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2002

Hacía mucho calor, incluso para finales de noviembre. Chandler se movía justo por el límite de los árboles para aprovechar toda la sombra que pudiera entre las escasas ramas. Andaba en zigzag, de tronco a tronco. Los demás hacían lo mismo. En realidad, parecían un puñado de borrachos uniformados perdidos en la zona despoblada, buscando desesperadamente agua y cobijo. La sal le picaba en el corte que se había hecho al afeitarse como un zombi aquella mañana a las seis. Él no se había metido en la policía para hacer turnos de doce horas caminando por el monte, buscando en medio de aquel agujero del infierno a un autoestopista perdido. Pero como eran novatos, Mitch y él no estaban en posición de negarse a formar parte de aquel destacamento.

Su compañero al menos tenía unas piernas muy largas, toda una ventaja en aquel terreno tan desigual. Eso y una barbilla que sobresalía de su rostro como una antena, guiándole por todas partes entre las rocas del suelo. Aunque eran de la misma edad, Mitch parecía mayor, más delgado, casi enfermizo de tan flaco, con los brazos y las piernas demasiado largos; se estiraban y se retorcían arbitrariamente. Cuando estaba furioso, tendía a agitarlos a su alrededor como esos muñecos hinchables que mueve el viento y que ponen en los solares donde se venden coches usados… Pero él no sonreía, claro. Mitch raramente sonreía.

Bundabaroo, la región que incluía las colinas de Gardner’s Hill, era una extensión salvaje particularmente inhóspita. Montañas infranqueables, árboles y rocas, que, o bien crujían y se deshacían bajo los pies, y te hacían resbalar, o bien eran tan agudas que te cortaban hasta el hueso. Un experimento de Dios para demostrar las condiciones más extremas en las que podía prosperar la vida. Un lugar donde la única civilización que se podía encontrar era Wilbrook, aunque, como se solía decir en broma, si Wilbrook es el último reducto civilizado que te queda, es que tienes problemas graves.

A pesar de estar en el siglo XXI, todavía no habían explorado la región a pie. No del todo. Solo había dos formas de adentrarse allí: por un camino de tierra que bordeaba la falda de Gardner’s Hill, o bien por medio de un peligroso descenso en helicóptero entre una mezcla enmarañada de árboles altos y ásperos arbustos hasta la inestable superficie que quedaba debajo.

Estaban allí porque había desaparecido un chico de diecinueve años que se llamaba Martin Taylor. De su desaparición se cumplían cuatro días. Aquella jornada habían trasladado un equipo de perros rastreadores desde la costa, para ayudarlos en la búsqueda. Los animales se permitían el lujo de trabajar solo tres horas al día, por el calor que hacía, ya que estaban en pleno verano; en cambio, los humanos tenían que trabajar doce.

Oyendo el ruido del helicóptero por encima y los ladridos ansiosos de los sabuesos, Chandler intentó concentrarse en el ruido que tenía más cerca: el crujido de sus propias botas pisando el sotobosque. Externamente estaba buscando a Martin, pero por dentro no conseguía empatizar con él. Otro chico de ciudad que quería vivir la gran aventura al aire libre, aunque no estaba preparado en absoluto para lo que se iba a encontrar allí. No había caminos definidos, nada que pudiera guiarle, excepto sus ojos, la brújula y algunos mapas. El GPS era una quimera. Allí la tierra era igual que hace quinientos millones de años: sin definir, rocas, árboles y paisaje entremezclados, la tierra y el cielo fundidos, sin ninguna pista de cuál era el camino de salida.

Toda la información que tenían de los movimientos de Martin procedía de Eleanor Trebech, la propietaria del Garden’s Palace, el hotel donde el chico se había alojado la noche anterior a su desaparición. Eleanor les dijo todo lo que sabía. Eso sí: se lo dijo a su manera, con su típico aire desinteresado, el pelo rizado en espirales inacabables.

Sus respuestas adoptaban la forma tanto de señales de humo como de palabras: fumaba como un carretero. De ella habían obtenido una descripción y una idea de lo preparado que iba el joven. Botas recias, gafas de sol. Una camiseta ligera que relucía con un verde intenso muy llamativo en el vestíbulo poco iluminado. Una mochila diminuta que no podía contener lo suficiente para una caminata larga. Un joven airado, decía ella, que acababa de romper con su novia. Una separación fea, suponía.

Bill Ashcroft hizo una pregunta más, con su inimitable estilo brusco.

—¿Le dijo cuándo iba a volver?

Eleanor negó con la cabeza. Martin no le había dicho que le guardara la habitación, así que ella no se metió: no era asunto suyo. Y acabó la conversación volviendo a la satinada revista de tendencias que tenía delante, sentada ante el mostrador de recepción.

La información que recogieron de su familia y amigos le señalaba como excursionista con algo de experiencia y cierto número de caminatas de fin de semana en su haber, pero para esta excursión Martin había descuidado dos aspectos básicos: salió a caminar solo y no informó a una persona responsable de la ruta que iba a seguir y cuándo esperaba volver. Desde luego, nadie podría decir que Eleanor Trebech fuera una persona responsable: tres matrimonios y medio, así como su historial de accidentes de coche provocados por la embriaguez, más bien decían lo contrario. Pero no proporcionarle ninguna información de sus planes parecía un acto de abandono voluntario.

La única pista que tenían del lugar desde donde había partido era el coche, un oxidado Holden que encontraron abandonado en el hueco entre los árboles que constituía el aparcamiento de tierra de Gardner’s Hill. Al analizarlo vieron que no había gasolina en el depósito y que la suspensión funcionaba a base de rezos, más que de mecánica. Nadie se podía explicar cómo había aguantado el trayecto por aquella carretera tan difícil.

En el coche encontraron una brújula, estaquillas para montar una tienda y una chaqueta, necesaria por la noche, cuando la temperatura baja rápidamente. Había también un pequeño botiquín metido bajo el asiento del conductor, un sitio donde se podía olvidar fácilmente. Quizás a propósito.

En aquel momento, todavía nadie había dicho en voz alta la posibilidad de que Martin hubiera muerto. Se especulaba con que estuviera vivo e ignorando que toda aquella gente le estuviera buscando. Tal vez había hecho autostop y se había ido a algún otro sitio sin informar a nadie. Quizás incluso a las antiguas minas. No era raro. Tres veces en los dos últimos años se habían dado incidentes en los cuales algunos activistas medioambientales entraron en las minas y cayeron por accidente en alguno de los pozos abiertos. Dos habían escapado solo con huesos rotos y una multa importante, pero otro cayó en un mal agujero y se rompió el cuello. Pasaron seis meses hasta que lo encontraron. Lo mismo pasaba allí arriba en la colina, había pozos naturales en abundancia y huecos escondidos entre la maleza. Si Martin hubiese caído en uno de ellos, nadie le habría oído gritar.

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