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55 » Capítulo 34

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El día empezó con la publicación del informe preliminar forense. Confirmaba lo que Chandler ya sabía: las seis víctimas habían sido estranguladas con una cuerda. No con la misma, lo que no era bueno para los investigadores. No había mucho más que observar, aparte de que su esfuerzo por retirar con tanto cuidado las esposas no había servido para nada. El incendio había destruido cualquier resto de huellas o de ADN. Esperaba que al menos se pudiera confirmar cuál de ellos estaba encadenado. El informe confirmaba que el asesino era diestro. Pero tanto Gabriel como Heath eran diestros. Se encontraron restos de sangre en una de las herramientas menos dañadas, cuyo ADN coincidía con un par de las víctimas enterradas, pero nada con respecto a los sospechosos, ya que los mangos de plástico se habían fundido hasta formar unos amasijos irreconocibles. Tampoco se podía deducir nada del rostro de las víctimas, que los forenses estaban intentando reconstruir. Tal vez aquello ayudara con su identificación.

Lo que se podía determinar, dado el deterioro de los cadáveres, era que la víctima más reciente (un varón al principio de la treintena, de constitución ligera) llevaba muerta tres o cuatro semanas. Los huesos de ambas piernas estaban rotos, pero se habían curado luego; seguramente, heridas de la infancia, nada que ver con el caso. Aparte de eso, no había señal alguna de tortura o de mutilación. Chandler suspiró al pensar que tal vez su asesino no fuera tan sádico como se había imaginado. Aun así, sí que estaba lo suficientemente desequilibrado para acabar con la vida de seis personas. Por lo menos.

 

ϒ

 

El «Desconocido 1» era una víctima reciente. Los demás no. Las víctimas más antiguas habían muerto hacía dos o tres años; no quedaba de ellos más que unos huesos y fragmentos de la ropa que llevaban. Había ciertas esperanzas de dar con ellos en la lista de personas desaparecidas mediante los registros dentales, pero sería un proceso farragoso y que llevaría su tiempo. La última línea del informe confirmaba lo que Chandler ya sabía: la camisa encontrada en torno al mango del hacha coincidía con la de Heath.

Pero ¿por qué iba a ser tan idiota Heath como para dejar semejante prueba crucial allí? ¿Para que ellos la encontraran? Claro que no podía saber que encontrarían las tumbas, pero… ¿Se había precipitado a enterrar al Desconocido 1, mientras Gabriel esperaba su turno en el cobertizo? Pero el cuerpo de la tumba llevaba varias semanas muerto… ¿Por qué mantener al Desconocido 1 sin enterrar tanto tiempo? Su cadáver habría apestado la cabaña al cabo de poco tiempo, con aquel calor. ¿Y por qué conservarlo y luego enterrarlo a toda prisa? No había señales de interferencia post mortem, ni sexual ni de ningún otro tipo. Tal vez estaba considerando demasiado inteligente a Heath, pero no veía otra posibilidad.

Aunque su sentido común se lo desaconsejaba, Chandler buscó a Mitch. Como siempre, estaba metido en su oficina, con las persianas cerradas, mirando un mapa del pueblo y de la colina proyectados en la pared, fingiendo que no luchaba contra la resaca.

Chandler fue directo al grano, con voz tan fuerte que Mitch hizo una mueca.

—Tengo una teoría.

El inspector cerró los ojos, pero no respondió.

—Sobre el trozo de camisa que encontramos…

—Antes de que sigas…, sobre lo de anoche… —le interrumpió Mitch.

Chandler no quería hablar de aquello. No había nada que discutir.

—No voy a hablar de lo de anoche.

El aire a su alrededor era caliente y quieto.

—Vale, sigue —dijo Mitch.

—Creo que le están tendiendo una trampa a Heath. Gabriel.

Mitch no reaccionó.

—Para que parezca que fue Heath el responsable de los crímenes —añadió Chandler—. Hemos encontrado el trozo de camisa de Heath en torno al hacha, lo que le coloca en la escena. Pero, por ahora, ya habrás visto que el informe preliminar del forense establece que la víctima más reciente llevaba muerta de tres a cuatro semanas.

Mitch asintió lentamente.

—Sí, ¿y…?

—Bueno, el terreno en torno al cuerpo fue alterado hace mucho menos. Había algo de humedad en él. Así pues, o bien enterraron a la víctima unas semanas después de la muerte (y tú sabes que con este calor el hedor de un cadáver habría hecho imposible estar en la cabaña, por lo que parece poco probable que el asesino lo tuviera en otro sitio…), o bien el terreno fue removido más recientemente. Y solo puede haber un motivo para hacer algo semejante: colocar pruebas falsas.

Chandler esperaba poder discutir sobre eso al menos durante un momento, pero Mitch le replicó de inmediato.

—Pero cogimos primero a Gabriel, ¿no? De hecho, se entregó él mismo. Dos veces.

—Cierto, pero, como Heath ha declarado, él no tenía forma alguna de llegar aquí más rápido. Por eso intentó llevarse el coche.

—Pero no tenemos garantía alguna de que después de llevarse el coche fuera a venir a la comisaría. Solo su palabra de que iba a hacerlo, que no vale nada. Las pruebas que tenemos, sargento, señalan hacia Heath. Pero hasta que no encontremos algo con más sustancia, los tendremos a ambos aquí.

—Lo estás entendiendo mal —dijo Chandler—. No ha sido Heath.

—Y tú estás jugando a los acertijos, sargento.

—Pero que trabajasen juntos no tiene sentido…

Mitch le interrumpió. No levantó la voz, pero sonó firme:

—Sargento, vamos a acusarlos a los dos, al señor Barwell y al señor Johnson.

 

Era curioso. En circunstancias normales, la primera confesión de su hija se habría estado celebrando justo en aquel preciso momento en la iglesia. Sin embargo, Chandler iba hacia allí porque era la magistrada quien había convocado al tribunal allí mismo. A toda prisa.

Presidiendo la audiencia estaba Eleanor White. Llevaba veinticinco años como magistrada local, pero ni siquiera el moño tirante que apretaba su pelo plateado podía contener su emoción. En sus muchos años de carrera, no había vivido nada que pudiera acercarse ni remotamente a aquello. En realidad, aquel caso había devuelto a la vida al pueblo. La muerte despertaba en la población una fascinación morbosa inigualable.

Allí, Chandler era un mero espectador. Mitch había ordenado a su equipo que preparase y trasladase a los sospechosos bajo estrecha vigilancia de sus abogados. El nivel de alerta era el máximo. Los llevaron con una precaución exagerada, excesiva incluso, desde las celdas a los coches. Cada uno de los sospechosos iba en el asiento trasero de un automóvil, flanqueado por un par de oficiales de Mitch. Todo controlado al milímetro. Esperando su oportunidad, Chandler se metió en el asiento de atrás del coche donde iba Gabriel. Justo antes que Yohan. Aquel oficial achaparrado protestó agriamente, pero Chandler era su superior. Además, Mitch se había ido en el coche de Heath, a quien habían tenido que obligar físicamente a subirse cuando le dijeron adónde se dirigía. Chandler se apretó junto a Gabriel y examinó su reacción. Parecía tranquilo. Simplemente, se movió un poco, como si los resbaladizos asientos de cuero le resultaran un poco incómodos. Aparte de eso, estaba tranquilo.

Ya en el edificio, Chandler escoltó a su sospechoso desde el coche al vestíbulo, que estaba lleno de gente. Con tantos policías y oficiales, hasta costaba respirar. La tensión era enorme. Nadie quitaba el ojo de encima a los sospechosos, que se miraban entre sí en los extremos opuestos de la sala. Chandler confiaba en que aquello fuera una simple formalidad. Ambos habían indicado que se declararían no culpables. Tampoco se impondría una fianza, pues el riesgo de fuga era demasiado grande.

Heath fue el primero que se adelantó. Chandler los acompañó a él y a su abogada, que tenía aspecto de cansada.

Habían preparado la sala como si se fuera a celebrar una de las terribles obras teatrales escolares de Sarah. El conserje había colocado con poca gracia una serie de sillas para que se sentaran los policías y la prensa. Pero no había sitio para todos. Los periodistas murmuraban. Se habían tenido que conformar con los laterales y la parte trasera, con los blocs y los bolígrafos preparados. Para conferirle a la escena cierta gravedad, había llevado a la sala el escritorio de caoba del reverendo, sólido y macizo. Lo habían colocado en el centro del estrado. Allí estaba sentada la jueza White, con la única compañía de unas pilas de papeles cuidadosamente dispuestas. Habló con voz clara y solemne. Leyó a Heath los cargos de asesinato, hasta seis. Heath protestó diciendo que él no había sido, lo bastante fuerte para que le oyera casi todo el mundo; la prensa tomó nota de la obstinación del testigo y de su lenguaje corporal, que denotaba nerviosismo. Cuando llegó el momento de su declaración, dijo:

—No culpable.

Lo dijo con firmeza y pasión. Chandler miró al hombre que él pensaba que era inocente. Pero no podía hacer nada. Tendría que trabajar para demostrar su inocencia.

Después de algunas formalidades más y de que su abogada solicitara su puesta en libertad bajo fianza y se le denegara, sacaron a Heath y lo condujeron hacia los bancos desgastados del vestíbulo. Su pecho subía y bajaba con rapidez. Respiraba con fuerza.

Era el turno de Gabriel. No estaba sentado en un banco, sino acurrucado y hecho una bola en el ancho alféizar de piedra, balanceándose hacia delante y hacia atrás. La vidriera del ventanal lo bañaba con una luz de un azul suave. Su coraza se había resquebrajado. Mitch apoyó su mano en el hombro de Gabriel: en pie. Gabriel no se movió. Chandler se dispuso a ayudarle. Pero Gabriel se desenroscó por fin y acabó poniéndose de pie, con la cabeza alta, concentrado no en Mitch ni en la puerta doble que se abría a la sala temporal del tribunal, sino en Heath.

El grupo empezó a moverse. Mitch iba apartando a los mirones. Gabriel seguía con la misma actitud. A Chandler le recordaba la de un condenado a muerte que da sus últimos pasos antes de reunirse con su verdugo; el silencio sepulcral roto solamente por los pasos del reo. Chandler se colocó en posición cuando los sospechosos pasaron uno junto al otro; apenas a dos metros de distancia entre sí. Desde que habían caído en el risco, no habían vuelto a estar tan cerca.

Y, en un segundo, Gabriel se liberó. Bajó el hombro y se soltó de la sujeción de Mitch. Las esposas que rodeaban sus muñecas se deslizaron hasta el suelo y se abalanzó hacia Heath, que estaba apoyado rígidamente en el banco.

La velocidad de sus movimientos cogió a todo el mundo por sorpresa. Chandler estaba aturdido: aquello parecía magia. Las manos de Gabriel quedaron libres de las cadenas. La gente no podía creer lo que estaba viendo. Gabriel se arrojó hacia el otro hombre y lo tiró al suelo, intentando cortarle la garganta con el borde aserrado de unas llaves. Los chillidos de Heath sacaron a Chandler de su estupor. Empujando al abogado de Gabriel para que se quitara de en medio, se lanzó hacia su cliente.

Lo placó y obligó a Gabriel a soltar su presa. Gabriel y Chandler rodaron por el suelo y con ellos varios testigos. Entonces Gabriel se escabulló de las manos de Chandler.

Cuando este consiguió levantarse del suelo de falso mármol, Gabriel ya estaba de pie y corriendo hacia la puerta. Roper bloqueaba la entrada. Echó mano a su pistola. Gabriel saltó hacia él, golpeó a Roper en el estómago, lo tiró al suelo y le quitó el arma con un solo movimiento, salió de la iglesia y se internó en el pueblo.

Chandler llegó a la puerta y sacó su arma. Apiñados en la escalera y en el aparcamiento había un montón de periodistas, cámaras de televisión y vecinos asustados y ansiosos, todos frente a él. Gabriel corrió por el asfalto, agitando el arma en el aire para hacer que la gente se apartara a su paso. Chandler levantó su pistola y apuntó a las piernas de Gabriel, confiando en dar en el blanco desde aquella distancia, que era escasa. Pero la multitud se volvió a cerrar y los periodistas empezaron a perseguir al sospechoso. Los cámaras corrieron tras sus redactores, intentando mantener el ritmo.

—¡Apartaos! —chilló Chandler.

Tropezó con uno de los cámaras; su equipo osciló hacia delante y hacia atrás como una bola de derribos. Intentó pasar entre el grupo más numeroso. De repente, se formó un hueco y lo pudo ver. Iba a disparar, pero entonces Gabriel dobló la esquina de la comisaría y desapareció.

Chandler corrió en su dirección. Tanya, Jim y una multitud variopinta de gente de su equipo y del de Mitch iban detrás, todos juntos. También corrían periodistas rabiosos y unos cuantos vecinos. El grito agudo y débil de Mitch, «¡cogedlo!», resonó por encima del sonido de pasos y gritos.

Antes de que pudiera doblar la esquina siquiera, Flo y Sun, más jóvenes y en forma, con sus armas dispuestas, adelantaron a Chandler.

A medida que continuaba la persecución por la avenida King Edward, los vecinos de la localidad sacaban la cabeza por puertas y ventanas para averiguar qué estaba pasando.

—¡Meteos dentro! —ordenó Chandler, que empezaba a acusar el cansancio.

Nadie le hizo caso…, hasta que sonó el primer disparo. Entonces todos volvieron a meterse en sus casas.

—¡No disparéis, joder! —gritó Chandler, intentando identificar quién había disparado.

Los periodistas le rodeaban.

Pero la desesperación ayudaba a Gabriel a coger distancia, ya estaba a unos doscientos metros por delante. Flo y Sun hacían grandes esfuerzos para alcanzarle.

De repente, Gabriel se lanzó hacia la carretera, justo en el camino de un Holden macizo y amarillo. El coche chirrió y se detuvo. De él salió la señorita Atherton, una maestra de primaria de la localidad: un arma le apuntaba a la cara. Gabriel se metió en el coche, dio la vuelta y salió como un bólido por Scott. Sonó otro disparo cuyo silbido se perdió en la distancia.

Y Gabriel desapareció por segunda vez.

Flo y Sun siguieron corriendo por Logan’s Way, pero fue en vano. La gente de la prensa buscaba un último encuadre de cámara, pero era completamente imposible que cogieran a su sospechoso a pie.

Mitch se quedó de pie junto a Chandler. Respiraba agitadamente.

—¿Por qué cojones lo has soltado? —gritó Mitch.

—Yo no lo he soltado. Ha debido de hacerse con las llaves.

—¿Y cómo ha conseguido hacer eso? —escupió—. Tus incompetentes oficiales de mierda, supongo.

Mitch no esperó a que Chandler se defendiera. Fue directamente a la radio y puso toda la región en alerta por segunda vez en dos días.

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