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Fue el grito furioso lo primero que oyó, seguido por protestas e indignación. Chandler llevaba un rato hablando con Tanya sobre modificar la byc, para incluir una advertencia a la hora de acercarse al sospechoso, cuando un hombre desconocido llegó cojeando a la comisaría. Su cojera era mayor por culpa del cañón de la escopeta clavado en su espalda. La escopeta la empuñaba Ken Kid Maloney, de cincuenta y seis años, nacido y criado en esa misma cuidad. Más que criado, habría que decir «mal criado». Lucía una barba tan salvaje como sus ojos. Murmuró algo de que había cogido a aquel cabrón en sus tierras. El resto era difícil de entender. Casi nadie entendía su acento, tan confuso.

Chandler miró de reojo a sus colegas y los tranquilizó. No debían reaccionar. Todavía no. Era la segunda vez aquel año que Ken les traía a alguien encañonado con una escopeta. La primera vez fue una pareja de mochileros que decía que le habían robado cosas de casa. Una afirmación que resultó no tener fundamento: simplemente, eran una pareja sedienta que quería algo de agua. Ken forzó aquel malentendido. Esta vez solo había una víctima. Chandler apartó los ojos de la escopeta y los clavó en el tembloroso rehén, para calmarlo. El corazón le dio un vuelco.

Aquel tipo encajaba perfectamente con la descripción de Heath.

Más o menos, metro setenta de alto. Como había descrito Gabriel, tenía el centro de gravedad recio y bajo de un trabajador del campo, apto para acarrear grandes pesos. Llevaba el pelo color castaño revuelto, como si no se hubiera peinado desde hacía meses; la barba, de al menos una semana, era un poco más oscura que el pelo. Estaba chorreando sudor. Una pequeña cruz colgaba bajo su camisa verde de cuadros; tenía un bolsillo desgarrado. Completaban su atuendo unos pantalones por debajo de la rodilla que parecían de leñador, adecuados para el exterior… y para mantener a alguien encerrado en un cobertizo antes de asesinarlo. La sangre parecía indicar que sí, que era posible.

—¿Entonces va a venir alguien a arrestarle? —dijo Ken, con el arma firmemente apretada contra la espalda del hombre.

Con la mano, Chandler hizo señas a sus colegas de que retrocedieran. La cara de Ken era la viva imagen de la frustración. Una frustración peligrosa.

—Nos lo vamos a llevar ahora, Ken. Tú baja el arma.

Chandler esperaba transmitir autoridad, pero no estaba seguro de haberlo conseguido.

—¿Por qué demonios tengo que bajar la escopeta? —preguntó Ken—. Alguien tiene que mantenerlo vigilado…

—Déjalo, vamos, Ken —dijo Chandler.

Pensó que si hubiera sabido quién era aquel hombre, probablemente no se habría atrevido a acercarse a él. Ken estaba loco, pero no era ningún idiota.

—No voy a apartar la escopeta hasta que venga alguien a arrestarlo —respondió, con la voz enredada en la barba, como si el pelo hubiera tapado y cerrado sus labios.

Chandler avanzó un poquito para oírlo mejor. Fue un error. Ken reajustó su postura, amenazante.

Su rehén soltó entonces un murmullo indescifrable. Suplicaba.

Chandler decidió intentar aplacar a Ken.

—Venga, Ken, ¿qué ha hecho este hombre? —preguntó.

—Lo he pillado.

Chandler estiró el cuello todo lo que pudo, sin atreverse a mover el resto de su cuerpo por si Ken se alteraba.

—Estaba intentando robarme el coche.

—¿Estaba en tu casa? —preguntó Chandler.

Si era Heath, seguramente buscaba un coche para huir. O para perseguir a su presa.

—No, yo estaba cerca de la casa de Turtle. Cazando un maldito conejo de esos. Iba a volver al coche cuando he cogido a este hijo de puta intentando ponerlo en marcha. No se tocan las propiedades de la gente —dijo Ken, con los ojos muy abiertos y fingiendo una inocencia similar a la de los conejos que se suponía que estaba cazando.

Chandler sabía perfectamente que la historia de los conejos era mentira. Si Ken había estado donde Turtle, casi seguro había sido para robar huevos de las gallinas de los corrales. Pero, bueno, de eso ya se encargaría otro día. Ahora mismo necesitaba que Ken retrocediera y soltara a ese tipo. Así podría hacerle más preguntas y confirmar sus sospechas.

—Está bien, Ken, vale —accedió Chandler—. Y ahora, si me dejas a mí al sospechoso, podré arrestarlo.

—Yo no intentaba… —empezó a hablar el joven.

El cañón de la escopeta se clavó en su espalda y le hizo callar.

—¡Sí que lo intentabas, joder, te he pillado! —exclamó Ken, gritando al oído de su rehén. Luego le dijo a Chandler—: Habrá huellas…, huellas dactilares en el volante. Y por si acaso te digo que yo no tengo nada que ver con la sangre. No puedes cargarme eso. Este tío ya la llevaba.

—Te creo, Ken. Y ahora…

—No le he puesto un dedo encima. Díselo. —Ken apretó el cañón de su escopeta contra la espalda del detenido.

Este tartamudeó:

—No ha si…, sido…

Ken no le dejó acabar.

—¿Lo ves?

—Lo veo —dijo Chandler. Desvió la conversación hacia el otro hombre; estaba casi seguro de que era el asesino en serie que buscaban—. ¿Está bien?

En los ojos del hombre vio dolor.

—No, no estoy nada bien. ¿Acaso parece que estoy bien? —dijo, y enseguida hizo una mueca de dolor. No por el cañón…, había algo más que le causaba incomodidad.

Ken volvió a apretar el cañón del arma otra vez, provocando un gruñido por parte del detenido.

—Entonces dile lo que has hecho, chico. O lo que intentabas hacer cuando te he detenido.

—Ken, deja que seamos nosotros quienes nos ocupemos de esto —dijo Chandler.

—Si consigo que lo confiese, no podrás acusarme de nada a mí.

—No te voy a acusar de nada, Ken, pero tienes que bajar el arma. ¡Ahora!

Aquello tenía que terminar ya. Cuanto más tiempo Ken estuviera allí, más posibilidades había de que apretase el gatillo.

Luka los interrumpió:

—No podemos considerar como prueba nada de todo esto, Ken. No si le sigues apuntando con una escopeta.

Chandler se volvió a mirar a su agente. Técnicamente, Luka había dicho la verdad, pero la verdad no ayudaba demasiado. Ya tenía a un posible asesino en serie en sus manos, no necesitaba además una investigación por asesinato.

—¡Ken! El arma. ¡Ahora! —Chandler tendió la mano para coger la escopeta. Aunque trató de dominarse, no pudo evitar que le temblara.

—La escopeta es mía —dijo Ken.

—Y te la devolveré.

—Tengo derecho a llevarla.

—Pero no tienes derecho a apuntar con ella a la gente.

—¿Aunque sea un hijo de puta que me quería robar el coche?

—Ya nos lo has traído a nosotros. Con eso basta.

—Pero no lo ha confesado… —dijo Ken.

El tipo volvió a hacer una mueca, con la mandíbula muy apretada. Parecía derrotado. El asesino en serie cogido por azar, sus planes cuidadosamente trazados frustrados por un paisano del pueblo algo tonto pero bastante peligroso.

Como Ken no quería dejar el arma, Chandler miró al joven.

—¿Ha intentado usted robar el coche?

El otro asintió con la cabeza. Una confesión con una escopeta apuntándolo.

—Sí, intenté robarle el coche. Tenía que hacerlo. Tenía que huir, tenía que…

Su confesión quedó interrumpida por otro golpe de la escopeta.

—Una mierda, chico. No hay excusa que valga. Vosotros, los cabrones de la ciudad, creéis que os podéis salir con la vuestra, hagáis lo que hagáis aquí.

—Ya tenemos su confesión, Ken. Puedes soltarlo —dijo Chandler.

—Pero no se arrepiente.

—¡Ken!

El hombre frunció el ceño, quitó la escopeta de la espalda de su rehén y la apuntó hacia el techo. Chandler soltó el aire de sus pulmones. La tensión empezó a disminuir y todos destensaron los hombros. Tanya y Luka corrieron a apartar a Ken de su rehén. Chandler fue hacia él. Ken se resistió cuando Tanya intentó quitarle la escopeta de las manos.

—La escopeta es mía.

—Cuarenta y ocho horas, Ken —dijo Chandler—. Para que te vayas calmando. La próxima vez que veas a un intruso, nos llamas.

—Quiero que me la devuelva. ¡Dos días, nada menos! Yo necesito esa escopeta… —Ken frunció el ceño. Parecía perdido sin su arma, con los ojos muy abiertos y llenos de dolor, como si le hubieran quitado de las manos a su único hijo.

—Dos días —repitió Chandler, ignorando la mirada de frustración de Tanya.

Ya sabía lo que opinaba ella: nadie debía llevar armas, excepto la policía. Quizá fuera porque ahora tenía tres hijos, aunque nunca le habían gustado las armas. Eso sí: no le daba miedo tener que empuñar una. Chandler hizo una seña en su dirección para que sacara a Ken fuera de la comisaría. Por una vez, era el menos peligroso de los locos allí presentes.

Una vez que hubo salido Ken, Chandler examinó al sospechoso. Tenía la cabeza gacha, mirando al suelo. Nada en sus regordetas y sudadas mejillas sugería que fuese capaz de matar a cincuenta y cuatro personas. Cuando levantó los ojos para mirarle, Chandler vio que estaban entrecerrados; detectó cierta maldad en ellos. El hombre cogió aliento con fuerza y gruñó, enseñando los dientes. Las manos de Chandler fueron a su pistola y tocó el metal, dispuesto para desenfundar.

—Tenía que robar ese coche. Tenía que hacerlo —susurró el hombre.

Luka se detuvo cerca del sospechoso, esperando instrucciones. Chandler miró hacia un lado de la habitación. Al comprender su mensaje, su colega retrocedió.

—¿Es usted Heath? —preguntó Chandler, curvando los dedos en torno a la culata del arma.

El hombre, que parecía herido, levantó la cabeza despacio, con la mandíbula firmemente apretada. Era la mirada de un hombre que había estado muy desprotegido.

Los ojos, de un castaño muy oscuro, miraron a Chandler. Luego a los demás. Chandler se preparó, tensando los dedos en torno al arma. Si intentaba escapar, sería ahora.

Asintió una vez. Con una expresión de confusión, más que de amenaza.

—¿Cómo ha sabido…?

—¿Se llama usted Heath? ¿Sí o no? —repitió Chandler.

—Sí, me llamo Heath. Heath Barwell —dijo, frunciendo el ceño. Su expresión de dolor había desaparecido. Todo era fingido. Aunque había sido muy convincente, la verdad.

—¿Es usted del este?

—Sí, de Adelaida.

—¿Y qué le ha traído por aquí? —Chandler empezó despacio, con preguntas fáciles para calmarle, como si excavara en un yacimiento arqueológico, donde es mejor usar un pincel que un buldócer.

—Por trabajo.

—¿Qué tipo de trabajo?

—Pues cualquiera. Granjas, recoger fruta, peón. Lo que quiera, he hecho de todo.

—Así que conoce bien este sitio, ¿no?

Heath negó lentamente con la cabeza.

—No.

Chandler notó la suspicacia y las dudas en la voz de Heath, como si buscara un camino seguro en un campo minado.

—Señor Barwell, voy a tener que arrestarle…

—Tenía que robar el…, coger el coche —farfulló Heath—. Estaba huyendo de…

—No nos interesa el coche —le interrumpió Chandler, colocando los brazos de Heath hacia la espalda y deslizándole las esposas en las muñecas, que ya estaban muy enrojecidas. También tenía las palmas llenas de ampollas, ya fuera de calor o por el trabajo—. Queremos hablar con usted de algunos asesinatos…

Inmediatamente, las manos esposadas se apartaron de su contacto. Heath se volvió hacia él con los ojos llameantes. Al dar un paso para apartarse de Chandler, Tanya y Luka se acercaron.

—De eso precisamente quería hablarle —dijo Heath.

—¿Quiere confesar? —preguntó Chandler, luchando contra una curiosa sensación de anticlímax y de emoción simultáneas. Pero una confesión significaba no tener que traer a Mitch, y entonces…

—¿Qué quiere decir con eso de que si quiero confesar? Fue a mí a quien atacaron —dijo Heath, moviendo la cabeza como para señalar una dirección—. Allá arriba. En el bosque.

Tanya y Luka condujeron al sospechoso hacia un asiento. Chandler se quedó de pie frente a él, preguntándose qué intentaba Heath. ¿Estaría desviando la atención? ¿Mintiendo para salvarse? ¿Era todo un juego?

—¿Qué quiere decir? —preguntó, siguiéndole la corriente.

—Pues quiero decir —empezó Heath, con aire ofendido— que alguien me secuestró e intentó matarme. Conseguí escapar de allí. Entonces tropecé con ese hijo de puta con el peinado de paleto y la escopeta.

—¿Quién le atacó? —preguntó Chandler.

—¿A quién se refiere?

—Al de los bosques.

—Decía llamarse Gabriel —dijo Heath, humedeciéndose los labios agrietados con la lengua.

Un millón de ideas estallaron en el cerebro de Chandler, pero fue Tanya quien habló, todavía al acecho y dispuesta a saltar.

—¿Cómo era ese tal Gabriel?

—Pues alto…, más alto que yo. Quizá como usted de alto. —Señaló hacia Chandler—. Pero más delgado. Hablaba…, no sé…, parecía que no era de por aquí.

«Pues no, no lo es», pensó Chandler. Gabriel era de Perth, aunque se suponía que, para alguien del este, todos los del oeste más o menos sonaban parecido. Pensó que no debía caer en la misma trampa. Dejarse llevar por los estereotipos conducía a un mal trabajo policial.

—¿Algo más? —preguntó Chandler.

La descripción no era demasiado precisa. No tenía por qué ser Gabriel Johnson.

—¿Qué es lo que quiere saber? —preguntó Heath—. Era de su misma altura, algo bronceado, con barba de días, pero tenía una cara como…, no sé, parecía muy joven. Como si no pegara con el cuerpo, como si la barba fuera falsa. Hablaba muy bien. Con una voz muy aterciopelada.

Eso sí que encajaba. Heath acababa de describir a Gabriel. De hecho, el recuerdo quizá fuese demasiado bueno, más un estudio prolongado del sujeto que una mirada azarosa y asustada con la mente a mil revoluciones.

Chandler miró a sus compañeros. Tanya parecía tan asombrada como él mismo. Luka le miraba, esperando instrucciones. Nick seguía detrás del mostrador de recepción, con los ojos muy abiertos, disfrutando del espectáculo.

—Por eso he intentado robar el coche —dijo Heath—. Huía para salvar la vida. Tienen que creerme…

Chandler no supo qué decir.

—¿Sargento? —intervino Luka, buscando una respuesta. Parecía que le gustara hacer eso cuando alguien estaba bajo presión, y más aún si era su jefe.

—Metedlo en una celda —indicó Chandler.

No era más que una táctica dilatoria, pero en ese momento no se le ocurría nada mejor.

Luka asintió.

Heath explotó, intentando en vano librarse de los dos agentes que le arrastraban.

—¡No pueden hacer eso! —chilló, mientras se lo llevaban hacia las celdas—. ¡Tengo mis derechos! ¡No pueden encerrarme!

—Puedo, si está usted bajo custodia —respondió Chandler.

—¿Por qué motivo?

—Por robar un coche, para empezar.

—¡Pero iban a asesinarme!

—Entonces en las celdas estará seguro —respondió Chandler mientras las protestas del hombre se desvanecían en la distancia.

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