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La luz desaparecía a toda velocidad, pero Mitch había llegado preparado: su equipo había colocado una serie de reflectores, hogueras eléctricas para hacer salir de sus escondrijos a los asesinos en serie. Chandler lo miraba todo desde fuera. Sacaban más fragmentos de metal y de papel de las cenizas, con los dedos negros de hollín. Buscaban hasta el trozo más diminuto que pudiera resultar una prueba decisiva para averiguar lo que había ocurrido allí.

Mitch pasó a su lado, concentrado solo en la escena y grabando los detalles con su iPhone.

—¿Vas a montar turnos? —preguntó Chandler.

—¿Cómo? —Mitch frunció el ceño, frustrado por la interrupción.

—Que si nos vas a poner turnos, para trabajar toda la noche.

Mitch hizo una pausa.

—No. Mi equipo se ocupará de esto. Podéis iros a casa.

—¡Qué testarudo eres!

—Vete a casa, sargento. Descansa. Has tenido un día muy largo.

Y se alejó. Otro menosprecio.

Chandler consideró la idea de quedarse para ayudar a retirar lo que pudiese de las ruinas, pero una velada con sus hijos y una cama caliente era preferible mil veces a una noche fría allí, hurgando entre los desechos. Que lo hicieran aquellos gilipollas. Aunque encontrasen algo que pudieran cargarle a alguno de los sospechosos, Mitch solo podría acusarlos de secuestro; como mucho, de intento de asesinato. Nada más. Al menos hasta que localizaran las tumbas. Y para eso necesitarían la luz del sol.

Al pasar junto al resplandor amarillo de las lámparas, Chandler vio que Flo cogía algo de los restos. Una pieza de metal carbonizada, pero todavía entera e inconfundible: la figura de Cristo, libre de la cruz de madera que antes lo sujetaba. Recordó que dos sospechosos habían mencionado en sus declaraciones una cruz y que en casa le esperaba una niña que pronto se confesaría por primera vez. Le entraron unas ganas locas de verla.

Primero, sin embargo, pasó por la comisaría, extrañamente vacía. Solo Tanya y Nick estaban de guardia. Tanya concentrada con algo de papeleo; Nick hacía un solo de percusión con los dedos, sobre el mostrador de la entrada. Le dijeron que en las celdas todo estaba tranquilo. Parecía que los sospechosos se hubieran resignado y comprendido que no tenía sentido quejarse: iban a pasar la noche allí.

Al llegar a casa, Chandler comprobó con decepción que los niños ya estaban en la cama. Por su parte, su madre también estaba decepcionada, pero con él.

Le recibió en la puerta. El pelo, rubio veteado de gris, liso y largo hasta los hombros, perfectamente peinado, a pesar de lo tarde que era. Era una chica de Wilbrook, y su humor era tan árido como la tierra en la que había crecido.

—Entraré a verlos —dijo Chandler.

Ella le cortó el paso, como el Cristo en la cruz que habían rescatado del fuego allí arriba.

—No, no los despiertes —dijo, con voz aguda pero enérgica.

—No los despertaré.

—Están muy enfadados contigo. Por no haber venido a casa.

Ahora tenía incluso más ganas de verlos.

—Me retuvieron. No pude hacer nada.

—Caroline, para ya. —La voz de su padre llegó flotando desde el salón. Era la voz de la calma—. No estaban enfadados porque el chico no hubiera venido.

Desde el ángulo donde estaba parecía que el viejo sillón beis hablara solo. Las marcas de tinta de hojear el periódico manchaban sus costados. La mayoría de las mujeres se habrían enfadado por esa suciedad, pero su madre se alegraba: mientras Peter estuviera sentado allí, no podía andar haciendo de las suyas. Alguna vez había intentado quitar las marcas de tinta. Sin embargo, mágicamente, volvían a aparecer, como si el artista creara una nueva obra sobre la última.

Su padre se puso de pie apoyándose en los brazos. Tenía ya sesenta y muchos años, estaba calvo, su rostro estaba arrugado como un mapa en relieve y lucía una nariz puntiaguda que dominaba sus facciones. Parecía un hombre duro, pero en realidad era como un cachorrillo, tan emocionado y curioso por la vida como sesenta años atrás.

—Estaban enfadados por lo de la confesión… —empezó su padre.

—La misa —corrigió su madre.

—La misa se ha cancelado. Los otros chicos te echan la culpa a ti, porque estabas a cargo.

—No, una vez ha aparecido Mitch —murmuró Chandler.

—¿Y qué tal está el joven Mitchell Andrews? —preguntó su madre.

Lo último que Chandler quería era hablar de Mitch. Se encogió de hombros y fingió que no sabía nada.

—Si ha venido al pueblo, es que está pasando algo gordo —añadió su madre.

—Dormiré aquí, si te parece bien —dijo Chandler, cambiando de tema.

Aunque ambos sospechosos estaban a buen recaudo y solo le habría costado dos minutos llegar a casa, quería dormir bajo el mismo techo seguro que sus hijos, al menos aquella noche.

La expresión inquisitiva de su madre se convirtió en una amplia sonrisa.

—¿Quieres comer algo?

—No, gracias.

—Te prepararé algo —dijo ella, empujándole hacia la cocina.

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Chandler se dirigió al sofá blanco. Era realmente cómodo y se lo tragó entero. Incapaz de dormir, pensó en lo que tenían hasta ese momento. Tenía dos sospechosos que eran casi opuestos, como imágenes en un espejo.

Por una parte, estaba Gabriel Johnson, un tipo asustadizo, con voz temblorosa, pero también con una tranquilidad que te ponía de los nervios. Sin duda, tenía una voz que podía seducir a cualquier autoestopista para que entrara en su coche. Pero si era él el secuestrador y el asesino, ¿por qué había vuelto y había permitido que lo capturasen, después de escapar? Era más probable que quisiera ser un buen samaritano y evitar que Heath volviera a matar.

Por otro lado, estaba Heath: gritón, vehemente, violento. Lo negaba todo, aparte del robo de un coche. Protestaba incluso de tener que estar bajo el mismo techo que Gabriel. Si estaba fingiendo, la verdad es que resultaba bastante convincente. También él podía persuadir a un autoestopista para que se metiera en un coche con él.

Gabriel se había entregado dos veces. Heath no había hecho nada voluntariamente. También desde un punto de vista físico eran opuestos: Gabriel, alto y esbelto; Heath, bajo y robusto. Ambos tenían el bronceado inconfundible de los que trabajan al aire libre. Ninguno de los dos tenía padres, ni apenas contacto con su familia. En el caso de Heath, por elección propia. En el de Gabriel, porque habían muerto. No disponían de los datos suficientes para preferir a uno u otro como sospechoso, de modo que tendrían que ser los dos. Y si eran los dos, entonces existía la posibilidad de que hubiesen estado trabajando en equipo hasta que algo, todavía no se sabía qué, hubiera hecho que rompieran su asociación. ¿Por eso se temían tanto entre sí? ¿Porque ambos sabían de lo que era capaz el otro?

Lo de la cabaña también le chocaba. Las pruebas encontradas hasta el momento indicaban que aquel era el lugar donde se cometieron los crímenes. Al menos donde se habían mantenido encadenadas a las víctimas, pero ¿cómo se había incendiado? ¿Por accidente? ¿Los rayos del sol habían hecho arder unos papeles? Quizá, cuando se habían perseguido el uno al otro, un golpe involuntario a un calentador o a un objeto parecido hubieran convertido la choza en una hoguera. Pero ¿para qué iban a necesitar un calentador, con el calor que hacía? Quedaba la teoría de que el asesino hubiese prendido fuego al lugar deliberadamente. Quizá con algún artefacto incendiario con temporizador, para que se pusiera en marcha si él o ellos no volvían en un momento determinado. Y si fue así, ¿cuándo? ¿Fue Heath, en el tiempo transcurrido entre que Gabriel entró en la comisaría y Ken lo trajo amenazándolo con una escopeta? ¿O bien Gabriel, después de escapar del hotel, subió a la colina para destruir las pruebas? Pero ¿cómo conseguiría llegar hasta allí? ¿Y por qué volver y entregarse en la comisaría? ¿Por qué no incendiarlo todo y salir huyendo?

Había muchas lagunas en la investigación: tiempo, motivos… Darle vueltas a todo aquello lo agobiaba aún más, pero, aun así, una idea final se abrió camino: ¿y si no estaban trabajando juntos? ¿Y si había un tercer implicado?

Eso abría muchas posibilidades. Y no necesitaban más, sino menos. Siempre prefería trabajar con unos parámetros completos. Por eso se había quedado en Wilbrook. El pueblo y sus hijos eran como su sol, como su centro gravitatorio. No podía ni quería alejarse demasiado de ellos.

Y, aunque eran las tres de la mañana, uno de sus soles acababa de entrar en la cocina. Sarah, en camisón, metió la cabeza en la nevera. No lo había visto. Estaba creciendo muy deprisa, casi ya era de la misma altura que su madre. Tenía los mismos pómulos altos, la misma cara delgada que Teri. Mientras no heredara el carácter de su madre…

Ni siquiera intentó evitar hacer ruido al sacar la leche. Cerró de golpe la puerta del frigorífico, haciendo temblar el mostrador. No era fácil hacerlo todo siempre con el móvil en la mano.

—¿Estás mandando mensajes a alguien a estas horas? —preguntó él.

Ella dio un respingo y derramó la leche por el suelo.

—¡Mier…! —soltó Sarah.

—Tendrás que confesar eso… —dijo Chandler.

—¿Ah, sí? ¿Podré? ¿Se celebrará la ceremonia? —Volvió a mirar hacia abajo y teclear en el móvil.

—Ya veremos.

Ella no respondió.

—¿Para quién eran esos mensajes? —preguntó él, curioso y un poco preocupado.

—Para nadie. Estaba haciendo un borrador.

—¿Cómo?

—Para mañana —dijo Sarah—. Espera…

Alejó el teléfono con el brazo estirado y se hizo una selfie. De sí misma con un vaso de leche. Chandler no entendía por qué. Quizás era normal que no lo entendiera. Tal vez eso era lo que llamaban «entretenimiento» en aquellos tiempos. Pero, bueno, suponía que tampoco había problema. Seguramente, la idea de entretenimiento de su padre también a ella le resultara extraña: una cerveza y ver deportes en televisión después de que los niños se hubieran acostado, ya fuera críquet, rugby, fútbol… En ocasiones, veía un partido entero y luego no podía decir cuál había sido el resultado final: la mente vacía, el estómago dilatado.

—¿Estás enfadada conmigo? —preguntó Chandler.

Su silencio sugería que sí lo estaba.

—No —dijo ella, con el pelo negro azabache cayéndole sobre la cara.

—¿Sarah?

Escapando de las garras del sofá, se reunió con ella en la cocina: ya se había bebido medio vaso de leche.

—Sé que estás decepcionada.

La niña movió la cabeza de lado a lado como si fuera un muñeco de cuerda.

—Creen que es culpa tuya. Que por tu culpa no se va a hacer lo de la confesión.

—Teníamos que suspenderlo todo.

—¿Por qué? —preguntó ella—. ¿Es que eras el único que iba a ir? Siempre nos has dicho que no seamos egoístas…

Chandler sonrió. Dicho así, parecía muy egoísta: posponerlo todo porque él tenía otros planes.

—Sí que es egoísta, pero no voy a perderme algo tan importante como tu primera confesión porque esté pendiente de un caso.

—¿Y qué han hecho esos hombres?

—No estamos seguros. Todavía no han confesado sus pecados. No les hemos obligado a confesar. Pero lo haremos —añadió, decidido—. Y aunque la misa no sea el domingo, será otro día.

—Entonces ¿todo esto es porque Dios lo ha querido?

—Solo Dios puede decirlo.

Sarah volvió a sonreír. Él le hizo señas para que se fuera a dormir. Al cabo de unos segundos, ya se había perdido otra vez en el teléfono. Movía con precisión el pulgar sobre la pantalla, actualizando su estado con el mínimo de palabras posible. No era difícil imaginar que las maravillas de aquel mundo enorme y malvado la sedujeran. Que la idea de irse lejos de aquel agujero donde vivían la atrajera. A Chandler le preocupaba que le gustase la idea de irse a vivir con su madre, a Port Hedland. Y si ella quería algo, no estaba seguro de que él fuese capaz de impedirlo.

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