remordimientos por la forma en que habían abandonado a Francisco, que horas después murió de inanición. Ellos mismos aceptaron la sentencia de ser fusilados.”

Chato conoce, claro, la historia de la novela que al día siguiente presentaré en la universidad local: los desertores de la guerrilla de Masetti ni siquiera llegaron a serlo, fue el grupo el que imaginó que lo harían y decidió curarse en salud. “Frente a la debilidad de desertar puede mostrarse aún más debilidad frente al enemigo”, sentenció Chato. La palabra “debilidad” me persigue desde el libro: ¿y si fueron eliminados por débiles? ¿Qué sucede con los débiles en la Revolución? “Lo mismo sucedió en la guerrilla del Che —abunda Peredo—, los desertores lo delataron. Bueno… se sabe la historia de Ciro Bustos, quien incluso la escribió. Y se supo, finalmente, algo de la historia de Régis Debray.”

Piensa Masetti, Comandante Segundo:[3] “No saben lo que son, no saben lo que quieren, no saben cómo lograrlo. Son una manga de nenes de mamá y papá, débiles, enfermos y suavecitos. Todo sería distinto de haber traído hombres. El cubano los mira como si fueran parte de un experimento científico. Yo ya ni los miro. Todo el tiempo quieren estar vivos, no entienden que ya están muertos. Lo dijo el Che: Ya estamos muertos. Pero no lo entienden. Nadie sobrevivirá. La manera de sobrevivir es vencer y la mejor manera de vencer es disponerse a morir. Vivimos tiempo de descuento. No lo entienden. Hay momentos en los que sueño con adelantarme e ir yo solo a enfrentar a las patrullas. Siento realmente que el hecho de que alguien me acompañe no hace demasiada diferencia. Puedo enfrentarlas solo. Y si no pudiera, nadie puede matarme dos veces”.

Dejo el tema del tour de las almas para el final. Es una teoría fantasiosa y atractiva, pero se choca con que siempre, todas, fueron alguna vez Cleopatra. Se lo digo a Peredo pero no le hace ninguna gracia. Peredo cita el caso de un paciente con metástasis que, descubrió entonces, tenía 19 años en la Guerra de Secesión norteamericana y se había infectado entonces. Habla de Einstein, de células endodérmicas y mesodérmicas y de la regresión.

Se me ocurre una pregunta idiota: si ahora el mundo tiene seis mil millones de habitantes, ¿dónde estaban esas almas antes? Si las almas viajan, ¿el stock es siempre el mismo? ¿Hay almas en stand by? Peredo me dice, satisfecho, que no todas las almas reencarnan en lo mismo. Podrías haber sido Cleopatra, pero también un helecho.

Los asesinos

El asesino del Che se llama Mario Terán. Su superior, el general Gary Prado Salmón, relata que la escena estuvo exenta de la menor poesía. Gary Prado habla desde su escritorio, atiborrado de objetos, en un cuarto con las paredes repletas de cuadros. En todos los cuadros el general Prado está de pie, o a caballo, o desfilando o posando una sonrisa para la cámara. En la vida real, ahora, el general habla desde su silla de ruedas.

—El coronel Centeno recibió la orden por radio —recordó—. Le dijeron: no hay prisioneros. Entonces salió, con el coronel Ayoroa, y llamó a los suboficiales y sargentos que en ese momento estaban presentes en La Higuera. Eran siete. Se formaron en hilera, él los miró y les dijo: “Tenemos la instrucción de no tener prisioneros. Así que necesito voluntarios”. Los siete se ofrecieron como voluntarios. Entonces fue el coronel Centeno el que dijo: “Usted allá y usted allá”. Los dos tenían sus armas en la mano. Dieron la vuelta, entraron y dispararon. No hubo ningún discurso de despedida, como señala la fábula. El suboficial Terán abrió la puerta, disparó y cerró la puerta. Nada más.

La fábula no está hoy en las últimas palabras del Che, sino en el destino de Terán: dicen que está casi ciego, que vive paranoico y temiendo un atentado, que tuvo un hijo al que bautizó Ernesto, que no sale de su casa, que nadie sabe dónde vive. Dicen, también, que hace poco tuvo una seria crisis en la vista y que terminó haciéndose atender por unos médicos cubanos que cumplen un convenio de cooperación en un hospital de Santa Cruz. Que los cubanos jamás supieron a quién le estaban devolviendo la vista.

“Cuando pudimos confirmar que en efecto se trataba del Che, hubo una reunión entre los generales Barrientos y Torres en la que se discutió qué hacer con él: si lo llevábamos a juicio va a ser un alboroto. Ya el juicio a Debray se había vuelto una causa célebre, y Debray no era nadie. Imagínese a Guevara, no va a acabar nunca. Pero aunque el juicio se llevara a cabo, sería condenado a… mínimo, treinta años, ya que en Bolivia no hay pena de muerte. Treinta años de cárcel. ¿Dónde lo vamos a tener durante treinta años? No hay cárceles de máxima seguridad en Bolivia. En aquel momento ni siquiera existía la de Cholchocolo, que se construyó después para los narcotraficantes. No había ni eso, eran todas cárceles de juguete. También habría, día por medio, intentos de liberarlo, iba a ser un problema eterno. Mejor ejecutémoslo, con vida, acá va a ser un estorbo. Así se tomó la decisión.

Prado relata monótono y molesto, es un tema que quisiera sacarse de encima pero que sabe que va a seguirlo hasta la tumba. Después habló de los cuervos: el Che llevaba dos relojes, uno en cada muñeca. Ambos eran Rolex. Uno era de él, el otro de Tuma, un guerrillero cubano que había caído en combate. A pedido de Prado, el Che identificó el Rolex propio con una equis tallada con piedra en la caja del reloj. El diario de viaje, la ropa, los objetos personales del Che terminaron en casas de empeño o remates prestigiosos. Prado usó el Rolex por veinte años hasta que, asegura, lo devolvió al gobierno cubano, que le envió un modelo idéntico pero sin uso.

El general corre el escritorio y nos acompaña hasta la puerta. Su esposa colecciona búhos, los hay por toda la casa: de cerámica, madera y metal. Hay en una mesa ratona un par de huevos falsos de Fabergé. La casa está demasiado limpia, y pareciera que nadie vive allí.

Es la hora irreal del atardecer, cuando el cielo se vuelve malva y violeta. Miki vuelve al hotel a toda velocidad. En la puerta de Los Tajibos desembarca un matrimonio europeo con pantalones cargo y mochilas, el parabrisas de la 4×4 lleno de polvo y barro. Vienen de la Ruta del Che, le comentan al coya que los ayuda a bajar el equipaje. Se los ve inquietos y felices.

EL DÍA QUE MATARON A BIN LADEN

Desde Abbottabad

Todo lo que se esconde debe estar a la vista. La sentencia sirvió para Osama Bin Laden durante seis años, hasta la noche sin luna en la que dos docenas de comandos Navy Seals atacaron Bilal Town en un operativo de 38 minutos. Bilal Town es una especie de suburbio a Abbottabad, “la ciudad de las escuelas”, a 120 kilómetros de Islamabad, un Campo de Mayo pakistaní con cinco escuelas militares y hasta banda de música marcial. La casa de Bin Laden está a tres cuadras de un retén que enarbola un cartel de “Restricted Area”, al final de una calle que serpentea junto a una acequia de metro y medio. El mito la convirtió en mansión, aunque está lejos de serlo: las paredes altas y las ventanas inaccesibles son características de esta zona tribal del país. Pero la Xanadu del terrorismo no estaba aislada: imagínense un barrio de la provincia de Buenos Aires con decenas de casas vecinas, terrazas indiscretas y hasta un orfanato en la medianera del patio trasero.

—Dos veces por semana les llevaban carne —recuerda Ahmed.

—Paquetes inmensos de carne —gesticula su compañero del Hogar de la Esperanza.

—Y tres veces por semana venía el lechero.

—Pero no lo dejaban entrar. Dejaba varios litros en la puerta.

Los vecinos pueden reconstruir hasta la lista del supermercado, pero juran que nunca lo vieron y que los helicópteros, aquella noche sin luna, los tomaron por sorpresa.

Ahora la zona está sellada por el ejército y es imposible acercarse a menos de doscientos metros. La captura de Osama marcó también, en el barrio, el triunfo del cuentapropismo: hay quienes alquilan sus terrazas a los fotógrafos extranjeros, y los chicos se dedicaron a rescatar partes del helicóptero caído y abandonado por los Seals y las venden como trofeos del Muro de Berlín.

Amal Ahmed Abdullfattah, la más joven de las esposas de Bin Laden, confirmó a los servicios de inteligencia de Pakistán (ISI) que vivían allí hace seis años y que nunca bajaron de los pisos superiores de la residencia. Osama era enfermo renal y se dializaba tres veces a la semana: esto fue confirmado por fuentes de inteligencia extranjera a este diario en Islamabad, y se convirtió en una de las pistas que exploraban los norteamericanos. En las fotos del interior de la casa difundidas el primer día, pueden observarse algunos frascos de medicación, y una especie de máquina con una manguera; suponen que Osama se dializaba allí mismo.

El ISIS también tiene detenidos a ocho o nueve niños, y dispuso de los cuerpos de al menos tres personas que custodiaban al líder de Al Qaeda. Amal, nacida en Yemén, vivía con otras dos esposas de Osama, también detenidas, junto con su hija —que denuncia que el padre fue detenido y ejecutado— y el propietario que entregó la casa en alquiler.

En el extremo diagonal de la escena, en la Casa Blanca, el nombre clave de Osama Bin Laden era Gerónimo, como el jefe de los apaches, y antes, para la estación de la CIA improvisada en Abbottabad, en una casa vecina que recibía datos infrarrojos de satélites y aviones espía, Gerónimo era sólo una sombra alta bautizada “the pacer” (el que da vueltas, el que marca el ritmo).

—Gerónimo EKIA [abreviatura en inglés de “enemigo muerto en combate”] —dijo finalmente Leon Panetta, el jefe de la CIA, en la transmisión monitoreada por el gabinete de crisis y el presidente Barack Obama.

El líder de Al Qaeda tuvo varias muertes: primero armado y escudándose en una de sus esposas; luego desarmado, “aunque presentó resistencia”; después sin resistencia, pero buscando un arma. Su última muerte oficial lo muestra con un fusil AK-47 y una pistola Makarov en mano a la hora de enfrentar a Jack Bauer. En la última remake afirman que sólo el mensajero, el hombre que reveló el escondite, usó su arma. La historia del mensajero reflotó el debate eufemístico sobre la tortura: algunos afirman que en Guantánamo, otros en una cárcel secreta de Europa del Este, pero ambas versiones coinciden en que la punta del ovillo comenzó a tirarse cuando se conoció, mediante torturas, el apodo de Abu Ahmed al-Kuwaiti, el mensajero de confianza. Panetta (a la espera de la confirmación del Senado que lo catapulte a la Secretaría de Defensa, aun a cargo de la CIA) admitió en un primer momento que el “waterboarding” (simulación de asfixia por agua) había tenido un papel decisivo.

Las hipótesis que navegan en este mar de contradicciones no han hecho más que echar leña al fuego: la “desaparición” a la argentina del cadáver (tirándolo al mar) viola las leyes del Corán y ha despertado en el mundo árabe una humillación gratuita. Al Qaeda ha pedido a los pakistaníes levantarse contra su gobierno, y afirmó en un comunicado que “la universidad de fe, Corán y yihad en la que Bin Laden se graduó no cerrará sus puertas, los soldados del Islam continuarán unidos, organizando y planeando sin descanso”.

“Osama Bin Laden es el líder de una forma de pensar, no está solo. Es el organizador del régimen más grande del mundo”, dijo un portavoz del Partido Islamista de Pakistán, Jamaat-e-Islami. “La felicidad de Estados Unidos se convertirá en tristeza.” Sin mayores precisiones, el gobierno estadounidense informó que, dentro del material secuestrado en Abbottabad, se encontraron planes para atentar contra la red ferroviaria en ocasión del décimo aniversario del 11 de septiembre.

Algunos grafitis en Abbottabad convocando a la venganza, una marcha de algunos cientos en Karachi y una de más de tres mil personas en Egipto han sido hasta ahora las únicas reacciones visibles de la muerte de Bin Laden. Hace diez años, a poco del atentado contra las Torres Gemelas, estuve en esta ciudad y la foto del enemigo público número uno se exhibía con orgullo en los bares y los mercados. Hoy ya no es así, y el miedo parece haberse apoderado del país donde siempre reinó.

—Una parte de este país habla inglés, y la otra habla urdu. Son dos países distintos —comentaba un diplomático extranjero, lamentándose de lo intrincado del idioma local—. Yo no hablo urdu, y siempre sentís que te estás perdiendo algo.

Los 120 millones que hablan urdu saben de qué se trata. Algo está por pasar aquí, cuando no pasa nada. Anteayer, el viernes, se esperaban disturbios en un momento clave: la salida de la mezquita. Pero nada sucedió: ruido de cañerías, agua subterránea. El gobierno pakistaní habla inglés pero entiende urdu: sabe que sus únicas opciones son las de aparecer como incompetentes o como cómplices.

Y saben que, en urdu, no hay acusación peor que la de ser cómplices de los Estados Unidos. El asesinato de Bin Laden fue la frutilla de una escalada en el deterioro bilateral: un UAV (Unmanned Aerial Vehicle, vehículo aéreo no tripulado) norteamericano, tripulado por control remoto (también llamados “drones”) mató por error a tres militares pakistaníes cerca de Peshawar, en la zona norte del país. Los UAV entraron 200 kilómetros en línea recta desde Afganistán, y en protesta Pakistán cerró por quince días su frontera. Distintas fuentes locales aseguraron a este diario que la presencia de aviones no tripulados o de “stealths” (stealth aircrafts, aviones furtivos: stealth significa “cautela”) es constante en la zona de la frontera norte. Los stealth son aviones con superficies angulosas, invisibles para los radares. Invisible también trató de pasar Raymond Davis, agente de la CIA en Islamabad, hasta que asesinó a dos informantes del ISIS en Lahore: uno a quemarropa y otro por la espalda. Para colmo de males, la 4×4 de la embajada que acudió a su rescate en la escena del crimen, atropelló y mató a un ciclista en su camino: Davis fue detenido y los vertiginosos 4×4 escaparon. Todo se complicó cuando Davis exhibió su visa de turista, aunque la embajada norteamericana lo declaraba como miembro de su staff. El escándalo le costó el cargo al canciller pakistaní y Davis salió finalmente en libertad luego de pagar una indemnización a los familiares de los muertos. Entre la espada y la pared, el gobierno pakistaní también enfrenta las acusaciones de su vecino, la India, por los atentados en Bombay en noviembre de 2008, con 173 muertos y 327 heridos, cuando varios grupos comando desembarcaron en el malecón y comenzaron a disparar ráfagas de ametralladoras en los hoteles cinco estrellas de la costa. India identificó a los responsables como miembros del Lashkar-e-Toiba, un grupo islámico militante de Pakistán.

Hasta ahí, la espada. Del lado de la pared, los grupos religiosos no dan tregua: no es casualidad que Bin Laden encontrara refugio seguro en el norte del país, vecino a la zona tribal donde gobierna el MMA (Muttahida Majlis-e-Amal), una coalición extremista de partidos religiosos que acabó con la música, el cine, el alcohol y ha hecho aún más restrictivo el rol de la mujer. Víctimas de la Ley contra la Blasfemia, fueron asesinados el gobernador de Punjab y el ministro de Minorías (católico), junto con su padre, enfermo cardíaco que no resistió las amenazas. Pakistán es el país musulmán más severo respecto a la blasfemia, y en el artículo 295 A de su Código Penal prohíbe los “sentimientos religiosos ultrajantes”, el 295 B castiga la profanación del Corán con prisión perpetua y el 295 C prescribe la pena de muerte por “comentarios despectivos hacia el Profeta”. El gobernador fue asesinado por un miembro de la policía de elite de Islamabad, que se convirtió luego en una especie de héroe nacional.

Salman Taseer, la víctima, había calificado de “ley negra” a la norma contra la blasfemia. Shahbaz Bhatti, el único ministro católico del país, fue asesinado en su auto, camino al trabajo, tras sus intentos de derogar la misma ley. La muerte aquí es cualquier cosa, pero nunca una sorpresa. “Siempre estaba esperando misiles crucero —escribió Robert Fisk, uno de los pocos periodistas que entrevistaron a Bin Laden, en The Independent—, también cuando yo me reuní con él. Había esperado la muerte antes, en las cuevas de Tora Bora en 2001, cuando sus guardaespaldas se negaron a dejarlo que se pusiera de pie y luchara, y lo obligaron a caminar sobre las montañas a Pakistán.” Fisk recuerda que conoció a uno de los hijos de Osama, Omar: “Era un muchacho buen mozo y le pregunté si era feliz. Me respondió ‘yes’, en inglés. Pero el año pasado publicó un libro llamado Viviendo con Bin Laden y —recordando cómo su padre mató a sus amados perros en un experimento químico de guerra— lo describió como ‘un hombre malvado’. En su libro, él también recuerda nuestro encuentro. Concluye que debería haberme dicho que no, que no fue un niño feliz”.

El cielo del sábado se desploma y hasta los cuervos se han ido de Islamabad. Hay silencio y tensión. Los retenes se multiplican en las avenidas y la seguridad de los hoteles se duplicó: barreras, vigilancia de espejos en el motor del auto, baúl y capot abiertos, detector de metales. Cada tanto cae una lluvia caprichosa y breve. Odio este silencio. Siempre me imagino que algo está por suceder.

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