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55 » Capítulo 19

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En el camino de vuelta a la comisaría, Chandler le dio vueltas a que, una vez más, le hubiesen quitado la iniciativa. Otra vez volvía a ser el chico de los recados.

Aparcó sin fijarse, pensando en otra cosa. Al salir del coche, miró al otro lado de la calle, a la panadería. El especial «pollo con queso» le estaba llamando, pero algo le llamó la atención en el callejón de al lado: durante una décima de segundo, vio una mano. Los chavales del pueblo solían utilizar ese callejón como atajo hacia el campo de fútbol.

Su instinto le dijo que investigara y que mandara a los chicos a su casa. Fue hasta la esquina y entró rápidamente en el callejón para sorprenderlos. Sin embargo, la sorpresa se la llevó él.

Pocos metros más allá en el interior del callejón, sujetando lo que parecía un cuchillo de cocina con el mango muy largo, vio a Gabriel.

Chandler intentó coger su pistola, pero la mano quedó flotando en el aire. Gabriel dio unos pasos atrás, y el policía se movió en su dirección, ya con el arma bien empuñada.

—Quédese donde está y deje el cuchillo, Gabriel.

El hombre retrocedió un poco. El cuchillo oscilaba en su mano, como si quisiera soltarlo pero no pudiera obligar a sus músculos a hacerlo. Tenía la cara retorcida de dolor o de sorpresa. Parecía que acababa de despertarse de un desmayo y, de repente, se encontrara con esa escena tan tensa.

—¡Gabriel, deje el cuchillo!

Chandler procuró hablar fuerte y claro, para evitar malentendidos.

Gabriel miró el cuchillo y luego a Chandler.

—¡Deje el cuchillo, Gabriel!

La mano de Gabriel tembló, pero la hoja siguió apuntando hacia él. Gabriel apoyó un dedo en el gatillo. ¿Qué demonios estaba haciendo Gabriel tan cerca de la comisaría? Era casi como si estuviera suplicando que lo cogieran. O que le pegaran un tiro por amenazar a un oficial.

—Gabriel, no quiero…

De repente, el cuchillo cayó de las manos de Gabriel, que levantó los brazos en señal de rendición.

Chandler se acercó con cautela.

—Contra la pared.

Gabriel obedeció y extendió las manos contra los ladrillos.

Chandler siguió avanzando con sumo cuidado, dobló los brazos nervudos de Gabriel a su espalda, ignorando su grito de dolor.

—Por favor… —suplicó Gabriel.

—¿Por qué se ha escapado del hotel? —preguntó Chandler, que no quería esperar a estar en comisaría para empezar el interrogatorio—. ¿Adónde iba? ¿Y por qué está aquí?

—No lo sé —exclamó Gabriel.

—¿Y qué está haciendo con el cuchillo?

—Necesitaba protegerme de «él». Me parece que va a aparecer detrás de cada esquina. No me siento seguro.

Tampoco Chandler se sentía seguro, solo con aquel sospechoso en el callejón.

—Al suelo —le ordenó.

Al oír aquella orden, la actitud obediente de Gabriel se desvaneció.

—No tiene por qué hacer esto, oficial —dijo—. Me estoy entregando voluntariamente. Siento haber huido, pero tuve miedo en aquella habitación. Me sentí atrapado. Fue como estar otra vez en el cobertizo. No podía soportarlo. Necesitaba un poco de aire.

—He dicho que se esté quieto, Gabriel.

—Solo quería…

Como el sospechoso se resistía a obedecerle, Chandler no tuvo otro remedio que retorcerle la muñeca y obligarlo a ponerse de rodillas. Gabriel chilló e intentó soltarse, pero sus rodillas cedieron y cayó sobre el cemento. Agarrando las esposas, con el corazón latiéndole con fuerza y las manos bañadas en sudor, Chandler forcejeó para abrir el mecanismo; finalmente, pudo esposar a Gabriel. Solo entonces se permitió relajarse un poco, guardó el arma en el bolsillo y tiró del tipo para ponerlo de pie.

—No tiene por qué hacer esto —siseó Gabriel, dolorido.

—Ya se ha escapado una vez.

Gabriel se quedó callado.

—¿Adónde ha ido después del hotel? —preguntó Chandler.

—Vale, vale… —respondió Gabriel—. He intentado coger un coche, pero estaban todos cerrados. No quería estar en la calle, por si Heath venía también a la ciudad. Luego, simplemente, me he quedado sentado en este callejón. No sé…, no sé cuánto tiempo. Entonces he oído decir a algunas personas que habían capturado a un tío llamado Heath. Eso me ha tranquilizado mucho.

—¿Por qué no ha venido a entregarse entonces?

—Estaba reuniendo el valor necesario.

Chandler lo condujo hacia la comisaría. Esperaba una fanfarria de bienvenida, pero no había nada, solo una calle gris y vacía.

—¿Y ahora ya tiene valor?

—No quiero que salga y vuelva a matar. No podría perdonarme si sale libre solo porque a mí me ha entrado el pánico. Quiero ser un buen ciudadano. Así que no necesito las esposas para nada.

—Sí que las necesita —replicó Chandler cuando llegaron a las puertas de la comisaría. Entonces decidió ponerlo a prueba—. Tenía razón, sí que tenemos a Heath. Pero él cuenta exactamente la misma historia que usted.

—¿Qué historia? —preguntó Gabriel, tratando de apartarse de Chandler.

—La misma que contó usted.

—Entonces es que es cierta, ¿no? —dijo Gabriel, lleno de esperanza—. Confirma lo que les dije.

—No, señor Johnson, es exactamente la misma historia. Dice que «usted» es el asesino.

Se resistió un poco más. Chandler cogió sus muñecas con más fuerza.

—Es mentira. No le creerán, ¿verdad? ¿Está todavía ahí encerrado? No le habrán dejado marchar, ¿no? —gritó Gabriel, mirando hacia la puerta—. Yo les dije la verdad. Mentir es pecado, sargento. Así me educaron.

—Le puedo asegurar que está bien encerrado. Está usted a salvo.

Gabriel se le quedó mirando, con los ojos llenos de lágrimas a punto de caer.

 

Cuando Chandler introdujo a Gabriel en la comisaría, Nick se quedó boquiabierto. Saltó de su silla, que cayó y dio un golpe en la pared, ya llena de marcas.

Chandler se permitió una media sonrisa. Que Mitch estuviera registrando la granja de Turtle en busca de pistas para localizar a Gabriel mientras él tenía al hombre de carne y hueso ya bajo arresto era una sensación placentera.

—¿Dónde le ha encontrado? —preguntó Nick, buscando los documentos que había que rellenar, pero manteniendo los ojos clavados en Gabriel.

—Me cayó en las manos.

Miró a su alrededor en busca de los dos subalternos de Mitch, Bill y Ben, o como quiera que se llamaran.

—El inspector los llamó por radio y les dijo que fueran adonde Turtle. Decía que usted estaba yendo hacia aquí para cubrirlos. Me alegro de que haya vuelto. Me sentía muy solo.

—¿Dónde está Heath? —preguntó Gabriel temblando.

—En las celdas.

—No me pongan allí también.

—Tenemos que hacerlo. Por ahora —dijo Chandler—. Celda número tres, Nick.

—¿Y él dónde está?

—Pues en la celda número tres no —respondió Nick.

—Ah —dijo Gabriel, tembloroso. Miró a Nick—. Siento lo de antes, sargento. He perdido los nervios. Es que tenía mucho miedo… —Gabriel no acabó la frase.

—No estará mucho tiempo en la celda —respondió Chandler.

—Bien. —Su preocupación pareció desvanecerse por un momento—. ¿Me van a soltar?

—No. Tenemos que interrogarle otra vez.

—¿Por qué? Ya tienen mi declaración. No ha cambiado nada.

—Pues la necesitamos otra vez. Más a fondo.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Gabriel frunciendo el ceño.

—Ya lo aclararemos todo más tarde.

—Vale. ¿Está seguro de que él está bien encerrado?

—Tanto como lo estará usted dentro de un minuto —respondió Chandler.

Su prisionero tembló, nervioso.

—¿Podemos hacer el interrogatorio en algún otro sitio, como el hotel, por ejemplo?

—No después de lo que pasó la última vez —contestó Chandler, muy serio.

No pensaba caer de nuevo en la trampa. Si lo hacía, ya podía ir preparando la carta de dimisión; no haría falta que Mitch se encargara de ello.

—No voy a huir.

—No importa. Nuestro equipo de grabación está aquí. Y usted también —dijo Chandler—. Relájese. Ahora nadie le amenaza.

Gabriel hizo una mueca. Unas profundas arrugas envejecieron su cara al instante.

—Cuando te han drogado, capturado, perseguido por todo el monte y te han dicho a la cara que te van a matar, se ven amenazas por todos lados, sargento. Un asesino en cada sombra.

Rechinando los dientes, Gabriel cerró los ojos. Inhaló aire con fuerza por la nariz.

—Pero estoy dispuesto a enfrentarme a él, si hace falta.

—No tendrá que enfrentarse a él —dijo Chandler, dirigiéndole hacia la puerta de las celdas—. Solo responder a unas cuantas preguntas.

Estaba a punto de entrar en las celdas cuando gritó por encima del hombro:

—¡Nick, prepara la sala de interrogatorios!

—¿Y los bloqueos de carretera, sargento? ¿Debo informar al inspector de que ya le tenemos?

Chandler hizo una pausa. Debería detener la búsqueda de inmediato, pero no pasaría nada si la cosa continuaba un poquito más. El peligro ya estaba fuera de las calles. Tanto Gabriel como Heath.

—Dame media hora —dijo Chandler.

Nick asintió, un poco dubitativo, y volvió al mostrador de recepción. Chandler sintió cierta desconfianza. ¿Le obedecería su joven agente o bien correría a contárselo a Mitch y a los demás? A su edad, Chandler habría seguido cada orden de su superior sin rechistar, pero Nick no parecía compartir ese tipo de lealtad ciega.

A medida que se acercaban a la celda número tres, Gabriel empezó a retorcerse e intentar soltarse de la presa de Chandler, dirigiendo su cuerpo hacia cualquier sitio menos la celda que le esperaba.

—¿Está él aquí? —susurró Gabriel, con una voz tan baja que Chandler al principio pensó que se lo había imaginado.

No respondió y siguió empujándole hacia las celdas.

 

—No —dijo Gabriel.

Sus ojos miraban por encima de su hombro a Chandler. Su voz era tan tenue como una brisa de verano, apenas perceptible, pero abrasadora. Contrastaba con su barba desaliñada y su rostro aterrorizado.

—¿Quién anda ahí?

Comparada con la suavidad de la voz de Gabriel, la de Heath resonó con fuerza en las celdas. Gabriel se quedó inmóvil, dirigiendo los ojos hacia el sonido e intentando localizar la fuente.

—Soy yo, señor Barwell —dijo Chandler, dirigiendo a Gabriel hacia su celda—. Y ahora, no haga ruido y descanse un poco —añadió.

Empujó a Gabriel dentro de la número tres y le quitó las esposas. Retrocedió hacia la puerta rápidamente y la cerró. Ya los tenía a los dos. Bien encerrados. Allí no podían hacer daño a nadie.

Al oír el sonido de la puerta que se cerraba, Heath sintió curiosidad.

—¿A quién está encerrando en la celda, sargento? ¿Es él? —preguntó tartamudeando—. ¿Es él? —repitió.

Chandler no respondió. Ambos prisioneros parecían igual de asustados el uno del otro. Por otro lado, ninguno de los dos mostraba la naturaleza fría típica de los asesinos en serie de los libros o de las películas.

 

Cuando volvió a su despacho, Chandler seguía dándole vueltas a aquello. Nick le esperaba, sentado al borde de la silla.

—¿Ha dicho algo?

—No. Realmente, uno de los dos es un gran actor.

—O los dos —observó Nick—. La sala de interrogatorios está lista.

—Bien.

—La mayoría de los asesinos en serie son muy buenos mentirosos. Ted Bundy era…

Los gritos de Heath desde la celda interrumpieron la explicación de Nick. Chandler casi se alegró de ello.

—¿Qué pasa? —preguntó cuando abrió la mirilla de la celda de Heath.

Inmediatamente, Heath se acercó mucho.

—Estoy herido. Creo que tengo una costilla rota.

—Antes no se había quejado.

—Me quejé a los otros dos. No se molestaron en ver si estaba bien. Creo que no pueden encerrarme sin tener ninguna prueba…, aunque lleven años haciéndolo. Pero es que ahora…, ahora me cuesta respirar.

Lo había dicho sujetándose el costado con una mano, apretando su ropa ensangrentada, con la voz llena de dolor. ¿Cómo saber si fingía o no?

—Déjelo de mi cuenta —dijo Chandler.

—¿Va a traer a alguien? —ladró Heath.

—Le he dicho que lo deje de mi cuenta, señor Barwell.

Chandler se volvió para salir. Pasó junto a la celda tres. A pesar del exabrupto de Heath, no se oía ni un solo sonido en ella. Casi temió que Gabriel se hubiera evaporado de nuevo, así que echó un vistazo por la mirilla. Lo vio acurrucado en la cama, mirando en dirección a la celda número uno, como si esperase que Heath pudiese entrar allí horadando las paredes. Se notaba: estaba muerto de miedo. También él parecía herido, pero no se había quejado al respecto.

Chandler no sabía qué hacer. Negarles ayuda médica podría derivar en una denuncia contra el cuerpo, y perjudicar cualquier posible juicio por asesinato. Así pues, por mucho que el interrogatorio se retrasara, no le quedaba otra opción.

—Después de llamar al doctor Harlan, ponte en contacto con los controles de carretera —le dijo a Nick.

Se preguntó si podía dejarle escoltar al doctor para que tratase a Heath mientras él interrogaba a Gabriel. Demasiado peligroso: dejar a un médico anciano y a un oficial novato solos con un posible asesino en serie no era una buena idea.

Chandler dejó un mensaje en el contestador de Mitch, informándole de que tenía a Gabriel en una celda. Mitch no tardó ni cinco segundos en devolverle la llamada.

—No haga nada con el prisionero, sargento Jenkins. Manténgalo en custodia hasta que yo vuelva. No lo pierda de vista.

Chandler conocía bien la rabia de su voz. No podía soportar que alguien hubiera sido más eficaz que él. Chandler se consideraba un buen tipo, pero debía reconocer que oír sufrir a su examigo le dio cierto placer.

Mitch estaba a veinte minutos de allí. El doctor Harlan Adams apareció al cabo de menos de dos minutos. Su casa quedaba a doscientos metros de la comisaría, pero, aun así, el médico vino sin aliento. Se tuvo que apoyar en el mostrador de la recepción en cuanto llegó, jadeando como si hubiera recorrido un largo camino.

—Bueno, ¿qué tenemos? —preguntó.

—¿Seguro que no quiere descansar unos minutos?

—No hace falta.

—Tenemos a dos hombres de veintitantos años, ambos muestran una serie de cortes y hematomas, uno de ellos se queja de que le falta el aliento y se ha autodiagnosticado una costilla astillada —respondió Chandler.

—Un autodiagnóstico… —Harlan entrecerró los ojos, subiéndose las gafas, para que se alojaran en la arruga pronunciada que tenía en el puente de la nariz—. La autodiagnosis es para hipocondríacos y débiles mentales, amigo mío. Apuesto a que no le pasa nada malo.

—Puede comprobarlo usted mismo.

—Para eso estoy aquí.

—Pero tengo que advertirle de que no se acerque demasiado.

—¿Y por qué me dice eso? —preguntó Harlan, levantando una de sus espesas cejas.

No le quedaba otra que advertir al doctor, pero sabía que Harlan podía no reaccionar del todo bien. Los pacientes encarcelados a los que solía tratar eran borrachos y desastrados que tenían heridas muy superficiales. Y aunque las heridas de Gabriel y Heath no parecían muy graves, sí que lo eran sus posibles crímenes.

Antes de entrar en las celdas, Chandler lo apartó a un lado.

—Tiene que prometerme que mantendrá esto en secreto, Harlan. En cuanto salga de aquí.

Los ojos del médico ocupaban el espacio completo tras sus gafas de gruesos cristales.

—Lo digo muy en serio, Harlan. Se lo digo por su propia seguridad: debe mantenerlo en secreto.

—Mis labios están sellados.

Ojalá fuera sincero…, aunque no lo creía. En cuanto Harlan intervenía, solían sucederse las filtraciones. Sobre todo cuando se había tomado alguna copita y no podía vencer la tentación del cotilleo, dijera lo que dijera su juramento hipocrático. Pero, fuera como fuera, no había remedio: él era el único médico de la ciudad. Que un médico joven accediera a venir a vivir en medio de la nada no resultaba sencillo.

Al cabo de unos segundos, Harlan no pudo soportar el misterio ni el silencio.

—Entonces, ¿quién se ha peleado? ¿Alguien que conozcamos? ¿Mineros? ¿Vecinos del pueblo? ¿Algo doméstico? Hay tan pocas cosas que hacer por aquí que la violencia doméstica casi parece un hobby

Con la mano en la puerta, Chandler lo detuvo, casi tocando su camisa húmeda.

—No, no, no es nada de eso. Ya lo verá usted mismo.

El tono serio de Chandler apagó el entusiasmo del médico, aunque fuera momentáneamente.

—¿A quién tenéis aquí? Tiene que ser alguien «peligroso»…

—Sí, lo son —le interrumpió Chandler—. Bueno, podrían serlo.

 

Como Heath había sido quien se había quejado, sería el primero a quien atendieran. Mientras Harlan le examinaba, Chandler estaba muy cerca, dispuesto para intervenir. Por muy gritón e irritante que fuera, Harlan hacía muy bien su trabajo. Se puso a trabajar limpiando la cara de Heath con gasas y algodones, explicándoles tanto a su paciente como al policía que no había nada grave de lo que preocuparse, solo unas pocas abrasiones y un corte en el labio. Había que limpiar las heridas, pero no se necesitaban puntos.

Entonces Harlan empezó a cotillear.

—¿Y cómo se encuentra usted aquí? —preguntó, mientras limpiaba la mejilla de Heath, que estaba negra de polvo.

—Harlan… —advirtió Chandler.

—Ellos creen… —empezó Heath.

—Señor Barwell, usted tampoco —le interrumpió Chandler—. Si dice algo más, me llevo al doctor.

—Pues vigile usted, hijo —dijo Harlan, con una sonrisa traviesa—. No acabe como Skinny Bishop. Skinny tampoco creía ser culpable. Pero después de pasar un tiempo aquí, resultó que, a pesar de todas las pruebas…, o de la falta de ellas, ¡sí que lo era!

—Harlan, le saco de aquí ahora mismo —dijo Chandler, aun a riesgo de que el doctor creyera que aquella historia podía ser como la de Heath.

—¿Quién es Skinny? —preguntó Heath, con cara de pánico.

Sacudiendo la cabeza y riendo para sí, el médico palpó las costillas de Heath, tocándolas con suavidad. Heath se echó hacia atrás, levantando las manos como para protegerse del doctor. Chandler se acercó para sujetarlo, pero Heath las volvió a bajar, mientras el doctor apartaba los dedos.

Solo cuando Harlan retrocedió y se frotó la barbilla, Chandler reparó en lo rápido que le latía el corazón.

—Magullado. «Posiblemente», las costillas estén rotas —dijo Harlan.

—Parecen rotas —dijo Heath, moviéndose un poco y haciendo una mueca.

—Tendrá que quitarle las esposas —dijo Harlan.

—¿Por qué? —preguntó Chandler, mirando a Heath y buscando algún motivo para negarse.

—Tengo que comprobar sus movimientos. Asegurarme de que no es nada grave.

—¿Es necesario? —preguntó Chandler.

Harlan se acercó más.

—Si no quiere que se vaya moviendo y accidentalmente se perfore un pulmón…

Chandler miró a Heath.

—Vale. Señor Barwell, levántese y póngase de cara a la pared.

Heath no necesitó que se lo dijeran dos veces. Se puso de pie mirando hacia la pared mientras Chandler le quitaba las esposas. Hizo que se diera la vuelta. La cara de Heath estaba perlada de sudor. En ella, había dolor y miedo.

—Ahora, no haga ni un solo movimiento brusco o le volveré a poner las esposas, con o sin costillas rotas.

Heath asintió con la cabeza. Chandler le ayudó a incorporarse hasta que se sentó. Estaba muy cerca de él. Harlan, en medio, para poder afinar el diagnóstico.

Harlan cogió los antebrazos de Heath y los levantó.

—Aguante así, hijo.

Heath hizo lo que le ordenaban, mirando primero al médico, luego a Chandler. Se sintió intranquilo, sobre todo cuando le hizo señas para que se apartara de su camino e inclinó a Heath hacia un costado.

—¿Bien? —preguntó Chandler, que estaba deseando volver a ponerle las esposas.

Heath abrió la boca. Chandler esperó que emitiera un gemido de dolor.

Sin embargo, se levantó de golpe y empujó al médico hacia Chandler.

—¡No se mueva! —gritó Chandler, que se echó atrás e intentó evitar al doctor, que se le caía encima.

Intentó coger su arma, pero Harlan, que no tenía coordinación alguna, movió las piernas y lo desequilibró: ambos cayeron al suelo de cemento como fichas de dominó.

Heath no esperó y dio un salto hacia la puerta, justo cuando Nick llegaba para ayudarlos.

—¡Nick, cuidado!

Pero Heath reaccionó primero: bajó el hombro y empujó al joven agente, apartándolo de su camino como si fuera un jugador de rugby que corre hacia la línea de fondo.

No obstante, no contaba con la segunda línea de defensa. Mitch había aparecido de repente y, con una fuerza sorprendente para su cuerpo delgado, cogió desprevenido a Heath, le hizo doblar las piernas. El preso cayó contra la pared exterior de la celda. Esta vez sí que su grito de dolor parecía sincero. Aun así, Mitch no se detuvo: aterrizó encima del sospechoso y lo sujetó en el suelo, doblándole los brazos a la espalda: más gritos de dolor.

—¿Por qué cojones no está esposado el señor Barwell? —rugió Mitch.

Chandler se puso de pie rápidamente, dejando que el doctor se las arreglara como pudiera. Era como si un foco de luz intensa cayera sobre él y lo volviera todo aún más sofocante.

—Harlan tenía que comprobar…

—¿Es que quieres que se te escapen los dos? ¿Qué pretendes? ¿Detenerlos, ponerles una marca y soltarlos como si fueran animales en peligro de extinción?

—Se quejaba de dolor en el pecho. Estábamos comprobando que…

—Me duele —jadeó Heath, sujeto bajo la rodilla de Mitch, que ignoró su súplica.

—Espóselo y métalo en la celda, sargento.

—Por favor, señor…, jefe —farfulló Heath—, están conspirando con Gabriel para echarme a mí la culpa. O para matarme. Sé cómo son estos paletos. Tiene que ayudarme…

 

—¿Por qué no me informó de inmediato de que tenían a Gabriel? —preguntó Mitch, volviéndose hacia Nick, que se encogió visiblemente al oír la pregunta.

—Esto no tiene nada que ver con Nick. Era yo quien tenía que llamar —respondió Chandler.

—Ya sé quién tenía que llamar, sargento. Me preguntaba si su estupidez es contagiosa.

Heath seguía gritando quejas y estrafalarias teorías de la conspiración, de nuevo encerrado en su celda:

—Inspector, su sargento y Gabriel están compinchados, quieren echarme a mí la culpa…

—Señor Barwell, haga el favor de callarse —respondió Mitch.

—¡No voy a dejarme matar en silencio! —gritó Heath.

Mitch se volvió hacia Harlan, que estaba descansando en el banco de madera, justo delante de las celdas, intentando rehacerse.

—¿Alguna posibilidad de sedarlo? —preguntó Mitch.

Cuando Harlan estaba punto de responder, Mitch le cortó.

—No, olvídelo. Quiero interrogarle de nuevo. Aunque primero he de hablar con Gabriel.

Abrió la trampilla de la celda.

—¿Qué tal vamos por ahí? —le preguntó a Gabriel, en un tono amistoso.

Seguía echado de cara en la cama y había vuelto la cabeza para mirarlos. Su expresión era de horror. A pesar de eso, su cuerpo estaba absolutamente inmóvil, como una serpiente esperando para atacar. Chandler negó con la cabeza, intentando olvidar cómo le habían engañado tan fácilmente. Mitch le había salvado. Odiaba estar en deuda con él. Era una sensación realmente amarga.

—Sáquelo de ahí, sargento —ordenó Mitch.

Chandler obedeció, vigilando muy de cerca para que no hubiera movimientos repentinos, levantase las manos o intentase desarmarle. No fue necesario. Gabriel colaboró. Apenas hizo otra cosa que dirigir una mirada nerviosa a la celda de Heath mientras lo conducían a la sala de interrogatorios.

Chandler le hizo sentar en una silla y le quitó las esposas. Cuando le preguntó si necesitaba atención médica, Mitch le cortó.

—Nadie verá al médico hasta que haya tenido la oportunidad de interrogarle.

Gabriel no protestó, pero durante un segundo sus ojos relampaguearon con algo distinto del miedo: frialdad, la aceptación de que durante un tiempo le tocaría soportar el dolor…, o tal vez arrepentimiento por haberse entregado voluntariamente.

—Puede retirarse, sargento —le dijo Mitch a Chandler cuando este se metió las esposas en el cinturón.

—Pero yo conozco la historia. Es la misma que la de Heath.

Mitch le miró con poca simpatía.

—Esta vez, usaré a mis propios hombres. Es hora de que lo oigan otros oídos, sargento.

Chandler se volvió y salió. Ya miraría desde la cabina. No era lo ideal, pero sí mejor que la ignorancia.

Al acercarse a la puerta, Mitch le llamó.

—Hay unos cuantos periodistas merodeando por ahí fuera. Como sabe, son como zombis: cuando aparece uno pensando que puede haber algo con lo que alimentarse, al momento aparecen todos los demás. Que le quede bien claro esto, sargento —dijo, levantando la voz—: yo soy la única persona con la que van a hablar, ¿de acuerdo? Dígaselo a su gente. Ya he emitido una declaración de que no haremos comentarios mientras la investigación prosiga. Y no quiero que usted lo joda todo diciendo algo que no debe. En realidad, diciendo cualquier cosa.

Luka y Jim estaban de vuelta. Tanya también había regresado. Se encontraba en la sala de grabación, preparando el equipo: apretando botones, ajustando cosas, con los auriculares torcidos solo sobre un oído, como un DJ que trabajara en el club más pequeño y aburrido del mundo. La canción que sonaba en ese momento eran los ásperos gruñidos de Mitch, que hablaba informalmente con Sun y MacKenzie. A Gabriel no le hacía ni caso. Su voz llegaba muy clara. Los micrófonos estaban dispuestos para grabarlo todo, desde el detalle más insustancial a los últimos momentos de la vida de alguien.

Aquella suerte de confesionario estaba listo.

Al cabo de unos minutos, empezó. La historia de Gabriel no había cambiado, Mitch intentó profundizar más, pero no sacaba nada nuevo.

—¿En qué granjas había estado trabajando usted? —preguntó.

La voz, a través de los altavoces, era como un eco del pasado distante.

—Pues alrededor de Murray River, luego en Carnarvon y en Exmouth. Recogiendo tomates, fruta, cualquier cosa. No hay ni un trozo de terreno en este país donde yo no haya trabajado. Bueno, esa es la sensación que tengo.

—¿Alguien puede corroborar su presencia en esos lugares?

Gabriel se encogió de hombros.

—Tal vez, pero me pagaban en metálico. —Hizo una pausa—. Antes de que diga nada: ya sé que no es legal, pero aceptar tales cosas es la diferencia entre tener trabajo y no tenerlo. Así pues, no importa.

—La falta de coartada le resulta bastante conveniente —dijo Mitch, como si le estuviera ofreciendo consejo legal, en lugar de interrogándolo.

—Es la verdad —respondió Gabriel—. No me importa si es conveniente o no.

Mitch le preguntó por sus padres y por su familia. Oyendo la conversación desde su rincón, Chandler notó que el sospechoso se ponía algo nervioso. Algo parecido había sucedido en el coche, camino del hotel.

Gabriel contó que sus padres estaban muertos. Su hermano también. Un tío y una tía también.

—La muerte parece que le persigue —dijo Mitch.

Aunque estaba de espaldas a la cámara, Chandler se imaginó su sonrisa. Era un golpe bajo para intentar romper el hielo que parecía tener ese hombre corriendo por sus venas.

Mitch dejó pasar unos segundos, para que sus palabras hicieran el efecto necesario.

—¿Y cómo murieron todos ellos? —continuó.

Gabriel no dijo nada. Su cuerpo siguió tranquilo, pero tenía los ojos fijos. A Chandler esa mirada le ponía de los nervios.

—Murieron en un accidente de coche —dijo Gabriel.

Mitch asintió sin empatía. Para él, no era más que otra pieza de un rompecabezas.

—¿Y desde entonces?

—Desde entonces ando vagando por ahí, inspector. Donde el viento me lleva.

—Muy poético —replicó Mitch, sin ocultar su sarcasmo.

—Es la verdad —dijo Gabriel, irritado.

Mitch lo había conseguido. Le había lanzado el anzuelo y ahora lo arrastraría a la costa a través de aguas oscuras y fangosas.

Sin embargo, todavía no tenían ni idea de la clase de captura que habían hecho.

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