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55 » Capítulo 50

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Chandler podía ver la imagen de aquel animal pudriéndose entre los arbustos. Podía ver al chico paralizado, mirándolo.

Entonces había sido David.

Ahora era Gabriel.

Lo veía en su mente. Aquella mirada joven enfrentándose a la brutalidad de la vida y la muerte. El cadáver de ese animal le confirmaba que nada podía sobrevivir allí afuera. Que ya no quedaría nada de su hermano.

—¡Alto ahí! —dijo una voz ruda desde la oscuridad.

Chandler se imaginó una sombra rodeada de otras dos más pequeñas. Pero no podía ver nada en medio de aquella oscuridad.

Una linterna parpadeante lo cegó. Sin embargo, también era un objetivo al que Nick podía apuntar. Intentó protegerse de la luz, pero apenas lo logró.

—Está solo —dijo la voz, algo decepcionada.

—Sí, pero…

—Pero ¿qué? No está cumpliendo su parte del trato, sargento.

—Primero quiero hablar con usted —dijo Chandler—. Tengo que confesarle algo.

Hubo una ligera pausa, la linterna osciló.

—Parece que les viene de familia —dijo Gabriel, fríamente—. Su hija mayor, Sarah… —casi escupió el nombre—, también hablaba de confesiones, intentando calmar a su hermano. Me pone de los nervios.

Chandler soltó el aliento que había contenido. «Me pone de los nervios…» Eso parecía sugerir que aún estaban vivos.

Gabriel continuó.

—¿Por qué su hija quiere unirse a una religión que lo único que pretende es controlarla? ¿Y por qué se lo permite? Puede que le haga un favor…, si la mato…, antes de que usted mismo le arruine la vida.

Aquella amenaza fue como un puñetazo en la boca del estómago. Debería entregarle a Heath. Luego podría gestionar el sentimiento de culpa. Podría confesarse como su hija. Podría purgar su alma.

—Por favor, no lo haga —dijo Chandler—. Dígame dónde están, nada más.

—Están a salvo. Por ahora.

«Por ahora.» Movió la mano instintivamente hacia el arma.

—No haga eso, Chandler —le dijo Gabriel—. Si lo hace, no podrá salvar a sus hijos. Dios solo salva almas…, no los cuerpos…

—Por favor, haré…

—¿Qué hará? ¿Darse la vuelta y traer lo que le he pedido?

Chandler consideró la oferta. ¿Qué le importaba la vida de Heath? ¿A cambio de sus dos hijos? Dos por uno sería un buen trato, ¿no? Entornó la mirada y pudo ver aquella figura oscura frente a él. Una figura solitaria. Sintió unas ganas casi incontenibles de matarlo allí mismo.

—Sargento, sus hijos tendrán muchos problemas si yo no vuelvo —le dijo Gabriel, que había leído sus intenciones.

—¿Dónde los ha metido?

—Ah, eso no puedo decírselo. Todavía no. Y ahora, muy despacio, coja su arma y déjela en el suelo.

—Sé quién es —dijo Chandler.

Gabriel no le respondió.

—David Taylor. Davie Taylor.

La silueta sonrió. Pudo ver la sonrisa en esos dientes iluminados. Tal vez había sido la primera emoción genuina que dejaba ver.

—Le ha costado un poco, ¿verdad? —Había cierto alivio en su voz—. Sinceramente, pensaba que me reconocería antes. En realidad, era mi única preocupación… Después de que nos viéramos en la comisaría y habláramos y me llevara en coche hasta el hotel, me di cuenta de que no tenía ni idea. Se había olvidado de mí, igual que se olvidó de mi familia.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Chandler.

—¿Que qué quiero decir? Hace casi once años nos fuimos de aquí…, y ya está. Asunto concluido. Nadie nos volvió a hacer caso. El trabajo estaba hecho. Un trabajo fracasado. Y a la siguiente cosa. Aquel caso sería otro que la policía escondería debajo de la alfombra. De los otros, como Mitchell, me lo esperaba. Pero de usted, Chandler… Recuerdo que estaba muy unido a mi padre. Nos consolaba, nos guiaba, rezaba con nosotros. Todos juntos, dirigiéndonos hacia la nada.

—Yo… intentaba mostrarme amable —dijo Chandler.

No sabía qué más decir.

—Si tan amigo nuestro era, ¿por qué no se puso en contacto con nosotros después? Ni una llamada telefónica. Una sencilla llamada para preguntar qué tal lo llevábamos. Eso habría bastado para pararlo todo.

Chandler buscó una excusa, pero no encontró ninguna. Podía haber conseguido un número de teléfono, «tenía» que haberlo hecho. No tenía excusa. De todos modos, lo intentó.

—Mi novia de entonces…, mi mujer. Mi exmujer…

—¿La que conocí en casa de sus padres? —le interrumpió Gabriel.

Chandler apretó los dientes al recordar la herida de su padre.

—Sí. Estaba embarazada de nueve meses por aquel entonces. A punto de dar a luz. Después de la búsqueda, dio a luz. Nació Sarah y yo tuve que ocuparme de otras cosas. De intentar seguir viviendo.

Gabriel gruñó.

—Nuestra familia también intentó seguir viviendo. Pero no lo consiguió.

—¿Qué quiere decir?

—Lo que quiero decir, Chandler…, lo siento, «sargento»… Murieron en un accidente de coche tres meses después de que volviéramos a casa.

—Lo siento —dijo Chandler, y de verdad que lo sentía.

—Sí, claro, ahora seguro que sí.

—¿Fue un accidente? —preguntó Chandler.

—Al coche no le pasaba nada —respondió Gabriel con total naturalidad.

—¿Iba usted…?

La sombra asintió.

—Sí, pero yo llevaba cinturón de seguridad. Ellos no. Murieron al instante —contestó, y le tembló algo la voz.

—¿Y Geoffrey y Dina se ocuparon de usted?

—Dígame, Chandler, esos hijos suyos… ¿Alguna vez los ha castigado? —La voz suave volvió a sonar siniestra.

La linterna tembló.

A Gabriel le estaban dominando las emociones. Chandler no estaba seguro de si eso era bueno o malo. ¿Era mejor tener enfrente a un hombre calmado, racional, o a alguien airado que cometiera un error? ¿Un error fatal?

—Por supuesto —dijo Chandler, indeciso.

—No, quiero decir «castigarlos» de verdad.

—Un azote si hacían algo realmente malo de pequeños. Pero no sucedía a menudo.

—¿Los castigaba usted aunque fueran buenos?

—No.

—Por ejemplo —continuó Gabriel—, ¿castigaría usted a Sarah por no saberse bien el texto de la primera confesión?

Hablar de los niños: eso era bueno. Tal vez se le escapara dónde los tenía. Pero debía proceder con cuidado, y más teniendo en cuenta cómo le temblaba la linterna.

—No, claro que no. Nadie es perfecto —replicó.

—Exacto —dijo Gabriel. Cierta suavidad volvió a su voz: la respuesta le había gustado—. Nadie es perfecto. Nada lo es. La gente no es perfecta. ¿Querría usted que enseñaran a sus hijos a golpes? ¿Que les pegaran y los insultaran por equivocarse?

—¿Fue eso lo que le ocurrió a usted?

Hubo una pausa y la linterna osciló.

—Porque cuando les pregunté… —continuó Chandler.

La ira de Gabriel explotó.

—¿Habló con ellos?

—Solo intentaba…

—¿Por qué habló con ellos?

—Para averiguar qué podía pasar dentro de…

Había hablado demasiado.

—¿Dentro de mi cabeza? —escupió Gabriel—. Tengo la cabeza perfectamente. Mis actos están claros. Sólido de cuerpo y mente. Pero esos fanáticos hijos de puta… —Dejó la frase sin terminar.

—Se negaron a hablar conmigo. De usted —dijo

—Porque se sienten culpables —escupió Gabriel—. No quiero saber nada más de ellos. Se apoyaban en la pared y me azotaban mientras me leían el principio de ese maldito libro.

—El Génesis.

Gabriel hizo una pausa.

—Sí. El Génesis. Me azotaban y me decían que todos éramos pecadores. Todos pecadores, pero solo me castigaban a mí. Como si ese fuera su salvoconducto hacia la salvación: la letra con sangre entra. Y me hicieron esto. —Se llevó la linterna a la oreja y dejó ver una cicatriz de diez centímetros que solía cubrirse con el pelo.

Al iluminar su cabeza con el haz de luz, se convirtió en un blanco fácil. Pero Nick no dispararía, no antes del intercambio. En todo caso, Chandler rezó para que no lo hiciera.

—Una vez me dieron justo aquí —dijo, acariciándose la cicatriz—, partiendo la carne. No dejaba de sangrar, así que me llevaron al médico. El médico era de la misma congregación. No hizo preguntas. Me lo volvió a coser y me dijo que Dios lo curaría con el silencio.

—Que ellos fueran malos no significa que usted tenga que hacer daño a otros.

Gabriel resopló.

—Ellos me quitaron el último vínculo que tenía con mis padres. El amor de Dios. Me enseñaron que soy malo. Y el mal hace lo que le place. Si yo soy el demonio, como ellos aseguran, entonces debo llevar a cabo la obra de Dios, el ángel Gabriel enviado para castigar a aquellos que han sido nombrados. Yo soy la mano del demonio.

—¿Y qué pasa con los nombres que se ha saltado? —preguntó Chandler.

El rayo de luz bailoteó cuando Gabriel se encogió de hombros.

—Actué a medida que fui dando con ellos. No elijo el orden. Imagínese, Chandler, imagínese recitar esos nombres una y otra vez. Las palizas duraban tanto como el tiempo que tardaba en decirlos en voz alta. Si cometía un error, después de un azote inesperado, tenía que repetir la lista entera. Hasta el capítulo trece.

—¿Por qué el capítulo trece? ¿Porque trae mala suerte?

—Allí se menciona por primera vez Sodoma y Gomorra. Unas palabras que nuestros amados Geoff y Dina no querían ni oír en su casa. Como si aún estuvieran a salvo de la depravación. A veces, incluso olvido el nombre de mi hermano y de mis padres… Pero esos nombres…, esos nombres están grabados a fuego en mi mente.

—Pero usted mata a personas inocentes…

—¿Y usted cómo lo sabe? —replicó Gabriel—. En realidad, ninguno de los nombrados en ese libro es inocente. Todos están malditos y son pecadores.

Aunque su voz seguía siendo firme, Chandler notaba que Gabriel empezaba a resquebrajarse. Necesitaba ganar tiempo…

—¿Por qué matarlos ahora? —preguntó Chandler—. Seguramente, este sitio solo le trae malos recuerdos…, como a mí.

—Y pensar que creía que había olvidado…

—Nunca —dijo Chandler, tal vez demasiado repentinamente: parecía que admitía ser culpable.

—Cuando me liberé de los fanáticos y de su idea del paraíso, intenté irme lo más lejos que pude. Accedí al dinero de un fondo fiduciario que mi padre creó años atrás. Viajé por ahí un par de años: Nueva Zelanda, Tailandia, Malasia. Luego, no sé cómo, volví al oeste de Australia. Algo me impulsó a buscar este sitio…, otra vez. Y nada había cambiado: el paisaje, el olor… Era todo igual. Como si el tiempo se hubiera detenido. Como si las muertes de mi madre, mi padre y mi hermano no hubieran significado nada en el «gran plan del universo». Como si hubieran caído totalmente en el olvido. Eché a andar. Tal vez quise hacer lo mismo que Martin. Después de un par de días caminando y durmiendo en el coche, encontré la cabaña y empecé a considerarla mi hogar. Me trasladé y viví allí. Es asombroso lo que se puede averiguar sobre uno mismo cuando siempre estás solo.

Gabriel hizo una pausa para coger aliento. Chandler pensó en rogarle que no les hiciera nada a sus hijos, pero el instinto le dijo que no era buena idea.

—Hay mucho dolor en este bosque, Chandler… Y es un dolor que caía sobre mí. La gente no me había dado más que dolor, la religión no me había dado más que dolor. Y sí: quise vengarme de esas cosas, allí donde todo empezó. Quise ofrecer algo al alma de mi hermano, al alma de mis padres. Ellos no murieron aquí, pero fue aquí donde se perdieron. También merecen algo de compañía ahí fuera.

De repente, Gabriel soltó una risita sin humor.

—La primera víctima se llamaba Adam —continuó, mirando a Chandler—. Irónico, supongo… Le prometo que no fue nada planeado.

—¿Cuándo? —preguntó Chandler, con su instinto de policía.

—Hace casi tres años. El 14 de enero de 2010. Estaba haciendo dedo en busca de trabajo, como Heath. Esos son los más fáciles: los desesperados. Era un tipo muy hablador, un poco mayor que yo, ansioso de hacer algo de dinero para irse de vacaciones. Estaba obsesionado consigo mismo: Adam hizo esto, Adam hizo lo otro. Repetía su nombre una y otra vez. Oírlo repetir de esa manera… Bueno, de repente, sentí la urgencia de matarlo. «Tenía» que matarlo. Pero no sabía cómo hacerlo. De modo que, en medio de la nada, salí de la carretera principal por un camino de tierra. Le dije que tenía que ir a orinar, cogí la cuerda del maletero, me subí en el asiento de atrás y lo estrangulé.

Gabriel lo observó.

—Fue duro. Más duro de lo que me había imaginado. Pero me sentí lleno de energía. Era como, si de algún modo, por fin me hubiera vengado.

Chandler se preguntó si también lo mataría a él. Después de todo, le había atraído hacia allí en mitad de la noche. No creía que su nombre estuviera en el Génesis, pero cualquier cosa era posible: podía retorcer su nombre para que encajara con algo de la Biblia; Canaán, por ejemplo. Se parecía bastante a Chandler como para que aquel loco pensara que merecía un castigo.

Pero Chandler iría hasta lo más profundo del infierno si eso le ayudaba a recuperar a sus hijos.

—A la siguiente pareja la secuestré con la esperanza de que pudieran ayudar a recuperar los restos de Martin, pero mantener tanto tiempo a un rehén resultó difícil. Siempre están quejándose —dijo, como si no pudiera creérselo, como si no comprendiera que a la gente no le gusta que la tengan encerrada—. No es fácil traer suministros aquí. Al final, pasaba más tiempo cuidándolos que buscando. Intenté explicárselo, lo de Seth y Eva. Que entendieran por qué los había elegido a ellos. Me dijeron que estaba loco. Me dijeron cosas peores. Pero no: yo no estoy loco.

Chandler se mordió la lengua. De alguna manera, aquel hombre se había convencido de que, matando a aquella gente, su hermano volvería.

—Sin embargo, puede dejar que Sarah se vaya…, a cambio de Heath. Quizá sea malo. Usted lo piensa. Y mucha gente está convencida de ello. Pero yo no soy un monstruo. Usted intentó consolar a mi padre, aunque le dijo que abandonara la búsqueda.

—Era lo mejor para su familia.

—¿Cómo puede decir eso? Ahora todos están muertos.

—Yo no sabía…

—No, no lo sabía. —Se hizo un breve silencio. Un arma brilló en la mano de Gabriel—. Tráigame a Heath y le devolveré a sus hijos con mucho gusto.

—No tiene por qué morir nadie más. Su padre no habría querido… —dijo Chandler.

—La gente muere, Chandler, así son las cosas.

—Heath, Sarah, Jasper… Ellos no merecen morir. No han hecho nada malo.

—Tampoco mi hermano…, ni mi madre ni mi padre. Pero Dios se los llevó.

—Está usted furioso. Tiene motivos para estarlo, sin duda. Pero no puede hacer esto… Davie.

—Es lo que tengo que hacer. No me queda elección, Chandler. Pero usted sí que puede elegir. Es muy sencillo: o él o sus hijos.

—Dígame dónde están.

—Ahora, Chandler… —La sonrisa de Gabriel brilló en la oscuridad.

Chandler necesitaba más tiempo.

—Si lo tenía todo tan controlado, ¿cómo es que se le escapó Heath?

En la débil luz de la linterna, vio que Gabriel fruncía el ceño.

—¿Es una trampa? ¿Quiere ganar tiempo hasta que llegue la ayuda?

Chandler negó con la cabeza, bloqueando el rayo de la linterna con la mano.

—No hay ayuda. ¿Cree usted que me dejarían secuestrar a Heath y entregárselo?

Gabriel esbozó una sonrisa retorcida en medio de la oscuridad.

—Esperaba que usted se comprometiera y lo hiciera.

—¿Y cómo se escapó?

—Como ya le dije, consiguió abrir las esposas —dijo Gabriel, ahogando una risa—. De alguna manera, le admiro. Debió de costarle un gran esfuerzo. Salió de la cabaña y escapó. Le atrapé y nos caímos por aquel terraplén. Cuando me desperté, lo único que tenía era un trozo de su camisa. Sabía que había corrido colina abajo, hacia la carretera, pero también sabía que había un largo trecho a pie. Así pues, volví a por mi coche. Quería huir, salir del estado y esconderme. Olvidé lo que tenía que hacer. Estaba pasando una prueba. Sin embargo, me resistí, decidí seguirle y dirigirme al pueblo. Quizá también sentía un poco de curiosidad. Quería saber si Dios me permitiría salirme con la mía. Quería averiguar si una persona inocente acabaría cargando con la culpa. Dios no lo permitiría, ¿no? Matar a alguien, disponer de su vida, era como ser Dios. Resulta intrigante. Nuevo. Yo era la maldad personificada. Dios tenía el poder último, pero yo me libraría de él. En definitiva, cuando fui a la policía, lo dejé todo en manos del destino. Si Dios lo consideraba oportuno, dejaría que Heath escapara de mi justicia. Si no, actuaría como la mano del destino.

—El destino no necesita un ejecutor. El destino ocurre. Es inevitable —replicó Chandler.

—Es su opinión. Antes, yo también era un pasajero del destino. Hasta que me di cuenta de que tanto mi mano como la suya eran igual de inestables manejando el timón. ¿Por qué el destino debía guiar mis pasos? Yo podía guiarme a mí mismo. Ya me había permitido salir con vida de aquel accidente… ¿Sabe?, Martin siempre creyó en el destino.

Chandler no sabía qué decir.

—Piénselo: nunca se celebra tanto la felicidad como se soporta la pena de la tristeza. ¿No cree? ¿Será que esperamos que la tristeza aparezca en cualquier momento? Bueno, pues yo lo puse a prueba…

—¿Qué es lo que puso a prueba? —preguntó Chandler.

Aquella palabrería estúpida de Gabriel, que solo pretendía justificar todo lo que había hecho, le estaba poniendo de los nervios. Lo único que quería era que le devolviera a sus hijos sanos y salvos. En un momento dado, el arma tembló en la mano de Gabriel. A Chandler empezaba a preocuparle que Nick perdiera la paciencia y disparase antes de que pudiera averiguar dónde estaban Sarah y Jasper.

—Un destino sufriente —contestó Gabriel—. Un día estaba encima de una roca que se alzaba sobre un valle, buscando a Martin, cuando resbalé y caí por un talud. Mucho rato. Llegué al fondo todavía consciente. Pero me había torcido el tobillo, así que no podía trepar por donde me había caído. Me quedé tumbado. El cielo y los árboles eran indiferentes a mi dolor. Tal vez a mi hermano le había ocurrido lo mismo años atrás, esperando su muerte, perdido y solo. En esos momentos, pensé que por fin estaba en paz. Sin embargo, también sabía que me quedaba algo que hacer…, antes del fin. Cerca de una hora más tarde, encontré una rama gruesa y subí renqueando por el talud, de vuelta a la cabaña. Pasé un mes entero encerrado. Me quedé sin suministros al cabo de dos semanas. Temblaba de frío en sueños por la noche y me moría de hambre durante el día. Me preguntaba si mi destino sería morir allí, de aquel modo. Pero, una vez más, no alcanzaba esa paz que necesitaba sentir. Así pues, elegí un día para vivir o morir. Conseguí llegar al coche cojeando y fui hasta Port Hedland. Al hospital.

—Así pues, sobrevivió —dijo Chandler—. El destino no acabó con usted. ¿No debería alegrarse? ¿No debería querer ayudar a la gente…, y no hacerle daño?

—¿Por qué? Nadie me ayudó. Yo probé mi destino. Otros pueden también probar el suyo.

—No dos niños.

—Y no tendrán que hacerlo. Usted pasará la prueba por ellos.

—Pero entonces seré yo quien decida el destino de Heath.

—No —negó Gabriel—. Usted solo me lo entregará. Su destino se decidirá después.

Chandler sacudió la cabeza despacio.

Después de escaparse del hotel, ¿por qué volvió?

Gabriel sonrió.

—Para ver si usted me reconocía. O quizá, en el fondo, lo que quería era que me cogieran. También prefiero acabar lo que he empezado. Es algo que te limpia. Pero ¿qué sabrá usted de terminar lo que comenzó?

Chandler no supo qué decir. Se hizo un silencio abrumador.

—Pero estoy dispuesto a darle una última oportunidad. Tráigame a Heath. De lo contrario, no me dejará otra alternativa que… —Gabriel levantó el arma y apuntó con ella a la cabeza de Chandler.

—Ya he matado a una Sarah. Una chica guapa, bastante coqueta, creo recordar. Veamos si el destino está del lado de Heath o del de su hija.

—No… —susurró Chandler, con voz ahogada.

Se había hecho una idea bastante completa de quién era Gabriel y qué había tenido que soportar. Perdió a su familia en lo que tal vez fue un pacto suicida. Se quedó huérfano. Después tuvo que vivir con unos padres adoptivos que eran unos fanáticos enfermos. Había soportado mucho dolor en esta vida. Peor Chandler no estaba dispuesto a que sus hijos pagaran por ello. Tenía que entregar a Heath. Estaba a punto de ser el instrumento del demonio.

En ese momento, oyeron un disparo, cuyo su eco resonó entre los árboles.

Delante de él, la luz de la linterna cayó.

Chandler corrió hacia delante. La linterna golpeó el suelo y giró iluminando la silueta de Gabriel, que yacía boca arriba. La suave luz amarilla delineaba la mancha oscura que se iba extendiendo por su pecho.

Aquellos labios finos que pronunciaban las palabras tan suavemente estaban abiertos. Pero de su boca ya no surgiría ningún sonido: ni jadeos ni gritos de dolor. Silenciados para siempre.

—¿Dónde están? —preguntó Chandler, que se arrodilló junto a aquel cuerpo sin vida—. ¿Dónde están mis hijos?

Cogió a Gabriel por el cuello y lo levantó. Su cabeza colgó hacia atrás.

—¿Dónde están? —gritó, tan fuerte como para despertar a un muerto.

Pero Gabriel no se despertó.

¿Por qué cojones había disparado Nick? Ese no era el plan. Debía reconocer que el plan tenía sus lagunas, pero… tendría que haber… ¿Qué tenía que haber hecho? ¿Pedir refuerzos? Había necesitado más cómplices… Pero solo podía confiar en Nick. Gabriel le había apuntado con un arma…, así que Nick había decidido…

—¿Está muerto?

No era la voz de Nick. Ni de Heath.

Cuando se dio la vuelta, una figura larguirucha avanzó hacia ellos, con el arma desenfundada.

Mitch.

—¿Está muerto? —repitió.

—Pero ¿qué mierda estás haciendo? —chilló Chandler.

Mitch estaba ahora junto a él, mirando el cuerpo de Gabriel. Parecía muy contento de sí mismo.

—¡Lo necesitaba vivo! —dijo Chandler.

—Te estaba apuntando con un arma.

—No me iba a disparar, quería a Heath.

—Sí, al hombre inocente a quien querías intercambiar.

—Tiene a Sarah y Jasper.

—Lo sé, Chandler. Pero no puedes disponer de la vida de una persona para salvar la de otras.

—No iba a intercambiarlo —replicó Chandler, intentando convencerse a sí mismo de que era cierto—. Tenía que ganar tiempo…, para que me dijera dónde están.

—¿Y?

—Tú le has disparado.

Mitch siguió mirándolo como si nada. Señaló el cadáver.

—¿No sabes quién era?

Mitch se encogió de hombros. Se guardó el arma en la pistolera, seguro de que aquel asesino ya no se iba a levantar.

—Es David Taylor. Davie.

Mitch dudó un instante, pero luego recordó.

—¿Davie? No… El chico cuyo hermano no encontramos… ¿Ese?

—Sí.

—Yo no…, no le habría reconocido. Así que era él… ¿Y toda esta mierda era por venganza?

—No exactamente —dijo Chandler—, pero ahora no tengo tiempo para explicaciones.

—Sí, sí que lo tienes. En la comisaría nos lo podrás explicar. Usaste a un sospechoso como cebo.

Mitch estaba intentando sonar autoritario, pero no era el momento.

—Necesito saber dónde están mis hijos, Mitch. Ha dicho que tendrían problemas si él no volvía.

—Es probable que sea mentira.

—Los secuestró de casa de mis padres. Estaba con Teri. Golpeó a mi padre. Eso no es ninguna mentira —dijo Chandler—. Necesito que se recorra la zona por el aire. Hay que hacer que encuentren algún lugar donde haya podido esconderlos.

—Yo doy las órdenes, Chandler.

—¡Pues entonces da la puta orden!

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