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2002

Los días se iban prolongando, largos e inclementes. La búsqueda cada vez era menos intensa. Oficialmente, no se podía decir qué había pasado con Martin, pero todo el mundo parecía tenerlo claro. Ya habían pasado tres semanas. Dentro de nada, sería Navidad.

Chandler asistía a aquel espectáculo en primera fila: los mercenarios (incluido el adolescente de Murray River) se iban embolsando cada mañana su dinero, y luego fingían esforzarse al máximo en su misión. Videntes y médiums abrumaban a Arthur con ideas fantásticas, mapas o diagramas. Todos afirmaban saber dónde estaba Martin. Se lo dirían, claro, pero si les pagaba una hermosa suma de dinero. Aquella misma mañana, uno de los mercenarios, un hombre de aire chamánico parecido a Darwin y que se llamaba Blazz, expuso la última teoría para explicar qué buscaba Martin en el bosque: una cueva con oro oculto, enterrado por algún forajido de principios del siglo XIX.

—¿Has oído eso? —le preguntó a Mitch, irritado.

—Lo he oído —dijo su compañero.

No parecía molesto. Para nada. Aquello lo cabreó aún más.

—No podemos dejar que hagan eso.

—Se supone que debemos mantener la paz, no comprobar si es verdad lo que aseguran esos bichos raros. Ese no es nuestro trabajo.

—Si te digo la verdad, ya no sé en qué consiste nuestro trabajo —admitió Chandler.

—En agachar la cabeza y aguantar —dijo Mitch.

—¿Es lo que quieres hacer como policía? ¿Quedarte a un lado y dejar que la familia se haga trizas?

Mitch no respondió. Escupió su chicle en el suelo.

—¡Unas pepitas del tamaño de pelotas de fútbol! —anunciaba Blazz, gritando a pleno pulmón, grandilocuente e insistente.

—Por aquí no hay cuevas con oro escondido —replicó Chandler, incapaz de dejarlo pasar.

—El viento me lo ha dicho —dijo Blazz; su voz transmitía la fuerza de sus convicciones.

—¿El viento? Chorradas.

—Que no lo entienda, oficial, no significa que yo esté equivocado… —dijo Blazz. Sus rizos bailoteaban, a pesar del sudor que le corría por las sienes.

Chandler se acercó a él.

—Lo que entiendo es que a usted no le importa robarle el dinero a un anciano, pero al menos no le cuente estupideces como esa.

—No son estupideces. Me lo ha dicho el viento. Yo noto esas cosas.

—Y su sexto sentido aún no ha conseguido localizar a Martin, ¿no?

—Estamos cerca —respondió Blazz con un susurro.

«Cerca de acabar igual que Martin, si sigues con estas mierdas. ¡Concéntrate en la búsqueda!», pensó Chandler.

Blazz empezó a soltar gemidos y gruñidos, hablando en una lengua extraña. Parecía que le había dado un ataque. Escupía y soltaba arcadas. Chandler estaba deseando llamar al helicóptero para que se llevara a Blazz. Pero, de repente, Blazz se detuvo y anunció:

—Ahora está usted maldito, oficial. Y recuerde que estas montañas son amigas mías, no suyas.

—¿Eso ha sido una amenaza? —le replicó Chandler.

—Ha sido una maldición.

—¿Y qué significa…?

Blazz sonrió. Chandler dio otro paso hacia delante, decidido a sacarle la verdad a Blazz. Pero alguien le cogió por el hombro. Era Arthur.

—¿Qué está usted haciendo, Chandler?

Era una buena pregunta. Arthur continuó:

—Esta gente solo intenta ayudar.

Chandler se lo quedó mirando. Aquel viejo vivía engañado. Su papel en aquel espectáculo se había desvanecido entre el polvo y los árboles del monte. Aun así, todavía recordaba una de las labores fundamentales de su cargo: proteger a la ciudadanía.

—No, no están intentando ayudarle, Arthur. —Ya era hora de que empezara a darse cuenta—. Lo único que quieren es quitarle su dinero…, todas esas paparruchas y profecías. Quieren estafarle.

Ya lo había dicho. Inmediatamente, Chandler se sintió más ligero, como si recuperara algo de energía.

Arthur hizo un gesto sencillo, algo que le desarmó.

—Ya lo sé. Yo creo en Dios, pero no soy idiota, Chandler.

Él frunció el ceño.

—Entonces ¿por qué?

—Si un par de ojos más, pagados o no, pueden encontrar a mi hijo, entonces lo daré todo. Mi dinero, mi casa, mi alma. No importa.

Chandler no supo qué decir. Estaba equivocado. Aquel hombre lo había aceptado todo movido por la endeble esperanza de que alguien que participara en aquel circo encontrara a su hijo. Chandler pensó en Teri y su bebé recién nacido. ¿Y si le pasara a él? No quería ni pensarlo.

Aquello supuso un punto de inflexión. Pasó de querer abandonar a empatizar con aquel padre y aquel hijo. Cada día, Arthur perdía algo de peso, como si estuviera entregando parte de sí mismo a ese terreno baldío. Era como un sacrificio ritual para recuperar a su hijo. Cada día, se acobardaba un poco más. Su voz resonante apenas se dejaba oír por encima del parloteo de los insectos entre los arbustos. Quería que le comprendieran. Quería asirse a una esperanza. Hablaba de asuntos domésticos. De la empresa de contabilidad que había querido legarle a Martin. Sin embargo, este no había mostrado ni aptitudes ni deseos de seguir con el negocio de su padre. Hablaba de su esposa, Sylvia: temía que nunca se recuperara y pudiera ser una buena madre para su otro hijo. Tenía miedo de que lo abandonara a su suerte, culpándose por haber fracasado con el primero. Se pasaba los días encerrada en el hotel, rodeada de fotos de Martin que amigos y familiares habían reunido. Aquellas fotos, que nunca antes había visto, eran su tesoro: Martin con amigos y novias, borracho o bailando en una fiesta en una casa cualquiera. Chispazos en los que se veía a su hijo jugando, feliz y contento, caminando, paseando al aire libre. Y estas últimas fotos eran las que le hacían más daño. Habían pasado muchas noches llorando hasta caer dormidos, casi sin poder soportar tanto dolor.

Chandler intentaba cualquier cosa para que Arthur no se derrumbara. Aquel día hablaban del ejercicio. Arthur afirmaba que nunca había caminado tanto en su vida; ojalá se hubiera mantenido un poco más en forma, así podría avanzar mucho más deprisa.

—No se trata de avanzar rápido, sino de cubrirlo todo bien —dijo Chandler, que andaba tras Arthur, que, a su vez, seguía los pasos de su hijo—. Decía usted que le gustaba mucho el aire libre.

—Sí que le gustaba…, le gusta. Es algo que nunca comprenderé. Tal vez no sea capaz de apreciarlo. Lo enorme que es todo. Qué se sentiría al vivir aquí.

—Pues no sería demasiado agradable —le dijo Chandler—. Tus únicos vecinos son mil serpientes y un millón de arañas.

Y entonces el chico se volvió, con los ojos muy abiertos, intrigado.

—¿De verdad? ¡Qué chuloooo! —dijo.

Su padre le advirtió de que mantuviera la vista al frente.

Arthur extendió la mano para mantener al chico en el buen camino. Ya le había dicho a Chandler que no le parecía bien que su otro hijo tuviera que hacer eso, a su edad…, aunque cualquier edad era mala. El chico quería mucho a Martin, desde que nació. No entendía por qué su hermano se había ido solo. Tampoco sabía por qué seguía perdido y por qué no querían que lo encontraran. Y Arthur sentía que no podía responder esas preguntas. Ni con una mentira ni con algo tan duro como la verdad. Por su parte, Chandler lamentaba no tener nada que darle al viejo, solo unas pocas palabras entrecortadas y el íntimo y culpable sentimiento de que aquello no le estuviera pasando a su familia.

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