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55 » Capítulo 49

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2002

 

Cuando Mitch se hubo ido, Chandler se unió a padre e hijo bajo el tronco de un árbol frondoso. Las preocupaciones del padre ahora se reflejaban en el rostro del chico, que parecía prematuramente viejo.

—Quizá tenga razón —dijo Arthur, mirando la tierra seca.

Observó a su hijo y luego a Chandler.

—Solo tendrá razón si usted «siente» que tiene razón —dijo Chandler.

—No puedo juzgar cómo me siento ahora mismo —respondió Arthur—. No sé lo que siento. No sé si lo sabré alguna vez.

Miraba a Chandler como pidiendo que le dijera qué tenía que hacer. Chandler no supo de dónde le salieron aquellas palabras, pero fueron como un torrente que no pudo contener.

—Déjelo ya, Arthur. Martin se ha perdido. No hay necesidad alguna de perderlos a Davie y a usted también. Él no lo habría querido. —Hizo una pausa para aspirar un poco de aquel aire caliente y seco—. No siempre se llega a una solución satisfactoria. No siempre hay una respuesta. Siempre habrá un elemento de misterio. Pero depende de usted, y de nosotros, mantener a Martin vivo en nuestros corazones. Él ahora forma parte de la tierra, parte de este bosque. Y será así para siempre.

Chandler los miró. Había dicho lo que pensaba y se sintió aliviado.

Por su parte, Arthur tenía la cabeza hundida entre las piernas. Davie miraba a Chandler, conmocionado, como intentando comprender mejor qué les estaba diciendo. Con la agilidad propia de un niño, se levantó y se alejó. Chandler buscó alguna palabra para detenerle, pero qué podía decir.

La voz de Arthur flotó sobre el silencio.

—No quiero que el espíritu de Martin vague por aquí.

—Tiene usted que ocuparse de su mujer y de Davie. Ha hecho todo lo que ha podido —dijo Chandler.

El viejo empezó a sollozar cuando la realidad le golpeó con toda su dureza. Pero Chandler no podía entretenerse en su dolor. Tenía que pensar en qué hacer a continuación. Primero, llamar a la base para que enviasen el helicóptero. Luego hacer unas declaraciones para confirmar que la búsqueda había concluido y para dar las gracias a todos los que habían participado.

No era una idea muy atractiva que digamos. ¿Y luego qué? A su debido tiempo, pasarían página y se irían olvidando de aquel asunto.

Chandler levantó la vista. Davie se había ido.

—¿Davie? —gritó Chandler hacia la extensión de tierra donde había visto al chico por última vez.

Ayudó a Arthur a ponerse en pie y se dispuso a perseguir al chico. Las lágrimas habían desaparecido de los ojos del anciano. Ahora había miedo en ellos. Abandonaron toda precaución y siguieron su instinto. Tropezaron con arbustos y maleza, gritaron una y otra vez. Pero nada. Chandler se sentía aterrorizado. Mitch tenía razón: tenía que haber acabado antes con aquello; cuando aquella familia todavía estaba a salvo.

Corrió bajo la espesa copa de los árboles. Una rama le azotó en la cara. Era un estúpido. Arthur seguía sus pasos. Sus gritos y los de Chandler recorrían el camino, mientras buscaban el jersey azul chillón del chico, que debía de contrastar con la tierra marrón. Los pies de Chandler rozaron la tierra, arrancando hierbas del suelo. Se le enredaba el pelo en las ramas; parecía que querían arrastrarle, como si quisieran llevarle consigo y mostrarle alguna cosa. A menos que hubiera echado a correr, aquel chico no podía estar lejos de allí.

De repente, aquel relámpago azul.

—¡Davie!

El chico no se volvió. Se había quedado inmóvil mirando algo entre los arbustos. Después de todo aquel tiempo, de todos los kilómetros recorridos… Cuando estaban a punto de rendirse, habían encontrado a Martin. Lo habían conseguido cuando más desesperados estaban.

Chandler recorrió aquel paisaje con abandono.

Deseaba encontrar a Martin con vida. Pero no tenía esperanzas respecto a lo que se iba a encontrar.

Sin embargo, al acercarse, vio algo que no fue ni lo que deseaba ni lo que esperaba encontrar. Comprendió por qué el hermano de Martin se había quedado quieto, de piedra.

La pezuña sobresalía de los arbustos. Estaba unida al cuerpo recién muerto de un camello. Era una masa de piel y carne. Los intestinos, desgarrados y parcialmente devorados. Los gusanos se arremolinaban en torno a aquel revoltijo putrefacto y rosado. El hedor que llenaba el aire era inmensamente desagradable, pero, al mismo tiempo, ejercía una atracción en quien lo miraba.

Eran los restos de lo que en tiempos había sido una vida.

Una vida que ya no era.

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